3

Dos lobeznos por los caminos de la Historia

El terror! Desde que el hocico cromado del 4 CV negro aparecía en el horizonte, el regimiento entero enloquecía. Antes incluso de que el vehículo hubiese franqueado el puesto de guardia, los hombres habían rectificado la posición de sus boinas y escupido sobre sus botas para que brillaran como espejos. A pesar de su baja estatura, el coronel barón Norbert de Gévaudan —llamado «Han-Han» a causa del carraspeo que precedía a todas sus interpelaciones— aterrorizaba literalmente a sus oficiales y soldados. Nada escapaba a su implacable monóculo, ya fueran tres pelos de barba en el mentón de un aludido, ya un freno de boca que faltase en el cañón de un carro, ya un caldero de sopa demasiado líquida para que su fusta pudiera sostenerse dentro en vertical.

Sí, Han-Han era el terror de todos nosotros. El regimiento que mandaba, el 501 de carros de combate, era una de las unidades más prestigiosas del ejército francés. Fuerza de disuasión de la legendaria división Leclerc, había tomado parte en los combates de África del Norte y de Normandía, liberado París y Estrasburgo, franqueado el Rin y llegado al corazón de Alemania. Su divisa «MATAR MUCHOS» se desplegaba sin vergüenza en su banderín, así como en el emblema de la gorra negra que yo llevaba. El 501 era un crisol de campesinos casi analfabetos, de privilegiados como yo (hacer el servicio en Rambouillet, a cuarenta kilómetros de París, era un sueño), de suboficiales de vuelta de Indochina con la sangre devorada por el paludismo y quemados por el chum, el alcohol local que los volvía locos. Con su partícula nobiliaria, su bastón de mando, sus calzones de piel y sus botas relucientes, ciertos oficiales parecían verdaderas caricaturas de la caballería de antaño. Pero las apariencias engañaban. Diez años antes, mi jefe de escuadrón había lanzado a su pelotón de tanques Sherman contra los cañones antitanques alemanes para llegar el primero a la plaza de Notre-Dame. Las boinas negras del R.C.C. 501 habían pagado un elevado tributo a la liberación de Francia y de su capital.

El 14 de julio de 1954, casi diez años después del histórico descenso por los Campos Elíseos del general De Gaulle y los tanques libertadores de Leclerc, tuve el honor de desfilar por la avenida triunfal con todos los blindados de mi regimiento. Mi tanque llevaba el nombre mítico de «Mariscal Leclerc». Desde lo alto de mis cuarenta y dos toneladas, vislumbré de repente a mi madre apostada en la esquina de la calle Washington. Lloraba de alegría, lanzando pétalos de rosa ante mis orugas. Esta participación del 501 en el desfile militar de la Fiesta Nacional no era únicamente una tradición. Era también un gesto político concertado. Una de las misiones permanentes de nuestra unidad consistía en lanzarse en el acto sobre París en caso de un levantamiento comunista.

* * *

Después de doce meses de matrimonio forzado con mi mastodonte de acero, vi aparecer una mañana al secretario del coronel al pie de mi torreta. Han-Han deseaba verme inmediatamente. Durante todo este año de mi permanencia en Rambouillet no había sido convocado ni una sola vez por el coronel que mandaba mi regimiento. A mi llegada, yo le había dirigido un ejemplar dedicado del relato del viaje alrededor del mundo que acababa de realizar con mi joven esposa[1]. El coronel rechazó este homenaje y me hizo devolver el libro por un ordenanza sin la menor explicación.

—¡Han-han!

El carraspeo tan temido me inmovilizó en un «firmes» atemorizado. El coronel barón Norbert de Gévaudan se había levantado de su mesa para recibirme en la puerta de su despacho. Era la primera vez que podía observarle desde tan cerca y sin la boina que solía tapar la mitad de su cara. Sus cabellos teñidos, cuidadosamente peinados hacia atrás con brillantina, exhalaban un olor suave. Sonreía con todos sus pequeños dientes de conejo.

—¡Mis felicitaciones, querido amigo, por fin ha obtenido su traslado! El regimiento va a perderle. Acaban de avisarme del Ministerio del Ejército de que ha sido nombrado traductor del SHAPE[2].

Mi ascenso al grado de general no me habría causado más alegría. Abandonar mi traje de faena manchado de grasa para ir a pasar mis últimos seis meses de servicio en un estado mayor interaliado, ¡vaya metamorfosis!

—Gracias por esta gran noticia —dije.

Han-Han continuaba, adulador:

—A propósito, querido amigo, ¿recuerda que hace un año me envió su libro Luna de miel alrededor del mundo con una simpática dedicatoria?

—Perfectamente, mi coronel, y permítame que aproveche la ocasión para decirle que usted me humilló al devolvérmelo de aquella forma.

Han-Han adoptó un aire contrito.

—Su indignación es muy legítima, amigo mío. Pero voy a darle una explicación para tratar de disculparme. ¿Sabe que el regimiento recluta tradicionalmente una parte de sus efectivos entre la población campesina del Indre y del Loire?

—No veo muy clara la relación…

—Pues bien, figúrese que en cada incorporación, los padres de los reclutas me envían una avalancha de jamones y chicharrones finos para que vele por el bienestar de sus retoños. Como es natural, devuelvo en el acto esas vituallas a sus remitentes. Así que me atengo a la regla de no aceptar jamás ningún regalo, pero me sentiría muy halagado si aceptara repetir hoy el envío de su obra.

Turulato por tanto aplomo, me limité a taconear como había visto hacerlo en las películas. Me ajusté por última vez la boina negra con el emblema «MATAR MUCHOS», saludé en ángulo recto, di la media vuelta reglamentaria y salí corriendo para ir a despedirme de mi querido «Mariscal Leclerc»[3].

Un joven norteamericano que amaba Francia

Sólo veinte kilómetros separaban el mejor cuartel de Rambouillet del animado campus de Rocquencourt, donde había elegido su domicilio la mayor coalición militar de todos los tiempos. Tuve la impresión de cambiar de universo. Me encontré de improviso en un mundo afelpado, poblado de hombres y mujeres con galones que parecían estar perpetuamente de camino hacia alguna reunión mundana. La vasta y luminosa oficina que me asignaron habría convenido a un director general de banco. Desde mi llegada, el coronel responsable del equipo de traductores, un inglés bigotudo, verdadero sosias del mariscal Montgomery, vino a darme la bienvenida y a ponerme al corriente de las costumbres del servicio. Para mi sorpresa, no eran consignas de seguridad relativas a documentos confidenciales lo que debería traducir, ni instrucciones especiales para el caso de un abuso de autoridad comunista o de un ataque soviético. Se trataba únicamente de familiarizarme con las horas de las pausas cotidianas. Por la mañana y por la tarde podía abandonar mi trabajo durante media hora para relajarme en la cafetería británica del Estado Mayor. Como todos mis «colegas», desde el general en jefe al ordenanza más humilde, me acostumbré a dirigirme allí dos veces al día, esperando que los ejércitos del Pacto de Varsovia no tendrían el mal gusto de atacar a la Europa del SHAPE a la hora ritual de mis pausas para el café.

Una mañana, mientras mojaba un donut en mi taza, conocí en esa cafetería a la persona que un día orientaría mi vida. Entre los pocos reclutas norteamericanos que se encontraban allí, había un muchacho alto con gafas, de cara delgada y abierta, que hacía desternillar de risa a sus camaradas contándoles historias irlandesas inenarrables con un acento más auténtico que el de los asiduos a los pubs de Dublín. Se llamaba Larry Collins. Hijo de un abogado de Connecticut, diplomado de la prestigiosa universidad de Yale, se preparaba para una gran carrera de director de una gran firma comercial cuando el hada mala del «draft» le obligó a vestir el uniforme de los GI. Pero otra hada, ésta buena, le envió a Europa antes de que una tercera, todavía mejor, le destinara como redactor al servicio de prensa del SHAPE. Para este joven norteamericano que no había conocido nunca otro decorado que el de su tranquila provincia de Nueva Inglaterra, desembarcar de repente a expensas del Tío Sam a veinte kilómetros de París era un verdadero cuento de las Mil y una noches.

