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De bruces en el suelo, el teniente Vincent D’Agosta soportaba una gélida llovizna en una colina pelada desde donde se dominaba la penitenciaría federal de Herkmoor, Nueva York. El hombre que estaba a su lado, vestido de oscuro y en cuclillas, se llamaba Proctor. Era medianoche. La cárcel se les ofrecía en toda su extensión, ocupando el fondo llano del valle, con la intensa luz amarilla de sus focos y un surrealismo industrial propio de una refinería gigante.
D’Agosta volvió a examinar la disposición general del recinto con sus prismáticos digitales de alta potencia. De nueve o diez hectáreas de extensión —haciendo un cálculo a simple vista—, estaba compuesto de tres enormes bloques de cemento no muy altos que formaban una U rodeada de patios asfaltados, torres de vigilancia, áreas de servicio valladas y casetas para los guardias. D’Agosta sabía que el primer edificio era la Unidad Federal de Máxima Seguridad, donde estaban los peores delincuentes violentos que era capaz de engendrar Estados Unidos en aquella época, lo cual, pensó sombríamente, no era poco decir. La segunda zona, mucho menor, llevaba el nombre oficial de Centro Federal de Retención y Traslado de Condenados a Muerte. En el estado de Nueva York no existía la pena de muerte, pero sí a nivel federal, y era ahí donde se recluía a los pocos presos condenados a muerte por los tribunales federales.
La tercera unidad también tenía un nombre que solo se le podía ocurrir a un funcionario de los servicios penitenciarios: Centro de Detención Preventiva de Delincuentes Violentos de Alto Riesgo. Sus inquilinos estaban en espera de juicio por una breve lista de delitos federales, a cuál más odioso. Eran hombres que no habían obtenido la libertad bajo fianza y a quienes se atribuía un riesgo particularmente alto de evasión. Los reclusos del centro eran peces gordos del narcotráfico, terroristas nacionales, asesinos en serie que habían ejercido su profesión en más de un estado y presos acusados de haber matado a agentes federales. En la jerga de Herkmoor era «el agujero negro».
Y era donde en ese momento estaba el agente especial A. X. L. Pendergast.
Entre todos los centros federales, solo Herkmoor podía presumir de un historial como el de las cárceles de estado más famosas, como Sing Sing y Alcatraz: no haber sufrido jamás una fuga.
Los prismáticos de D’Agosta siguieron recorriendo el recinto prestando atención a todos los detalles, hasta los más pequeños, que ya había estudiado durante tres horas sobre el papel. Desplazó lentamente su mirada desde los edificios centrales hasta los exteriores, y desde estos hasta la cerca.
A primera vista la cerca de Herkmoor no tenía nada especial. Las medidas de seguridad seguían el estándar de la triple barrera. La primera de ellas, una tela metálica de ocho metros con una alambrada en la parte superior, estaba iluminada por los millones de candelas de potencia de unos focos de xenón dignos de un gran estadio. Tras diversos espacios de veinte metros con suelo de grava se llegaba a la segunda barrera, un muro de casi quince metros construido con bloques de hormigón y coronado por púas y alambres. Cada cien metros de muro había una torre con un vigilante armado. D’Agosta los veía circular, muy atentos. Después de una separación de treinta metros recorrida por dóbermans se llegaba a la última barrera, una tela metálica idéntica a la primera de donde arrancaban trescientos metros de césped que llegaban hasta el principio del bosque.
Lo excepcional de Herkmoor era lo que no se veía: un sistema de seguridad electrónico de última generación que tenía la fama de ser el mejor del país. D’Agosta había visto sus especificaciones —de hecho llevaba varios días repasándolas—, pero seguía sin entender prácticamente nada. Tampoco lo consideraba un problema. Lo importante era que Eli Glinn, su extraño y silencioso socio, que esperaba en la carretera, a un kilómetro y medio, a bordo de una camioneta de vigilancia de alta tecnología, sí que lo entendía.
Se trataba de algo más que de un sistema de seguridad. Era un estado mental. En Herkmoor había habido varias tentativas de fuga, algunas de ellas de una inteligencia extraordinaria, pero ninguna se había saldado con el éxito, algo sabido —y ensalzado— por todos sus vigilantes y trabajadores. En un lugar así no se podían esperar torpezas burocráticas ni excesos de confianza. Tampoco vigilantes que se quedaran dormidos, ni fallos en las cámaras de seguridad.
Esa era la gran preocupación de D’Agosta.
Acabó la inspección y miró a Proctor. El chófer estaba justo al lado, boca abajo, haciendo fotos con una Nikon digital dotada de un trípode en miniatura, un objetivo de 260 milímetros y chips CCD exclusivos tan sensibles a la luz que podían captar la aparición de fotones sueltos.
