25

D’Agosta giró el volante de la furgoneta de reparto de carne y pisó un poco el freno a la salida del bosque. Frente a él se erguía Herkmoor; un gran racimo de luces de sodio bañaba de un irreal color topacio el laberinto de muros, torres y pabellones. Siguió frenando al acercarse a la primera verja, junto a una serie de carteles que avisaban a los conductores de que tuviesen preparada la documentación y de que se les sometería a un registro. A continuación había una lista de artículos prohibidos tan larga que ocupaba dos carteles, desde fuegos artificiales a heroína.

Respiró hondo, intentando aplacar su nerviosismo. No era la primera vez que entraba en una cárcel, por supuesto, pero hasta entonces siempre lo había hecho por motivos oficiales. Entrar así, con una furgoneta, por asuntos que no tenían absolutamente nada de oficiales, era jugársela. Jugársela de verdad.

Se paró en la primera verja de tela metálica. Un vigilante salió de una garita y se acercó despacio con un portapapeles.

—Esta noche llegas muy temprano —dijo.

D’Agosta se encogió de hombros.

—Es que es la primera vez que vengo, y he salido temprano por si me perdía.

El vigilante gruñó e introdujo la tabla por la ventanilla. D’Agosta puso los documentos debajo de la pinza y se la devolvió. El vigilante los hojeó con la punta de un bolígrafo, asintiendo con la cabeza.

—¿Sabes cómo funciona?

—La verdad es que no —contestó D’Agosta sin mentir.

—Esto te lo devolverán a la salida. Enseña la identificación en el siguiente puesto de control.

—Vale.

La verja se abrió sobre sus ruedas, traqueteando.

D’Agosta quitó el freno; podía oír los latidos de su corazón. Según Glinn todo estaba planeado al milímetro, y había que reconocer que había sido muy fácil conseguir trabajo en la empresa cárnica con un nombre falso y lograr que le asignaran aquella ruta, pero en realidad las reacciones de la gente eran imprevisibles. En eso el desacuerdo entre D’Agosta y Glinn era total. Aquella aventura podía torcerse en menos que cantaba un gallo.

Condujo hasta la segunda puerta. También esta vez salió un vigilante.

—¿Identificación?

D’Agosta le tendió el falso carnet de conducir y la falsa autorización. El vigilante los revisó.

—¿Nuevo?

—Sí.

—¿Te orientas?

—Bueno, si puedes recordármelo…

—Primero todo recto y luego a la derecha. Cuando veas la zona de descarga, entra de culo por la primera puerta.

—Vale.

—Puedes bajar para controlar cómo descargan. Lo que no puedes es tocar la mercancía o ayudar al personal de la cárcel. Nunca te apartes del vehículo. Cuando ya no quede nada para descargar, te vas. ¿Lo has entendido?

—Perfectamente.

El vigilante dijo unas palabras por una radio. La última verja de tela metálica se abrió hacia arriba.

Al cruzarla con la camioneta y girar a la derecha, D’Agosta metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó una pinta de bourbon Rebel Yell. Desenroscó el tapón, bebió un poco y se lo pasó por toda la boca antes de tragárselo. Sintió el ardor del líquido en el esófago y en la barriga. Después de rociarse la chaqueta por si acaso, se guardó la botella en el bolsillo.

Llegó casi enseguida a la plataforma de descarga y se arrimó en marcha atrás. Lo esperaban dos hombres con mono, que en cuanto abrió la puerta trasera empezaron a descargar las cajas de carne y las medias reses congeladas.

D’Agosta los miraba con las manos en los bolsillos, silbando desafinadamente. Miró furtivamente su reloj y se giró hacia un empleado.

—Oye, ¿aquí hay algún lavabo?

—Está prohibido. Lo siento.

—Es que tengo que ir…

—Va contra el reglamento.

El trabajador cargó dos cajas de carne sobre sus hombros y desapareció por el fondo.

D’Agosta acorraló al siguiente.

—Oye, es que tengo que ir, en serio…

—Ya lo has oído. Va contra el reglamento.

—Vamos, tío, no me digas eso…

El trabajador dejó la caja en el suelo y miró un buen rato a D’Agosta con cara de cansancio.

—Cuando salgas puedes mear en el bosque, ¿vale?

Levantó la caja.

—Es que no es solo mear.

—No es mi problema.