Una simpatía inmediata me acercó a él. Le invité a pasar las fiestas de Navidad en el pintoresco pueblo del Delfinado donde la familia de mi mujer poseía una vieja casa con ventanas de crucero. Juntos, seguimos por la nieve la procesión de los pastores que caminaban con sus vacas y temeros hacia el pesebre iluminado. Recuerdo con ternura aquellos momentos de cálida convivencia, extraños sin duda para un yanqui. Le hice degustar las delicias de nuestro terruño, foie gras, trufas, setas y hasta ranas y caracoles. Le hice descubrir el Armagnac, el Sauternes, el aguardiente de pera y los pequeños vinos del país que borraron para siempre de su paladar el gusto de la Coca-Cola. Le hice conocer nuestros museos, nuestras catedrales, nuestros castillos. Un día le llevé incluso a Rambouillet, donde el coronel barón del 501 nos recibió efusivamente. El primer resultado de nuestra amistad fue que Larry Collins se enamoró de Francia.

Una mañana apareció en la puerta de mi oficina con la cara descompuesta. Él, siempre tan alegre, tan optimista, ofrecía un aspecto completamente deshecho. Tenía los ojos enrojecidos tras los cristales de sus gafas. No cabía duda de que había llorado. Me asusté.

—Me ocurre una catástrofe —anunció lúgubremente—. Acabo de recibir la orden de mi desmovilización. Vuelvo a Norteamérica pasado mañana.

Me costó mucho reprimir una carcajada.

—¡Es terrible! —exclamé, para hacerle sentir mi solidaridad—. Pero ¿sabes? —añadí enseguida—, en el ejército francés, cuando llega la licencia, lo celebramos con champaña. ¡Anda, vamos! Descorcharemos una botella.

Invité a toda la oficina, incluido el coronel, a celebrar el acontecimiento. Brindamos haciendo entrechocar las copas, deseamos todos buena suerte a Larry y le hicimos prometer que volvería antes de Navidades.

Dos días después acompañé a Larry a la estación del Norte. Partía para embarcarse en Bremenhaven en un transporte de tropas con destino a Nueva York. En el andén, mientras nos dirigíamos al vagón, le cogí bruscamente del brazo.

—Escucha —dije—, creo que ya te he encontrado una razón «familiar» para volver pronto a Francia. Esta mañana mi mujer me ha anunciado que vamos a tener un hijo. Nos encantaría que fueras el padrino.

Un fulgor de sorpresa, seguido de una intensa emoción, cruzó su semblante.

—¿Será un niño o una niña? —preguntó.

—No lo sabemos.

—Si es niña, ¿cómo la llamaréis?

—Alexandra[4].

* * *

Varias semanas después de su regreso a Estados Unidos, Larry recibió una atractiva proposición de la firma Procter & Gamble, el gigante mundial del jabón y los detergentes. El salario, las condiciones de trabajo, las numerosas ventajas hacían irresistible esta oferta, aun en el caso de tener que emigrar a Cincinnati, la ciudad industrial de Ohio donde se encontraba el cuartel general de la sociedad. Calurosamente animado por su familia, Larry firmó la proposición de contrato y la echó por correo «urgente». Era un viernes por la tarde. Estaría en la oficina del director del personal a primera hora del lunes siguiente. Durante el fin de semana, una llamada telefónica inesperada barrió el espejismo de una prestigiosa carrera en el mundo de los polvos de lavar. La agencia United Press ofrecía a Larry un trabajo de redactor de textos para las fotos de su oficina parisién. Un salario mísero, ninguna ventaja, un trabajo de forzado. ¡Pero París!

Larry esperó febrilmente la mañana del lunes para marcar el número de Procter & Gamble. «Señorita —dijo a la secretaria del director—, rompa sin abrirla mi carta urgente. ¡He encontrado un empleo en París!»

Así fue como apenas cuatro meses después de haberle llevado a la estación del Norte, tuve la alegría de recibir en Orly al futuro padrino de mi hija. Entretanto, a mí también me habían licenciado y ahora trabajaba como reportero a prueba en Paris Match. Durante los cuatro años siguientes, no perdimos nunca una ocasión de vernos para profundizar la preciosa amistad nacida bajo el uniforme. Larry subió rápidamente en el escalafón. La United Press le envió pronto a dirigir su oficina de Roma y después viajó a Oriente Medio para cubrir los trágicos sucesos de la primera guerra del Líbano y el caso de Suez. Newsweek, el prestigioso semanario de información, no tardó en contratar a este periodista excepcional.

Nuestros destinos de reporteros nos reunían a menudo en los puntos calientes de la actualidad mundial. Entonces nuestra amistad debía desvanecerse ante la competencia encarnizada que mantenían nuestras dos redacciones. Un día, Larry me encerró con llave en mi habitación de hotel de Bagdad para impedirme enviar a Match las fotos de la revolución iraquí, cuya exclusividad había arrancado para Newsweek. Varias semanas después me vengué indicándole un falso horario para el tren que partía de Djibuti hacia Addis Abeba, lo cual me permitió ser uno de los últimos periodistas que entrevistaron al Negus de Etiopía. Nuestros vínculos se reforzaron a través de estos golpes bajos que nos permitieron entrever la fuerza que tendríamos si uniéramos nuestras dotes en lugar de enfrentarlas. Esta idea se abrió camino y nos dijimos: «¿Por qué no escribir juntos un libro que interese tanto a los lectores franceses como a los anglófonos?» Larry redactaba sus reportajes en inglés, yo en francés, pero los dos éramos perfectamente bilingües. Podríamos repartirnos la escritura y traducimos mutuamente. Juntos podíamos contactar con trescientos millones de lectores potenciales. Bastaría con encontrar un buen tema.

La suerte no tardó en sonreímos en forma de un corto despacho procedente de Alemania publicado en el Figaro. De acuerdo con documentos descubiertos recientemente en los archivos de la Wehrmacht, París debería haber sido destruido por completo en agosto de 1944. Según estas fuentes, «Adolf Hitler había dado catorce veces la orden de destrucción al general que había puesto a la cabeza de la defensa de París». ¿Por qué esta orden reiterada catorce veces no había sido ejecutada? ¿Qué milagro había preservado a la capital de mi país?

Habíamos encontrado nuestro tema: París había sido salvado de la locura hitleriana por la llegada providencial de veinte mil soldados norteamericanos y veinte mil franceses que combatían codo con codo. La liberación de París era la epopeya más espléndida que un francés y un norteamericano podían soñar con relatar juntos. Tanto más cuanto que, a pesar de nuestra juventud, cada uno teníamos recuerdos inolvidables de esas horas históricas.

París será un nuevo Stalingrado

Aquel verano yo era uno de los setecientos u ochocientos mil escolares parisinos que esperaban, como sus padres, el día mágico de la liberación. Hacía cincuenta y dos meses que los alemanes ocupaban París. La destrucción de las vías de comunicación y la batalla encarnizada en una gran área de Francia nos habían privado de nuestros lugares de vacaciones habituales. Nuestros terrenos de juego eran los jardines y los parques de la ciudad; nuestras playas, los estanques de las fuentes y las orillas del Sena. Una gran parte de nuestra jornada consistía también en patrullar en bicicleta por las calles y avenidas en busca de una tienda de comestibles que tuviera algo a la venta. A fin de permitirme aprovechar la menor ocasión —una libra de nabos, una lechuga, una coliflor milagrosamente llegadas del campo—, mi madre había cosido un billete de cien francos en el reverso de mis calzoncillos. Porque durante aquel último verano de la ocupación la principal preocupación de los parisienses era encontrar con qué alimentarse. Teníamos hambre. En todo el mes de agosto, mi madre sólo había podido comprar con nuestras cartillas de racionamiento dos huevos, cien gramos de aceite y ochenta gramos de margarina. Nuestra ración cotidiana de pan negro había bajado a menos de doscientos gramos. La de la carne era tan reducida que los humoristas decían que se podía envolver entera en un billete de metro, con la condición de que éste no estuviera perforado.

La gente había transformado sus bañeras, armarios empotrados y cuartos de invitados en gallineros. En la calle Jean-Mermoz, donde yo vivía con mi hermana pequeña y mis padres, uno se despertaba cada mañana con el canto del gallo. La caja de juguetes de mi habitación albergaba cuatro conejos. Para alimentarlos, iba al amanecer a arrancar unos puñados de césped prohibido en los arriates de los jardines de los Campos Elíseos. La pollita blanca que criaba en nuestro balcón puso su primer huevo el 30 de julio, el día en que cumplí los trece años.

