Gaston vivió eufóricamente sus primeros días de ciudadano indio. Sin embargo, antes de tener derecho al pasaporte verde grabado con los tres leones de Ashoka, emblema de su nueva patria, tuvo que satisfacer una formalidad que no le hacía presentir ninguna complicación. El reglamento indio obliga a todo ciudadano naturalizado a entregar un certificado de la embajada de su país de origen dando fe de que ha restituido su pasaporte. Gaston tomó, pues, el tren de Nueva Delhi. Su visita causó una viva emoción en las oficinas de la embajada suiza. Ningún ciudadano de la confederación había expresado nunca su voluntad de renunciar a su preciosa nacionalidad por la de un país del Tercer Mundo. El embajador en persona trató de convencer a este extraño compatriota de que conservara su pasaporte, por si un día lo necesitaba. Gaston respondió con una negativa categórica y obtuvo a la fuerza el certificado reclamado por las autoridades de su nueva patria.

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El vínculo definitivo de Gaston con la India reforzó nuestro compromiso para con él. En julio de 1997, Dominique y yo tuvimos la alegría de poder ayudarle a realizar una acción humanitaria por la que sentíamos los tres un gran interés desde hacía varios años. Si hay un lugar en el mundo privado del menor auxilio médico, un lugar cuyos habitantes son tan pobres que ni siquiera pueden gastar los sesenta céntimos que cuesta un billete de transbordador para ir a consultar a un facultativo o un ensalmador en tierra firme, son sin duda alguna las cincuenta y siete islas del golfo de Bengala, en medio del delta del Ganges y del Brahmaputra. Estas islas densamente pobladas son siempre las primeras víctimas de los ciclones que devastan periódicamente esa región de la India. La tierra salina no da más que una sola y exigua cosecha de arroz por año. Para impedir que sus familiares mueran de hambre, numerosos campesinos se ven obligados a ir a recolectar miel silvestre en el inmenso bosque de mangles de los Sunderbanes que bordea la extremidad del delta, a lo largo de la frontera de Bangladesh. Esta zona, cubierta a diario por la marea, está habitada por una especie de tigres particularmente feroces. Cada año, unos trescientos recolectores de miel, como el padre de Shanta —la joven que conocimos en la Ciudad de la Alegría—, son devorados por los tigres comedores de hombres. Las fieras llevan una existencia semiacuática. Nadan, se alimentan de peces, atacan incluso a los cocodrilos y no vacilan en acercarse a las barcas para apoderarse de un pescador imprudente que duerma en el puente. Cuando descubren a un hombre en un sendero del bosque, le siguen durante días. Atacan siempre por detrás. A fin de intimidar a estos perseguidores, los campesinos recolectores de miel llevan en la nuca unas máscaras de aspecto humano equipadas con un sistema electrónico que hace destellar sus ojos. El Departamento Forestal ha colocado incluso en diversos puntos de esta reserva maniquíes conectados a potentes acumuladores eléctricos. Al menor contacto, el animal recibe una descarga de tres mil voltios. Nadie ha podido explicar todavía la extrema ferocidad de esos tigres. Su gusto por la carne humana podría deberse al hecho de que se alimentan con frecuencia de despojos humanos procedentes de las piras funerarias instaladas a lo largo del Ganges. Como la madera cuesta mucho dinero, los habitantes de la región no siempre pueden incinerar por completo a sus muertos. Entonces lanzan sus restos al río. La corriente los arrastra hasta los linderos del bosque.

Además de los tigres, la tuberculosis, el cólera, el paludismo y todas las enfermedades de carencia causan estragos en estas islas desfavorecidas. Sólo un barco dispensario podría remediar la situación, desplazándose de isla en isla. Además de las intervenciones urgentes y el cuidado de los enfermos, permitiría lanzar campañas de vacunación y prevención de la tuberculosis, promover programas de educación y planificación familiar, higiene, etc. Este proyecto representaría una auténtica revolución sanitaria y social para la región. Para ser efectiva, la embarcación debería estar equipada de un aparato radiológico portátil y de un grupo electrógeno, un rudimentario quirófano y un frigorífico de paneles solares para conservar vacunas y medicamentos. El equipo debería contar con dos médicos, una docena de enfermeros y una tripulación competente.

