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«Abuela, ¿cómo es Francia?»
Dominique, haz la maleta. ¡Te marchas a Argelia! De Gaulle se va a pasar dos días a Cabilia. Según mis informaciones, unos tipos de la OAS[9] o, por el contrario, del FLN[10] van a intentar liquidarlo. Durante todo el viaje irás pegado a él como una lapa. Llévate una cámara fotográfica. Si pasa algo, te será más útil que una estilográfica.
Como siempre, mi redactor jefe se expresaba sin mostrar ningún estado de ánimo. Para él, los dramas, las tragedias, las catástrofes sólo eran una ocasión de impresionar a los lectores de la revista con imágenes espectaculares. Hay que decir que él mismo había salido airoso de la peor de las pruebas. Aunque no hablase nunca de ello, era un superviviente de los campos nazis. Joven de la Resistencia cazado a los diecinueve años por la Gestapo, había pasado dos años cavando un túnel bajo las montañas de Checoslovaquia. Todos sus camaradas de comando habían muerto por las privaciones, el agotamiento o bajo los garrotazos de las SS. Él había sobrevivido. Mi redactor jefe era un héroe. A los treinta y cuatro años llevaba el botón de comendador de la Legión de Honor. Podía enviamos adonde quisiera. Sus órdenes no se discutían.
Así fue como me encontré en la gran plaza de Tizi-Ouzou, una pequeña ciudad de Cabilia, a un centenar de kilómetros de Argel, al lado del general De Gaulle que intentaba abrirse paso en medio de la baraúnda humana que le sumergía. Sus declaraciones sobre la independencia de Argelia habían atraído en masa a los musulmanes de la región. Su legendario quepis dominaba la multitud. Los tejados, las terrazas, los árboles rebosaban de racimos humanos que escandían su nombre. Solemne, digno, visiblemente emocionado, estrechaba incansablemente las innumerables manos que se tendían hacia él. Matarle en medio de esta muchedumbre era un juego de niños. Los remolinos habían dispersado a su escolta hacia las cuatro esquinas de la plaza. Se podía disparar desde una terraza, deslizarse hasta él para apuñalarle, ametrallarle a quemarropa. Con el dedo crispado sobre el disparador de mi Leica, movía las rodillas, las caderas, los hombros, los codos para seguir junto a él lo más cerca posible.
En medio de todo este gentío, no pude por menos de pensar en una escena casi idéntica que me había contado un antiguo oficial alemán durante la investigación que Larry y yo habíamos llevado a cabo para nuestro libro ¿Arde París? Era el día de la liberación de París. El capitán de corbeta de la Kriegsmarine, Harry Leithold, defendía el Ministerio de Marina en la plaza de la Concordia. De improviso, vio desembocar en la plaza un gran coche negro descapotado. Sentado en el asiento posterior se encontraba un general francés tocado con un quepis. Empuñó su fusil. Cuando iba a apretar el gatillo, decenas de civiles surgieron de las aceras y rodearon el vehículo aclamando a su pasajero. Sorprendido, el alemán depuso el arma. Unas horas después fue hecho prisionero. Dos años más tarde, reconoció en la foto de una revista al general francés que había tenido aquel día en su punto de mira. Era De Gaulle.
Ahora, dieciocho años más tarde, en esta plaza de Cabilia a donde me había enviado Paris Match, otro tirador tenía quizá al mismo hombre en su punto de mira. Conforme a las órdenes, yo hacía lo imposible por permanecer «pegado a él como una lapa». Estaba incluso tan cerca que en un momento dado un movimiento del gentío me proyectó frente a él. Entonces tuve el reflejo de alargarle la mano. De Gaulle me la estrechó como estrechaba todas las manos.
Fort National, otra localidad de Cabilia, constituía la segunda etapa de este viaje triunfal. La misma acogida entusiasta y el mismo baño de multitudes, las mismas ojeadas inquietas hacia las terrazas de donde podía salir el disparo fatal que tanto preocupaba a mi redactor jefe. Entonces un empujón me proyectó por segunda vez ante él. Me disculpé. Demasiado tarde. Ya me había cogido la mano antes de adelantarse para estrechar otras. Dos horas después llegamos a Michelet, la última etapa de la visita a Cabilia. Con el dedo aún crispado sobre el disparador de mi cámara, estaba más que nunca listo para cualquier eventualidad. Hubo de pronto un remolino entre la multitud. Una fuerza irresistible me empujó por tercera vez ante la silueta imperiosa del jefe de Francia. De nuevo alargó la mano hacia la mía. Pero detuvo el gesto en seco y me lanzó una mirada furiosa:
«¿Otra vez usted? ¡Ah, no!»