Pero más todavía que sus estómagos vacíos, era el porvenir inmediato de su capital lo que angustiaba a los parisienses. Mientras que Londres, Berlín, Viena, Budapest, Tokio y tantas ciudades no eran más que un montón de minas, la capital de Francia, en ese quinto año de guerra, había salido intacta del conflicto más destructor de la Historia. ¿Pondrían fin los alemanes a este milagro haciendo de París un nuevo Stalingrado? Numerosos indicios permitían temerlo. Veía aparecer cada día varios nuevos blocaos o casamatas. Soldados de la organización Todt y obreros excavaban trincheras donde yo jugaba a las canicas. Las avenidas de alrededor de los Campos Elíseos se erizaban sin cesar de obstáculos antitanques. Hicieron su aparición pancartas de «ACHTUNG MINEN». El lastimoso espectáculo de los convoyes heteróclitos cubiertos de follaje que se retiraban día y noche del frente de Normandía no calmaba mucho nuestra aprensión. Mi padre volvió un día a casa con el rostro descompuesto. Antiguo funcionario del Ministerio de Colonias revocado por el gobierno de Vichy, ocupaba un modesto puesto en el Ayuntamiento de París. El alcalde, Pierre Taittinger, había reunido aquella tarde a sus colaboradores para contarles la entrevista mantenida con el nuevo gobernador militar alemán de la capital.

Desesperado al saber que sus fuerzas empezaban a minar los puentes sobre el Sena, el responsable de la municipalidad se había precipitado al cuartel general de dicho militar en el hotel Meurice para suplicarle que interrumpiera tales operaciones que ponían en peligro la vida de decenas de miles de parisienses. El relato de mi padre nos puso la carne de gallina.

«Imagínese, señor alcalde, que un disparo acierte a uno de mis soldados desde un inmueble de la avenida de la Ópera —había declarado el general alemán, señalando con el dedo un plano de París—. Pues bien, yo haría quemar los inmuebles de toda la avenida y fusilar a sus habitantes. —Disponía de los medios necesarios para tales represalias—. Mis fuerzas cuentan con más de veintidós mil hombres, en su mayoría de las SS, un centenar de tanques Tigre y noventa aviones de bombardeo».

En aquel punto de la entrevista se produjo un incidente inesperado. El general, que padecía asma, tuvo una repentina crisis de ahogo. Había llevado a su visitante hacia el balcón de su despacho. Mientras recobraba el aliento, el alcalde había encontrado en la admirable perspectiva que se extendía ante sus ojos los argumentos que podrían emocionar al alemán.

«Los generales tienen el poder de destruir, rara vez el de edificar —había dicho, levantando el brazo en dirección a las torres de Notre-Dame, de la Sainte-Chapelle, de la cúpula del Panteón, de las fachadas dentadas del Louvre, de la graciosa silueta de la torre Eiffel—. Imagine que un día vuelve aquí como turista, que contempla de nuevo todos estos testigos de nuestra historia y puede decir: “¡Fui yo quien habría podido destruirlos y los salvé!”»

Tras un largo silencio, el general alemán, visiblemente emocionado, se volvió hacia el alcalde de París.

«Es usted un buen abogado de su ciudad —dijo—, ha cumplido con su deber. Pero del mismo modo yo, un general alemán, debo cumplir con el mío».

Los parisienses sólo conocerían el nombre de este general al descubrir su firma bajo las enérgicas proclamaciones que hizo colgar en las paredes de su ciudad. Se llamaba Dietrich von Choltitz. En el círculo del alcalde se aseguraba que había sido nombrado para este puesto por el Führer a causa de su excepcional hoja de servicio y su total lealtad a la causa nazi.

El enviado de Hitler se apresuró a demostrar su fuerza a la población parisiense. El 14 de agosto a mediodía, hizo desfilar a las tropas de la guarnición a través de la capital. Yo no había visto nunca tantos blindados, piezas de artillería, camiones llenos de soldados. Viniendo de los jardines de las Tullerías, las columnas subían por los Campos Elíseos y torcían hacia la avenida Matignon antes de tomar los grandes bulevares y la avenida de la Ópera. Asistí durante horas al increíble desfile que se prolongaba a lo largo de kilómetros y parecía no acabarse nunca. Sin embargo, un detalle no dejó de intrigarme. Tuve la impresión de reconocer un rostro en la torreta de uno de los tanques: el de un oficial que tenía una extraña cicatriz en la mejilla y una cruz de hierro alrededor del cuello. Su blindado ostentaba el n.o 246. Cuarenta minutos después de su segundo pase, el n.o 246 surgía una tercera vez ante mis ojos por el mismo lugar. Tuve ganas de reír. Quizás el general alemán no era tan poderoso como quería hacer creer al primer magistrado de nuestra ciudad.

Rumores cada vez más alarmistas barrerían bien pronto esta hipótesis tranquilizadora: refuerzos masivos estaban a punto de llegar a París. Corrían otros rumores que anunciaban la inminencia de un levantamiento de la resistencia parisiense. Se decía asimismo que los alemanes se disponían a hacer explotar las instalaciones de agua, gas y electricidad. El gas ya no funcionaba. Mi madre cocía la tapioca o las pastas de nuestras exiguas reservas alimentarias sobre un infiernillo que yo alimentaba usando como combustible las páginas de mis cuadernos escolares transformadas en bolas de papel. Nos daban electricidad una o dos horas por día en momentos siempre imprevisibles. Entonces me precipitaba hacia los botones de nuestro aparato de radio para encontrar a través de las interferencias la voz mágica de la radio inglesa. En previsión de una interrupción total de la distribución del agua, mi madre llenaba hasta el borde la bañera del cuarto de baño.

Una mañana fui testigo directo de la llegada de estos primeros refuerzos tan temidos. Al contrario de las columnas que se retiraban, esta unidad de flamantes autocañones llegaba del este. La plaza Saint-Philippe-du-Roule estaba desierta cuando desembocó el vehículo de vanguardia ocupado por un oficial con las charreteras negras de las Waffen SS. Era evidente que el alemán buscaba su ruta. Me interpeló.

—¡Chico! ¡Chico! —gritó—. Wo ist die Brücke von Neuilly?

Me aseguré de que estaba completamente solo en la plaza.

Die Brücke von Neuilly ist dort! —no vacilé en responder, en el poco alemán que sabía, levantando el brazo en dirección al Faubourg Saint-Honoré. Era la dirección opuesta.

Danke sehr! —gritó el oficial, indicando a la columna que le siguiera.

Salí huyendo a todo correr, lleno de pánico por lo inconsciente del acto que acababa de llevar a cabo[5].

* * *

Ráfagas de metralletas y cañonazos hicieron retemblar una mañana el cielo veraniego. Había dado comienzo la insurrección de los miembros de la resistencia en la capital. Desde el balcón de nuestro quinto piso asistí a esos duelos de metralla que se parecían a los fuegos artificiales de la fiesta del 14 de julio. El tercer día divisamos una espesa columna de humo que oscurecía el cielo. Era el Grand Palais, que estaba ardiendo. Las cristaleras del edificio albergaban aquel verano al último gran circo de Europa que aún existía después de cinco años de guerra, el circo del sueco Jan Houcke. En ese París hambriento, las jaulas de su zoo estaban llenas de leones, tigres, panteras, y sus cuadras llenas de caballos y elefantes. Este trágico fin ofrecería a los parisienses un número que el propietario del circo no habría imaginado nunca inscribir en su programa. Enloquecidos por las descargas de fusilería, los caballos se habían desatado y galopaban a través del edificio en llamas. Uno de ellos consiguió escapar por los Campos Elíseos. Pero herido por una bala perdida, dio una voltereta y rodó por el polvo.

Vi entonces una escena inolvidable: algunos habitantes salidos de los edificios que bordeaban la avenida con un cuchillo y una olla en la mano despedazaron en pocos minutos al animal todavía caliente.

«¡Parisienses, ha llegado la liberación!»

Era la tarde del jueves 24 de agosto. La corriente había vuelto repentinamente. Me abalancé sobre el aparato de radio. Como centenares de habitantes, oí una voz que gritaba: «¡Parisienses, parisienses, sigan a la escucha! ¡Los tanques de los primeros liberadores ya han llegado! Van a oír a un soldado francés, el primer soldado que ha entrado en París». Empezó una velada fantástica, la más bella de mi infancia. «¡Parisienses, es la liberación! —gritaba la radio—. ¡Difundan la noticia! ¡La alegría debe estallar por doquier!» Desde lo alto de la torreta de un tanque, un reportero, con la voz quebrada por la emoción, se puso a citar a Victor Hugo:

«¡Despertaos! —declamó—. ¡Basta de vergüenza! ¡Volved a ser la gran Francia! ¡Volved a ser el Gran París!» Me precipité al balcón de nuestro inmueble. La gente apartaba las cortinas, abría los postigos, se abrazaba, corría hacia la calle. En los balcones, los umbrales de las puertas, las ventanas, los habitantes de esta calle de Jean-Mermoz, que era desde hacía cuatro años nuestro pueblo, cantaban la Marsellesa a coro con la radio. En todo París se desarrollaban las mismas escenas. Tomando de nuevo el micrófono, el locutor pidió a todos los párrocos que hicieran repicar las campanas de sus iglesias. Durante toda la Ocupación, estas campanas habían permanecido mudas por orden de los alemanes. Y hoy volvían a la vida. En el espacio de pocos minutos, el cielo resonó con centenares de carillones. Intenté identificar entre el estrépito las campanas de nuestra parroquia de Saint-Philippe-du-Roule, pero ningún sonido me parecía venir de nuestra iglesia. Corrí al teléfono para llamar al párroco, pero su línea comunicaba constantemente.

