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Un pequeño rincón de paraíso
bajo un pino piñonero
A los veintinueve años, aún era un novato en este extraño oficio de periodista. Ese reportaje americano me había impresionado vivamente. Mi redactor jefe se dio cuenta de ello. En lugar de mandarme inmediatamente después de mi regreso de San Quintín a los djebels de Argelia con los paras de Bigeard, me ofreció unos días de vacaciones en Saint-Tropez. Esa generosidad me iba de maravilla; precisamente acababa de concertar una cita con el notario del pequeño puerto para concretar por fin uno de los acontecimientos con que soñaba: la compra de un trozo de viña y de una minúscula cabaña en la península.
La aventura de esa compra duraba desde hacía tres años. Había empezado con un desafío, un desafío completamente loco lanzado por una anciana dama tan enamorada de su península que no dejaba de intrigar para instalar en ella a sus amigos.
—A ti que te gusta tanto pasar las vacaciones en este paraíso, te alegrará saber lo que voy a decirte —me anunció en tono de confidencia—: Mientras paseaba a mis perros, he encontrado a un campesino que posee varias fanegas de viñas y monte bajo justo detrás de Pampelonne. Creo que no estaría en contra de…
—¿De vender?
—Lo has adivinado.
Me quedé sin voz. Al final pregunté:
—¿Sabe usted cuánto gana un reportero de Paris Match?
La augusta anciana barrió la objeción con un mohín irritado.
—Hay una cabaña donde podrías hacerte un dormitorio y un pequeño despacho, y dos hectáreas de terreno. Me ha hablado de cien francos el metro cuadrado, lo cual sumaría dos millones de francos antiguos. Discutiéndolo bien, podrías seguramente conseguirlo todo por… —titubeó— por tres o cuatro veces menos. Y quizá incluso pagar a plazos.
Sólo un inconsciente podía tomar en serio una hipótesis tan quimérica y lanzarse a un negocio semejante. Pero el objeto del desafío —un trozo de esta península mágica— valía a mis ojos todas las fatigas y todos los sacrificios. Fueron necesarios tres años de duras negociaciones.
Eugène Giovanni, el vendedor, era un hombre de unos sesenta años, seco y nudoso como los sarmientos de las viñas que había podado toda su vida. Como muchos habitantes de esta región, era de origen italiano. Sus padres habían huido a principios de siglo de la miseria de su Piamonte natal para refugiarse en este rincón de Provenza. Esos italianos habían trabajado duramente en las fincas vitícolas y echado raíces. Los más afortunados habían podido comprarse un pedazo de tierra para plantar en él verduras y algunas viñas. La llegada de los soldados de Mussolini en 1940 había sido para muchos la ocasión de alegres reencuentros con familiares. Se bebió mucho, y se bailó y cató bajo los emparrados de la península durante buena parte de la guerra.
Aquel diablo de italiano tenía, por desgracia, una gran afición al anís. Yo tenía que ir a verle al amanecer para discutir las condiciones de la compra de su propiedad y arrancarle algunas concesiones. A partir de las siete de la mañana, el efecto del pastis nublaba su cerebro para todo el día. A veces, tenía que llamar a la puerta de la cabaña durante diez minutos para que me abriera. Los ladridos de su grifón bastardo y los balidos aterrados de las cinco cabras que albergaba bajo su techo acababan por sacarle de la cama. Entonces aparecía en el umbral vestido con una camisa vieja llena de remiendos que le llegaba hasta las rodillas. «Non è una ora di cristiano», refunfuñaba, levantando la cabeza hacia el cielo todavía negro.