Se llevó la caja a hombros.

Cuando volvió el primer hombre, D’Agosta se interpuso en su camino y le soltó el aliento en la cara.

—Oye, no es broma. Tengo que soltar una gorda, y no puedo esperar.

El hombre se apartó arrugando la nariz y miró de reojo a su compañero.

—Ha bebido.

—¿Qué? —dijo D’Agosta belicosamente—. ¿Qué has dicho?

El hombre le aguantó tranquilamente la mirada.

—He dicho que has bebido.

—Y una mierda.

—Se huele. —Se giró hacia el otro—. Llama al supervisor.

—¿Para qué? ¿Qué pasa, vais a hacerme soplar?

Al rato de irse, el otro trabajador volvió en compañía de un hombre alto con cara de pocos amigos que desentonaba por su blazer negro, y que tenía la barriga caída sobre el cinturón como un saco de trigo.

—¿Cuál es el problema? —preguntó el supervisor.

—Creo que ha bebido, señor —dijo el primero de los dos hombres.

El supervisor se subió el cinturón y se acercó a D’Agosta.

—¿Es verdad?

—¡No, no es verdad! —le dijo D’Agosta en las narices, respirando con fuerza por la indignación.

El supervisor se apartó sacando la radio.

—Bueno, me voy —dijo D’Agosta, intentando sonar como si se hubiera amansado de golpe—. El almacén me pilla lejos. Esto está en el quinto pino y son las seis de la mañana.

—Usted no se va a ninguna parte. —El supervisor dijo unas palabras por la radio y se giró hacia uno de los empleados—. Lleváoslo al comedor del personal y que espere.

—Por aquí.

—Esto es una estupidez. Yo de aquí no me muevo.

—¡Por aquí!

D’Agosta no tuvo más remedio que seguir al vigilante, primero por la plataforma de descarga y luego por una despensa grande, oscura y vacía que olía fuertemente a Clorox. La puerta del fondo daba a una sala más pequeña, donde debía de comer el personal de la cocina cuando no estaba de servicio.

—Siéntese.

Se sentó a una de las mesas de acero inoxidable. Su acompañante se cruzó de brazos en la mesa de al lado, apartando la vista. Pasaron unos minutos. El supervisor volvió con un vigilante armado.

—Levántese —dijo el supervisor.

D’Agosta obedeció.

El supervisor se giró hacia el vigilante.

—Regístralo.

—¡Ni hablar! Conozco mis derechos y…

—Y esto es una cárcel federal. Lo pone en los carteles de la entrada. Si se hubiera tomado la molestia de leerlos… Tenemos derecho a registrar a quien nos parezca.

—Mucho ojo con tocarme.

—Mire, por ahora tiene un problema mediano. Si no colabora tendrá un problema gordo.

—Ah, ¿sí? ¿Qué tipo de problema?

—¿Qué le parece resistencia a un miembro de las fuerzas de seguridad federales? Vamos, es la última vez que se lo pido. Levante los brazos.

Tras unos instantes de vacilación, D’Agosta hizo lo que le ordenaban. El cacheo sacó enseguida a relucir la pinta de Rebel Yell.

El vigilante la cogió con un movimiento apenado de la cabeza y se giró hacia el supervisor.

—¿Y ahora? —preguntó.

—Llama a la policía local y que vengan a buscarlo. Los conductores borrachos son problema suyo, no nuestro.

—Pero ¡si solo me he mojado los labios!

El supervisor se giró hacia D’Agosta.

—Tú siéntate y cállate.

D’Agosta volvió a la silla, tambaleándose un poco y murmurando.

—¿Y la camioneta? —preguntó el vigilante.

—Llama a su empresa y que manden a alguien a buscarla.

—Son más de las seis. No habrá nadie de administración.

—Pues entonces los llamas dentro de un par de horas. La camioneta se queda aquí.

—Sí, señor.

El supervisor miró al vigilante.

—Quédate con él hasta que llegue la policía.

—Sí, señor.

Se fue. El vigilante se sentó a la mesa que quedaba más al fondo, mirando torvamente a D’Agosta.

—Tengo que ir al servicio —dijo D’Agosta.

El vigilante suspiró ruidosamente, pero no dijo nada.

—Bueno, ¿qué?

Se levantó con mala cara.

—Te acompaño.

