13
Llovía a cántaros sobre la fachada de ladrillo y mármol casi en ruinas de la mansión Beaux Arts de Riverside Drive, 891. Muy por encima de las buhardillas, y de la torre mirador, el cielo nocturno se rompía en relámpagos. Las ventanas de la planta baja estaban tapadas con planchas de hojalata. Las de los otros tres pisos, cerradas a cal y canto, no dejaban que se filtrara luz ni cualquier rastro de vida. El patio delantero, con su reja, era una selva de zumaques y de ailantos. En el camino de entrada, y al pie de la puerta cochera, el viento acumulaba y removía la basura. La mansión parecía abandonada y completamente desierta, como tantas de aquella parte inhóspita de Riverside Drive.
Durante muchos, muchísimos años, la casa había servido de refugio, baluarte, laboratorio, biblioteca, museo y almacén a cierto doctor Enoch Leng, a cuya muerte, sin embargo, secretos y misteriosos vericuetos —así como el cuidado de la pupila de Leng, Constance Greene— la habían puesto en manos de un descendiente suyo, el agente especial Aloysius Pendergast.
Pero en ese momento el agente Pendergast estaba en una celda de aislamiento del ala de máxima seguridad de la cárcel de Herkmoor en espera de un juicio por asesinato, Proctor y el teniente D’Agosta estaban inspeccionando la cárcel, y Wren, el extraño y nervioso personaje que en ausencia de Pendergast constaba como tutor nominal de Constance Greene, cumplía su trabajo nocturno en la biblioteca de Nueva York.
Constance Greene estaba sola.
Estaba sentada en un sillón, frente a las últimas ascuas de la chimenea, ajena al ruido de la lluvia o del tráfico. Sentada ante Mi vida, de Giacomo Casavecchio, estudiaba atentamente las palabras con las que aquel espía del Renacimiento narraba su fuga de los Plomos, la temida cárcel del palacio ducal de Venecia de donde hasta entonces nunca se había escapado ningún preso —ni volvería a hacerlo nadie—. La mesa de al lado soportaba el peso de varios libros similares, relatos de fugas de cárceles de todo el mundo, aunque con particular atención al sistema penitenciario federal de Estados Unidos. De vez en cuando Constance interrumpía su lectura silenciosa para anotar algo en una libreta con encuademación de piel.
Justo al final de una de esas anotaciones, el fuerte chasquido de los troncos que se asentaban en la reja de la chimenea hizo que Constance levantara bruscamente la cabeza, con los ojos muy abiertos; ojos grandes y de color violeta, cuya sabia mirada parecía impropia de los veintiún años que aparentaba el resto de la cara. Poco a poco se tranquilizó.
Su estado no era exactamente de nerviosismo. A fin de cuentas la mansión estaba protegida de cualquier intruso, y ella, más avezada que nadie a sus secretos, podía desvanecerse de un momento a otro en cualquiera de sus innumerables pasillos. Lo que ocurría era que Constance llevaba tanto tiempo viviendo allí, conocía tan a fondo la oscura y vieja mansión, que casi era sensible a sus estados de ánimo, y había tenido la impresión de que algo no cuadraba, como si la casa tratase de decirle algo, de prevenirla de algo.
Al lado del sillón había una mesita con una tetera de infusión de manzanilla. Constance apartó los documentos con la intención de servirse otra taza. Después se levantó, alisó la parte delantera de su pichi de color hueso y dio media vuelta para acercarse a las estanterías de la pared del fondo de la biblioteca. El suelo de piedra estaba cubierto por magníficas alfombras persas. Por eso Constance no hacía ningún ruido al caminar.
Una vez frente a los libros, se inclinó a examinar sus lomos dorados. Sin otra luz que la del fuego, y la de la lámpara Tiffany de al lado del sillón, el fondo de la biblioteca estaba en penumbra. Cuando encontró lo que buscaba —un tratado de administración penitenciaria de la época de la Depresión— volvió al sillón, se sentó, abrió el libro y buscó el índice. Localizado el capítulo que le interesaba, cogió la taza de té, bebió un poco e hizo el gesto de dejarla nuevamente en su lugar.