Su cabaña constaba de una sola habitación con una cama, dos sillas, una mesa y una chimenea que le servía de horno. Necesité varias visitas para acostumbrarme al olor de anís y cagarrutas de cabra que se me agarraba a la garganta en cuanto entraba. Y todavía más visitas para decidirme a beber el jugo negro y ardiente con gusto de pastis que preparaba a guisa de café matinal. Había vaciado en su pozo varias botellas de su aperitivo favorito para asegurarse de que el agua de su aseo y de su café matinal oliera y supiera a anís. En cualquier caso, mi perseverancia se vio recompensada. Casi logré obtener las condiciones de precio y los plazos de pago que las promesas quiméricas de la anciana dama me habían hecho esperar. Sólo faltaba firmar la escritura de compra. Evalué el alcance de esa formalidad que iba a admitirme en el círculo muy cerrado de la sociedad local. Los tropezienses de pura cepa ya podrían otorgarme la prestigiosa etiqueta de extranjero de dentro. Distinción sutil que me diferenciaría para siempre de los extranjeros de fuera, aquellos invasores más atraídos por el perfume del escándalo que se asociaba a la imagen del pequeño puerto que por sus valores profundos.
* * *
La casa del notario, al final de la calle Gambetta, era un bello y noble edificio de dos pisos, con persianas caladas y ventanas de cristales pequeños. Sobre el marco de la puerta de piedra de serpentina verde, una placa revelaba que una de las glorias del pueblo, el general Jean-François Allard, oficial de Napoleón y jefe de los ejércitos del sultán de Lahore, la había hecho construir en 1835. Vacilé antes de pulsar el timbre. Estaba nervioso. El tamborileo de una batería de viejas máquinas de escribir parecía llegar de la banda sonora de una película de los años treinta. En una vasta habitación provista de cortinas que tamizaban la luz y los rumores del exterior, una docena de empleados trabajaban como hormigas. El olor de cera fresca embalsamaba ese templo de la actividad. Al verme entrar, un hombre bajo con mangas de lustrina, la antítesis de la fauna de tiendas y cafés, dejó sus montones de expedientes para venir a saludarme. Ferdinand Mignone cumplía las funciones de primer oficial del despacho. Desde hacía una generación, la pulcra escritura redonda de su pluma Sergent Major redactaba las escrituras de las transacciones inmobiliarias de la península.
—Peuchère, ¡por fin ha llegado! —exclamó con el acento cantarín de la gente de Provenza—. Su vendedor se consume de impaciencia. Ya temía que nuestra península hubiera dejado de gustarle. ¡Vamos rápidamente a tranquilizarlo!
El campesino me esperaba en el despacho del notario.
—¡Salud, amigo parisién! —dijo, conservando la colilla en la comisura de los labios.
Para la ocasión, Eugène Giovanni se había puesto un traje un poco demasiado ancho y engominado el cráneo con una pasta que olía a caramelo.
—Ahora que comprador y vendedor están reunidos, podemos empezar —dijo el notario con esa autoridad a la vez solemne y zalamera propia de su profesión—: Como prescribe la ley, voy a leerles la escritura.
Giovanni asintió con un carraspeo. Sus ojos brillantes y el temblor de sus manos no dejaban lugar a dudas. Debía de haberse soplado una buena media docena de pastis en los cafés de la plaza de las Lices antes de acudir a nuestra cita.
«… Una parcela de viña, de landa y de monte bajo de una superficie total de dos hectáreas, un área y cuatro centiáreas, delimitada al norte por un pino piñonero y al sur por…», leía al galope el notario, como si esas precisiones debieran ser evidentes para cada una de las partes sentadas delante de él.
El notario se equivocaba. Nunca pude conseguir que Giovanni me enseñara, metro más, metro menos, los límites exactos de su propiedad. Creo que ni él mismo los conocía. Yo había buscado indicaciones en todas las escrituras que, desde hacía un siglo y más, habían sancionado las diferentes transacciones en este rincón de península. Sin éxito. A veces, un texto mencionaba una cruz sobre una roca, una piedra hincada en la tierra, un viejo roble, pero casi nunca una distancia precisa entre estas referencias. La tierra de este rincón excéntrico de la costa mediterránea no había tenido nunca un gran valor. Algunos pinos, algunos brezos de más o de menos no significaban mucha diferencia. Algunos propietarios poco delicados habían aprovechado esa vaguedad en los amojonamientos para engrandecerse durante la última guerra, hurtando a veces varias decenas de metros a un vecino prisionero en Alemania. Se decía que muchas hectáreas habían cambiado así de ocupantes.