—¿Me cogerás la mano mientras cago, o podré hacerlo solo?

La expresión del vigilante se volvió aún más ceñuda.

—Está en el pasillo. Segunda puerta a la derecha. Date prisa.

D’Agosta se levantó con un suspiro y caminó despacio hacia la puerta del comedor. La abrió y pasó al otro lado cogiéndose al pomo para no perder el equilibrio. En cuanto la cerró giró a la izquierda y corrió sin hacer ruido por un pasillo largo y vacío lleno de puertas abiertas con barrotes, que daban a comedores. Entró en el último y se quitó el uniforme blanco de conductor, revelando una camisa marrón claro que en conjunto con los pantalones que llevaba, también marrones pero más oscuros, le daba un parecido extraordinario con los vigilantes de Herkmoor. Echó la otra camisa en el cubo de basura que había al lado de la puerta. Siguió por el pasillo hasta llegar a un puesto de guardia iluminado. Al pasar saludó con la cabeza a los dos vigilantes.

Al alejarse del puesto de guardia, sacó un bolígrafo especial del bolsillo, lo destapó y lo mantuvo en la mano mientras caminaba; estaba grabando en vídeo el pasillo. Caminaba con toda la tranquilidad del mundo, como un celador de ronda, moviendo el bolígrafo de un lado a otro pero con particular atención al emplazamiento de las cámaras de seguridad y otros dispositivos sensores de alta tecnología.

Finalmente entró en un lavabo de hombres, fue al penúltimo compartimiento y cerró la puerta. Hurgó en su entrepierna y sacó una bolsita de plástico herméticamente cerrada y un pequeño rollo de cinta aislante. Después subió al váter, levantó un panel del techo y usó la cinta aislante para fijar la bolsa a la parte superior de la baldosa, que procedió a dejar otra vez en su sitio. Uno a cero para Eli Glinn, pensó. Glinn había insistido —con razón— en que la aparición de la botella de alcohol pondría fin al cacheo.

Salió del lavabo y siguió por el pasillo. Al cabo de un momento oyó una alarma, un simple pitido de baja intensidad. Al llegar al final del pasillo vacío se encontró una doble puerta con una cerradura magnética de seguridad. Cogió la cartera, sacó una tarjeta de crédito muy especial y la deslizó por la puerta.

Se encendió un piloto verde. D’Agosta oyó un zumbido y el clic de la cerradura.

Dos a cero para Glinn. Entró rápidamente.

Se halló en un patio pequeño, donde a esas horas no había nadie. Tres de sus lados eran muros muy altos de bloques de hormigón. El cuarto era una tela metálica. Miró a su alrededor para comprobar que no lo enfocase ninguna cámara de seguridad. Como bien había dicho Glinn, hasta las cárceles de alta tecnología como Herkmoor tenían que restringir el uso de cámaras a las zonas más importantes.

Recorrió deprisa el patio, grabándolo en vídeo. Después guardó el bolígrafo en el bolsillo y se acercó a una de las paredes. Al llegar se aflojó el cinturón, bajó la cremallera de los pantalones y sacó una lámina enrollada de Mylar, atada a la parte interior de un muslo. Tras una mirada por encima del hombro, metió el tubo de Mylar en una tubería de un rincón del patio y lo fijó con una horquilla doblada.

El siguiente paso fue ir a la tela metálica, cogerla con una mano y tirar con precaución. Era la parte que más temía.

Con unos alicates pequeños para alambre que sacó de los calcetines hizo un corte vertical de un metro por la malla, justo detrás de uno de los postes metálicos; después de comprobar que todas las partes cortadas se tocaran, y de que todo pareciese intacto, tiró los alicates al tejado más próximo, donde tardarían mucho en ser encontrados. Caminó cinco o seis metros sin apartarse de la tela metálica, respirando con regularidad para calmar los nervios. Al mirar a través de la tela, vio cómo se dibujaban en la noche las formas borrosas de las torres de vigilancia. Tragó saliva y se frotó las manos. Acto seguido se cogió a la tela y empezó a escalar.

A medio camino vio un cable de color que estaba entretejido en las mallas. Al cruzarlo se disparó una alarma estridente en el patio, a la vez que se encendían media docena de lámparas de vapor de sodio a su alrededor. En las torres de vigilancia del recinto, la reacción fue inmediata. Los focos bascularon y no tardaron casi nada en localizarlo en la tela metálica. Siguió escalando. Al llegar al final equilibró su cuerpo, sacó el bolígrafo del bolsillo —escondiendo el gesto con el brazo— y empezó a grabar el descampado que se extendía a sus pies, intensamente iluminado por los focos que se concentraban en él.