D’Agosta repasó la lista de preguntas cuya respuesta quería saber Glinn. La importancia de algunas era evidente: cuántos perros había, cuántos vigilantes en cada torre y cuántos guardias a cargo de las puertas. Glinn también había pedido una descripción de las entradas y salidas de todos los vehículos, con el máximo de información sobre cada uno de ellos. Quería fotos detalladas de las antenas, parabólicas y transmisores de microondas de los tejados del edificio. Otras peticiones eran más discutibles, como saber si la zona entre el muro y la valla exterior era de tierra, de hierba o de gravilla. Glinn, por otro lado, había pedido una muestra de agua del arroyo que pasaba al lado del recinto, una muestra tomada más abajo en el sentido de la corriente. Pero lo más raro que había encargado a D’Agosta era recoger toda la basura que pudiera encontrar en determinado tramo del arroyo. Además de todo ello les había pedido que vigilaran la cárcel durante veinticuatro horas completas y anotaran todas las actividades que pudieran: horario de los ejercicios de los presos, movimiento de los guardias y entradas y salidas de proveedores, contratistas y transportistas. Glinn quería saber a qué horas se encendían y se apagaban las luces. Y lo quería todo registrado al segundo.
D’Agosta murmuró unas observaciones en la grabadora digital que le había dado Glinn, mientras oía el zumbido casi imperceptible de la cámara de Proctor y los golpecitos de la lluvia en las hojas. Se desentumeció.
—Solo de imaginarme a Pendergast ahí dentro me mata.
—Debe de ser muy duro, señor —dijo Proctor, tan impenetrable como siempre.
No era un simple chófer. D’Agosta se había dado cuenta al ver cómo desmontaba y guardaba un CAR-I5/XM-177 Commando en menos de sesenta segundos, pero nunca lograba traspasar su opacidad a lo Jeeves.[4] La cámara siguió emitiendo suaves clics y zumbidos.
La radio del cinturón de D’Agosta lanzó un chisporroteo.
—Un vehículo —dijo la voz de Glinn.
Poco más tarde brillaron dos faros entre las ramas desnudas de los árboles; se aproximaban por la única carretera que llevaba a Herkmoor desde el pueblo, situado a dos kilómetros. Proctor giró rápidamente el objetivo de su cámara. D’Agosta miró por los prismáticos, que se ajustaron automáticamente para compensar el cambio de contraste entre la oscuridad y la luz.
El camión salió del bosque, exponiéndose a la luz de los focos que rodeaban la cárcel. Parecía un servicio de entrega de comida. Cuando giró, D’Agosta pudo leer el logotipo en uno de sus laterales: Helmer. Productos y derivados de la carne. El camión paró en la garita para enseñar unos documentos. Le indicaron que pasara. Las tres puertas se abrieron de modo sucesivo y automático, nunca antes de que se hubiera cerrado la anterior. Seguía oyéndose el suave clic del obturador de la cámara. D’Agosta miró su cronómetro, murmuró algo en la grabadora y se giró hacia Proctor.
—Ya han llegado las hamburguesas de mañana —dijo, haciendo un chiste malo.
—Sí, señor.
Se imaginó a Pendergast, un exquisito gourmet, comiendo lo que hubiera dentro del camión, y se preguntó cómo lo llevaría.
El camión accedió a la vía interior de servicio, y tras una maniobra de cambio de sentido se metió en marcha atrás por una zona de descarga; luego desapareció. D’Agosta hizo otro comentario para la grabadora y se dispuso a esperar. A los dieciséis minutos volvió a salir el vehículo.
Miró su reloj. Casi la una.
—Voy a buscar las muestras de agua y aire y a hacer el reconocimiento magnético.
—Tenga cuidado.
Se colgó la pequeña mochila en el hombro y se retiró a la parte posterior de la colina, caminando entre árboles desnudos, matorrales y laurel de montaña. Todo estaba empapado. Caían gotas de agua de los árboles. Bajo las ramas lucían manchas dispersas de nieve medio derretida. Después de rodear la colina ya no necesitó linterna, porque el resplandor de Herkmoor iluminaba prácticamente todo el paraje.
Se alegró de tener alguna ocupación. La espera en la cima le había dado demasiado tiempo para pensar, que era lo último que quería. Pensar en lo poco que faltaba para el consejo de disciplina, que amenazaba con desembocar en su expulsión de la policía de Nueva York. Los acontecimientos de los últimos meses desafiaban toda lógica: el repentino ascenso en la policía de Nueva York, la relación con Laura Hayward, el reencuentro con el agente Pendergast… Pero de repente todo se había venido abajo. Su carrera de policía estaba en la picota, él y Hayward se habían separado, y su amigo Pendergast languidecía en el húmedo infierno de aquel valle, a punto de que un juez decidiera sobre su vida o muerte.
Tropezó. Al recuperarse levantó su cara fatigada al cielo, para despertarse un poco con las gotas heladas de la lluvia.
