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En el convento de las Suore di San Giovanni Battista de Gavinana, en Florencia, había doce monjas a cargo de una escuela parroquial, una capilla y una casa con pensione para visitantes creyentes. Anochecía en la ciudad cuando la suora de detrás del mostrador se inquietó al ver reaparecer a la joven huésped que había llegado por la mañana. Volvía de su paseo por la ciudad aterida, mojada, con la cabeza envuelta en una bufanda de lana y el cuerpo encorvado por la intemperie.

—¿Cenará la signora? —empezó a decir la suora.

La mujer la silenció con un gesto tan brusco que la suora cerró la boca y se apoyó en el respaldo de la silla.

Al entrar en su habitación, pequeña y de mobiliario sencillo, Constance Greene fue al cuarto de baño tras tirar el abrigo furiosamente al suelo, y se inclinó para abrir el grifo de agua caliente. Mientras se llenaba la pila, miró el espejo y desenrolló la bufanda que cubría su cabeza. Debajo había un pañuelo de seda rígido de sangre, que desató con precaución.

Examinó atentamente la herida sin ver mucho. Todo un lado de la cara, y la correspondiente oreja, estaban cubiertos de sangre seca. Mojó un trapo con agua caliente, lo escurrió y se lo aplicó suavemente sobre la piel. Al cabo de un rato se lo quitó, lo aclaró y volvió a ponérselo. En unos minutos la sangre se reblandeció lo suficiente para poder limpiar la herida e inspeccionarla mejor.

No era tan grave como parecía a simple vista. El escalpelo le había atravesado profundamente la oreja, pero el corte de la cara solo era un rasguño. Al palpar suavemente la herida, constató que era un corte de una agudeza y una limpieza extraordinarias. Aunque hubiera sangrado como un cerdo en el matadero, en el fondo no era nada. Se curaría casi sin dejar cicatriz.

Cicatriz…

Estuvo a punto de reír en voz alta, mientras echaba el trapo ensangrentado a la pila.

Se inclinó para mirarse la cara en el espejo. Estaba demacrada, con ojeras y con los labios agrietados.

En las novelas que había leído parecían tan fáciles las persecuciones… Los personajes se daban caza por medio mundo, pero siempre habían dormido, comido e iban acicalados y estaban frescos como rosas. La realidad era distinta, agotadora y cruel. Desde el museo, donde había empezado a seguir el rastro de Diógenes, Constance casi no había dormido ni comido, y parecía una vagabunda.

Por si fuera poco, había descubierto que el mundo era una pesadilla superior a todo lo imaginable: ruidoso, feo, caótico y de un brutal anonimato. No se parecía en nada al mundo confortable, previsible y moral de la literatura. Los seres humanos que veía moverse atropelladamente en todas partes eran repulsivos, venales y tontos. De hecho no había palabras para describirlos, tan aborrecibles llegaban a ser. Por otro lado, perseguir a Diógenes había resultado ser muy caro. Entre su inexperiencia, los timos y la precipitación, llevaba gastados casi seis mil euros en cuarenta horas. Solo le quedaban dos mil, y no tenía ningún medio de conseguir más.

Cuarenta horas siguiéndolo sin tregua. Y ahora se le había escapado. Su herida no lo frenaría. Seguro que era superficial, como la de ella. Tuvo la seguridad de haber perdido definitivamente su rastro. Ya se encargaría Diógenes de ello con alguna nueva identidad. Seguro que ya estaba yendo hacia el refugio que tenía preparado desde hacía años por si tenía que escapar.

Había estado a punto de matarlo. Dos veces. Si hubiera tenido otra pistola… y mejor puntería… Si hubiera tardado una milésima de segundo menos con el escalpelo… Ya estaría muerto.

Pero se le había escapado. Había perdido su única oportunidad.

Con las manos aferradas a la pila, contempló fijamente sus ojos inyectados en sangre. Tenía la convicción de que todo terminaría ahí. Diógenes escaparía en taxi, tren o avión y cruzaría una docena de fronteras por toda Europa hasta recalar en algún lugar, con otra identidad, planeados con esmero. Sería en Europa, de eso estaba segura; certeza que por otro lado de bien poco servía. Podría tardar toda una vida en encontrarlo. Incluso más.