El notario llegaba al final de su lectura. Espié las reacciones de Giovanni al enunciado de los plazos de pago que me había costado tanto arrancarle. Temía que tres años le parecieran de repente una larga eternidad. Pero el notario tuvo la habilidad de acelerar las últimas frases. No hubo ningún incidente.
Pude entonces entregar mi primer cheque.
—Esto alcanza para varias botellas de pastis —dije.
—¡Tienes razón, amigo! —asintió Giovanni.
El notario nos invitó a firmar en la parte inferior de la escritura. Su mano guió la del campesino. Una intensa emoción me invadió a la vista de aquella torpe rúbrica trazada al lado de mi nombre. Fue entonces cuando resonó la voz del notario.
—Esta venta sólo será válida si la madre de monsieur Giovanni, usufructuaria de la propiedad, acepta refrendar la transacción —anunció.
—¿Por qué no está aquí dicha persona? —pregunté, sorprendido.
—Está tullida —explicó el notario—. Reside en el hospicio de ancianos contiguo al hospital. Debemos trasladarnos a su cabecera.
Nuestra llegada a la sala común del asilo suscitó una viva curiosidad. Muy pronto nos vimos rodeados por un grupo de ancianos. La señora Giovanni era una ancianita vestida de negro, con un rostro fino iluminado por grandes ojos azules de un brillo intenso. Era tan dura de oído que el notario tuvo que elevar la voz. Pero la anciana levantó su bastón para interrumpirle.
—Así que es usted quien se va a instalar en nuestra colina —dijo con un fuerte acento italiano—. Tiene mucha suerte. No hay campiña más bella… —Me indicó que me acercara—. En nuestra colina, justo delante de la cabaña, hay un pino piñonero —continuó, esta vez en voz casi baja—. Este pino es el más hermoso y el más alto de toda la península. Tiene por lo menos doscientos años, quizá más. Un día vi a mi hijo Eugène acercarse a él con una sierra en la mano. Quería talarlo porque hacía sombra en el huerto. Me precipité hacia él. Le grité que este árbol era el buen Dios que subía de la tierra en dirección al cielo. Le prohibí que lo tocara. Le dije que eso nos acarrearía una desgracia. Le arranqué la sierra de las manos…
Las lágrimas resbalaban por sus arrugadas mejillas. Nosotros la mirábamos en silencio. Yo estaba trastornado.
—Señor, le suplico que usted también respete este árbol —añadió muy lentamente—. Será sus raíces. Será su bendición.
* * *
En cuanto tuve en el bolsillo la escritura de propiedad, fui a saludar al pino piñonero. La anciana dama tenía razón: era un señor. Su tronco majestuoso de corteza de un bonito marrón rosado, estriado con tiras negras como la piel de un tigre, sostenía una corona de verdor de tal amplitud que se podía divisar desde todas las colinas de la península. Retorcidas por la edad, sus poderosas ramas se entrelazaban bajo una bóveda vegetal tan espesa que detenía la luz. En el suelo, sus raíces atormentadas afloraban como los tentáculos de un pulpo antes de ir a hundirse muy lejos en la tierra para encontrar en ella su alimento. Era tan glotón que no crecía nada, ni una brizna de hierba, en metros a la redonda. Paquidermo vegetal, gigante de la naturaleza, monstruo frondoso, infundía admiración y respeto.
Sentado contra su tronco, respiré el perfume de sus agujas. Le hablé, larga y amorosamente. Le exhorté a seguir prosperando, a apuntalarse contra los ataques furiosos del mistral, a derramar sobre nuestras cabezas el maná de sus deliciosos piñones, a protegemos con su sombra bienhechora de los excesos del sol provenzal. Sobre todo, le pedí que siguiera siendo nuestro centinela, nuestro testigo, nuestro vigía. En resumen, que fuese realmente nuestra bendición, de acuerdo con la bonita promesa de aquella que había sido su compañera durante sesenta años. A fin de animarlo, decidí bautizar de nuevo mi pequeño rincón de campo como «El Gran Pino».