«Mis amadísimos hermanos —declaró nuestro párroco al subir al púlpito el domingo siguiente— agradezco a todos aquellos que me telefonearon el jueves por la tarde para pedirme que hiciera repicar las campanas en honor de la Liberación. Por desgracia, nuestra parroquia no tiene campanario ni campanas».

Con una sonrisa maliciosa, se apresuró a proponer que la colecta de este primer domingo de liberación se dedicara a procurar campanas a la iglesia de Saint-Philippe-du-Roule.

* * *

La batalla entre los soldados de Von Choltitz y los liberadores se libra con extrema violencia durante toda la mañana del día siguiente, 25 de agosto. París pagaba caro el precio de su libertad. De los blocaos construidos en los lugares donde yo jugaba partían ráfagas de armas automáticas. Se oían cañonazos del lado de l’Étoile y también hacia la plaza de la Concordia. Yo vigilaba desesperadamente una tregua porque me había prometido ser el primero de la familia en abrazar a un soldado americano.

Hacia las tres de la tarde, incapaz de esperar más, me escapé por la escalera de servicio y corrí hasta la avenida de los Campos Elíseos. Me deslicé bajo los castaños a lo largo del restaurante Ledoyen y el teatro Marigny. Conocía cada arbusto, cada macizo de flores, cada árbol. Aquí, delante del teatro de Guignol, el 11 de noviembre, casi cuatro años antes, había visto a un oficial alemán abatir ante mí a un estudiante que había gritado «¡Viva De Gaulle!». Tenía nueve años.

Oí de repente un rumor de orugas. Venía un tanque desde el puente de los Inválidos, con todas las escotillas cerradas, con el cañón apuntando hacia delante. Me oculté detrás de un árbol. Tal vez era un Panzer alemán. El tanque giró hacia la izquierda y fue a inmovilizarse ante la entrada principal del Grand Palais. Me sobresalté: una soberbia estrella blanca adornaba su blindaje. Era un tanque americano. De la torreta emergió un gigante rubio, con la cabeza descubierta y el mono manchado de grasa y polvo. ¡Mi primer liberador! Me lancé como una flecha hacia esta visión mágica. Quería gritar mi alegría a ese americano, darle las gracias, abrazarlo. Pero no hablaba inglés. Como otros escolares parisienses había estudiado alemán durante los años de ocupación. ¡No importaba! Seguí corriendo, con peligro de parar una bala perdida. Cuando alcancé al americano y su tanque, ¡milagro! Recordé súbitamente que conocía al menos dos palabras en la lengua de Shakespeare. Eran simbólicas de los tiempos que atravesábamos. Me estiré todo lo que pude hacia él y le grité con todas mis fuerzas: «Corned beef!» Un segundo de estupefacción marcó su cara mal afeitada, seguido en el acto por una sonora risa. Me indicó que no me moviera y le vi escalar su blindado, saltar a su torreta y desaparecer en su interior. Diez segundos después reapareció blandiendo una enorme lata de conserva. «Corned beef for you!», exclamó antes de saltar del tanque para ponerme la lata en las manos. Casi me derribó con una gran palmada en el hombro y se frotó el vientre. «Very good! —insistió—. Yum yum for you!» Entonces una ráfaga de balas procedentes de las vidrieras del Grand Palais silbó en nuestros oídos. El americano saltó a bordo de su tanque para apoderarse de la ametralladora. Le lancé varios «merci!» maravillados y salí a escape.

La reacción de mis padres fue todo lo contrario de lo que había imaginado. Por más que les contara con todo detalle el encuentro inolvidable que acababa de tener, mi padre examinó la lata llevada por mí con la más extrema suspicacia. Me empujó a toda prisa al cuarto de baño y me señaló la bañera llena de agua. «¡Tira tu lata! —me ordenó—, puede ser un artefacto explosivo». Se le podía excusar al pobre: demasiadas historias terribles corrían por París en aquellos días de locura.

Después de dos horas de baño forzado, la lata de corned beef no había mostrado ninguna veleidad de saltamos a la cara. Mi padre se dedicó entonces a abrirla con precauciones dignas de un artificiero que desactivara un obús del 75. El resultado superó todas mis esperanzas. Después de cuatro años de privaciones, descubrí con éxtasis una indisposición olvidada desde hacía tiempo… una indigestión.

Al día siguiente, sábado 26 de agosto, mis ojos de pequeño parisiense contemplaron el más fabuloso espectáculo que verán jamás: el desfile triunfal de la Liberación en los Campos Elíseos, con la alta y arrogante silueta de Charles de Gaulle, el hombre cuya voz habíamos oído durante cuatro años sin conocer nunca su cara. Llevado por mis padres y con la mano firmemente aferrada a la de mi hermana, me abrí camino a través de la multitud hasta la plaza de la Concordia.

En el momento en que De Gaulle y su séquito desembocaron en la plaza, resonó un disparo. Al oírse el mido, estalló un tiroteo desde todas partes. Los millares de personas que atestaban la plaza se echaron al suelo unas sobre otras. Mi madre me empujó con mi hermano bajo un vehículo blindado. Entonces una voz gritó entre la multitud: «¡Es la quinta columna!» El tirador de un tanque que se encontraba delante del hotel Crillon dirigió enseguida su cañón hacia la quinta columna del edificio e hizo fuego. Vimos derrumbarse la columna en medio de una nube de polvo.

El general De Gaulle subió a un coche descubierto. Insensible a las balas que silbaban por todas partes, saludaba incansablemente a la multitud con sus largos brazos. Mi madre lloraba de felicidad con millares de otros parisienses. Contemplando a aquel personaje que nos había devuelto la libertad y el honor, me sentí lleno de orgullo. Aquélla fue mi primera emoción de hombre.

* * *

West Hartford, Connecticut, EE. UU. Ese mismo 26 de agosto de 1944, hacia las 3 de la tarde, una veintena de alumnos de la Loomis High School esperan en el aula la llegada del profesor. Van a asistir a su primera clase de francés. Larry Collins, quince años, forma parte del grupo. Ante el deseo insistente de su padre, ferviente admirador de Francia y de su cultura, se ha resignado a sacrificar algunas horas de sus vacaciones para iniciarse en la lengua de Victor Hugo. La guerra que causa estragos desde hace cinco años en diversas partes del mundo no ha cambiado en nada la existencia mimada de esos jóvenes norteamericanos. Ellos no han conocido los despertares sobresaltados por el rugido de las sirenas, las bajadas precipitadas a los refugios cavados bajo sus terrenos de juego, los desfiles de los ocupantes, las redadas, las violencias, los miedos vividos cotidianamente por sus camaradas de los países ocupados. Sobre todo, no han conocido las privaciones. Las hamburguesas, las patatas chips, los helados y mil otros regalos cuya mera existencia yo desconocía habían seguido siendo sus menús cotidianos. La juventud norteamericana había atravesado esta guerra sin percatarse siquiera de su existencia, ni saber lo que estaba en juego. ¡Europa y Japón se hallaban tan lejanos! Y he aquí que, de repente, para una veintena de ellos la tragedia que desgarra el universo adquiere un rostro, el de un señor anciano que lleva sobre la nariz un extraño accesorio desconocido por los adolescentes del otro lado del Atlántico: unos quevedos. El hombre que los lleva llora de felicidad, de alegría, de emoción. «Boys! ——exclama—, hoy es el día más feliz de mi vida… ¡París es libre!»

Entonces les explica lo que acaba de oír por radio: las fuerzas francesas y americanas han entrado en la capital francesa, los defensores alemanes se han rendido, los parisienses han invadido las calles para aclamar a sus libertadores.

El espectáculo de este anciano llorando por la liberación de París conmovió a los alumnos de la Loomis High School.

«Su recuerdo no me abandonará jamás —dirá Larry Collins—. Para mí, fue como si la guerra hubiera terminado aquel día».