El coste de semejante realización excedía con mucho nuestros recursos. ¿Cómo encontrar los quinientos mil francos necesarios? «Dios proveerá», suele repetir la Madre Teresa cada vez que surge una situación difícil o que reclama especial esfuerzo financiero. En el caso de nuestro barco dispensario, Dios envió como intermediarios a una joven pareja de holandeses propietarios de la sociedad Merison, uno de los mayores distribuidores mundiales de artículos para el hogar. Alexander y Suzanne van Meerwijk habían asistido a una de mis conferencias. Vinieron a Calcuta a visitar nuestros diferentes centros humanitarios. Les entusiasmó tanto el trabajo realizado que decidieron marcar de un modo muy especial el centenario de su empresa. En lugar de invertir en costosas celebraciones, nos emitieron un cheque de quinientos mil francos para permitirnos lanzar el barco dispensario que hoy lleva el nombre de «Merison - City of Joy Boat Dispensary».

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La difícil decisión que habíamos tomado de vender el Gran Pino a fin de obtener los recursos necesarios para proseguir nuestra acción humanitaria en la India se concretó sin demasiado dolor. La proximidad geográfica de la casa más modesta donde pudimos instalarnos, y, sobre todo, la calidad de los compradores del Gran Pino facilitaron nuestra marcha. Desde hacía mucho tiempo aquella pareja de italianos daba muestras de sentir una gran compasión por los desheredados. Habían creado en Milán una fundación y un centro de tratamiento y rehabilitación para jóvenes discapacitados físicos y psíquicos.[34]

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Piña, la yegua española a cuyos lomos había alimentado durante tantos años mi meditación y mis sueños caracoleando por las agrestes colinas que dominan el golfo de Saint-Tropez, se durmió a la venerable edad de treinta y dos años. La había montado todavía la antevíspera de su muerte. Conservaba aquella impetuosidad que tanto me había seducido veinticinco años antes en el patio del matadero de Draguignan. Cuando sintió llegar el fin, se acostó de lado y me llamó con un concierto de relinchos. Nunca la había visto en otra posición que de pie, lista para morder, para asestar una coz, para salir al galope. Me arrodillé junto a ella y tomé entre mis manos sus ollares coronados por una mancha blanca para besarlos largo rato. Ella, siempre tan viva, se abandonó sin chistar a este abrazo. Brotaban lágrimas de sus grandes ojos tristes y brillantes, que tenían el mismo color alazán de su pelaje. Comprendí que me decía adiós. Rechazando lo evidente, la animé con la voz a ponerse en pie. Tuvo un sobresalto, consiguió levantar la cola y la cabeza y enderezar las rodillas. Sus ancas temblaron, pero no pudo levantar la grupa. Agotada, volvió a caer de lado. Parpadeó varias veces. Jadeó unos segundos y luego su respiración se detuvo. Era el fin. Mi maravillosa compañera había subido al paraíso de los animales, llevando consigo una de las partes más felices de mi vida.

Por suerte, la yegua blanca nacida de sus amores con Preferido, el semental asesinado, estaba en la caseta vecina, piafando de impaciencia. La ensillé enseguida y me fui al galope a ahogar mi pena en las colinas marcadas por los cascos de su inolvidable madre.

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Antes de cerrar las páginas de este relato, me gustaría compartir con el lector tres emociones que, en el ocaso de mi vida, permanecen grabadas en mi corazón con una intensidad particular. Las tres me han sido ofrecidas por esta India que tanto me ha dado y enseñado.

Al día siguiente de la publicación de Esta noche, la libertad, recibí una invitación. Las niñas intocables de la escuela instalada en el ashram que el Mahatma Gandhi había fundado a orillas del río Sabarmati cuando inició su cruzada para echar a los ingleses, deseaban conocerme. Yo sentía una ternura muy especial por aquel lugar tan impregnado del recuerdo de la Gran Alma, donde había pasado tantos días estudiando los documentos relativos a los comienzos de su acción. Las colegialas nos esperaban ante el portal, a Dominique y a mí, con soberbias guirnaldas de claveles amarillos que nos pasaron en torno al cuello casi hasta asfixiarnos. Fue entonces cuando descubrí el homenaje tal vez más emocionante que he recibido en mi vida de escritor. Las alumnas habían copiado con yeso en una pizarra el episodio de Esta noche, la libertad en que Larry y yo habíamos contado la última meditación de Gandhi la mañana de su muerte. Al final del texto, escrito con grandes letras muy separadas, habían añadido: «thank you».

