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Don Quijote y veinticinco piratas
contra los tiranos

Quinientos periodistas del mundo entero habían invadido los hoteles del puerto brasileño de Recife como una nube de saltamontes. Incluso China había enviado a reporteros y fotógrafos. La causa de esta formidable movilización mediática era un hecho distinto de lo que el mundo había conocido nunca: el secuestro en alta mar de un paquebote portugués, el Santa Maria, con sus seiscientos treinta pasajeros y trescientos noventa tripulantes.

El autor de esta increíble hazaña, el capitán Henrique Galvão, de 67 años, era un antiguo militar y administrador de las colonias africanas de Portugal. Por este acto de piratería, el oficial y su pequeña banda de revolucionarios portugueses y españoles de boinas negras querían atraer la atención del mundo hacia las tiranías fascistas que aún sometían a sus dos países. Habían esperado poder conducir su navío a Angola, para fomentar allí un levantamiento a fin de acabar con las dictaduras de Lisboa y Madrid. Su tentativa había fracasado. Rodeado de una jauría de barcos de guerra norteamericanos, el Santa Maria navegaba frente a las costas brasileñas en espera de desembarcar a sus rehenes. Nadie sabía dónde y cuándo se operaría esta liberación, ni cómo terminaría la aventura del capitán y de sus compañeros. Todas las policías de Brasil estaban en pie de guerra y corría el rumor de que un comando de la siniestra PIDE, la policía política portuguesa, había llegado de Lisboa para liquidar a Galvão en cuanto bajara a tierra.

Yo formaba parte de la horda de periodistas que se había abatido sobre Recife para cubrir este acontecimiento espectacular. La misión que me había confiado el redactor en jefe de Paris Match era de una extrema sencillez. Todos los redactores en jefe de todas las otras revistas habían confiado la misma a sus enviados especiales: realizar un reportaje fotográfico a bordo del barco y obtener del jefe de los piratas el relato exclusivo de su extravagante aventura. Un buen mozo alto y rubio, cargado de cámaras fotográficas, me esperaba en el aeropuerto. Veterano de la guerra de Indochina y de media docena de otros conflictos y revoluciones, especialista en misiones muy difíciles, Charles Bonnay, veintiocho años, era un fotógrafo estrella de nuestra profesión. Su sola presencia indicaba que yo no llegaba a Brasil para un viaje de recreo.

—¿Sabes dónde se encuentra ese maldito capitán con su barco? —pregunté ingenuamente.

Charles lanzó una carcajada. La blancura de sus dientes brillaba en su rostro bronceado.

—En alguna parte de alta mar. A cien o ciento cincuenta millas de aquí. La marina norteamericana se niega a facilitar la menor información. Tendremos que encontrarlo por nuestra cuenta.

Esta audaz sugerencia nos condujo al puerto de Recife para intentar alquilar un barco de pesca. El yate de Aristóteles Onassis nos habría costado menos dinero que el viejo langostero a bordo del cual pasamos el día entero vomitando la primera papilla en una marejada de cuatro metros de altura sin divisar ningún signo del paquebote pirata. Una mañana, en el colmo de la impaciencia, Charles me cogió del brazo.

—Consígueme un paracaídas. Buscaremos el barco por avión y saltaré sobre él.

—¿Un paracaídas? —repetí, incrédulo.

Sabía que Bonnay había participado en operaciones aerotransportadas en Tonquín y en Egipto durante la expedición de Suez, pero la idea de lanzarlo desde el cielo al puente de un buque se me antojó totalmente loca.

—¿Y los tiburones? —pregunté con inquietud—. La zona está infestada.

Bonnay rechazó la objeción con desprecio.

—No pueden ser peores que los viets.

Localizar al Santa Maria en avión y subir a bordo en alta mar era, sin duda, nuestra mejor posibilidad de vencer a los fotógrafos de la competencia. Partimos, pues, en busca de un paracaídas. Así que nos encaminamos a la base aérea local. Un coronel bajo con galones nos recibió efusivamente. Era el comandante de la base. Nuestra petición pareció divertirle muchísimo.

—Voy a prestarle mi paracaídas personal —declaró a Charles—. ¿Cuánto pesa usted?