* * *

Dieciséis años después, el antiguo alumno de la clase de francés de la Loomis High School y el ex colegial de la calle Jean-Mermoz se habían reunido para evocar en un libro esta página de la historia franco-americana. Dieciséis años era un retroceso ideal para abordar un acontecimiento histórico de esta magnitud. La mayor parte de los testigos seguían vivos, y era posible hacer hablar a quienes habían guardado sus secretos hasta la fecha. Además, después de semejante demora, muchos archivos y documentos inaccesibles o desconocidos amenazaban con hacerse disponibles, como estas órdenes apocalípticas de destrucción de París provenientes del cuartel general de Hitler cuya revelación por la prensa nos había dado precisamente la idea de lanzarnos a esta aventura.

Las tres habitaciones de mi apartamento parisino de la avenida Kléber se convirtieron en el cuartel general de nuestra investigación. Tapizamos las paredes del salón con planos de París sobre los cuales habíamos anotado el menor incidente, el emplazamiento de las barricadas y de los puntos de apoyo alemanes, los objetivos conquistados por la Resistencia, el itinerario de los convoyes que se retiraban de Normandía, los ejes de llegada de los refuerzos alemanes y los de las columnas aliadas. Así disponíamos de una visión instantánea de la situación. El comedor, mi dormitorio y hasta el cuarto de baño estaban llenos de montones de informes y archivadores que contenían el fruto de nuestras investigaciones.

Los antiguos ocupantes de mi piso se habrían asombrado bastante al descubrir esta marea de papeles en las habitaciones donde habían vivido. Yo residía, en efecto, en el número 26 de la avenida Kléber, es decir, justo enfrente del antiguo hotel Majestic que albergó durante la guerra el cuartel general del ejército alemán en Francia. El inmueble había sido requisado para alojar a oficiales superiores. En el fondo del sótano, un pasaje permitía aún comunicar con el edificio medianero de la calle Lauriston, donde la gestapo francesa de Bony y Lafon torturaba a sus prisioneros.

Esos antiguos ocupantes también se habrían asombrado mucho al conocer la identidad de la dama del gran sombrero negro que habitaba en el tercer piso de ese mismo número 26 de la avenida Kléber. Cada vez que la encontraba en el patio, entrando o saliendo de su 2 CV gris que prefería al Peugeot 604 negro con chófer puesto a su disposición por el gobierno francés, me dirigía una gran sonrisa: «Entonces, Lapierre, ¿por fin ha liberado París?» Viniendo de ella, la pregunta no carecía de humor. Era la viuda del liberador de París, la mariscala Leclerc de Hauteclocque.

Apasionada por nuestra investigación, me invitó a ir a hojear los documentos dejados por su marido, así como sus álbumes de recuerdos. Un día me llamó la atención una octavilla. La mariscala me contó que esta hoja de papel había sido lanzada desde un avión inglés en 1941. Ella la había recogido en el gallinero de la propiedad familiar de los Hauteclocque en Picardía, donde se había refugiado con sus seis hijos después de que su marido se marchara a Inglaterra a reunirse con el general De Gaulle. Ignoraba que, al llegar a Londres, él había cambiado su nombre por el de «Leclerc», a fin de evitar represalias contra su familia. Mientras cenaban aquella noche, leyó a sus hijos el mensaje caído del cielo. «Gran victoria francesa —decía—. El importante puesto africano de Kufra ha capitulado ante una columna francesa mandada por el coronel Leclerc». El texto añadía que los soldados de esta unidad habían vencido la sed y atravesado setecientos kilómetros de desierto para atacar al enemigo. «No sé quién es este coronel Leclerc —comentó delante de sus hijos—, pero me resulta muy simpático: ha actuado como lo haría vuestro padre». Diez meses después, Thérèse de Hauteclocque recibió la visita de dos gendarmes y un ujier del gobierno de Vichy que le anunciaron que su marido Philippe de Hauteclocque, llamado «Leclerc», había sido desposeído de la nacionalidad francesa y todos sus bienes confiscados.

* * *

Necesitaríamos cuatro años para descubrir todos los secretos de esta formidable página de la historia que había tenido por actores a los cuatro millones de habitantes de París y los veinte mil soldados alemanes encargados de defender hasta la muerte a la última capital que aún estaba en manos de su Führer en este fatal verano de 1944. Cuatro años de trabajo encarnizado, de noche, los fines de semana, durante las vacaciones, continuando al mismo tiempo nuestra labor de periodistas en nuestras redacciones respectivas. Cuatro años para recoger y disecar los recuerdos de mil doscientos protagonistas y testigos civiles; encontrar y reencontrar a dos mil liberadores y defensores alemanes del Gross Paris; analizar y tratar cerca de una tonelada de archivos alemanes, americanos y franceses, la mayoría inéditos. Cuatro años para reconstituir con los principales jefes de los ejércitos aliados, de la insurrección parisién y de las fuerzas de Hitler, la batalla que tuvo por envite la capital de Francia y la historia secreta del milagro que la salvó.

Un paseo por los recuerdos de un general nazi

Un día de noviembre de 1963, fuimos a llamar a la puerta de un apartamento de un pequeño inmueble de los faubourgs de la ciudad termal de Baden-Baden, justo al otro lado de la frontera francesa. El hombre que, diecinueve años antes, había amenazado al alcalde de París con hacer explotar la avenida de la Ópera y fusilar a todos sus habitantes si se disparaba un solo tiro contra sus soldados, vivía aquí un retiro apacible al lado de su mujer Uberta y de su gato Pumper. Una cómoda chaqueta de tweed beige sobre un pantalón de franela gris habían reemplazado a la guerrera con la Cruz de Hierro y los pantalones de general con galones rojos que habíamos visto en sus fotos. De hecho, el general Dietrich von Choltitz hacía pensar más bien en un jubilado de Correos que en un antiguo oficial superior de los ejércitos hitlerianos.

Era, sin embargo, el mismo hombre paticorto, con monóculo, nuca robusta y labios finos como hojas de cuchillo, a quien Adolf Hitler había nombrado el 7 de agosto de 1944 comandante del campo atrincherado de París, con la misión de defender la ciudad hasta el último hombre o convertirla, llegado el caso, en «un campo de ruinas».

Nuestra investigación nos había enseñado toda la importancia que daba el amo del Tercer Reich a la posesión de la capital francesa. Representaba un envite estratégico y sentimental de primer orden. Durante cuatro años, de 1914 a 1918, el cabo Adolf Hitler y seis millones de sus camaradas habían combatido en suelo francés al grito mágico de «Nach Paris!». Dos millones de entre ellos habían pagado con su vida esta ambición frustrada. Una generación más tarde, convertido en jefe de la fuerza militar más poderosa de Europa, el pequeño cabo había conseguido, al término de una conquista relámpago, su cita con la ciudad de sus sueños. Pocos parisienses habían visto su Mercedes negro detenerse, en este 24 de junio de 1940 a las siete de la mañana, ante la explanada del Trocadero. El conquistador había contemplado un largo momento la admirable perspectiva que se extendía ante sus ojos: el Sena, la torre Eiffel, los jardines del Campo de Marte, la cúpula dorada de la tumba de Napoleón en los Inválidos y, lejos, a la izquierda, las torres de Notre-Dame. Cuatro años después podía seguir en los mapas del estado mayor de su búnker el avance de las fuerzas de invasión hacia esta capital. Si perdía la batalla de Francia, sólo le quedaría una por librar: la batalla de Alemania. Para retrasar esta derrota, tenía todas las razones para querer aferrarse a París. París era el eje en torno al cual giraba Francia. Perder París era también perder las bases de lanzamiento de las armas nuevas con las que esperaba invertir la situación. Era permitir a los ejércitos aliados la llegada a las puertas de Alemania. Así pues, había decidido hacer de París un erizo formidable capaz de retardar la avalancha enemiga. Dando un puñetazo sobre la mesa de conferencias de su búnker, había gritado a sus generales: «¡Quien tiene París, tiene a Francia!»

Para cumplir esta misión suprema, el alto mando de la Wehrmacht había elegido a un oscuro general de cuerpo de ejército destinado al frente de Normandía, cuya hoja de servicios revelaba que no había «discutido jamás una orden, fuera cual fuese su dureza». Hijo, nieto y bisnieto de militares formados en la ruda disciplina de los Cadetes de Sajonia, fue en la línea de fuego donde Dietrich von Choltitz había ganado sus galones.