Otros pinos piñoneros más modestos formaban a cada lado de la viña soberbios hongos de verdor. Había también varios grandes robles verdes de bonitas hojas dentadas cuyas ramas albergaban familias de ardillas, alcornoques de troncos desprovistos de sus gruesas cortezas elásticas, y algunos pinos marítimos de agujas amarilleadas por la misteriosa enfermedad que diezmaba esta especie en la región. Al lado de las hileras de cepas que había cultivado con amor, Eugène, mi predecesor, había dejado fructificar islotes silvestres de encinas pequeñas y monte bajo: matorrales de citiso, ramas de boj de olor suave, laureles silvestres de largas hojas triangulares. De improviso, un tallo de tomillo exhalaba un aliento perfumado, relevado más allá por un ramillete de espliego o por un brote de romero como los que los colonizadores griegos y romanos de la península quemaban en sus incensarios. Un poco más lejos, las bayas rojas o negras de una mata de lentisco, el arbusto fetiche de don Quijote, perfumaban el aire con ese olor afrutado tan propio de Provenza.
Aquel herbario de mil tesoros estaba sembrado de restos de alfarería, fragmentos de piedras o de vidrio, trozos de sílex, algunos de los cuales se remontaban sin duda a la noche de los tiempos. Generaciones de fenicios, focenses, griegos, romanos, sarracenos se habían sucedido en esta vieja tierra campesina rebosante de historia. Mi pequeño trozo de viña sólo era el último avatar de un antiguo paisaje de cultivos de cereales, olivos y almendros que se había adornado poco a poco con estos soberbios viñedos que daban actualmente los famosos vinos de las Côtes de Provence en botellas redondeadas como caderas femeninas.
Al borde de la viña, el carrascal bullía de mariposas, algavaros, caracoles, orugas, mantis religiosas, saltamontes. Capullos de arañas pendían como mechones de algodón de las ramas bajas de los brezos. Cagarrutas de conejos, sapos, ratones de campo, zorros, culebras, atestiguaban la presencia de una multitud de pequeños depredadores bajo el erial de los matorrales, pero busqué en vano agujeros y madrigueras, ninguno se dignó mostrarse en pleno día, salvo un gran lagarto ocelado que se regalaba con una familia de cochinillas desalojadas de debajo de una piedra. Numerosos pájaros jugaban en cambio en el trozo de cielo sobre el Gran Pino. Palomas, arrendajos, currucas revoloteaban en las sombrillas de los alcornoques.
¿Cuánto tiempo necesitaría para descubrir todos los secretos de aquel pequeño paraíso? Toda una vida, sin duda. Nada podía empujarme hacia esta aventura con más placer que el concierto aturdidor que envolvía el campo aquel día. El canto ronco y estridente de las cigarras transmitía mi felicidad por haber comprado el Gran Pino.
* * *
La marcha de un campesino y su sustitución por un joven periodista parisién no pareció causar ninguna emoción a mis vecinos. Mi llegada pasó desapercibida. Sin embargo, consideré cortés ir a presentarme a quienes me rodeaban. Sentí un flechazo inmediato por el truculento viñador que me limitaba al oeste. Antoine Navaro era un personaje lleno de la redondez y exuberancia mediterráneas. Sus mejillas tenían el exacto color púrpura de su vino y su voz cantaba más que hablaba.
—Si Dios existe, es aquí donde ha hecho su cielo —me dijo, alzando los brazos hacia sus viñas—, ¡sea bienvenido!
Llenó hasta el borde dos grandes vasos de rosado y brindamos alegremente. Antoine era un caballero. Los estantes atiborrados de libros que tapizaban las habitaciones de su vieja granja cubierta de glicina revelaban que la viña no era su único cultivo. Recibía tantas obras de varios clubes de lectura que ninguna novedad literaria escapaba a la curiosidad de sus pequeños ojos chispeantes de vivacidad. Era evidente que le encantaba la instalación en las proximidades de alguien que salía un poco de su cotidianidad campesina.