* * *
Los informadores de mi redactor jefe se habían equivocado. Ningún asesino tuvo intención de suprimir al presidente de la República durante su visita a Argelia. Pero era sólo un aplazamiento: en la sombra, los asesinos, muchos asesinos, se preparaban. Varios meses después de este viaje, ocho millones de argelinos votaron por la independencia. A los ojos del millón de franceses de origen para los cuales Argelia era parte integrante de Francia, este voto fue una tragedia. Presionados por el FLN para que optaran «entre la maleta y el ataúd», aterrorizados además por los fanáticos europeos de la OAS, los franceses de Argelia tuvieron que huir, abandonando, en su mayor parte, todo cuanto poseían. Una mañana de junio de 1962 asistí, para Paris Match, en un muelle del puerto de Argel, a la avalancha de mil quinientos de ellos hacia un buque con rumbo a Francia.
* * *
Trágico espectáculo. Tras las alambradas que interceptan la entrada de la rue Figeac, vislumbro muy por encima de la multitud la cabeza de una niña muy pequeña tocada con un sombrero blanco. Está encaramada sobre los hombros de su padre, un gigante barbudo. Se llama Nathalie Tisson. Tiene seis años. Zarandeada, empujada por los remolinos de la muchedumbre, llora. Son millares los que a su alrededor intentan precipitarse hacia el estrecho paso guardado por miembros de la CRS[11]. Son millares los que han bajado hasta el puerto con la esperanza de subir a bordo del gran buque blanco llegado de Marsella cuya chimenea negra y roja se distingue a trescientos metros de distancia. Un comandante de la CRS repite sin cesar: «Las mujeres y los niños primero». Un hombre grita: «¡Tengo cuatro hijos!» «¡Yo tengo seis!», replica una mujer. Después se oye llamar: «¡René! ¡René! ¿Dónde estás?» Otra se lamenta: «Llegamos de Tizi-Ouzou. Nos han ametrallado por la carretera. ¡Es la segunda vez que intentamos embarcar! ¡Señor, se lo suplico, déjenos pasar, ya no podremos volver!»
Sobre los hombros de su padre, Nathalie es la viva imagen de la angustia. Encorvada entre el barullo, su madre arrastra dos enormes maletas. Los Tisson eran maestros. El padre de Nathalie logra adelantar unos centímetros. A su lado, un señor anciano tocado con un sombrero de fieltro negro, con el botón de la Legión de Honor en el ojal, dice: «El jueves pasado, más de dos mil personas no pudieron embarcar». La observación provoca un rictus de zozobra en los rostros de quienes la han oído. Una muchacha, medio ahogada por las correas de una mochila, comenta entonces con violencia: «En París prefieren que reventemos todos aquí a vernos llegar». Bruscas oleadas agitan entonces a la multitud. Se oyen llamadas: «¡Jacqueline! ¡Jacqueline! ¡No me pierdas de vista!» En el grupo que acaba de pasar están los Tisson y el anciano de la Legión de Honor. Apenas este último ha franqueado la bocana, se vuelve y, con el rostro iluminado por una alegría repentina, se pone a gritar, con las manos haciendo de megáfono: «¡Viva De Gaulle! ¡Por fin ahora podré gritar libremente Viva De Gaulle!» Abrumada por la tristeza y la fatiga, la multitud que le rodea no puede reaccionar. El muelle de Fort-de-France parece un zoológico. Un zoológico cuyos animales son seres humanos a la espera de que las autoridades verifiquen sus permisos de viaje. Centenares de maletas cubren el suelo. Son de cartón hervido, de madera, de molesquín y están toscamente atadas con cordeles o correas. Contienen los únicos bienes que se han podido llevar los mil quinientos candidatos al viaje de esta jornada de éxodo.
Sentada sobre su maleta, una anciana señora bajo un sombrero negro con velo espera a que un CRS grite su número. Pero los números no se han distribuido por orden; a veces los últimos en llegar pasan antes que los otros. Coge de la mano a una niña abrazada a su muñeca. Es todo lo que embarcará esta mañana de la familia Guilloud. Los demás se han quedado al otro lado de la alambrada. Los Guilloud estaban instalados en Boufarik desde 1830, desde que el primer barco de colonización desembarcó a un Guilloud en tierras de Argelia. «Abuela —pregunta la pequeña Jossette—, ¿cómo es Francia?»