—¡Noventa kilos! —contestó mi camarada, que olvidaba los kilos ganados desde su llegada en los bares brasileños.

—¿Noventa kilos? Es una contrariedad. Yo sólo peso sesenta y cinco kilos y el velamen de mi paracaídas corresponde a este peso. Correría el peligro de caer un poco deprisa.

—No tiene importancia —replicó Charles—. El agua amortiguará la caída.

Nos llevamos el paracaídas del pequeño coronel y partimos a la búsqueda del aeroclub de Recife para alquilar un avión. Por el camino, obligué a Charles a detenerse ante una droguería, donde compré un gran cuchillo de cocina.

—Por lo menos, podrás cortar las correas del paracaídas si caes en el agua —dije, ofreciéndole el instrumento.

—Piensas en todo —se asombró mi camarada.

—Espera, tengo otra cosa.

Se trataba de un gran sobre de celofán que contenía un polvo rosado muy fino.

—¿Qué es esto? —inquirió Charles, intrigado—. ¿Caballo?

—No, polvo antitiburones. Lo repartes por el agua a tu alrededor y los bichitos se largan a toda velocidad. El tipo me ha jurado que era radical durante cinco o seis minutos. Justo el tiempo de salir del agua, porque después los tiburones vuelven con más ferocidad aún.

El fotógrafo asintió con una leve sonrisa sarcástica.

Los enviados de Life, del New York Times, del Washington Post, del Asahi de Tokio y de varias otras grandes revistas ya habían saqueado los mejores aviones del aeroclub. Sólo quedaba un viejo Piper deslucido. Su piloto, un negro atlético que se parecía a Cassius Clay, nos aseguró que era capaz de cruzar el Atlántico de un golpe de ala. Exigió quinientos dólares, pagaderos por adelantado, por dos horas de exploración a lo largo del litoral.

Charles se colocó el arnés de su paracaídas, fijó las correas y se sujetó en torno a la pierna derecha el maletín estanco que contenía su material fotográfico. Lo miré con inquietud: su peso aceleraría aún más la caída de mi camarada.

El mar era de un azul casi negro, irisado aquí y allí por regueros de espuma blanca. Aparte de un petrolero de escaso tonelaje y algunos cargueros, no se veía ni la sombra de un paquebote en el horizonte. Pronto estuvimos completamente solos sobre la inmensidad, sin ningún punto de referencia. La tierra había desaparecido. Yo espiaba nerviosamente el ronroneo del motor. Transcurrió una hora. El piloto anunció que daba media vuelta. Enseguida, el avión inició un viraje hacia la derecha. Entonces Charles exhaló un grito.

—¡Mira!

El Santa Maria estaba allí, como una monumental catedral, con su gran chimenea amarilla estriada de rayas verdes y rojas. A varios centenares de metros lo escoltaba un destructor de la Marina estadounidense. Charles indicó al piloto que perdiera altitud y diera vueltas en torno al paquebote. Distinguí a unos pasajeros haciéndonos grandes señales. El barco había sido rebautizado. Su nuevo nombre estaba pintado con enormes letras rojas en la cubierta corrida del puente superior. Se llamaba Santa Libertade.

Charles examinó atentamente el estado del mar. Era liso como un espejo, lo cual indicaba una ausencia casi total de viento. Si saltaba en vertical sobre el buque, habría incluso buenas posibilidades de aterrizar directamente sobre el puente superior. Hizo una seña al grueso negro para que tirase un poco de la palanca, ya que el avión debía volar a la altura suficiente para dar tiempo de abrirse al paracaídas. La flema de mi camarada me maravilló. La idea de caer en el mar infestado de tiburones no parecía ocurrírsele siquiera.

Los puentes y las crujías del paquebote se habían llenado de gente. Algunos agitaban banderas y pancartas. Una de éstas decía: «Libremos de los fascistas a España y Portugal». Cierta efervescencia parecía reinar igualmente a bordo del destructor estadounidense.

—OK, amigo. ¡Hasta la vista en Recife! ¡Pon a enfriar el champaña!

