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Hayward se apartó rápidamente de la acera haciendo un cambio de sentido y se fue por Little West 12th hasta West Street; era el principio de un trayecto relámpago hacia el centro con la sirena puesta, entre frenazos y coches apartándose por ambos lados. Si todo salía bien llegarían al museo como máximo a las ocho y veinte. D’Agosta iba al lado, en el asiento del copiloto, sin decir nada. Hayward miró por el retrovisor. Pendergast tenía la cara magullada, con un corte recién vendado en la mejilla y una expresión fantasmal que nunca le había visto, ni a él ni a nadie, en realidad. Era la cara de alguien que acababa de asomarse a su infierno interior.
Volvió a mirar la calle. En lo más hondo de su ser sabía que acababa de pasar el Rubicón. Había hecho algo contrario a toda su formación y a todas sus ideas sobre el significado de ser buen policía.
Lo más curioso era que le daba igual, al menos de momento.
Circulaban en medio de un silencio peculiar e incómodo. Hayward había esperado que Pendergast la acribillase a preguntas, o como mínimo que le diera las gracias por no entregarlo, pero el agente no hacía ni decía nada. Nada alteraba la funesta expresión de sus facciones magulladas.
—Bueno —dijo ella—, esta es la situación: esta noche se inaugura a bombo y platillo la exposición del museo. Ha venido todo el mundo: los directivos del museo, el alcalde, el gobernador, famosos, millonarios… Todo el mundo. Yo intenté anularlo o retrasarlo, pero me lo impidieron. El problema fue que en el fondo no tenía información fiable. Aunque ahora tampoco la tengo. Lo único que sé es que ocurrirá algo, y que detrás de ello está su hermano Diógenes.
Echó otro vistazo a Pendergast, que no solo no respondió sino que ni siquiera la miró. Seguía igual de ensimismado y distante, como si estuviera a un millón de kilómetros.
Las ruedas chirriaron un poco al adelantar a un autobús urbano y acelerar por West Side Highway.
—Después del robo de los diamantes —continuó Hayward— Diógenes desapareció. Supongo que ya tenía preparado un álter ego y que solo tuvo que usarlo. Me he dedicado a husmear un poco, igual que Smithback, el periodista, y ambos estamos convencidos de que el álter ego de Diógenes trabaja en el museo, probablemente de conservador. Piénselo. El robo de los diamantes solo podía hacerse con ayuda desde el interior, pero Diógenes no es de los que tienen cómplices. Así también se explica que pudiera saltarse la seguridad de la exposición «Imágenes Sagradas» y atacar a Margo Green. Vinnie, tú desde el principio me dijiste que Diógenes estaba preparando algo sonado. Tenías razón. Será esta noche, durante la inauguración.
—Más vale que pongas a Pendergast al día sobre la nueva exposición —dijo D’Agosta.
—Después del fiasco de los diamantes, el museo anunció la reapertura de una antigua tumba egipcia situada en el sótano, la tumba de Senef. Un conde francés les dio un dineral para que volvieran a abrirla. Evidentemente era una manera de desviar la atención pública de la destrucción de la colección de diamantes. La gala de inauguración es esta noche.
—¿Nombre? —preguntó Pendergast.
Era una voz casi inaudible, como salida de las profundidades de un sepulcro.
También era la primera palabra que Hayward le oía pronunciar.
—¿Cómo? —contestó.
—¿El nombre del conde?
—Thierry de Cahors.
—¿Lo ha visto alguien?
—Eso ya no lo sé.
Como Pendergast volvía a su silencio, la capitana continuó.
—Durante las últimas seis semanas han muerto dos personas vinculadas a la reapertura de la tumba, aunque supuestamente no existe ninguna relación entre sus muertes. El primero era un técnico informático que trabajaba dentro de la tumba. Lo mató su compañero de trabajo. Se volvió loco, lo asesinó, metió sus vísceras en los vasos ceremoniales de al lado y se refugió en los desvanes del museo. Cuando intentaron capturarlo atacó a un vigilante. El segundo muerto es Wicherly, un conservador británico traído especialmente para comisariar la exposición. Se desquició e intentó estrangular a Nora Kelly. Tú la conoces, ¿verdad, Vincent?
—¿Está bien?
—Sí, perfectamente. De hecho es quien dirige la inauguración de esta noche. Durante la agresión a Kelly un vigilante disparó a Wicherly en un momento de pánico y lo mató. Y ahora viene lo fuerte: según las autopsias, los dos agresores presentaban exactamente las mismas lesiones cerebrales.