Detrás de las vallas de madera del recinto reservado a los pasajeros de cuarta clase, todos se empujan mutuamente. Una mujer suplica: «Déjenos sentar». Otra abofetea a su hijo pequeño porque se columpia en el tensor de una tienda. Cada cinco minutos, un capitán de la marina armado con un altavoz lanza palabras tranquilizadoras: «Señoras, señores, no se pongan nerviosos. Ahora tienen la seguridad de embarcar. ¡Preséntense a los diferentes servicios de control para las formalidades de embarco!» Apoyada en el brazo de un marinero, la anciana señora Marceau, viuda del antiguo jefe de guardianes de la prisión de Argel, intenta juntar sus maletas. Había jurado no abandonar nunca su Argelia, pero su hija la ha obligado a partir. En Francia nadie espera a la señora Marceau excepto sus dos hijos muertos en la guerra de 1939-1945, que reposan en algún lugar cercano a Reims.
Las diez y media. El alférez Couillaud consulta su reloj y dice: «¡Ya!» Lavoine, André y Suznik, del cuarto equipo de submarinistas antiminas, saltan al agua negra. Durante veinte minutos, los tres hombres equipados con escafandras autónomas y antorchas eléctricas van a inspeccionar centímetro a centímetro el casco del Ville-de-Marseille para asegurarse de que los saboteadores de la OAS no han puesto ninguna carga de plástico. En el autocar que va y viene entre el muelle de Fort-de-France y el embarcadero, donde continúan las formalidades de la partida, una mujer hace punto. Delante de ella, otra hace un ovillo con su pañuelo: «Mis alfombras… he dejado todas mis alfombras…», gime. En el pasillo, un hombre con gorra y en mangas de camisa, sentado en cuclillas sobre una caja metálica, se lía tranquilamente un cigarrillo. Es Dédé, el chófer del garaje Majestic de la calle Thiers. Se ha marchado llevándose la caja de herramientas.
En las entradas del buque hay un gran embotellamiento. Un padre da un grito: «¡Martine!» Jupin, el segundo de a bordo del Ville-de-Marseille, se ha precipitado. Atrapa in extremis a la pequeña Martine que estaba a punto de caer al agua. Ante la pancarta «4.a clase», una mujer joven de cabellos rubios se seca las gafas oscuras. Tiene la cara abotargada por las lágrimas. Confía al marinero que la ayuda a llevar sus dos maletas:
«Entre Orléansville y Argel cunde el pánico. Toman los trenes al asalto. Todo el mundo huye. Ya no hay tropas en el bled…».
En los brazos de una niña de largas trenzas, un gran gato lanza lúgubres maullidos. Su hermanito llora: se ha pillado el pie en un raíl. Un marinero acude a liberarlo. Un helicóptero describe círculos sobre el Ville-de-Marseille. A bordo, un capitán de marina vigila el embarco con los prismáticos. Los submarinistas antiminas no han encontrado cargas explosivas en el casco, pero siempre es posible un tiro de mortero o de lanzacohetes sobre el buque desde las alturas de la ciudad. Y allí arriba, bloques de edificios blancos en los islotes de verdor forman el barrio de Belcourt, una ciudadela de la OAS.
Las once y media. Los Tisson llegan a la pasarela del buque. Nathalie aún está sobre los hombros de su padre, cubierto de grandes gotas de sudor. Al lado de los Tisson, un hombre bajo y rechoncho tocado con un quepis verde espera pacientemente su tumo leyendo un periódico. Es el guarda forestal de Gardimaou. Acaba de hacer una confidencia a los Tisson. Les ha dicho:
«Yo me voy porque el subprefecto de Saint-Arnaud ha anunciado a las poblaciones musulmanas que pueden dejar pacer sus rebaños en mi bosque. Hace poco que repoblé cincuenta hectáreas. Dentro de un año, aquello será un desierto…»
Sostenida por un CRS y un marinero, la señora Marceau penetra en el buque. Como todos los pasajeros, será en el interior donde pagará los seis mil trescientos francos antiguos de su pasaje en 4.a clase hacia el exilio. Detrás de la señora Marceau, una mujer con la cabeza descubierta sujeta la correa de un pastor alemán al que llama Darling. Parece desamparada. Dice tímidamente al CRS que controla las tarjetas de embarque:
«Señor, voy al centro anticanceroso de Villejuif, ¿qué debo hacer?»
1.524, 1.525, 1.526… Un quincallero de Cherchell, su mujer y su hijo y yo somos los cuatro últimos pasajeros en subir al buque que parte esta mañana. El señor Mossi manosea nerviosamente una llave: la del flamante Simca Aronde que ha abandonado detrás de las alambradas de la calle Figeac.