Con estas palabras, Charles saltó al vacío. Exhalé un suspiro de alivio a la vista de la corola blanca que se abrió casi en el acto, justo en la vertical del buque. El descenso me pareció terriblemente rápido. ¿Y si se caía dentro de la chimenea? Vi a Charles tirar de sus tirantes y tuve la impresión de que la caída se lentificaba un poco. Pero quizá sólo era una ilusión. Me clavé las uñas en las palmas. Me pareció que los últimos metros pasaron a la velocidad del rayo. Abajo, la gente agitaba los brazos con creciente frenesí. Unos segundos más y mi camarada se aplastaría sobre el puente. Una visión de pesadilla. De improviso, la corola blanca desapareció de mi vista. Exploré con la mirada las estructuras del buque y después el mar que lo rodeaba. Por fin volví a encontrarla, flotando sobre las olas entre el Santa Maria y el navío de guerra norteamericano. ¡Uf!

Lo que vi entonces desde lo alto de mi pequeño cacharro se grabaría para siempre en mi memoria. La velocidad de la caída y el peso del maletín habían arrastrado a Charles a varios metros de profundidad. Excelente nadador, reapareció en la superficie al cabo de pocos segundos. Pero el peso del paracaídas mojado amenazaba con arrastrarle hacia el fondo del mar. Los pasajeros le animaban a gritos. El capitán Galvão había hecho bajar inmediatamente una lancha al mar. El comandante del destructor norteamericano le había imitado y las dos embarcaciones navegaban velozmente en socorro del náufrago. Uno de los marineros americanos se mantenía de pie en la proa de su chalupa con un fusil apuntando al mar, listo para disparar contra el primer tiburón que mostrara intención de acercarse. Yo seguía con el corazón palpitante la carrera de los dos barcos en dirección a Charles. Se habría dicho que disputaban una competición. Pero la lucha era desigual. Los bíceps de los marineros portugueses no podían rivalizar con el potente motor de la lancha de la Navy. Imaginé la rabia, la frustración, el desespero de mi camarada al ver aproximarse hacia él a esos salvadores con gorras blancas a punto de quitarle su exclusiva por pocos segundos. Le vi incluso dar un puntapié a su lancha para apartarla. Era inaudito. Más tarde supe que había gritado a los americanos: «Go away! ¡Largaos!»

El destructor había bajado al agua una segunda lancha equipada con ganchos y bicheros. A pesar de su valentía, Charles iba a ser capturado como un vulgar pez espada. Esquivando sus puñetazos e incluso su cuchillo de cocina, cuatro marineros lograron por fin cogerle e izarle a bordo de su embarcación. Fue transferido en el acto al buque de guerra. Le dieron ropa seca. Después, tras haber confiscado sus aparatos, el comandante mandó encerrar al enviado especial de Paris Match en la cárcel de a bordo.

* * *

Los americanos no liberaron a mi infortunado compañero. No hasta la llegada del paquebote pirata al puerto de Recife al cabo de tres días. Yo estaba completamente decidido a vengarme. Llevaba dos mil dólares escondidos en billetes pequeños que me proponía ofrecer al capitán Galvão a cambio del relato exclusivo de su captura del Santa Maria. Pero atracado en el muelle, el paquebote era de un acceso aún más difícil que en alta mar. Después del desembarco de los pasajeros y la tripulación, decenas de policías brasileños lo habían rodeado de un cordón infranqueable. El jefe de los piratas se había quedado a bordo con sus hombres. Corría el rumor de que tenía intención de llevar el barco a alta mar para barrenarlo y perecer con él. Centenares de periodistas impacientes se apiñaban contra las barreras de seguridad, dispuestos a todo para subir a bordo y entrevistar y fotografiar al héroe de esta aventura rocambolesca.

—Sería preciso agenciarse un disfraz —declaró Charles, siempre adelantándose con una idea.