Fue en ese momento cuando alzó la vista.
De pronto, en el sillón de orejas adyacente a la mesita había un ocupante, un hombre alto, de porte aristocrático, nariz aguileña, frente amplia y tez pálida. Llevaba un severo traje negro y era pelirrojo, con una barba corta y muy cuidada. La luz de la chimenea iluminó sus ojos, que observaban a Constance; uno de ellos era intensamente verde, de un verde avellana, y el otro de un azul lechoso, inerte.
Sonrió.
Aunque era la primera vez que lo veía, Constance supo enseguida quién era. Se levantó gritando, mientras sus dedos soltaban la taza.
Uno de los brazos del hombre se movió con la velocidad de una serpiente al ataque, y en un movimiento lleno de destreza evitó el impacto de la taza en el suelo. La dejó en la bandeja de plata y volvió a apoyarse en el respaldo. No se había derramado ni una gota. La secuencia había sido tan rápida que Constance dudó de su realidad. Siguió de pie, incapaz de moverse, aunque la intensidad del susto no le impidió darse cuenta de algo: el hombre estaba sentado entre ella y la única salida.
Justo entonces, como si le adivinara el pensamiento, él dijo con calma:
—No tengas miedo, Constance, no quiero hacerte nada malo.
Constance permaneció en el mismo sitio, muy quieta ante el sillón; miró varios puntos de la sala hasta fijar la vista en el hombre sentado.
—Sabes quién soy, ¿verdad, pequeña? —preguntó él.
Todo le era familiar, hasta su acento meloso de Nueva Orleans.
—Sí, sé quién es.
Se resistía a aceptar el gran parecido entre aquel individuo y alguien tan próximo a ella. Las únicas diferencias eran el pelo… y los ojos.
El hombre asintió con la cabeza.
—Me satisface oírlo.
—¿Cómo ha entrado?
—El cómo carece de importancia. ¿No te parece que la gran pregunta es por qué estoy aquí?
Constance pareció pensarlo.
—Sí, es posible que tenga razón. —Dio un paso, deslizando los dedos de una mano por el sillón de orejas, y después por la mesita—. Bueno, pues, ¿por qué está aquí?
—Porque ya era hora de que habláramos tú y yo. Bien pensado, te obliga la buena educación.
Constance dio otro paso, acariciando la madera pulida.
—¿La buena educación? —preguntó, deteniéndose.
—Sí. A fin de cuentas me…
Con un brusco movimiento, Constance cogió de la mesita un abrecartas y se abalanzó sobre el hombre. Fue un ataque notable, no solo por su rapidez sino por su silencio. Ningún movimiento o palabra de la joven había delatado la inminencia del golpe.
Inútil. El hombre se apartó en el último momento, y el abrecartas se clavó hasta el mango en la piel gastada del sillón de orejas. Constance, que seguía sin emitir ningún sonido, lo sacó y se giró hacia el hombre con el arma en alto.
Justo cuando Constance se lanzaba sobre él, el hombre esquivó serenamente el golpe y aferró su muñeca. La resistencia de la joven hizo que cayeran al suelo, él encima, sujetándola, mientras el abrecartas resbalaba por la alfombra.
Los labios de él se movieron a un par de centímetros de la oreja de su prisionera.
—Constance —dijo sin alterarse—. Du calme. Du calme.
—¡Buena educación! —volvió a exclamar ella—. ¿Cómo se atreve a hablar de buena educación? ¡Usted, que ha matado a los amigos de mi tutor, le ha hecho caer en desgracia y lo ha echado de su propia casa!
De golpe se calló y empezó a forcejear, mientras brotaba de su garganta un gemido en el que se mezclaban la frustración y otra emoción más compleja.
Él siguió hablando con la misma calma y suavidad.
—Constance, por favor, no he venido a hacerte daño. Entiéndelo. Solo te sujeto para evitar que me lo hagas a mí.