Es mediodía. El buque está lleno. El embarco ha durado cinco horas. De improviso, un camión militar cubierto con una lona desemboca en el muelle como una tromba. Un civil de cabellos al cepillo salta a tierra y parlamenta con los CRS. Estos últimos pasajeros no estaban previstos. Se trata de cinco familias de harkis[12] a las que el hombre de paisano, antiguo oficial de los asuntos indígenas, ha ido a buscar a su aduar de Cabilia para sustraerlas a las venganzas de los guerrilleros del FLN. Abren un portalón. Con ojos despavoridos y aspecto de animales acorralados, una veintena de hombres, mujeres y niños entran precipitadamente en los flancos del navío salvador.
Dos toques de sirena. Arrastrado por dos remolcadores, el Ville-de-Marseille gira sobre sí mismo. En el muelle, el chófer de boina roja del camión que ha traído a los harkis arranca lentamente y, de pronto, su bocina empieza a sonar con furia: «ti-ti-ti-taa-taa», el grito de llamada de la Argelia francesa. En uno de los remolcadores, dos marineros responden desplegando una bandera tricolor marcada con las tres letras OAS. De la popa a la proa, en el lado de babor, la muchedumbre se ha apiñado en filas cerradas para mirar por última vez Argel. Cálida y luminosa, deslumbrante de blancura, una de las postales más bellas del mundo desfila lentamente ante nuestros ojos. Por unos instantes, el sol centellea en el parabrisas de un coche que circula por la carretera de cornisa.
Agarrada a la batayola en la cual tantos soldados han grabado: «¡Licencia!», una mujer solloza: «Marcel, Marcel…» Está desamparada. Marcel es su marido. Un modesto funcionario del gobierno general cuya sede se levanta allí, justo enfrente, con su importante rectángulo de cristal y hormigón, como un buque de alta borda anclado en el corazón de la ciudad. El marido de esta mujer desapareció hace tres días. Secuestrado por la OAS o el FLN, no lo sabe. Ayer, la fatma[13] fue a decirle que había recibido la orden de degollar a sus tres hijos. Entonces la pobre mujer enloqueció. Llenó el pequeño apartamento de provisiones para el regreso de Marcel y huyó con los niños. Sus gritos son desgarradores. «¡Marcel! ¡Mi pobre Marcel!…»
En el extremo posterior del buque, bajo el pabellón tricolor que ondea suavemente, un muchacho llora. Tal vez tiene quince años, pero las lágrimas que resbalan por su cara desfigurada le dan el aspecto de un viejo. A través de las lágrimas, mira la Casbah con su maraña de casas y callejuelas en la ladera de la colina. Reconoce a la derecha, entre los árboles, las paredes ocres de su liceo, el liceo Bugeaud, donde ya no hay ni alumnos ni profesores. Más lejos, al final de la calle Mizon, aquel gran inmueble un poco torcido era su casa. Y a la derecha, casi al borde del agua, justo al lado del recinto del hospital Maillot, bajo una losa blanca entre otras losas blancas del cementerio de Saint-Eugène, están su papá y su mamá. Murieron los dos en un atentado, hace ya cuatro años.
Una niña se ha acercado al muchacho que llora. Con un gesto maternal, posa una mano sobre su hombro. Su padre era contable en una tienda de granos y su madre telefonista del hotel Aletti, el palacio argelino de los días felices. Están a bordo con sus seis hijos. Pero nadie en Francia espera a la familia Simonneau.
Apoyados en la barandilla del puente superior, los Tisson muestran a su hija Nathalie las cúpulas de Nuestra Señora de África que se alejan en un resplandor rosado. Detrás de ellos, desplomada sobre las jarcias, y con la cara semicubierta por un pañuelo blanco, la anciana señora Guilloud solloza bajo su sombrero negro. En su puente, el comandante Latil menea tristemente la cabeza: «Pobre gente», suspira y luego añade: «Hoy estoy al mando del Éxodo». Hasta tan sólo ayer se bailaba en el Ville-de-Marseille, había empujones en el gran salón de las primeras clases para jugar a la loto o a las carreras de caballitos. El buque de Francia era para los franceses de Argelia el primer día de vacaciones. Esta noche no habrá carreras de caballitos ni cine ni baile en el puente. Se ha dado contraorden a los músicos.
Vuelvo a encontrarme a bordo con un joven abogado en cuya compañía hice el viaje de ida. Ha corrido hasta el Palacio de Justicia de Argel donde debía defender una causa, pero en el Palacio de Justicia de Argel ya no hay demandante, ni escribano forense, ni turno de causas y pleitos. Cuando el juez le llama, el joven abogado oye anunciar a alguien que su cliente ha sido asesinado la víspera. Sólo le queda regresar a bordo. Está trastornado.