Apenas había pronunciado estas palabras cuando un furgón de bomberos se paró a nuestro lado. Dos chaquetas de cuero y rutilantes cascos pendían de una ventana. Intercambiamos una mirada de complicidad y apenas diez segundos nos bastaron para endosarnos ese providencial atuendo. Franquear los controles y subir por la escala real dejó de tener dificultad alguna. ¿Quién osaría impedir hacer su ronda a unos bomberos? Aunque sus botas de bomberos fueran unos mocasines de Gucci…

Encontramos al «capitán pirata» en el bar de las primeras clases sorbiendo tranquilamente un whisky con soda con su jefe de estado mayor. Los «corsarios» que le rodeaban parecían más pañoleros mal afeitados que héroes de una cruzada revolucionaria. En cambio, Galvão nos impresionó por su prestancia. Alto y flaco, con el rostro iluminado por una mirada de un azul acerado bajo tupidas cejas, tenía el aire de un condotiero del Renacimiento. Sus cabellos apenas grises, peinados hacia atrás con elegancia, le hacían parecer más joven de lo que era. Lo que más llamaba la atención era la mezcla de autoridad y distinción que denotaban su frente alta, su mentón enérgico y sus finos labios. A Velázquez o Philippe de Champaigne les habría complacido pintar a este personaje viril y romántico al mismo tiempo. Su vida había sido una sucesión de aventuras inspiradas por pasiones diversas.

* * *

Nacido en esas orillas del Tajo que a tantos exploradores habían procreado, Henrique Galvão abrazó a los veinte años la carrera de las armas. Pero la vida militar se le antojó muy pronto demasiado asfixiante a este carácter impetuoso devorado por ideas libertarias. Creyendo combatir por una causa justa y pura, diez años más tarde participó en un golpe militar que barrió una república decadente y corrompida para llevar al poder a un oscuro pero íntegro profesor de economía de la Universidad de Coimbra llamado Antonio Oliveira Salazar. Su recompensa fue un puesto de gobernador de una provincia de Angola, a la sazón la perla del imperio colonial africano de Portugal. Seis años de una sinecura dorada que habían hecho del joven oficial un temible fusil de caza —se decía que había matado un centenar de elefantes y por lo menos ciento cincuenta leones— y uno de los escritores portugueses más prolíficos. Aprovechando las largas veladas, había devorado centenares de obras literarias y aprendido el francés, el español, el inglés y una media docena de otras lenguas y llenado su memoria con miles de versos de Virgilio, Byron, Goethe y Hugo. Manejando la pluma con tanto acierto como la carabina, había probado todos los géneros, produciendo tanto novelas como relatos, obras de teatro e incluso dramas en verso. Pero sobre todo la experiencia africana había permitido al joven oficial enamorado de la justicia y la libertad descubrir las infamias de un sistema colonial esclavista y corrompido. Oficialmente, Portugal no tenía imperio sino sólo provincias de ultramar. Estas provincias representaban veinte veces el tamaño de la metrópoli. Eran los territorios del África negra más vastos poseídos jamás por el hombre blanco. Sus gigantescas plantaciones de café y de algodón en manos de un puñado de colonos, sus minas de diamantes, cobre y manganeso, sus recursos en marfil, en pieles, en maderas preciosas proporcionaban a varios privilegiados de la metrópoli riquezas que ninguna otra nación colonial obtenía de su imperio. A las críticas, los portugueses respondían que sus provincias de ultramar no practicaban ninguna segregación entre comunidades negras y blancas. Los matrimonios interraciales no estaban prohibidos, y ningún hotel negaba una habitación a un africano a causa del color de su piel. Con la condición de hablar portugués, vestir a la europea y pagar impuestos, todo africano podía incluso reivindicar la calidad de assimilado y gozar de los mismos privilegios que los blancos venidos de la metrópoli. Tales eran por lo menos los principios, ya que la realidad, como debía de advertir Galvão, era bien diferente. Menos de uno entre cien negros de Angola y Mozambique era considerado oficialmente un assimilado y tratado como tal. Los noventa y nueve restantes sufrían condiciones de vida y de trabajo próximas a la esclavitud. El analfabetismo afectaba a la casi totalidad de la población indígena. No existía ni una sola escuela superior en toda el África portuguesa. Ascendido a inspector de la administración colonial, Galvão no había cesado de denunciar estas carencias. Pero sus informes acusadores eran regularmente enterrados por un poder que no apreciaba mucho las críticas.

