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Inmóvil, con la espalda apoyada en la puerta del pequeño estudio, Pendergast observó el suntuoso mobiliario: el sofá cubierto de alfombras persas, las máscaras africanas, la mesita, las estanterías, las curiosidades de arte antiguo…
Respiró para calmarse, y en un esfuerzo ímprobo de voluntad llegó al sofá. Se tumbó despacio, con las manos cruzadas en el pecho, un tobillo sobre el otro y los ojos cerrados.
Su carrera profesional lo había puesto en muchas situaciones difíciles y peligrosas, pero ninguna comparable a la que lo esperaba en aquella sala.
Empezó por una serie de ejercicios físicos sencillos. Redujo su respiración y desaceleró los latidos de su corazón. Después se aisló de todas las sensaciones externas: el susurro del aire acondicionado, el leve olor a cera de muebles, la presión del sofá y la conciencia de su propio cuerpo.
Una vez que su respiración fue casi imperceptible, y que su pulso se acercó a las cuarenta pulsaciones por minuto, dejó que se materializase un tablero de ajedrez ante su ojo mental. Sus manos se acercaron a las piezas gastadas. Un peón blanco se movió hacia delante. Le respondió un peón negro. La partida continuó hasta quedar en tablas, seguida por otra que tuvo el mismo desenlace. Después otra, y otra…
… Pero sin el resultado previsto. El palacio de la memoria de Pendergast —el almacén de conocimientos e información donde guardaba sus secretos más personales, y que era el punto de partida de sus meditaciones e introspecciones más profundas— no se materializó ante él.
Cambió mentalmente de juego: pasó del ajedrez al bridge. En esta ocasión, en vez de enfrentar a dos jugadores formó dos parejas, con la infinidad de estrategias, señales —recibidas o no— y juegos de manos que podía resultar de ello. Llegó rápidamente hasta el final de un rubber y empezó otro.
El palacio de la memoria se negaba a aparecer. Seguía fuera de su alcance, movedizo, insustancial.
Se mantuvo a la espera y redujo aún más el pulso y la respiración. Nunca le había fallado esa táctica.
Profundizando en uno de los ejercicios más difíciles del Chongg Ran, separó mentalmente su conciencia de su cuerpo y se elevó sobre él, flotando incorpóreamente en el espacio. Acto seguido, sin abrir los ojos, formó una reconstrucción virtual de la habitación donde estaba e imaginó cada objeto en su sitio hasta que fue la habitación entera la que se materializó en su cerebro, en todos sus detalles. Se entretuvo en ella un buen rato. Después procedió a retirar pieza a pieza el mobiliario, las alfombras y el papel de pared, hasta que volvió a no haber nada.
No se detuvo ahí. Lo siguiente que hizo fue eliminar por completo la ciudad cuyo bullicio rodeaba la habitación: primero edificio a edificio, después manzana por manzana y finalmente barrio a barrio, a medida que el acto de olvido intelectual cobraba rapidez y se extendía velozmente en todas las direcciones. Siguieron los condados, los estados, los países, el mundo, el universo… Todo sumido en las tinieblas.
Minutos después ya no quedaba nada. Tan solo persistía el propio Pendergast, flotando en un vacío infinito. Entonces usó su voluntad para hacer desaparecer su propio cuerpo, consumido por la oscuridad. El universo había quedado totalmente vacío, limpio de pensamiento, dolor, memoria y existencia tangible. Pendergast había alcanzado el estado que recibía el nombre de Sunyata. Por unos instantes —a menos que fuera una eternidad— dejó de existir incluso el tiempo.
Y fue entonces, por fin, cuando empezó a materializarse en su cerebro la antigua mansión de la calle Dauphine, la Maison de la Rochenoire, la casa donde él y Diógenes habían pasado su infancia. Pendergast estaba fuera, sobre los adoquines de la calle, asomado a la alta verja de hierro forjado para ver las buhardillas de la casa, sus miradores, su plataforma superior, sus almenas y sus pináculos de piedra. En un lado se erguían altos muros de ladrillo que ocultaban la riqueza de los jardines interiores, llenos de parterres.
Abrió mentalmente la enorme verja de hierro y recorrió el camino de entrada hasta llegar al pórtico. Tenía delante la doble puerta blanca que daba al gran vestíbulo.
Tras un momento —impropio de él— de indecisión, cruzó la puerta y pisó el suelo de mármol del vestíbulo. Una gigantesca araña de cristal brillaba intensamente sobre su cabeza, suspendida bajo los frescos en trampantojo del techo. La escalera del fondo, de doble planta curva y postes llenos de molduras, subía a la galería del primer piso. A la izquierda había varias puertas cerradas que daban a la sala de exposiciones, larga y baja de techo. Por la de la derecha, que estaba abierta, se entraba en una biblioteca poco iluminada, revestida de madera.