Habíamos reconstituido pacientemente la trayectoria de este militar sin estados de ánimo. Al aterrizar el 10 de mayo de 1940 en el aeropuerto de Rotterdam a la cabeza del 16 regimiento de infantería aerotransportada, había sido el primer invasor que penetró en Occidente. Ante la resistencia holandesa, no había vacilado en hacer arrasar la ciudad por la Luftwaffe. Dos años después fue ante Sebastopol donde recibió sus charreteras de general. Cuando comenzó el sitio del gran puerto del mar Negro, su regimiento contaba con cuatro mil ochocientos hombres. El 27 de julio de 1942, sólo quedaban trescientos cuarenta y siete supervivientes, pero Choltitz, con el brazo atravesado por una bala, había tomado la ciudad. Para hacerse con esta victoria, había forzado a prisioneros rusos a llevar a hombros los obuses hasta los cañones y a cargar sus baterías. Más tarde, destinado a la retaguardia del grupo de ejércitos del centro, se había convertido en el especialista de la tierra calcinada. Así era el general en jefe que Hitler había enviado a los parisienses el 9 de agosto de 1944. Tenía cuarenta y nueve años.

Dieciséis días después, este general capitularía casi sin combates y sin haber ejecutado las órdenes apocalípticas de su Führer. ¿Por qué? Para intentar saberlo le arrancamos una cita en su retiro de Baden-Baden.

* * *

Una acogida cortés pero glacial nos esperaba en el saloncito atestado de muebles rústicos heredados del castillo familiar de Silesia. Frau Uberta von Choltitz, una dama regordeta de cabellos grises recogidos en un moño, había preparado café y algunos dulces. Pero el rostro cerrado, casi hostil, del general no permitía augurar el éxito de nuestra visita. Un perfume de Nuremberg seguía flotando a través de Alemania en este comienzo de los años sesenta y pocos antiguos oficiales de Hitler consentían de buena gana en prestarse al juego de las confidencias. De todos modos, Choltitz nos aseguró que tenía muy mala memoria. Guardaba un recuerdo muy vago de los breves días que había pasado en París.

¡Por eso no quedaría! Nos habíamos aprovisionado de todo lo necesario para despertar su memoria, una maleta entera repleta de documentos: los mapas de estado mayor, las copias de las órdenes llegadas del búnker del Führer y de los diferentes CG de la guerra en el oeste, la transcripción de la mayoría de comunicaciones telefónicas que había recibido o emitido desde su puesto de mando del hotel Meurice, los informes de sus conferencias militares, los planes de batalla, los programas de destrucción de París, etc., etc.

Le habíamos traído incluso un sorprendente pedacito de papel que yo había encontrado en Munich en casa de su antigua secretaria en el estado mayor del hotel Meurice. Era la factura de un sastre parisino dirigida a su nombre por la compra de un abrigo de lana gruesa. Llevaba la fecha del 16 de agosto de 1944. ¿Por qué el comandante del Gross Paris se había comprado un abrigo de invierno en pleno verano —un verano agobiante de calor—, cuando había recibido la misión de defender París hasta el último hombre y morir allí él mismo entre sus ruinas?

Choltitz examinó la factura con aire suspicaz.

Nein, nein, nein! —ladró, sacudiendo enérgicamente la cabeza—. Nunca compré este abrigo.

Hubo un silencio embarazoso. Entonces vimos levantarse a frau Uberta y abandonar discretamente la habitación. Reapareció un instante después con los brazos cargados con un viejo abrigo de paisano muy gastado. Abrí la prenda. Cosida en el bolsillo interior, había la etiqueta del sastre Knize, n.o 84 de la avenida de los Campos Elíseos, y debajo, bordados a mano, el nombre del general y la fecha del 16 de agosto de 1944.

Gruesas gotas de sudor perlaban la frente de Choltitz. Le costaba respirar. Se levantó y acercó a la ventana, que abrió para respirar un poco de aire fresco. Llenó varias veces los pulmones. Después dijo de corrido:

—Sospechaba que haría mucho frío el invierno siguiente en el campo de prisioneros donde iba a sobrevivir a la guerra.

* * *

El incidente del abrigo y la marea de documentos militares que cubrían de improviso las mesas, el aparador, la alfombra del salón actuaron como un electrochoque. El general había recuperado la memoria y la idea de calzar de nuevo para nosotros las botas de comandante pareció encantarle. Nuestro interrogatorio podía empezar. Lo habíamos preparado con la minuciosidad de dos jueces que instruyeran el proceso del siglo. Duraría dieciséis días, más de los que había pasado nuestro anfitrión en París.

Entre el torbellino de sucesos vividos por el general durante aquellas horas fatídicas, ninguno nos parecía más determinante que su entrevista con el jefe de la Alemania nazi el 7 de agosto de 1944, dos días antes de tomar el mando de la fortaleza parisina. Nuestra investigación nos había dado la certidumbre de que este encuentro había influido de manera predominante en su comportamiento en París. Quizá incluso había sido la causa del milagro que al final le había inducido a salvar a la capital. Larry, a quien la experiencia adquirida en Newsweek había convertido en un maestro del arte de la entrevista, abrió el debate con la primera pregunta.

—General, cuando vio a Hitler el 7 de agosto en su CG de Rastenburg, era la segunda vez que estaba en presencia del jefe de la Alemania nazi. La primera vez fue, según mis fuentes, un año antes, en el frente ruso, en el transcurso de un almuerzo a orillas del Dniéper. Para un general de la Wehrmacht, almorzar frente al Führer era un privilegio extraordinario. ¿Qué recuerdos guarda de ese primer encuentro?

Los ojos de Choltitz chispearon. Parecía conquistado por el juego de preguntas y respuestas.

—Lo primero que me llamó la atención fue el optimismo contagioso que emanaba del cuerpo del Führer a pesar de sus tics nerviosos. Su descripción de la situación, sus promesas, sus previsiones nos electrizaron. En el postre todos los que habíamos compartido su comida estábamos convencidos de que Alemania ganaría la guerra.

—Su destino un año más tarde al frente de Normandía le permitió comparar sobre el terreno las promesas que les había hecho Hitler con la realidad —dije a mi vez.

Choltitz suspiró.

—En Normandía comprendí que Alemania había perdido la guerra.

——Cuando llegó a Rastenburg el 7 de agosto para ver de nuevo al Führer —intervino entonces Larry—, la vanguardia del Ejército Rojo estaba a menos de cien kilómetros. ¿En qué estado de ánimo se encontraba usted?

Choltitz cerró los ojos como para poner en orden sus ideas. Por fin, después de un largo silencio, dijo:

—Yo creía en la misión histórica de Alemania. Estaba dispuesto a dejarme enfervorizar otra vez por el Führer. Esta entrevista era una especie de peregrinaje para mí. Esperaba terminarla con fuerzas renovadas, tranquilizado y convencido de que aún existía una posibilidad de cambiar el rumbo de la guerra. Hitler estaba en pie detrás de una sencilla mesa de madera.

»El hombre que descubrí entonces no era el que había conocido un año antes. Era un viejo. Tenía la cara macilenta y las facciones tensas. Sus ojos saltones habían perdido toda su llama y se mantenía encorvado. Noté incluso que la mano izquierda le temblaba y que intentaba disimular el temblor con la mano derecha. Pero lo que llamó más mi atención fue su voz. Sólo era un vago gruñido. Hacía un año, esa voz me había subyugado.

»Hitler empezó por darme un curso sobre la historia del nacionalsocialismo. Evocó las circunstancias en las que había creado el partido nazi y glorificó la herramienta perfecta que había hecho de él para llevar al pueblo alemán al destino histórico que era el suyo. Después, hablando más fuerte y de modo más claro, predijo la victoria inminente gracias a las armas nuevas que iban a invertir el curso de la guerra. Luego cambió bruscamente de tema para abordar el asunto del atentado del 20 de julio en que había estado a punto de perder la vida. Levantó la mano hacia mí de forma casi amenazadora y se puso a rugir: “Herr General!, ¿sabe que decenas de generales se balancean en este momento del extremo de una cuerda por haber querido impedirme que continúe mi obra? Pero esta obra, que es la de conducir al pueblo alemán a la victoria, nadie podrá impedir que la lleve a cabo…”»

Choltitz estaba como inmerso en la evocación de la escena. Imitaba la voz y los gestos de Hitler.