Desanimado, recurrió directamente a los diputados del Parlamento de Lisboa. Sus revelaciones sobre las complicidades de la administración colonial con los traficantes de esclavos causaron sensación. El poder se vengó duramente. Retirado forzosamente, Galvão tuvo que abandonar África. La sanción reforzó su voluntad de combatir con todas sus fuerzas la dictadura de aquel a quien había contribuido a llevar al poder. Inició una carrera de justiciero y revolucionario. Pero la PIDE, la policía política de Salazar, vigilaba estrechamente a los opositores del régimen. En el curso de un registro en casa del ex gobernador, sus agentes descubrieron en el fondo de un jarrón chino un documento que exponía minuciosamente el mecanismo de un golpe destinado a destituir al jefe del Estado. El texto estaba escrito a mano por el propio Galvão. Aunque pretendió que se trataba de una obra de teatro cuya acción se desarrollaba en un país imaginario, el pretexto era demasiado perfecto para no impedir definitivamente a su autor el ejercicio de cualquier actividad molesta. Henrique Galvão fue encerrado en un calabozo de la prisión fortaleza de Caixas. Pretextando locura, consiguió ser trasladado a un hospital psiquiátrico. Burlando la vigilancia de sus guardianes, recibió allí a muchos amigos y simpatizantes políticos, sin olvidar a varias mujeres hermosas sensibles al encanto de este revolucionario tan distinguido.

Dieciocho meses después se escapó apoderándose de la bata blanca de un médico. Disfrazado después de repartidor, fue a llamar a la puerta de la embajada de Argentina para pedir asilo político. El dictador Salazar dejó escapar a aquel incorregible adversario. «¡Que vaya a hacerse olvidar lo más lejos posible!», declaró.

Era conocer mal al personaje. Apenas llegado al otro lado del Atlántico, Galvão dirigió al dictador de Portugal una carta abierta reproducida por numerosas publicaciones internacionales.

«Me he evadido de tus garras, mi querido Salazar —decía—, de tus odios feroces, de tu Gestapo todopoderosa, de tus jueces y tribunales especiales, de tus tiranuelos enriquecidos, de tus mercenarios idólatras, de tu ejército de ocupación, de tus prisiones y campos de concentración, de tu feria de favores, de tus discursos sin respuestas y de tus mentiras magistrales».

A continuación Galvão interpelaba a Salazar sobre el balance de un régimen que, afirmaba, había «reducido a un pueblo sencillo y amable a la miseria moral y material de los pueblos de los países totalitarios». Denunciaba el nivel de vida más bajo de Europa, una administración corrupta, un ejército sin valor moral ni espíritu militar, un gobierno de mediocres, una política colonial feudal.

«Tenemos la ilusión de vivir en paz —concluía—, pero esta paz, como la de Rusia y sus satélites, es la paz de los rebaños y de los cementerios».

El autor de esta requisitoria no se hacía ilusiones. Sabía que haría falta mucho más que una carta abierta para romper el silencio en torno a la dictadura y arengar a los portugueses y al resto del mundo a la movilización. Sólo una operación espectacular podría acabar con la tiranía. La captura del Santa Maria y de sus seiscientos pasajeros fue el instrumento de esta esperanza.

El pirata secuestrado

La repentina irrupción de dos periodistas disfrazados de bomberos en el bar de su buque pareció divertir al capitán pirata y sus compañeros. Después de aceptar un whisky, expliqué en francés a Henrique Galvão el objeto de nuestra presencia y me saqué del bolsillo un fajo de billetes.

—Capitán, ¿me permite ofrecerle estos dos mil dólares a cambio del relato exclusivo de su captura del Santa Maria? —le dije.

—De acuerdo —dijo en francés—. Le concederé la exclusiva de mi testimonio, pero me gustaría que pudiéramos hacerlo en otro lugar. Aquí nos arriesgamos a que nos molesten.

La idea de poder escamotear en mi provecho al hombre perseguido por toda la prensa, buscado por todas las policías de Brasil y Portugal, se me antojó completamente delirante.

—Puedo ofrecerle la hospitalidad de mi modesta habitación de hotel —dije enseguida.

—No necesitamos nada más —accedió el portugués.