D’Agosta miró a Hayward.
—¿Qué?
—Ambos habían trabajado en la tumba justo antes del ataque psicótico, pero lo registramos todo a fondo y no encontramos nada, ninguna causa ambiental o de otro tipo. Ya digo que la versión oficial es que no tiene nada que ver una muerte con la otra, pero yo no creo que sea una coincidencia. Diógenes planea algo. Es una sensación que tengo desde el principio de la velada, y que se ha confirmado al verla a ella.
—¿A quién? —murmuró Pendergast.
—A Viola Maskelene.
Hayward percibió un brusco silencio a sus espaldas.
—¿Ha investigado la razón de que esté aquí? —dijo una voz muy fría desde el asiento trasero.
Hayward esquivó un camión de la basura enorme.
—La contrató el museo en el último momento para sustituir a Wicherly.
—¿Quién la contrató?
—El director del departamento de antropología, Menzies. Hugo Menzies.
Otra pausa, muy corta, antes de las siguientes palabras de Pendergast.
—Dígame una cosa, capitana: ¿cuál es el programa de esta noche?
En cierto modo era como si se despertase.
—De siete a ocho, entrantes y cócteles. De ocho a nueve, corte de la cinta y apertura de la tumba. A las nueve y media, cena.
—Apertura de la tumba. Supongo que incluye una visita.
—Una visita con un espectáculo de luz y sonido. Retransmitido a todo el país.
—¿Un espectáculo… de luz y sonido?
—Sí.
La voz de Pendergast dejó de ser apagada y distante y se tiñó de urgencia.
—¡Dése prisa, capitana, por lo que más quiera!
Hayward se lanzó entre dos taxis que se empecinaban en no dejarla pasar; finalmente rozó el parachoques de uno de ellos. Al mirar por el retrovisor vio que la pieza salía volando y rebotaba en el asfalto bajo una lluvia de chispas.
—¿Me estoy perdiendo algo? —preguntó D’Agosta.
—La capitana Hayward está en lo cierto —dijo Pendergast—. Ha llegado el momento. Es el «crimen perfecto» del que se jactaba Diógenes.
—¿Está seguro?
—Présteme atención —le advirtió Pendergast. Vaciló un poco—. Lo diré una sola vez. Hace muchos años mi hermano pasó por algo ignominioso. Fue expuesto, accidentalmente, a un aparato sádico. Se trataba de una «casa de dolor» cuya única función era hacer enloquecer a su víctima o matarla de puro miedo. Ahora Diógenes, que sin duda se está haciendo pasar por Menzies, usará algún medio que solo él conoce para recrearlo durante la inauguración. Es lo que ha dicho Eli Glinn. A Diógenes lo impulsa el victimismo. Mi hermano quiere hacer lo mismo que le hicieron, pero a gran escala, y si hay una retransmisión en directo esa escala podría ser realmente grande. Es lo que estaba preparando. Todo el resto era secundario.
Volvió a arrellanarse silenciosamente en el asiento trasero.
El coche abandonó a toda velocidad West Side Highway por la rampa de salida de la calle Setenta y nueve, antes de acelerar en dirección este, rumbo a la entrada trasera del museo. Delante, a lo lejos, todo parecía en calma. No había luces de la policía ni helicópteros sobrevolando la ciudad.
«Puede que aún no haya ocurrido…».
Hayward giró bruscamente por Columbus y entró en la calle Setenta y siete, con el correspondiente chirrido de neumáticos. Después se lanzó a toda carrera por Museum Drive hasta parar de un frenazo ante un cúmulo de limusinas con el motor en marcha, de taxis y de espectadores. El coche patrulla frenó de lado, a muy poca distancia de la gente. Hayward saltó enarbolando su insignia, seguida al momento por D’Agosta.
—¡Capitana Hayward, de Homicidios! —exclamó ella—. ¡Abran paso!
La multitud se separó, desconcertada. A los más lentos los apartó D’Agosta. En cuestión de segundos llegaron a las cuerdas de terciopelo. D’Agosta derribó a un vigilante que se les interponía. Hayward mostró la placa a los policías de servicio, que se habían quedado atónitos, y corrió con D’Agosta por la alfombra de la escalinata hacia la gran puerta de bronce del museo.