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Smithback corrió desesperadamente por las salas vacías del museo, detrás de Pendergast y de la luz de su linterna, que se deslizaba por las cuerdas de terciopelo. En pocos minutos llegaron a la rotonda, que recogió el eco de sus pasos sobre el mármol blanco. Segundos después salieron a la majestuosa escalinata del museo, con su alfombra roja. Su salida coincidió con la llegada de varios coches patrulla, acompañados por lamentos de sirenas y chirridos de frenos. Smithback oyó un zumbido de helicópteros.

Gran parte de los policías se dedicaba a encauzar a la gente y a despejar Museum Drive de espectadores asustados, curiosos y periodistas. También había otros montando un centro móvil de control al pie de la escalinata. La gente se empujaba, y había un rumor de gritos en el aire. Los flashes de los fotógrafos eran como fuegos artificiales.

Pendergast titubeó y se giró hacia Smithback sin bajar.

—La boca de metro que buscamos es aquella —dijo, señalando la otra punta de Museum Drive.

Un enjambre de invitados y mirones les cerraba el paso.

—Para apartar a toda esta gente necesitaremos veinte minutos —dijo Smithback—. Sin contar que de camino seguro que alguien tirará al suelo el matraz.

—Lo cual sería inaceptable.

«Qué eufemismo», pensó Smithback.

—Entonces, ¿qué plan tiene?

—Muy sencillo: habrá que dispersar a la multitud.

—¿Cómo? —Fue preguntarlo y ver aparecer una pistola en la mano de Pendergast—. ¡Caramba! ¡No me diga que piensa usarla!

—No, yo no, usted. Yo no me atrevería a disparar llevando esto. La proximidad de la detonación podría hacerlo explotar.

Smithback notó cómo le ponía la pistola en la mano.

—Dispare al aire, lo más arriba que pueda. Apunte hacia Central Park.

—Nunca he usado este modelo…

—Solo tiene que apretar el gatillo. Es un Colt 45 modelo 1911. Da coces de mula, o sea, que sujete la culata con las dos manos y doble ligeramente los codos.

—¿Sabe qué le digo? Que llevaré yo la nitroglicerina.

—Me temo que no, señor Smithback. En marcha, por favor.

Smithback se acercó a regañadientes a la multitud.

—¡FBI! —dijo con poca convicción—. ¡Abran paso!

La gente ni siquiera se fijó en él.

—¡He dicho que abran paso!

Algunos empezaron a mirarlo con indiferencia, pero sin moverse.

—Cuanto antes dispare, antes captará su atención —dijo Pendergast.

—¡Abran paso! —Smithback levantó la pistola—. ¡Es una emergencia!

Los pocos que se dieron cuenta de lo que iba a pasar provocaron cierto movimiento en las primeras filas, pero el grueso de la multitud que se interponía entre ellos y la boca del metro seguía en Babia.

Smithback se armó de valor y apretó el gatillo. Nada. Apretó más fuerte… y la pistola se disparó con un espantoso ruido que lo hizo tropezar.

Se levantó un coro de gritos. La multitud se abrió como el mar Rojo.

—¿Se puede saber qué están haciendo?

Dos policías que estaban cerca, apartando a la gente, se acercaron deprisa con las pistolas en la mano.

—¡FBI! —exclamó Pendergast, corriendo por la brecha—. Es una operación de emergencia federal. ¡No interfieran!

—¡Muéstreme la placa!

La gente del fondo ya empezaba a juntarse. Smithback se dio cuenta de que aún no había cumplido su misión.

—¡Abran paso! —vociferó.

Hizo otro disparo mientras caminaba, para añadir dramatismo.

Más gritos. Casi milagrosamente apareció otro camino.

—Pero tío, ¿estás loco? —exclamó alguien—. ¿De qué vas disparando así?

Smithback echó a correr; Pendergast lo seguía tan deprisa como podía. Los policías intentaron perseguirlos, pero la multitud ya se había cerrado a sus espaldas. Smithback oyó las palabrotas de los policías que intentaban apartar a la gente.

Un minuto después ya estaban en la boca del metro. Pendergast tomó la delantera y bajó por la escalera, deprisa pero sin sobresaltos, protegiendo el pequeño recipiente en una exhibición de pericia. Al llegar a la otra punta del andén vacío se metieron por un recodo que llevaba a la entrada subterránea del museo. A medio camino Smithback vio a dos personas: D’Agosta y Hayward.

—¿Por dónde entramos? —preguntó al llegar.

—Entre estas rayas —dijo Hayward, señalando dos líneas marcadas con pintalabios en las baldosas.

Pendergast se arrodilló y dejó el matraz con mucho cuidado al pie de la pared, entre las rayas. Después se levantó y se giró hacia el pequeño grupo.

—Tengan la amabilidad de colocarse al otro lado de la esquina. Mi arma, señor Smithback.

Justo cuando le daba la pistola al agente, Smithback oyó pasos por la escalera de la estación. Siguiendo a Pendergast, volvió al andén, donde se acurrucaron contra una pared.

—¡Policía! —exclamó una voz en la otra punta de la estación—. ¡Las armas al suelo! ¡No se muevan!

—¡Quédense donde están! —dijo Hayward a pleno pulmón, blandiendo su placa—. ¡Operación policial en marcha!

—¡Identifíquese!

—¡Capitana Laura Hayward, de Homicidios!

Parecían perplejos.

Viendo que Pendergast apuntaba con su arma, Smithback se encogió aún más contra la pared.

—¡Agáchese, capitana! —gritó uno de los policías.

—¡Pónganse a cubierto ahora mismo! —fue la respuesta de Hayward.

—¿Preparados? —preguntó Pendergast sin levantar la voz—. A la de tres. Uno…

—Repito, capitana: ¡agáchese!

—Dos…

—¡Yo también repito, idiotas! ¡A cubierto!

—Tres…

Una enorme explosión siguió inmediatamente al disparo, haciendo temblar el suelo. La onda expansiva golpeó a Smithback en medio del pecho, tirándolo al suelo de cemento. En un abrir y cerrar de ojos toda la estación se llenó de polvo de cemento. Smithback se quedó boca arriba, atontado y sin poder respirar. Le llovieron encima trocitos de cemento.

—¡Coño!

Era la voz de D’Agosta, aún estaba todo tan oscuro que no se lo veía.

Smithback oyó vagamente gritos confusos en la otra punta de la estación. Al incorporarse, a pesar del polvo en la garganta y un zumbido en los oídos, sintió el peso tranquilizador de una mano en el hombro, y a continuación la voz de Pendergast en el oído.

—¿Señor Smithback? Ahora entraremos y necesitaré su ayuda. Detenga el espectáculo. Arranque cables, eche al suelo pantallas, rompa bombillas… Lo que quiera, pero detenga el espectáculo. Es lo primero que debemos hacer, incluso antes de ayudar a la gente. ¿Me ha entendido?

—¡Pedid refuerzos! —se atragantó una voz en la otra punta del andén.

—¿Me ha entendido? —insistió Pendergast.

Smithback tosió y asintió con la cabeza. El agente lo ayudó a levantarse.

—¡Ahora! —susurró.

Corrieron hacia el otro lado de la esquina, seguidos muy de cerca por D’Agosta y Hayward. El polvo había bajado lo suficiente para que pudiera verse un boquete en la pared, del que salían nubes de niebla brillantemente iluminadas por un incesante parpadeo de luces estroboscópicas.

Smithback se preparó, aguantando la respiración, y penetró en el agujero.