—Le fluía baba por las comisuras de los labios. Era impresionante: se levantaba como un diablo surgiendo de la caja, gesticulaba, se dejaba caer en el sillón, y su mirada se incendiaba entonces con fulgores feroces. Vituperó de nuevo un buen rato a la camarilla de generales prusianos que habían intentado eliminarle. Luego se calmó. Tras un largo silencio, alzó por fin los ojos hacia mí. Al salir del búnker anoté en mi cuaderno las órdenes precisas que me dio entonces. Las he releído tan a menudo que puedo repetírselas de memoria casi palabra por palabra. Me dijo: «Irá a París, Herr General. A París, donde se pelean por los mejores lugares en el comedor de oficiales. ¡Qué insulto para nuestros soldados que libran en Normandía el mayor combate de la Historia! Así pues, usted empezará, Herr General, a poner orden en todo esto. Después hará de París una ciudad del frente y velará para que se convierta en el terror de los emboscados y fugitivos. A este efecto le he nombrado comandante en jefe del Gross Paris y sus poderes serán los más amplios que un general haya ostentado jamás a la cabeza de una guarnición. Le concedo todas las prerrogativas de un comandante en una fortaleza sitiada».

»Me dio a entender que en París se preparaban jornadas muy duras y que podría darme órdenes implacables. Esperaría de mí una obediencia ciega. “Aplastará toda tentativa de revuelta de la población civil —añadió—. Reprimirá sin piedad todo acto de terrorismo, todo sabotaje contra nuestras fuerzas armadas. Tenga la seguridad, Herr General, de que para esto recibirá de mí todo el apoyo que necesite”.

»No olvidaría nunca la mirada cruel y casi inhumana que acompañó estas últimas palabras. Había venido a Rastenburg para ser galvanizado por un jefe. Había encontrado un enfermo. Mi decepción era inmensa».

Choltitz pronunció estas últimas palabras con una insistencia casi dolorosa. Miré sus sienes afeitadas a la prusiana y le imaginé con su casquete de general, enarbolando el águila de la cruz gamada, su cruz de hierro sobre el pecho, su revólver en el cinto, amenazando al alcalde de París con un baño de sangre al menor incidente. Sobre este rudo semblante, superpuse el de mi padre, descompuesto, el día en que nos anunció que el nuevo general alemán enviado por Hitler no vacilaría en matarnos a todos al primer disparo contra sus soldados. Me costaba creer que sólo diecinueve años separaban aquellos instantes trágicos de este encuentro sincero y cálido en este salón burgués que olía tan bien a cera fresca.

Choltitz nos contó que se había parado aquí, en Baden-Baden, al salir del búnker de Hitler para abrazar a su mujer y sus hijos, Marie-Angelika y Anna-Barbara, que entonces tenían catorce y ocho años, y Timo, nacido cuatro meses antes.

—Me decía que quizá los veía por última vez —nos confesó.

Además del resultado incierto de su nuevo destino, una inquietud particular oprimía aquel día al general. En el tren que le había llevado la víspera al búnker del Führer se había encontrado con un alto dignatario nazi. El Reichsleiter Robert Ley acababa de hacer firmar a Hitler una nueva ley que hacía a las esposas y los hijos de los oficiales alemanes corresponsables de la conducta vacilante de estos últimos. En algunos casos podrían ser condenados a muerte y ejecutados.

* * *

Nuestra investigación nos lo había revelado: los dieciséis días y noches pasados en París por el general Von Choltitz habían sido una pesadilla. Una fortaleza sitiada habitada por cuatro millones de civiles era una responsabilidad muy diferente de la de un ejército en campaña. Ninguna academia militar, ningún mando en el frente habían preparado al oficial prusiano para esta tarea a la vez civil y militar de infinitas ramificaciones. Ciertamente, su primer deber era garantizar la seguridad de sus tropas, pero se trataba de una obligación singularmente compleja y delicada en una ciudad en estado de insurrección. ¿Debía ejecutar las amenazas hechas al alcalde de París, a riesgo de provocar un levantamiento general? ¿Firmar una tregua con los «terroristas»? ¿Aceptar el ofrecimiento de la Luftwaffe de destruir todo el norte de París a partir del aeropuerto de Le Bourget? ¿Debía, como exigía Hitler, hacer explotar los cuarenta y cinco puentes que salvaban el Sena en París y alrededor de París, los polígonos industriales, las instalaciones de electricidad, de gas y de agua, los edificios públicos? ¿Era preciso reforzar sin pausa las defensas de la capital en previsión de una resistencia desesperada como en Stalingrado? ¿Había que reclamar el envío urgente y masivo de refuerzos?

Todas estas preguntas se esfumaban ante la interrogación suprema, la que se imponía a Choltitz desde su entrevista con Hitler: ¿podían la defensa y la destrucción de la capital francesa cambiar el curso de la guerra? El general prusiano sabía que la respuesta era evidentemente negativa. Pero no por ello debía dejar de cumplir su deber y ejecutar las órdenes recibidas. A menos que… A menos que una llegada fulminante de los aliados se anticipara a la llegada de sus propios refuerzos, impidiéndole así cumplir su misión.

La tarde del 23 de agosto, el general recibió un telegrama estampillado «MÁXIMA URGENCIA» que provenía del cuartel general del Führer. Repetía las instrucciones formales de Hitler: «París no debe caer en manos del enemigo, o el enemigo sólo debe encontrar un campo de ruinas». Curiosamente, este mensaje olvidaba suministrarle la única información que podía darle los medios de impedir la caída de París, a saber, que dos divisiones blindadas de las SS, la 26 y la 27 Panzer, reclamadas a Holanda y Dinamarca, se hallaban de camino a la capital. Además, nadie había pensado en informarle de que el mortero gigante Karl, que había utilizado para destruir Sebastopol, había llegado a la región de Soissons y estaría en París dentro de dos días como máximo.

Ignorando la llegada inminente de estos refuerzos, Choltitz sólo vio un modo de salir del aprieto: precipitar la entrada de los aliados en París. Descolgó su teléfono y rogó al cónsul de Suecia, Raoul Nordling, que le visitara con la mayor urgencia. Hacía varios días que el diplomático intentaba impedir que París se convirtiera en un campo de batalla.

—El cónsul apenas pudo contener la sorpresa cuando le propuse ir al encuentro de los aliados —nos contó Choltitz con un fulgor de malicia en la mirada.

Mientras acompañaba hasta la puerta al visitante, el general alemán le había cogido la mano. «Apresúrese, señor cónsul —le suplicó—. Dispone de veinticuatro horas, tal vez cuarenta y ocho. Después ya no puedo garantizarle qué ocurrirá aquí».

Víctima de un incidente cardíaco en el instante de la salida, Raoul Nordling pidió a su hermano Rolf que cruzara las líneas en su lugar, provisto de un salvoconducto del comandante del Gross Paris. Y al día siguiente por la tarde, al término de un fantástico avance, los primeros carros de los libertadores llegaron a la plaza del Ayuntamiento, saludados por el carillón de todas las campanas de París.

Choltitz cenaba con algunos miembros de su estado mayor en el primer piso del hotel Meurice cuando oyó de repente el estruendo de las campanas.

«Vi un relámpago de sorpresa en varios rostros —nos relató—. Irritado, pregunté si uno solo de los comensales de esta cena esperaba otro desenlace. “Parecen asombrados —dije—. Pues ¿qué esperaban? Después de los años que llevan dormitando aquí, en su pequeño mundo de ensueño, ¿qué saben realmente de la guerra? ¿Acaso ignoran lo ocurrido en Alemania, en Rusia y en Normandía? —Di rienda suelta a mi indignación—. Caballeros, les anuncio lo que la dulce vida de París parece haberles ocultado: Alemania ha perdido esta guerra y nosotros la hemos perdido con ella”.

»Estas palabras pusieron un fin brutal a la alegría ficticia de nuestra cena de despedida —prosiguió Choltitz—. Entonces me retiré a mi despacho y llamé por teléfono al grupo de ejércitos B, del que dependía directamente la guarnición de París. Acababa de recibir la confirmación de que una vanguardia aliada había penetrado hacía un instante en el centro de París. Sabía que al amanecer, detrás de esta vanguardia, surgiría el grueso de las tropas enemigas. Reconocí al otro extremo del hilo la voz del general Speidel, el jefe de estado mayor, un antiguo profesor de filosofía.

»—Buenas noches, Speidel —le dije—, tengo una sorpresa para usted. Escuche bien, por favor. —Acerqué el auricular a la ventana abierta de par en par a la noche que llenaban los carillones—. ¿Lo oye? —pregunté con impaciencia.

»—Sí —me respondió—, son las campanas, ¿verdad?

»—En efecto, Herr General, son las campanas de París que tocan al vuelo para anunciar a la población la llegada de los aliados.