Ella volvió a resistirse.
—¡Le odio!
—Constance, por favor. Tengo que decirte una cosa.
—¡Jamás lo escucharé! —dijo ella entrecortadamente.
Él, sin embargo, la siguió apretando contra el suelo con suavidad y firmeza, hasta que se apagaron los últimos coletazos de resistencia y Constance se quedó en el suelo con dolor de pecho por lo deprisa que le latía el corazón. Percibió en sus senos los latidos del hombre, mucho más lentos. Él seguía susurrando a su oído palabras tranquilizadoras, que ella trataba de no oír.
El hombre se apartó un poco.
—¿Prometes no volver a atacarme si te suelto? ¿Y escucharme hasta el final?
Constance no contestó.
—Hasta un condenado tiene derecho a que lo escuchen. Quizá descubras que las cosas no son lo que parecen.
Constance seguía sin hablar. Después de un largo rato, el hombre se levantó del suelo y aflojó lentamente la presión de su mano en las muñecas de la joven.
Constance se levantó enseguida, jadeando, y se alisó el pichi. Su mirada volvió a recorrer la biblioteca. La situación del hombre seguía siendo estratégica, entre ella y la puerta. Él señaló el sillón de orejas de ella con la mano.
—Por favor, Constance —dijo—, siéntate.
Constance obedeció con recelo.
—¿Ya podemos hablar como personas civilizadas, sin más arrebatos?
—¿Se atreve a llamarse civilizado? ¿Usted? ¿Un asesino en serie, un ladrón?
Constance soltó una risa de desprecio.
El asintió despacio, como si lo digiriera.
—Mi hermano te ha enseñado una cara muy concreta de sí mismo. Es natural, teniendo en cuenta que otras veces ya le dio buen resultado. Es una persona con un poder de persuasión y un carisma excepcionales.
—¡No esperará que dé algún crédito a lo que pueda decirme! Usted está loco. No, peor: actúa como un hombre cuerdo.
Constance volvió a mirar hacia la puerta de la biblioteca y el vestíbulo del otro lado.
Él la observó.
—No, Constance, no estoy loco. Al contrario, temo mucho la locura, como tú. Lo triste del caso es que tenemos mucho en común, no solo nuestros miedos.
—Usted y yo no tenemos absolutamente nada en común.
—Supongo que es lo que mi hermano querría que pensaras.
Constance tuvo la impresión de que el rostro del hombre reflejaba una tristeza infinita.
—Es verdad que disto mucho de ser perfecto, y que aún es pronto para esperar que confíes en mí, pero espero que comprendas que no quiero hacerte daño.
—Me es indiferente lo que quiera o no quiera. Usted es como un niño que un día se hace amigo de una mariposa y al siguiente le arranca las alas.
—¿Qué sabes tú de niños, Constance? Con esos ojos tan sabios, y tan viejos… Es tanta la experiencia que hay en ellos que la veo desde aquí. ¡Qué cosas tan extrañas y terribles habrán visto! ¡Qué penetrante es tu mirada! Me llena de tristeza. No, Constance. Intuyo, sé, que la infancia es un lujo que te fue negado. Como me lo fue a mí.
Constance se puso rígida.
—Antes he dicho que estaba aquí porque ya era hora de que habláramos. Es hora de que sepas la verdad. La auténtica verdad.
Había bajado tanto la voz que se le entendía con dificultad. Constance no pudo aguantar y preguntó:
—¿La verdad?
—Sobre la relación entre mi hermano y yo.
La suave luz del fuego a punto de apagarse daba un aspecto vulnerable, próximo a la desorientación, a los extraños ojos de Diógenes Pendergast, que se iluminaron un poco al mirar a Constance.
—¡Ah! Constance, te parecerá totalmente inverosímil, pero ahora que te miro siento que haría todo lo posible para cargar con ese peso de dolor y miedo que llevas en la espalda. ¿Sabes por qué? Porque al mirarte me veo a mí mismo.