Entonces conduje al capitán al puente para que Charles pudiera borrar, mediante una espectacular serie de fotografías, su fallida intentona de subir a bordo en alta mar. Después, gracias a la complicidad de los piratas, abandonamos discretamente el barco ocultos en un bote con toldo. Una hora más tarde, un taxi nos dejó frente a mi hotel. Como todas las habitaciones de los grandes hoteles de Recife habían sido tomadas al asalto, yo había tenido que alojarme más lejos, a unos veinte kilómetros del centro, en un establecimiento de segunda categoría que llevaba el bonito nombre de Boa Viagem —Buen Viaje—. No me podía llegar a creer que hubiera conseguido secuestrar a uno de los piratas más célebres de la historia.

Sin embargo, la partida aún no estaba ganada. En primer lugar, porque estaba casi ciego. Un insecto me había picado en el ojo derecho, provocando una infección muy dolorosa. Galvão se apoderó del frasco de colirio y me cuidó él mismo. Diez veces en el curso de la noche renovó estos cuidados sin los cuales me habría resultado difícil recoger su relato. Pero esta dolencia pasajera me preocupaba menos que un misterioso vaivén de pasos por el pasillo. Estos pasos se detenían cada dos o tres minutos ante la puerta de mi habitación. Entonces, en el rayo de luz que se filtraba del exterior aparecían las puntas de unos zapatos negros. Tenía la impresión de que una oreja se pegaba contra el tabique para escucharnos. ¿Se trataba de un agente de la policía política de Salazar? Mi habitación era muy propicia para una de esas discretas ejecuciones a las que tan acostumbrados están los servicios secretos. Bastaba derribar la puerta de un golpe de hombro y disparar con una pistola equipada con un silenciador. Como a los asesinos no les gustan los testigos, mi liquidación estaba prácticamente asegurada.

Participé mi inquietud a mi invitado, pero sólo obtuve un encogimiento de hombros indiferente. «Haciéndome asesinar, Salazar pondría a Brasil en un grave aprieto. Le creo demasiado inteligente para esta metedura de pata».

La voz cálida y aterciopelada del capitán portugués tenía un tono tan persuasivo que acabé por olvidar el peligro. Hablaba un francés pulido que embellecía a su gusto con subjuntivos y expresiones raras y refinadas. Su dicha de poder expresarse en la lengua de sus ídolos, Voltaire y Hugo, estallaba en cada frase.

* * *

—Era un hombre solo, sin un céntimo, sin apoyo político, sin relaciones, sin amigos —empezó—. Argentina me había concedido asilo político, prohibiéndome toda actividad contra el régimen de Lisboa. No podía ir a Brasil, donde Salazar me había hecho declarar «persona non grata». Por consejo de dos compatriotas exiliados, al final fui a instalarme en Caracas, Venezuela, donde encontré algunos portugueses de buena voluntad dispuestos a sumarse a mi combate, y un pequeño grupo de republicanos españoles que habían huido de su país después de la guerra civil. Les propuse la creación de un Movimiento Ibérico de Liberación que sería una réplica del pacto que Salazar había concertado con Franco. Pero ¿para hacer qué? Europa estaba lejos y la opinión mundial se desinteresaba totalmente de nuestra causa. Soñaba con la acción. Pero ¿qué acción? Pronto me quedé sin dinero para pagar el alquiler. Me acogieron unos amigos. Encontré un pequeño trabajo de administrativo en una sociedad inmobiliaria. Ganaba mil bolívares al mes, dos veces menos que lo que costaba una metralleta de ocasión.

»Una mañana en que me sentía particularmente torturado por las dudas, me fijé en varias líneas perdidas en medio del Diario de Caracas, el principal rotativo de Venezuela. Este entrefilete anunciaba que el paquebote portugués Santa Maria había arribado al puerto de La Guaira, la escala que hacía todos los meses con ocasión de su crucero entre Lisboa, Venezuela, Curaçao y Miami. De repente, se inflamó mi imaginación. Si pudiéramos apoderamos de este buque y conducirlo hasta África para reclutar allí un ejército de liberación, podríamos derrocar a Salazar y a Franco. El mundo entero se pondría en alerta. Los movimientos de oposición portugueses y españoles se verían obligados a entrar en acción. En suma, sería un formidable electrochoque capaz de reanimar la confianza de mis compatriotas en una próxima liberación. Decidí, pues, apoderarme del Santa Maria