»Sentí un silencio turbado. Speidel no era un fanático. Él también sabía que la destrucción de París no podía cambiar el desenlace de la guerra. Le informé de que, conforme a las instrucciones, había terminado los preparativos de destrucción de los puentes, las estaciones de ferrocarril, las instalaciones de agua, gas y electricidad y los edificios ocupados por el ejército alemán.

»Le pregunté si tenía una última orden que darme. Speidel me contestó que no.

»—En tal caso, mi querido Speidel, sólo me queda decirle adiós —le dije—. Permítame confiar a su protección a mi mujer y mis hijos que se encuentran en Baden-Baden.

»—Cuente conmigo —me respondió—.

»Parecía muy emocionado».

* * *

Conforme a las órdenes del comandante del Gross Paris, los diferentes puntos de apoyo alemanes, delante y dentro de París, opusieron durante toda la mañana del día siguiente una viva resistencia al avance de las columnas aliadas.

«No era mi intención entregar la ciudad sin combatir —nos declaró Choltitz—. Habría sido contrario a mi honor de soldado. Pero quería evitar destrucciones inútiles y pérdidas entre la población. De todas maneras, la suerte estaba echada. Mi única preocupación era que mis soldados cayeran en manos de tropas regulares y no en las del populacho».

* * *

La rendición del general Von Choltitz y de todas las fuerzas bajo su mando la tarde del 25 de agosto de 1994 hizo enmudecer el ruido de la batalla en las calles de París. Pero dicha rendición no había hecho desaparecer los peligros que todavía pesaban sobre la ciudad debido a la voluntad destructora de Hitler. Al día siguiente, 26 de agosto, cuando se terminaban los preparativos para el desfile triunfal del general De Gaulle por los Campos Elíseos, el general Jodl, jefe de estado mayor del Führer, llamó por teléfono al mariscal Model, comandante en jefe del Oeste, a su cuartel general de Margival, a un centenar de kilómetros al este de París. Deseaba transmitirle personalmente la orden de Hitler de proceder inmediatamente al bombardeo de París por todas las rampas de lanzamiento de armas V1 y V2 dispersas en el Pas de Calais, el norte de Francia y Bélgica.

Por fortuna, el intratable mariscal Model estaba ausente. Respondió su adjunto, el general Speidel, con quien Choltitz había conversado la noche anterior a su rendición. Speidel aseguró a Jodl que las instrucciones del Führer sería retransmitidas al marcial Model en cuanto regresara. Pero no hizo nada. Juzgando que semejante bombardeo sería un acto insensato ahora que París había caído, Speidel se abstuvo al final de comunicar la orden de Hitler a su superior, salvando a la capital de una terrible matanza. Siete días más tarde fue arrestado por la Gestapo.

* * *

Al cabo de cuatro años de trabajo, terminamos el libro. Faltaba encontrarle título. Aquel a quien se lo pedimos prestado nunca podía reclamamos derechos de autor.

Una tarde de invierno de 1963, mientras tomaba un whisky en compañía del general Walter Warlimomt, antiguo jefe del estado mayor adjunto de la Wehrmacht, éste me contó que había vivido todos los dramáticos días de agosto de 1944 al lado del Führer en su «Guarida del Lobo», en Prusia oriental. Había asistido a todas las conferencias estratégicas cotidianas, tanto para el frente del oeste, como para las operaciones en el este. Cada noche antes de acostarse aquel hombre meticuloso transcribía en su diario los sucesos de que había sido testigo durante el día. Había conservado este cuaderno con tapas de piel en un rincón de su biblioteca. En la fecha del 25 de agosto de 1944 pude leer: «15 horas, primera conferencia estratégica. Un oficial trae el informe de operaciones del grupo de ejércitos B hasta el mediodía. Anuncia que las fuerzas aliadas han llegado al mismo centro de París, donde atacan nuestros puntos de apoyo con su artillería e infantería. El Führer monta en una de sus cóleras, que ya son familiares en él. Se vuelve hacia el general Jodl y vocifera que desde hace días no deja de ordenar que la capital francesa sea defendida hasta el último hombre. Repite que el abandono de la defensa exterior de París amenaza con provocar la dislocación de todo el frente del Sena. Se agita en un acceso de rabia. Grita que ha dado las órdenes necesarias para que la ciudad sea destruida. ¿Han sido ejecutadas estas órdenes? Entonces golpea la mesa con un violento puñetazo y aúlla: “Brent Paris?” ¿Arde París?»

Esta terrible pregunta se convirtió en el título de nuestro libro.

«¡Mierda, han vuelto!»

Aparecido en Francia en junio de 1964, casi veinte años justos después de la Liberación, ¿Arde París? se convirtió enseguida en uno de los libros piloto de la colección «Aquel día» creada por nuestro editor Robert Laffont. Como Larry y yo mismo esperábamos cuando nos lanzamos a esta aventura literaria en dos lenguas, Is Paris burning?, publicado en Nueva York por Simon & Schuster, saltó a la cabeza de la lista de best-sellers del New York Times. Con posterioridad, el libro fue traducido y publicado en una treintena de países, alcanzando un tiraje global de unos cinco millones de ejemplares.

En 1966, dos años después de la publicación francesa, invitamos al antiguo comandante del Gross Paris a volver a la ciudad que Hitler le había ordenado defender hasta la muerte, tras haberla transformado «en un campo de ruinas». El momento más emocionante de este regreso se produjo en el balcón del hotel Meurice, ante la vieja mesa escritorio. Evocando la escena ocurrida en este mismo balcón, cuando el alcalde de la capital, Pierre Taittinger, le había suplicado que salvase a París, señalé al general la admirable perspectiva que se extendía ante nosotros. Collins le recordó el patético llamamiento que le había dirigido el alcalde de París en agosto de 1944.

El general Dietrich von Choltitz murió unos meses después de este viaje, sin haber visto la superproducción cinematográfica de cincuenta estrellas que René Clément rodó, basándose en nuestra obra, por las calles de París. Su personaje, encamado en la pantalla por el actor alemán Gert Froebe, nos pareció más auténtico que el original. Durante todo un verano, las cámaras de Clément se pasearon por la capital para filmar en los decorados auténticos las escenas más destacadas narradas en el libro. A fin de evitar demasiadas molestias a los parisienses, las escenas se rodaron de madrugada. La plaza de la Concordia, donde el tanque Sherman de Yves Montand debía embestir un Panzer alemán, fue cerrada al tráfico durante una mañana entera. Encontrando que la boina negra del personaje que encamaba, el tanquista bretón Marcel Bizien, no le favorecía, Montand exigió un casquete: capricho de actor que suscitó más tarde las protestas indignadas de los veteranos del regimiento 501 de carros de combate, la unidad en la cual yo mismo había cumplido una parte de mi servicio militar.

Emprender el rodaje de ¿Arde París? en las mismas calles de la capital fue uno de los retos más locos de la historia del cine. No olvidaré nunca la primera escena realizada por Clément hacia las seis de la mañana. Soldados alemanes, con casco, cargados de granadas y metralletas, transportaban cajas de dinamita para minar la tumba de Napoleón. Satisfecho de esta primera secuencia, Clément envió a sus actores a tomar un café al Bistrot Le Vauban situado justo enfrente de la tumba de los Inválidos. La estupefacción de la patrona al ver a aquellos soldados nazis comparecer en su casa, dejar sus metralletas sobre el mostrador y reclamar «Un petit crème» con acento parisién permanecerá grabada para siempre en mi memoria.

Unos instantes después, cuando esos mismos «alemanes» volvían a su lugar de rodaje, fui testigo de una escena aún más surrealista. Al ver a todos esos «boches» en medio de la avenida, un cartero parisién, que pasaba por allí contoneándose sobre su bicicleta, lanzó un grito: «¡Mierda, han vuelto!», dijo, antes de caerse al suelo, fulminado por la sorpresa.

El estreno cinematográfico de ¿Arde París? tuvo lugar una noche de octubre de 1966 en el curso de una gran gala en el Palais Chaillot en presencia de todos los actores y de casi todos los personajes interpretados por ellos. Desde lo alto de la torre Eiffel iluminada por los haces multicolores de los proyectores, Mireille Matthieu cantó Paris en colère al son de la música de la película, compuesta por Maurice Jarre. A los millares de parisienses aglomerados en los jardines del Campo de Marte, el puente del Sena y la plaza de Trocadero, la capital les ofreció unos suntuosos fuegos artificiales. Sentados en un palco al lado de la mariscala Leclerc, el general Koening, Jacques Chaban Delmas, el coronel Rol y tantos otros héroes de la epopeya, Larry y yo parecíamos dos colegiales en un reparto de premios.