Constance no contestó. Seguía sentada, sin moverse.
—Veo a una persona que anhela que la acepten, que anhela ser un simple ser humano, pero que está destinada a la soledad. Veo a una persona que siente el mundo con más profundidad e intensidad de lo que está dispuesta a reconocer… incluso a sí misma.
Oyéndolo, Constance empezó a temblar.
—Percibo en ti dolor y rabia; el dolor de haber sido abandonada, no una sino varias veces, y la rabia de que los dioses puedan ser tan caprichosos. ¿Por qué yo? ¿Por qué otra vez? Y es verdad. Has vuelto a ser abandonada, aunque quizá no exactamente del modo que habías imaginado. También en eso somos iguales. Yo fui abandonado el día en que a mis padres los quemó vivos una turba ignorante. Yo escapé del fuego, pero ellos no, y siempre he tenido la impresión de que debería haber muerto en su lugar, como si fuera mi culpa. Tú sientes lo mismo respecto a la muerte de tu hermana Mary: que deberías haber muerto tú en vez de ella. Más tarde me abandonó mi hermano. Ah, ya veo tu expresión de incredulidad, pero sabes tan poco de mi hermano… Lo único que pido es que me escuches sin ideas preconcebidas.
Diógenes se levantó. Constance lo hizo a medias, aguantando la respiración.
—No —dijo él.
Volvió a quedarse quieta. Ahora en el tono de Diógenes solo había cansancio.
—No hace falta que te escapes. Ya me marcho. Tarde o temprano volveremos a hablar y te contaré más cosas sobre la infancia que me fue negada. Y sobre el hermano mayor que me pagó el amor que le ofrecía con desprecio y odio, el hermano que disfrutó destruyendo todas mis creaciones: mis diarios de poesía infantil, mis traducciones de Virgilio y Tácito… Que torturó y mató a mi animal de compañía favorito de un modo que aún me resisto a recordar. Que se planteó como misión indisponer a todo el mundo contra mí a base de mentiras e insinuaciones, presentándome como su gemelo malvado. Y al final, en vista de que no me doblegaba, hizo algo tan atroz… tan y tan atroz… —La voz de Diógenes amenazaba con quebrarse—. Mira mi ojo muerto, Constance. Pues es lo menos grave que me hizo.
En el breve silencio que siguió solo se oía la dificultosa respiración de Diógenes, que estaba haciendo un esfuerzo por controlarse mientras su ojo opaco no miraba a Constance, pero tampoco dejaba de mirarla.
Se pasó una mano por la frente.
—Bueno, me voy, pero verás que te he dejado algo, un regalo entre iguales, una constancia del dolor que compartimos. Espero que lo aceptes con el mismo espíritu con el que ha sido hecho.
—De usted no quiero nada —dijo Constance.
Sin embargo, su voz había perdido odio y convicción; ahora solo era confusa.
Él sostuvo su mirada un poco más hasta que lentamente, muy despacio, se giró y se fue hacia la salida de la biblioteca.
—Adiós, Constance —dijo en voz baja por encima del hombro—. Cuídate. No me acompañes.
Sin cambiar de postura, Constance oyó cómo se alejaban los pasos de Diógenes. Solo se levantó del sillón cuando volvió a estar todo en silencio.
En ese momento, algo se movió en el bolsillo para pañuelos de su miriñaque.
Dio un respingo. Otra vez el mismo movimiento. De pronto apareció una minúscula, rosada y temblorosa nariz con bigotes, seguida por dos ojos negros como cuentas y dos blandas orejitas. Estupefacta, Constance puso la mano en el bolsillo y la ahuecó. El animalito subió por ella y se sentó con las patitas de delante en una posición que parecía suplicar, mientras le temblaban los bigotes y sus ojos brillantes se clavaban anhelantes en los de Constance. Era un ratón blanco, suave, pequeño y completamente manso. A Constance se le derritió el corazón, tan inesperadamente, que perdió el aliento y se le saltaron las lágrimas.