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Diógenes Pendergast corría despacio por la falda de la montaña, a setecientos cincuenta metros de altura, por un ventoso terraplén de lava. El viento azotaba con fuerza demoníaca los densos matorrales de retama que invadían el sendero. Hizo una pausa para respirar. Al mirar hacia abajo reconoció a duras penas la superficie oscura del mar, con pequeñas manchas de un gris más claro que formaban la espuma de las olas. El faro de Strombolicchio coronaba solitario la roca, en el centro de un anillo gris de olas, lanzando un mensaje intermitente, ciego e infatigable a un mar vacío.
Siguió el mar con la mirada hasta llegar a tierra. Desde su observatorio veía un tercio de la isla, una gran curva desde Piscità hasta el arco de playa de debajo de Le Schiocciole, donde el mar embravecido formaba una ancha cinta de espuma blanca. Las luces de la ciudad, no muy intensas, salpicaban la costa, puntos turbios y trémulos de luz, la frágil franja de una humanidad aferrada a una tierra poco hospitalaria. Cerniéndose tras ella, el volcán se erguía en todo su volumen, como el tronco rayado de un mangle gigante, en grandes crestas paralelas que tenían nombres propios: Serra Adorno, Roisa, Le Mandrey Riña Grande. Se giró y miró hacia arriba. La inmensa negrura del Bastimento se interponía entre él y la Sciara del Fuoco, el Río de fuego. El caballón subía hasta la cumbre, todavía envuelta en nubes rápidas, brotando con sombrío resplandor a cada nueva erupción, mientras los truenos sacudían la tierra.
Diógenes sabía que faltaban doscientos o trescientos metros para la bifurcación. El camino de la izquierda iba hacia el este y daba muchas revueltas hasta alcanzar el cráter superior por las amplias laderas de toba de Liscione. El camino de la derecha, la antigua senda griega, trepaba por el Bastimento y quedaba cortado bruscamente por la Sciara del Fuoco.
Ya debía de tener quince o veinte minutos de ventaja sobre ella. Había forzado la máquina, trepando a la máxima velocidad por la escalera de piedra gastada y el trazado sinuoso de los adoquines. Era físicamente imposible que ella hubiera seguido su ritmo. Ahora que la tenía donde quería, tenía tiempo de pensar y planear sus movimientos.
Se sentó en los restos de un pequeño muro. La manera más evidente de atacarla era una emboscada desde los matorrales casi impenetrables que invadían el camino por ambos lados. Sería muy fácil. Podía esconderse en la retama, por ejemplo en una de las curvas cerradas, y disparar hacia el camino cuando la viese llegar. La gran desventaja de este plan era su obviedad, hasta el punto de que casi podía asegurar que entraría en las previsiones de Constance. Además los arbustos eran tan tupidos que Diógenes no estaba totalmente seguro de poder esconderse sin dejar un hueco, o como mínimo un rastro visible para un ojo atento. Y el de ella era atentísimo.
Por otro lado, ella no conocía el camino. No podía conocerlo. Había subido a la villa justo después de desembarcar, y no había mapas que representaran lo abrupto, peligroso y difícil del camino. Delante, justo antes de la bifurcación, había un punto donde discurría casi por debajo de una proyección de lava endurecida, dibujaba una curva y pasaba por encima del mismo promontorio. Alrededor del paso todo eran precipicios. Era un punto donde Constance no podía salirse del camino. Si Diógenes la esperaba en el risco, ella tendría que pasar casi directamente por debajo, por la simple razón de que era el único camino. Y como no lo conocía no podía prever que daba una vuelta completa, pasando por encima del risco.
Era el lugar perfecto.
Siguió subiendo por la montaña. Diez minutos después pasó la última curva y subió al risco, pero al mirar a su alrededor, buscando un escondite, vio que había una posición aún mejor. De hecho era casi perfecta. Al acercarse y ver el risco, Constance podía prever la posibilidad de un ataque, pero bastante antes había otro lugar —debajo del risco, completamente a oscuras, medio tapado por las rocas— que parecía mucho más discreto. Para alguien que viniera por abajo era totalmente invisible.
