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A las seis y media de esa tarde, desde la acera de Museum Drive, William Smithback Jr. miraba la fachada intensamente iluminada del Museo de Historia Natural de Nueva York. La escalinata de granito estaba cubierta por una gran alfombra de terciopelo. Mientras una multitud de mirones y periodistas se agitaba al otro lado de las cuerdas de terciopelo —y de los guardias del museo—, las limusinas descargaban a estrellas de cine, políticos del ayuntamiento, reyes y reinas de las altas finanzas, grandes damas de la alta sociedad, lo último en modelos demacradas y de mirada perdida, socios gerentes, rectores de universidad y senadores: un regio desfile de dinero, poder e influencia.

Los poderosos subían por los escalones del museo en un pausado flujo de trajes negros, blancos y relumbres, sin mirar ni a izquierda ni a derecha; tras cruzar la gran puerta de bronce, entre los pilares de la fachada, se fundían en una intensa luz. Entretanto, el populacho, retenido por cuerdas y por manos, miraba boquiabierto, chillaba o hacía fotos. Arriba, sobre la fachada neoclásica del museo, una lona de cuatro pisos de altura ondeaba bajo una suave brisa. Representaba un Ojo de Horus gigante con una leyenda que imitaba la escritura egipcia:

Smithback se ajustó la corbata de seda del esmoquin y se alisó las solapas. No haber llegado en limusina, sino en taxi, lo había obligado a apearse a una manzana del museo y a abrirse paso por la multitud hasta las cuerdas. Enseñó su invitación a un guardia receloso, que llamó a otro. Tras varios minutos de conciliábulo, lo dejaron pasar a regañadientes justo en la estela perfumada de Wanda Meursault, la actriz que había montado un espectáculo en la inauguración de «Imágenes Sagradas». Smithback pensó en el disgusto que debía de haberse llevado por no ganar el Oscar a la mejor actriz del año anterior. Incorporándose a los poderosos con un escalofrío de satisfacción, cruzó la luminosa doble puerta.

Sería la madre de todas las inauguraciones.

Después de atravesar la Gran Rotonda, con sus dos dinosaurios reconstruidos, y la magnífica Sala Africana, la alfombra de terciopelo serpenteaba por media docena de salas con olor a humedad y pasillos dejados de la mano de Dios hasta llegar a los ascensores, donde se había formado una cola. Mientras esperaba su turno, Smithback pensó que quedaba muy lejos de la entrada. Claro que la tumba de Senef estaba en las mismísimas entrañas del museo, casi en el otro extremo de la entrada principal… Se arregló el nudo de la corbata. «A ver si la caminata les activa un poco la circulación a algunos de estos carcamales disecados —pensó—. Les convendría».

Un timbre anunció la llegada del siguiente ascensor. Smithback se introdujo en lo que parecía una lata de sardinas blancas y negras. Tras el lento descenso hasta el sótano, se abrieron las puertas y fueron recibidos por otra orgía de luces y de animadas notas de una orquesta; allá al fondo, estaba ni más ni menos que la gran Sala Egipcia, cuyos murales del siglo XIX habían sido sometidos a una magnífica restauración. Las vitrinas de las paredes eran una explosión de oro, joyas y cerámica vidriada. El suelo de mármol estaba cubierto de mesas para el cóctel o para la cena, todas puestas con gran exquisitez, bajo el parpadeo de miles de velas. Pero lo más importante, pensó Smithback mientras admiraba el espectáculo, eran las mesas largas que había a los lados, de una resistencia puesta a prueba por auténticas montañas de esturión y salmón ahumado, crujiente pan artesanal, inmensas bandejas de jamón San Daniele, cuencos de plata repletos de caviar sevruga y beluga gris perla… En cada punta había un barreño de plata con una montaña de hielo picado erizada de botellas de Veuve Cliquot, como baterías de artillería esperando a ser disparadas y vertidas.

Pensó que solo eran los entrantes. La cena aún estaba por servir. Mientras se frotaba las manos, gozando del maravilloso panorama, buscó con la mirada a su mujer, a Nora, a quien apenas había visto durante la última semana; sintió un ligero escalofrío al pensar en otros placeres más íntimos que quedarían para después, cuando la fiesta y todo el ajetreo y el agobio de una semana de vértigo hubieran terminado.