Ningún «gracias» podrá igualar jamás a este thank you dado a un extranjero por las pequeñas intocables del profeta de la India. Entonces penetramos en el ashram. Bajo un vasto cobertizo, habían instalado un estrado de plegaria. El director de la escuela me invitó a acomodarme allí con mi esposa y algunos amigos extranjeros que nos acompañaban. Estaba tan conmovido que me costó decir a las jóvenes indias que aquella Gran Alma que ellas veneraban era también la nuestra, que el Mahatma pertenecía a todos los hombres de la Tierra, que mis amigos y yo nos sentíamos todos hijos de Gandhiji, igual que ellas, y que compartirlo nos unía con un vínculo excepcional. A medida que el director traducía mis palabras al gujerati, yo veía brillar los ojos con un fulgor cada vez más intenso. Invité entonces a las niñas a cantar el himno de Tagore que Gandhi había tarareado tan a menudo cuando salía a sus peregrinajes por la paz y la reconciliación de sus hermanos indios. «Si no oyen tu llamada, camina solo, camina solo», entonaron a pleno pulmón las voces infantiles.

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Fue nuestra amiga Padmini, la niña que va cada día al amanecer a recoger los trozos de carbón de las vías férreas, quien me ofreció una segunda emoción inolvidable. La Ciudad de la Alegría acababa de aparecer en bengalí. Cada noche, los habitantes del barrio de chabolas se reunían en un patio alrededor de un mullah musulmán y de un maestro de escuela hindú para escuchar la lectura del relato que contaba su vida y su lucha contra la adversidad. Al enterarse de que habíamos vuelto de Francia, un grupo de habitantes quiso acogernos con una fiesta a la entrada de su barrio, «WELCOME HOME IN THE CITY OF JOY, BIENVENIDOS A LA CIUDAD DE LA ALEGRÍA», proclamaba una banderola blanca y roja colgada sobre las cabezas a un lado de la calle. Una niña se separó del grupo con un gran ramo de flores en la mano. Era Padmini. Estaba radiante.

—Gran hermano y gran hermana Dominique, aceptad estas flores —declaró, en nombre de todos, ofreciéndonos su ramillete—. Hoy, gracias a vosotros, ya no estamos solos.

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Un día de 1985 me esperaba una sorpresa en Nueva York. La prensa anunciaba que la Madre Teresa y un pequeño grupo de hermanas indias de Calcuta acababan de llegar a Manhattan para abrir un hogar destinado a socorrer y cuidar a moribundos atacados por el sida sin recursos ni familia. Esta vez era el Tercer Mundo el que acudía en ayuda del rico Occidente. Me precipité a las señas del hogar. La «santa de Calcuta» le había dado el hermoso nombre de «Don de amor». En el vestíbulo, pendía de la pared un gran cartel que proclamaba a los enfermos y a los visitantes de aquella antecámara de la muerte la idea que la Madre Teresa tenía de la vida. Había escrito aquel texto una noche de monzón, muchos años atrás, cuando cuidaba leprosos en un dispensario a orillas del Ganges. Recibí cada una de las afirmaciones del texto como la invitación más importante que puede oír un hombre hoy en día.

La vida es una oportunidad, aprovéchala.

La vida es una belleza, admírala.

La vida es beatitud, saboréala.

La vida es un sueño, hazlo realidad.

La vida es un reto, afróntalo.

La vida es un deber, cúmplelo.

La vida es un juego, juégalo.

La vida es preciosa, cuídala.

La vida es riqueza, consérvala.

La vida es amor, gózalo.

La vida es un misterio, desvélalo.

La vida es promesa, cúmplela.

La vida es tristeza, supérala.

La vida es un himno, cántalo.

La vida es un combate, acéptalo.

La vida es una tragedia, domínala.

La vida es una aventura, arróstrala.

La vida es felicidad, merécela.

La vida es la vida, defiéndela.

La Bastide, Ramatuelle

Agosto de 1997