Con el alivio indescriptible de saber que pronto habría terminado todo, se apostó con cuidado en la curva, protegido por la oscuridad, y se preparó para la espera. Era un lugar perfecto. La oscuridad cerrada de la noche, y las líneas naturales del terreno, ayudaban a dar la impresión de que en las rocas que le servían de escondite no había ninguna discontinuidad. Calculó que ella tardaría unos quince minutos. Después de matarla lanzaría el cadáver a la Sciara, donde desaparecería para siempre. Y él volvería a ser libre.
El cuarto de hora siguiente fue el más largo de su vida. Cuando los quince minutos se convirtieron en veinte, empezó a ponerse nervioso. Pasaron veinticinco minutos… media hora…
Sintió que su cerebro se convertía en un hervidero de hipótesis. Ella no podía saber que estaba ahí. Tenía la certeza de no haber hecho nada que llamase la atención.
Quizá el problema fuera otro…
¿Y si era demasiado débil para llegar tan arriba? Diógenes había dado por supuesto que el odio le conferiría una resistencia muy superior a la normal, pero en el fondo era humana y algún límite debía de tener. Llevaba varios días persiguiéndolo casi sin comer ni dormir. Además, seguro que había perdido bastante sangre. En esas condiciones, escalar casi mil metros por un camino desconocido y sumamente peligroso, en plena noche… Quizá no había sido capaz. O se había hecho daño.
El camino estaba en pésimo estado, con muchas piedras sueltas y adoquines desgastados. Las partes más empinadas, donde antiguamente se habían construido escaleras de piedra, eran resbaladizas por culpa de los escombros, y faltaban muchos peldaños. Una auténtica trampa mortal.
Una trampa mortal… Era posible, por no decir probable, que hubiera sufrido un grave resbalón. Una caída, un tobillo torcido… Podía estar incluso muerta. ¿Llevaba una linterna? Diógenes lo dudaba.
Miró su reloj. Ya habían pasado treinta y cinco minutos. No sabía qué hacer. Entre todas las posibilidades, la más probable era la del accidente. Decidió bajar por el camino y comprobarlo por sí mismo. Si ella estaba en el suelo, con el tobillo roto, o si se había caído a causa del cansancio, sería fácil matarla.
Hizo una pausa. No, no era buena idea. Podía ser su plan: hacerle creer que estaba herida, para atraerlo… a una emboscada. Por la cara de Diógenes pasó una sonrisa amarga. Conque era eso. Lo estaba esperando. Estaba esperando que bajase. Pues no caería en la trampa. La esperaría él. Tarde o temprano el odio la haría subir por la montaña.
Diez minutos más tarde, las dudas volvieron a acosarlo. ¿Y si se pasaba toda la noche esperando? ¿Y si ella no quería llevar el enfrentamiento al terreno de la montaña? ¿Y si había vuelto al pueblo y estaba planeando algo nuevo? ¿Y si había llamado a la policía?
No soportaba seguir así. Ya no podía prolongarlo más tiempo. De esa noche no podía pasar. Si ella no quería llegar hasta él, tendría que ir él a ella, para forzar un desenlace.
Pero ¿cómo?
Se quedó tumbado en el suelo de piedra, cada vez más nervioso, escudriñando la oscuridad. Intentaba pensar como ella, previendo sus decisiones. No podía permitirse subestimarla otra vez.
«Huyo de la casa y subo corriendo por el camino. Ella se queda pensando si tiene que seguirme. ¿Qué haría ella?» Constance sabía que Diógenes iba a subir por la montaña. Sabía que la esperaría y que tenía la intención de enfrentarse con ella en su propio terreno y en sus propios términos.
«¿Qué haría ella?»