—¡Lo estamos vigilando! —dijo alguien por megáfono desde la torre más cercana—. ¡No se mueva!

D’Agosta miró por encima del hombro y vio que seis vigilantes corrían por el patio como desesperados. Guardó el bolígrafo en el bolsillo y miró el borde superior de la reja. Lo recorrían dos cables, uno blanco y el otro rojo. Cogió el rojo y tiró con todas sus fuerzas.

Se disparó otra alarma.

—¡Quieto!

Los vigilantes, que ya estaban en la base de la tela metálica, empezaron a escalar hacia él. D’Agosta notó que le cogían los pies y las piernas, primero con una mano, luego con dos y al final con una docena. Después de unos segundos fingiendo que se resistía, dejó que lo arrastrasen hasta el patio.

Formaron un círculo a su alrededor y desenfundaron las pistolas.

—¿Quién coño es este? —dijo alguien—. ¡Usted! ¿Quién es?

D’Agosta se incorporó.

—El de la furgoneta —dijo con voz gangosa.

—¿Quién? —dijo otro vigilante.

—Sí, acaban de decírmelo. Por lo visto ha venido a dejar la carne y lo han retenido porque estaba borracho.

D’Agosta gimió, pegando un brazo al pecho.

—Me habéis hecho daño.

—¡Pues tienes razón! Está como una cuba.

—Solo me he mojado los labios.

—Ponte de pie.

D’Agosta intentó levantarse, pero tropezó. Uno de los vigilantes lo cogió por el antebrazo y lo ayudó a estabilizarse. Se oyeron algunas risas.

—Creía que se iba a escapar.

—Vamos, tío.

Los vigilantes lo llevaron otra vez a la cocina, donde estaba su guardián, avergonzado, al lado del supervisor.

El supervisor cargó contra D’Agosta.

—¿Se puede saber qué has hecho?

A D’Agosta se le trabó la lengua.

—Me he perdido yendo al váter.

Soltó una carcajada de borracho.

Más risas.

Al supervisor no le hizo gracia.

—¿Cómo has entrado en el patio?

—¿Qué patio?

—El de fuera.

—Ni idea. Estaría abierta la puerta.

—Imposible.

Encogiéndose de hombros, D’Agosta se dejó caer en una silla y se quedó dormido enseguida.

—Id a mirar el acceso del patio 4 —espetó el supervisor a uno de los vigilantes. Se giró hacia el primero—. Tú quédate con él, ¿me oyes? No dejes que vaya a ninguna parte. Si no hay más remedio, que se cague encima.

—Sí, señor.

—Menos mal que no ha saltado al descampado. ¿Sabes el follón de papeleo que habría provocado?

—Sí, señor. Lo siento, señor.

D’Agosta observó con gran alivio que con todo el alboroto nadie se había dado cuenta de que llevaba una camisa de otro color. Tres a cero para Glinn.

Justo entonces llegaron dos agentes de la policía local con cara de sorpresa.

—¿Es este?

—Sí. —El vigilante clavó un poco la porra en el costado de D’Agosta—. Despierta, imbécil.

D’Agosta salió de su letargo y se levantó.

Los policías parecían alucinados.

—¿Ahora qué hacemos? ¿Tenemos que firmar algo?

El supervisor se secó la frente.

—¿Que qué hacéis? Encarcelarlo por conducir borracho.

Uno de los agentes sacó un bloc.

—¿Ha infringido alguna ley en el recinto? ¿Piensan denunciarlo?

Los vigilantes intercambiaron miradas en silencio.

—No —dijo el supervisor—. Nos conformamos con que os lo llevéis. A partir de ahora es problema vuestro. No quiero volver a verlo aquí en mi vida.

El policía cerró el bloc.

—Bueno, pues nos lo llevamos para hacerle soplar. Vamos, en marcha.

—¡Daré negativo! ¡Solo me he mojado los labios!

—Entonces no tienes por qué preocuparte, ¿no? —dijo el policía con voz cansada, llevándose a D’Agosta en dirección a la puerta.