Aunque ya hiciera muchos años que una horda de Nueva Orleans había incendiado la auténtica mansión de la familia, reduciéndola a cenizas, Pendergast guardaba en su memoria una mansión virtual, una construcción intelectual perfecta en todos sus detalles, un almacén donde no solo conservaba sus propias experiencias y observaciones, sino infinidad de secretos familiares. Normalmente aquel palacio de la memoria le deparaba momentos de relajación y de tranquilidad, puesto que todos los cajones de todos los armarios contenían algún hecho del pasado o alguna reflexión personal de tipo histórico o científico en la que detenerse sin prisas, pero por una vez sintió un profundo desasosiego y tuvo que recurrir a toda su fuerza mental para que la casa no se deshiciera en su cabeza.
Cruzó el vestíbulo y subió por la escalera. Al llegar al distribuidor del primer piso, vaciló brevemente en el rellano y se internó por un pasillo cubierto de alfombras, entre paredes de color rosado interrumpidas a intervalos por nichos de mármol o antiguos marcos dorados que contenían retratos al óleo. Todo el olor de la mansión, una mezcla de tela y cuero viejos, de cera de muebles, del perfume de su madre y del tabaco Latakia de su padre, se le echó encima de golpe.
La puerta de roble macizo de su habitación se encontraba cerca del centro del pasillo, pero no llegó tan lejos. Se paró en la que había justo antes, una puerta que por alguna extraña razón había sido cerrada con plomo y recubierta con una lámina de latón batido cuyos bordes estaban clavados al marco.
Era la habitación de su hermano Diógenes; quien la había sellado, años atrás, era el propio Pendergast, para clausurarla para siempre en el palacio de la memoria. Era la única estancia adonde se había prometido no volver a entrar jamás.
Y sin embargo, según Eli Glinn, debía entrar. No había alternativa.
Al vacilar ante la puerta, se dio cuenta de que su pulso y su respiración se estaban acelerando de forma alarmante. Las paredes de la mansión parpadeaban a su alrededor; brillaban o se apagaban como el filamento de una bombilla sometida a una corriente excesiva. Su construcción mental se le estaba yendo de las manos. En un titánico esfuerzo de concentración y serenidad mental logró consolidar la imagen que lo rodeaba.
Tenía que actuar deprisa. El viaje por la memoria amenazaba con venirse abajo en cualquier momento debido a la fuerza de sus emociones. No podía mantener indefinidamente la concentración necesaria.
Hizo aparecer una palanca, un cincel y un mazo en sus manos. Deslizó la palanca por debajo de la lámina de latón, apartándola del marco de la puerta, y la hizo correr por los cuatro lados hasta desprender la lámina. Después dejó la palanca y cogió el cincel y el mazo para golpear suavemente el plomo blando metido en las rendijas entre la puerta y el marco, que fue saliendo a pedazos. Trabajaba deprisa, intentando olvidarse de sí mismo en la tarea y no pensar en nada que no fuera el presente.
En pocos minutos la alfombra se cubrió de virutas de plomo. Entre él y lo que había al otro lado de la puerta quedaba un solo impedimento: una pesada cerradura.
Dio un paso y probó el pomo. Normalmente lo habría forzado con el instrumental que siempre llevaba encima, pero esta vez ni siquiera tenía tiempo para ello. Cualquier pausa, incluso la más breve, podía ser fatal. Retrocedió, levantó un pie, apuntó justo debajo de la cerradura y dio una patada con todas sus fuerzas a la puerta, que salió disparada y chocó ruidosamente con la pared interior. Se quedó jadeando en el umbral. Estaba frente a la habitación de Diógenes, su hermano.
Pero no se veía nada. La luz tenue del pasillo no penetraba en la profunda oscuridad. La puerta era un rectángulo negro.
Tiró el mazo y el cincel al suelo. Un simple pensamiento bastó para poner una linterna en su mano. La encendió y enfocó el haz en la negrura, que parecía absorber toda la luz del aire.
Cuando quiso dar un paso, se dio cuenta de que sus extremidades no obedecían a su voluntad. Se quedó en el umbral durante lo que pareció una eternidad. La casa empezaba a moverse. Las paredes se evaporaban como si fueran de aire. Comprendió que el palacio de la memoria se le iba otra vez de las manos, y que esta vez, si lo perdía, ya no podría regresar jamás. Jamás. Solo un último y supremo esfuerzo de voluntad, el momento de mayor concentración, el más cansado y difícil de su vida, le permitió cruzar el umbral.
Volvió a pararse justo al otro lado, prematuramente exhausto, mientras movía la linterna y obligaba al haz a hincarse cada vez más hondo en la oscuridad. No era la habitación que esperaba encontrar, sino el principio de una estrecha escalera de piedra tosca que descendía sinuosamente por la roca viva, hacia las profundidades de la tierra.
La visión agitó algo oscuro en el cerebro de Pendergast, un rudo animal que llevaba más de treinta años durmiendo sin ser molestado. Por unos instantes sintió que su voluntad flaqueaba. Las paredes temblaban como una vela al viento.
Se recuperó. Ya no le quedaba más remedio que seguir. Asiendo la linterna con fuerzas renovadas, empezó a bajar por los peldaños de piedra gastada y resbaladiza, cada vez más abajo, adentrándose en unas fauces de vergüenza, de arrepentimiento… y de infinito horror.