En la lejanía, Argel ya no es más que una mancha blanquecina sobre el azul del mar. Abrumado por ese día terrible, cada uno se ha hecho más o menos un hueco entre el fárrago de maletas, paquetes y fardos. Unos niños juegan al escondite en las crujías. Una musulmana amamanta a su bebé. Un anciano enciende su transistor. Enseguida, una voz ronca invade la entrecubierta B: De Gaulle habla en Burdeos. Una mujer se precipita para arrancar el transistor de manos del anciano y girar el botón.
Por la tarde, el mar se agita y el bello sol de Argel cede su lugar a una bruma grisácea. En el entrepuente A, una mujer se desmaya por segunda vez desde la mañana. Es cardíaca. Todo el mundo la conoce: la señora Marti tenía una tienda de ultramarinos en Bab-el-Oued. Desde la salida no ha dejado de contar su vida y sus desgracias a sus vecinos. Saben que su marido ha desaparecido. Cuando se desploma contra el ojo de buey, un hombre bajo y bigotudo se acerca a toda prisa:
«Soy médico —dice—, ¡déjenme hacer!»
El doctor Lauta, el médico de a bordo, acude a su vez con una jeringa. El doctor Lauta está por doquier, distribuyendo tabletas de nautamina, poniendo inyecciones, aliviando las innumerables angustias de esta lastimosa carga. En el viaje precedente, una mujer dio a luz con su ayuda.
Los dos médicos transportan hasta el puente a la gruesa señora Marti y le inyectan una solución de alcanfor. Al atardecer los encuentro juntos ante una cerveza en el bar de las primeras clases. El médico de Argelia contempla su vaso con aire soñador. Con voz monocorde dice a su colega de la metrópoli:
«Me he marchado en un cuarto de hora. Fue ayer… sí, sólo ayer. Un árabe fue a avisarme. “No salgas de tu casa —me dijo—, te preparan un mal golpe.” Atranqué la puerta y dije a mi mujer: “Haz deprisa una maleta, nos vamos.” Hemos salido por la parte posterior y abandonado el pueblo a la carrera. En la primera curva nos ha detenido una banda de musulmanes armados con hocinos, cuchillos y hachas. Creíamos que iban a degollarnos. Un antiguo paciente me ha reconocido y ha dicho: “¡Es el toubib, dejadle pasar!” Los más jóvenes han proferido amenazas y hemos podido seguir».
A la mañana siguiente, con los ojos pesados por la fatiga, los pasajeros del Ville-de-Marseille reúnen su equipaje y suben al puente. Un muchacho pregunta: «Papá, ¿a qué hora termina el toque de queda?» A la vista de las costas de Francia, leo en muchos rostros una expresión de inquietud. Ha sustituido a la angustia de ayer. El adolescente del liceo Bugeaud se ha secado las lágrimas, pero su mirada continúa siendo grave. De pie en el puente de proa, los Tisson, los Rossi, los Simonneau y tantos otros se preguntan qué suerte les espera. Apoyada en la barandilla de babor del puente A, la anciana señora Guilloud mira acercarse a Marsella. Menea dulcemente la cabeza y dice: «Volveré».
* * *
En el muelle de Marsella no había fanfarrias ni altavoces ni banderolas de bienvenida, ninguna delegación oficial o local, ningún equipo de asistencia médica y social con excepción de una pequeña unidad de la Cruz Roja completamente desbordada. Ninguna distribución de alimentos, de bebidas, de leche para los niños había sido prevista. La municipalidad de la gran ciudad no había enviado mozos de cuerda ni apelado a voluntarios para ayudar a los de más edad o más débiles a bajar del buque sus maletas o sus fardos. Ningún transporte colectivo estaba disponible para acompañar a los recién llegados hasta la estación o el aeropuerto. Tampoco se había habilitado ningún centro de acogida y de tránsito para los más necesitados. Los 1.526 repatriados del Ville-de-Marseille llegaron al suelo de Francia en medio de las más completa indiferencia. Pronto serían un millón los que hicieran este mismo viaje, en casi las mismas circunstancias.
Mientras me abría camino a través del lastimoso rebaño, sentí resbalar por mis mejillas lágrimas de vergüenza. De repente mis treinta años me pesaron como siglos. Mi viaje con estos náufragos terminó con el descubrimiento de que mi país, siempre tan dispuesto a exaltar los valores de la humanidad, podía fallar en la generosidad más elemental.