Me acosó a preguntas sobre mis últimos reportajes. ¿Había conocido a gente del FLN argelino? ¿Qué solución podían encontrar los norteamericanos para su guerra del Vietnam? ¿Prendería fuego al mundo Fidel Castro? El encuentro prometía durar, pero Antoine tenía la eternidad ante él. A fin de saborear mejor mis respuestas, me llevó a su bodega donde reinaba, en un olor penetrante de vinaza, una frescura deliciosa.
Llenó dos vasos de rosado de una de las barricas, me ofreció un sillón y se acostó en la gran hamaca oriental tendida entre dos lagares donde hacía su siesta cotidiana. Con los ojos entornados y los dedos embutidos cruzados sobre la pechera del mono de dril, hinchado por su barriga, tenía el aspecto de un buda. Sólo a tres kilómetros de las excentricidades de Saint-Tropez, yo estaba en otro planeta.
La desorientación no fue menos total en casa del extravagante personaje que vivía un poco más lejos, en una antigua granja, la cual había transformado en una reserva de animales. Gonzague de Chastelas debía de haber sido un hombre fuerte y apuesto, su aire enfurruñado, su voz de matraca, su cara coloradota impregnada de alcohol, su torso velludo y el olor animal que desprendía no atraían realmente mucha simpatía. Sin embargo, este curioso personaje en los años cincuenta había sido un periodista parisiense de renombre. Había abandonado su magnífica casa llena de muebles antiguos y objetos raros de Marais para reconvertirse en gestor de una agencia inmobiliaria en Saint-Tropez. Mientras paseaba a sus perros, descubrió un tejado de tejas oculto entre pinos piñoneros. La casa y su viña estaban en venta. Gonzague liquidó su agencia, hizo las maletas y saltó a su cabriolé blanco para poner en marcha, a cuatro kilómetros de allí, la aventura de su vida: crear un zoo para él solo.
Su éxito fue completo. Había poblado su reino de centenares de aves de todas las especies: majestuosos emúes con aires de avestruz, ibis, grullas coronadas, flamencos rosas, pavos reales, loros y una variedad infinita de patos, ocas, palomas y otras aves. Corderos, cabras, un jabalí domesticado, dos soberbias yeguas negras, tres ponies, un caballo enano, un asno que vivía en el salón, una tribu de gatos y perros a la que paseaba en calzoncillos durante las noches de verano, completaban su zoológico.
¡El bueno de Gonzague! Me acogió en el portal de su propiedad oportunamente bautizada «El zoo», como un maharaja en las fronteras de su Estado. El viejo pastor que le servía de factótum, de criado, de pareja en el gin rummy y de burro de carga había hecho salir al asno de la sala para la ocasión y puesto una botella de pastis y dos vasos sobre una cómoda de nogal Luis XVI, que utilizaba como cajón para el forraje. Gonzague estaba ese día de un humor execrable. «¡Perros! ¡Todos unos perros!», tronó sin que yo supiera si su furia se dirigía a sus animales o a personas. Al final supe que su horticultor, a quien se negaba a pagar porque las plantas suministradas estaban muertas, había logrado hacer poner en venta su casa. Los carteles amarillos de una próxima adjudicación habían aparecido ya en las paredes de Saint-Tropez y las localidades vecinas. El precio era tan irrisorio que la mitad de la península iba a precipitarse. En un impulso de compasión le cogí la mano, pero él se desasió prorrumpiendo en un grito que hizo acudir al pastor.
—¡Marcellin, llame a los gendarmes! —ordenó—. Este hombre quiere abusar de mi desgracia.
El pastor pareció asombrarse, pero obedeció. Por suerte, comunicaban.
—¡Pague! —dije entonces—. Pague todo lo que le reclaman y la venta será automáticamente anulada.
Estas palabras le impresionaron como un rayo caído del cielo. Su rostro se calmó en una súbita expresión de serenidad que casi disimuló su desgracia.
—Gracias —dijo—, no se me había ocurrido.