Se secó la cara y siguió caminando. Teniendo en cuenta que el arroyo pasaba al borde de un descampado, y que al otro lado estaba el muro de la cárcel, no sería nada fácil tomar la muestra de agua expuesto a la mirada de los vigilantes de las torres. Claro que comparado con el reconocimiento magnético era coser y cantar. Glinn pretendía que se arrastrase casi hasta la barrera exterior con un minimagnetómetro en el bolsillo, con la finalidad de ver si había algún sensor enterrado o algún campo electromagnético escondido… y dejar el aparato clavado en el suelo. Lógicamente, si había sensores se arriesgaba a dispararlos. Entonces sí que se pondría emocionante.
Bajó despacio por la cuesta, que se iba suavizando. El impermeable y los guantes no le impedían sentir el agua helada que corría por sus piernas y se metía por sus botas mal aisladas.
Después de cien metros vio el final del bosque y oyó el murmullo del arroyo. Siguió avanzando, protegido por los arbustos de laurel. Los últimos metros los recorrió a gatas.
No tardó mucho en llegar al riachuelo. Estaba oscuro y olía a hojas mojadas. En la orilla había un resto alargado de hielo sucio que no se resignaba a derretirse del todo.
Se paró a mirar la cárcel. Las torres de vigilancia estaban a menos de doscientos metros, y los focos parecían soles. Metió una mano en el bolsillo, pero justo cuando estaba a punto de sacar el frasco que le había dado Glinn se quedó quieto. Se había equivocado al suponer que los vigilantes mirarían hacia dentro, hacia la cárcel. Vio claramente que uno de ellos barría el linde del bosque con unos prismáticos de alta potencia.
Un detalle importante.
Se arrimó al laurel sin mover ni un músculo. Ahora que estaba en plena zona prohibida, sentía una horrible vulnerabilidad.
Parecía que el vigilante había pasado de largo. Con exagerada prudencia, D’Agosta avanzó para meter el frasco en el agua helada. Luego enroscó la tapa y siguió en el sentido de la corriente para recoger basura —vasitos de poliestireno usados, algunas latas de cerveza, envoltorios de chicle— y meterla en la mochila. Glinn había insistido mucho en que cogiera todo tipo de residuos. Meterse en un agua tan fría, a veces hasta los hombros, cuando tenía que hurgar entre las piedras del lecho del arroyo, era un trabajo muy desagradable. Por suerte encontró unas ramas atascadas en la corriente, y como hacían de tamiz acumuló de golpe casi cinco kilos de basura mojada.
Al acabar vio que estaba a la altura donde Glinn quería colocar el magnetómetro. Esperó, y cuando estuvo seguro de que el vigilante inspeccionaba el punto más alejado cruzó el arroyo medio a rastras. El prado que rodeaba la cárcel estaba descuidado, con la hierba muerta y aplastada por las nevadas del invierno, pero aún quedaban bastantes hierbajos esmirriados para protegerlo un poco de las miradas. D’Agosta se puso en camino, pero paraba cada vez que el guardia enfocaba sus prismáticos hacia esa zona.
Pasaron diez minutos agónicos. Sentía correr las frías gotas de la lluvia por el cuello y la espalda. La valla se acercaba con una lentitud exasperante, pero no podía pararse. Tenía que ir lo más deprisa que se atreviera. Si remoloneaba, el riesgo de ser visto por alguno de los vigilantes sería mayor. Al final llegó a la parte cuidada del prado, sacó el aparato del bolsillo, hundió una mano en los hierbajos, clavó el magnetómetro hasta el nivel de la hierba e inició una torpe retirada.
El regreso era mucho más difícil, porque iba en una dirección que no le permitía vigilar las torres. Se arrastró despacio, haciendo pausas largas y frecuentes. Tres cuartos de hora después de haberse puesto en marcha, cruzó el arroyo por segunda vez y penetró en el bosque mojado. Apartando ramas de laurel llegó hasta el observatorio escondido encima de la colina. Estaba aterido, y con la espalda molida por el peso de la mochila llena de basura.
—¿Misión cumplida? —le preguntó Proctor.
—Sí, siempre que no tengan que amputarme los dedos de los pies por congelación.
Proctor hizo unos ajustes en una pequeña unidad.
—Se recibe muy bien la señal. Parece que lo ha dejado a quince metros de la cerca. Buen trabajo, teniente.
D’Agosta se giró hacia él, cansado.
—Llámeme Vinnie —dijo.
—Sí, señor.
—Yo a usted lo llamaría por su nombre de pila, pero no lo sé.
—Proctor está bien.
D’Agosta asintió con la cabeza. Pendergast se había rodeado de personas casi tan enigmáticas como él. Proctor, Wren… y en el caso de Constance Greene, quizá hasta más enigmática. Volvió a mirar su reloj. Casi las dos.
Quedaban catorce horas.