La respuesta se le ocurrió de golpe: buscar otro camino. Más corto. Y adelantársele. Pero claro, no había ningún otro…
De repente, con un horrible cosquilleo en la nuca, se acordó de una antigua historia que había oído contar a los isleños. En el siglo VIII los moros atacaron Stromboli. El desembarco tuvo lugar en Pertuso, una cala de la orilla opuesta, punto de origen de una travesía audaz y peligrosa consistente en subir por un lado del volcán y bajar por el otro, pero en vez de bajar por el camino griego los moros abrieron su propia senda con el objetivo de abatirse sobre el pueblo desde un lugar inesperado.
¿Y si Constance había tomado el camino moro?
Las ideas se atropellaban en su mente. Hasta entonces no había prestado atención a aquella historia; creía que era una de tantas leyendas pintorescas sobre la isla. ¿Alguien sabía dónde estaba? ¿Aún existía? ¿Y Constance? ¿Cómo podía conocer su existencia? Probablemente en todo el mundo no hubiera más de media docena de personas al corriente de su trazado real.
Escupió una retahíla de palabrotas y se estrujó las meninges intentando acordarse mejor de la historia. ¿Cuál era el trazado del camino moro?
La leyenda incluía una parte sobre bajas moras en el Filo del Fuoco, una angosta garganta que salía de la Sciara. En tal caso el camino debía de seguir el borde de la Sciara hasta el Bastimento.
Se levantó de golpe. Ya sabía qué había hecho Constance. Investigadora consumada, había obtenido algún atlas antiguo de la isla y se lo había aprendido de memoria. Primero hacía salir a Diógenes de su casa como un tejón y luego lo empujaba hacia el más conocido de los dos caminos, para que pensara que era el autor del plan. Mientras tanto ella iba por el oeste, usaba el camino secreto como atajo, y esquivaba la emboscada, haciéndole perder muchos minutos valiosos. Ahora estaba más arriba. Esperándolo a él.
Un sudor frío le cubrió la frente. Ahora entendía la pasmosa sutileza del plan. Constance lo tenía todo previsto, incluido que Diógenes huyera de su casa y subiera corriendo por el camino. También había previsto que se detendría en algún lugar para tenderle una emboscada que lo retrasaría y le permitiría a ella —físicamente más débil— subir tranquilamente al Bastimento por la senda mora.
Erguido, horrorizado, miró hacia arriba y enfocó la vista en la gran aleta negra del Bastimento. Las nubes se empujaban en torno a la cumbre. A cada explosión la montaña gemía y temblaba. De repente se abrieron las nubes, exponiendo el Bastimento al resplandor de las erupciones. En ese instante Diógenes divisó una figura de blanco, una figura recortada en el horrible y parpadeante resplandor, que bailaba… A pesar del aullido del viento, y del tronar de la montaña, tuvo la seguridad de que acababa de llegar a sus oídos una risa estridente, enloquecida.
Lleno de rabia, apuntó y disparó varias veces seguidas, deslumbrándose a sí mismo con los fogonazos. Después de un rato dijo una palabrota y bajó la pistola con el corazón alborotado. Arriba, en el risco, no había nadie. La figura ya no estaba.
Ahora o nunca. Se les estaba echando encima el desenlace. Corrió por el camino lo más deprisa que pudo, consciente de que Constance no podía acertar a oscuras. Faltaba poco para la bifurcación. El más reciente de los dos caminos subía hacia la izquierda. En el de la derecha había una valla, una alambrada oxidada que temblaba al viento, con un letrero en dos idiomas desgastado por la intemperie:
Sciara del Fuoco!
Pericolosissimo!
Vietato a Passare!
¡Río de fuego!
¡Peligrosísimo!
¡Prohibido el paso!
Saltó sobre la valla y se lanzó hacia el Bastimento por la antigua senda. Solo había un desenlace posible. Uno de los dos volvería a bajar de la montaña. El otro sería arrojado a la Sciara.
Faltaba ver cuál de ambos acabaría venciendo.