* * *
Al este de mi «posesión» vivía otro personaje no menos pintoresco. A causa de la eterna boina de borla verde que llevaba sobre la coronilla, la gente del barrio le llamaba «el Escocés». De hecho, era belga. Nathanael van Boven debía de tener más de ochenta años. Treinta años antes de Brigitte Bardot, había sido el rey de las noches de la península. L’Amiral, su célebre café-concierto, sus locales de jazz, sus discotecas eran entonces los santuarios habituales de los noctámbulos. Cuando llegó la Liberación, tuvo la idea de añadir a ese imperio nocturno la colonización metódica de la sublime playa de Pampelonne con inmensos campings. Su florón, el Kon Tiki, era un gigantesco campamento de tiendas de lona y de caravanas donde cada verano venían a amontonarse en una promiscuidad enloquecedora diez o quince mil turistas venidos de toda Europa. Persuadido de que el mito tropeziense estaba destinado a desaparecer, un día Van Boven lo vendió todo y decidió jubilarse. A pesar de que tenía medios para comprar la casa más suntuosa de la península, prefirió instalarse en una casita de exiguas comodidades. Después le entró la manía de cultivar cactos. Hacía crecer todas las variedades imaginables en latas de conserva recuperadas del vertedero municipal. Les dedicaba sus días, dirigiéndoles tiernos discursos, cambiándolos de sitio según la posición del sol, regándolos con ayuda de un cuentagotas, desplazándolos un cuarto o media vuelta como las preciosas botellas de una cosecha de champaña con denominación de origen o las rarísimas orquídeas de un jardín botánico tropical.
Me acogió exhibiendo en cada mano una caja de hojalata que contenía un pequeño cirio vegetal erizado de púas.
—Acepte estos pequeños regalos de bienvenida —declaró con un caluroso acento belga—. Son cactos candelabros. Plántelos a cada lado de su puerta. Le protegerán como centinelas. ¿Sabe que ha hecho un negocio redondo? Yo cometí el error de vender demasiado pronto. Mañana, un trozo de tierra en la península de Saint-Tropez valdrá más caro que todo un barrio en Manhattan…
* * *
Mi ronda de vecindad se terminó en casa del patriarca local, cuya vasta heredad vitícola de denominación Cotes de Provence, de bosque y monte bajo, limitaba con una gran parte de mi pequeño campo. Con su grandiosa avenida de palmeras centenarias, su doble seto de laureles escarlatas y blancos, sus matas de buganvilla que recubrían con una soberbia colgadura violeta los almocárabes de los edificios, la llegada a casa de Alphonse Cuissard no carecía de buena facha ni de nobleza. Un obrero marroquí me condujo ante el dueño del lugar que se encontraba en su hangar, ocupado en enderezar una reja de carro. Con su sólida anchura de espaldas campesina, mejillas sonrosadas y frescas y una mirada maliciosa, el padre Cuissard no aparentaba sus setenta y cinco años. Mi aparición le dejó tan indiferente como el vuelo del abejón que se golpeaba contra las ventanas. Prosiguió sus faenas dando breves bocanadas a su Gitane de maíz pegado a la comisura derecha de su boca. Ya iba a dar media vuelta cuando se dignó advertir mi presencia.
—¿Con que es usted el parisién a quien ese golfo de Giovanni ha vendido su campo? —gruñó, dejando caer el martillo sobre el yunque.
Desde revolucionarios iraquíes a tupamaros argentinos, no me había desenvuelto del todo mal amansando a gente muy dura de pelar. Pero ante este provenzal me sentía desarmado, e incluso un poco culpable. Al tratarme de «parisién», me había rechazado de entrada, excluido, maldecido.
Yo había creído ofrecerme un pequeño rincón de paraíso, pero iba a ser precipitado en el infierno. Al día siguiente de nuestro encuentro, Georges, nuestro cartero melómano, me trajo una carta certificada. Cuissard me anunciaba que los límites de mi terreno no eran los que me había indicado el vendedor. Reivindicaba la propiedad de una de las parcelas que había comprado. Amenazaba con ponerme un pleito. Apenas comenzado, parecía que mi sueño iba a venirse abajo.