Claro que era de lo que disponía ella, de toda una vida… Y cuando lo encontrase lo reconocería. Los disfraces de Diógenes siempre eran muy hábiles, pero ningún disfraz podía engañarla. Lo conocía. Aunque cambiara todo su aspecto —la cara, la ropa, la voz, el lenguaje corporal— había dos cosas que no podía cambiar. La primera, su estatura. La segunda, y más importante, algo que Constance estaba segura de que Diógenes no tenía en cuenta: su peculiar olor. Un olor que ella tenía muy presente en el recuerdo, extraño, embriagador, como de regaliz con un matiz soterrado, punzante y oscuro de hierro.

Toda una vida… Sintió una oleada de desesperación que la hizo tambalearse delante de la pila.

¿Y si se había dejado alguna pista con las prisas? Claro que eso requeriría volver a Nueva York, y para entonces el rastro se habría enfriado demasiado…

¿Alguna referencia hecha sin darse cuenta delante de Constance? No parecía muy probable. Él siempre era tan cuidadoso… Aunque teniendo en cuenta que esperaba que Constance se matase, también era posible que hubiera bajado un poco la guardia…

Salió del lavabo y se sentó en el borde de la cama. Lo primero que hizo fue una pausa, para despejarse al máximo. Después rememoró las primeras conversaciones en la biblioteca de Riverside Drive 891. Fue un ejercicio mortificante, agónico, como arrancar una venda en la carne viva del recuerdo, pero Constance se obligó a seguir, invocando lo primero que se habían dicho y los primeros susurros de Diógenes.

Nada.

Pasó a los últimos encuentros, a los libros que él le había regalado y a sus disquisiciones decadentes sobre la vida sensual, pero seguía sin aparecer ningún indicio geográfico.

«En mi casa, la de verdad, la que me importa, tengo una biblioteca…» ¿Sería una mentira cínica, como todo lo demás? ¿O encerraba algún atisbo de verdad?

«Vivo cerca del mar. Si me siento en esa sala con todas las luces y las velas apagadas, escuchando el fragor del oleaje, me convierto en pescador de perlas…»

Una biblioteca en una casa junto al mar. No la ayudaba mucho. Reprodujo las palabras una y otra vez, infatigablemente, pero Diógenes había tenido el máximo cuidado en ocultar cualquier detalle personal a excepción de las mentiras que tan diestramente urdía, como las cicatrices del supuesto suicidio.

¡Las cicatrices del suicidio! Constance comprendió que en su repaso memorístico había evitado inconscientemente lo que potencialmente podía ser más revelador, algo en lo que por otro lado no soportaba volver a pensar. Revivir sus últimas horas juntos —cuando se le entregó— casi sería tan doloroso como la primera lectura de la carta.

Sin embargo, volvió a adueñarse de ella una gran frialdad. Se acostó lentamente en la cama y clavó la vista en la oscuridad, recordando nítida y dolorosamente cada detalle.

En un instante de pasión, Diógenes le había murmurado unos versos al oído. Eran en italiano.

Ei s’immerge ne la notte,

Ei s’aderge in ver’ le stelle…

Se sumerge en la noche,

se yergue a las estrellas.[18]

Constance sabía que era un poema de Carducci, pero nunca lo había estudiado a fondo. Quizá fuera el momento.

Se incorporó demasiado deprisa, lo que le provocó una punzada de dolor en la oreja que la hizo estremecerse, y fue al lavabo a ocuparse de la herida. La limpió a fondo, aplicó una crema antibiótica y la vendó lo más discretamente que pudo. Al acabar se desvistió, se bañó deprisa, se lavó el pelo y se puso ropa limpia. El siguiente paso fue meter el trapo, la toalla y la ropa manchada de sangre en una bolsa de basura que encontró al fondo del armario de la habitación. Recogió sus artículos de tocador y volvió a meterlos en la maleta. Después sacó una bufanda limpia y se la puso alrededor de la cara.

Cerró la maleta y las correas. Después cogió la bolsa de basura y bajó a la recepción del convento. La monja, que era la misma de antes, casi pareció asustarse ante su brusca reaparición.

—¿La signora tiene algún problema con la habitación?

Constance abrió el billetero.

Quanto costa? ¿Cuánto es?

Signora, si hay algo que no le guste lo solucionaremos enseguida.

Sacó un billete arrugado de cien euros y lo dejó en el mostrador.

—Es demasiado para no haber pasado ni una noche…

Constance, sin embargo, ya había desaparecido en la noche fría y lluviosa.