Mientras decidía a cuál de las mesas de comida dar prioridad, notó que le pasaban un brazo por la espalda.

—¡Nora! —Se giró para abrazarla. Llevaba un vestido negro muy elegante, con exquisitos bordados de plata—. ¡Estás espectacular!

—Tú tampoco tienes mal aspecto. —Nora levantó las manos para atusarle el eterno mechón rebelde, que se apresuró a erguirse nuevamente en desafío a la gravedad—. Mi precioso niño…

—Mi reina egipcia… A propósito, ¿qué tal el cuello?

—Muy bien. Haz el favor de no volver a preguntármelo.

—Estoy impresionado. ¡Qué banquete! —Smithback miró a su alrededor—. Y pensar que eres la comisaria… Que es tu exposición…

—Pero no tengo nada que ver con la fiesta. —Nora miró la entrada de la tumba de Senef, cerrada, con una cinta roja que esperaba el momento de ser cortada—. Mi exposición está allí dentro.

Pasó un camarero muy delgado con una bandeja de plata llena de flautas de champán. Smithback cogió dos al vuelo y le dio una a Nora.

—Por la tumba de Senef —dijo.

Hicieron chocar las copas y bebieron.

—Vayamos a buscar un poco de comida antes de que vuele —dijo Nora—. Solo tengo unos minutos. A las siete tengo que decir unas palabras. Luego habrá más discursos, la cena y el espectáculo. No me verás mucho, Bill. Lo siento.

—Ya tendré tiempo de verte, ya…

Al ir hacia las mesas, Smithback se fijó en una mujer alta y muy guapa, con el pelo de color caoba. Lo sorprendente eran sus pantalones negros y su camisa de seda gris abierta por el cuello, con un collar de perlas de una sola vuelta. La ropa en sí era el paroxismo de la sencillez, pero con su forma de llevarla le daba un toque de clase y hasta de elegancia.

—Te presento a la nueva egiptóloga del museo —dijo Nora, girándose hacia ella—, Viola Maskelene. Viola, te presento a mi marido, Bill Smithback.

Smithback se quedó de piedra.

—¿Viola Maskelene? ¿Usted no es la que…? —Se calló a tiempo y tendió la mano—. Encantado.

—Hola —dijo ella con un acento de clase alta, ligeramente divertida—. Estos últimos días lo he pasado muy bien trabajando con Nora. ¡Qué museo!

—Sí —dijo Smithback—, la verdad es que impresiona. Dígame una cosa, Viola… —A Smithback lo vencía la curiosidad—. ¿Cómo…? Hum… ¿Cómo ha venido a parar al museo?

—Ocurrió en el último momento. Después de la trágica muerte de Adrian el museo necesitaba urgentemente un egiptólogo especializado en el Imperio Nuevo y en las tumbas del Valle de los Reyes. Por lo visto, Hugo Menzies conocía mi trayectoria y propuso mi nombre. Acepté encantada.

Justo cuando Smithback abría la boca para hacer otra pregunta, vio una mirada de advertencia en los ojos de Nora. No era el momento de buscar información sobre el secuestro de Viola Maskelene. De todos modos, pensó que era extraño que hubiera vuelto tan pronto a Nueva York, ni más ni menos que al museo. Su olfato de periodista había despertado. Eran demasiadas coincidencias. Habría que investigarlo… mañana.

—Delicioso banquete —dijo Viola, girándose hacia las mesas de comida—. Me muero de hambre. ¿Vamos?

—Vamos —dijo Smithback.

Con ayuda de los codos llegaron a las mesas, rodeadas de un verdadero enjambre de hambrientos. Smithback apartó con suavidad a un conservador dócil y alargó el brazo para llenarse el plato con cincuenta gramos de caviar, una considerable cantidad de blinis y un cucharón de crème fraîche. Miró a Viola de reojo y se sorprendió al ver que casi llenaba aún más su plato. Parecía tan poco preocupada como él por el decoro.

Al sentirse observada, Viola se ruborizó un poco y le hizo un guiño.

—Es que me han hecho trabajar las veinticuatro horas.

—¡Adelante, sin complejos! —dijo Smithback, contento de tener una cómplice, mientras cogía otra montaña de caviar.

De repente se oyó música. Era la pequeña orquesta del fondo de la sala. Algunos aplausos saludaron la subida al podio de Hugo Menzies, que estaba espléndido con su corbata blanca y su frac. Sus ojos, azules y brillantes, observaban a la multitud, que fue quedándose callada.

—¡Señoras y señores! —dijo—. No voy a torturarlos con un discurso largo, ya que esta noche hemos programado una forma bastante más interesante de pasar el tiempo. Me limitaré a leerles un e-mail del conde de Cahors, la persona que ha hecho posible todo esto gracias a la extraordinaria generosidad de su donativo.

Estimadas señoras y señores:

Lamento profundamente no compartir con ustedes los festejos que celebran la reapertura de la tumba de Senef. A mi provecta edad ya no puedo viajar. Sin embargo, levantaré una copa por ustedes y les desearé una velada espectacular.

Muy atentamente,

Le Comte Thierry de Cahors

La breve misiva de aquel conde tan poco sociable suscitó una sonora ovación, a cuyo término Menzies siguió hablando.

—Y ahora —dijo— tengo el placer de presentarles a la gran soprano Antonella da Rimini en el papel de Aida, acompañada por el tenor Gilles de Montparnasse como Radamés, quienes procederán a interpretar algunas arias de la última escena de Aida, «La fatal pietra sovra me si chiuse»; lo harán en inglés en atención a aquellos de ustedes que no sepan italiano.

Nuevos aplausos. Una mujer descomunalmente gorda, muy maquillada, con los ojos muy delineados y un vestido a la egipcia a punto de saltar por las costuras, subió al escenario seguida por un hombre del mismo grosor y atuendo.

—Viola y yo tenemos que irnos —susurró Nora a Smithback—. Somos las siguientes.

Le apretó la mano y se perdió en la multitud con Viola Maskelene.

Otra salva de aplausos hizo temblar la sala cuando subió el director al estrado. El entusiasmo de los invitados llenó de admiración a Smithback. Prácticamente no habían tenido tiempo de entonarse.

Mientras masticaba un blini, miró a su alrededor y quedó sorprendido por la abundancia de próceres: senadores, magnates de la industria, estrellas de cine, pilares de la alta sociedad, dignatarios extranjeros y, cómo no, el consejo de administración del museo en pleno, junto a una selección de gerifaltes. Si a alguien le daba por hacer estallar una bomba nuclear en el museo, pensó macabramente, las repercusiones no serían únicamente nacionales, sino mundiales.

Las luces se atenuaron. El director levantó la batuta, provocando un silencio general. La orquesta atacó un motivo doloroso, sobre el que Radamés cantó:

La piedra fatal,

se cierra sobre mí.

Esta es mi tumba.

Nunca más veré la luz del día.

Nunca volveré a ver a Aida.

Aida, ¿dónde estás?

¡Que al menos tú puedas vivir feliz,

y mi horrible destino,

ignores siempre!

¡Qué gemido!

Un espectro, una visión…

¡No, es una forma humana!

¡Cielos, Aida!

A continuación fue la diva quien entonó:

Soy yo.[8]

Smithback, acérrimo enemigo de la ópera, hizo un esfuerzo por no oír los gritos de la soprano, a la vez que centraba nuevamente su atención en las mesas cargadas de comida.

Abriéndose paso a codazos por la multitud, aprovechó el paréntesis provisional dentro del frenesí alimentario para coger media docena de ostras sobre las que depositó dos generosos cortes de un queso francés redondo y mohoso, muy curado, así como un montón de lonchas de prosciutto, finas como el papel, y dos filetes de lengua.

Haciendo equilibrios con su botín, se trasladó a la mesa contigua a fin de apoderarse de la segunda flauta de champán, no sin antes pedirle al camarero que la llenara hasta el borde en aras de la eficacia, ya que en caso contrario tendría que volver rápidamente para que se la rellenasen. Seguidamente puso rumbo a una de las mesas con velas para gozar de su ágape.

Pocas veces podía comer gratis esas exquisiteces. Estaba decidido a aprovecharlo al máximo.