»Envié a mis hombres en busca de todas las informaciones posibles. Se disfrazaron de descargadores de muelle y subieron a bordo del Santa Maria durante la escala siguiente. Estudiaron cada uno de los puntos que nos interesaban: ¿cuáles eran los recursos de combustible del buque? ¿Dónde se aprovisionaban de víveres, de agua dulce, de fuel-oil? ¿Cuál era el número aproximado de pasajeros en cada viaje? ¿Cuáles eran las opiniones políticas de la tripulación? ¿Había agentes de policía secreta a bordo? ¿Disponían de un plan para hacer frente a una amenaza del exterior? ¿Existían puertas blindadas para impedir el acceso a la pasarela? Mientras tanto, yo, haciéndome pasar por un honorable abuelo deseoso de ofrecer un crucero marítimo a mis nietos, fui a procurarme a la sede local de la compañía de navegación todos los folletos y planos disponibles. La compañía había cometido incluso la imprudencia de mandar hacer una monumental maqueta del Santa Maria, que había expuesto en medio del vestíbulo de la agencia de viajes Hulton, en pleno centro de Caracas. Con los ojos disimulados detrás de gruesas lentes negras y la cabeza oculta bajo una colección de sombreros, de formas y colores siempre diferentes, examiné día tras día esta representación del Santa Maria para impregnarme de la configuración de la estructura hasta el más ínfimo detalle. Esas horas de observación minuciosa ante la réplica del buque serán siempre uno de mis recuerdos más emocionantes».

Cuatro viejos fusiles para la piratería del siglo

—Por fin, un día subí a bordo —continuó Galvão—. Con mis alpargatas y mi camiseta de flores, tenía el aspecto de un perfecto turista. Pude pasearme de una punta a otra del buque durante dos horas sin que nadie notara mi presencia. Subí hasta el puente de mando. Estaba desierto. Durante unos segundos, incluso empuñé el timón. Después bajé al puente de más abajo y vislumbré al comandante en su camarote, discutiendo con uno de sus oficiales.

»El buque tenía ocho puentes. Era suficiente ocupar las dos estructuras superiores, es decir, el puente de la timonera y de la cabina de radio y el de los camarotes de los oficiales, para hacerse con el mando total del navío. Sólo dos escaleras accedían a las estructuras sensibles. Dos hombres armados colocados al pie de cada una de ellas impedirían cualquier contraataque. Abandoné el Santa Maria convencido de que su captura sería un juego de niños.

»En cambio, para reunir, equipar y armar el comando de la operación Dulcinea —cien hombres por lo menos— necesitaba al menos treinta mil dólares. Ahora bien, la miserable hucha que acumulaba desde hacía meses no representaba ni un tercio de esa suma. Me vi obligado a reducir nuestros efectivos a veinticinco hombres solamente. Nuestro armamento era ridículo. Comprendía una metralleta Thompson que nos había costado trescientos dólares, una pistola ametralladora muy usada que debía de haber petardeado en todas las revoluciones de América del Sur; cuatro fusiles viejos; seis revólveres y apenas el mismo número de granadas.

»El problema crucial lo constituyó la compra de los billetes del viaje. Un pasaje de tercera clase de Venezuela hasta Lisboa costaba ochocientos bolívares, casi doscientos dólares. Tres días antes del día D, nos faltaban seiscientos dólares para comprar los tres últimos billetes. Tuve que aplazar la operación Dulcinea hasta el mes siguiente.

»Por fin llegó el día de la operación. Uno solo de entre nosotros debía subir a bordo sin billete. Era yo. Mi nombre era demasiado conocido. Su sola mención en una lista de pasajeros podía alertar a las autoridades y hacer fracasar la operación. Para estar seguro de que nadie me reconociera, decidí camuflarme con un bigote falso y no subir a bordo hasta la escala de Curaçao, unos minutos antes de que el Santa Maria levase anclas con rumbo a Miami. Tomé, pues, un avión hacia la pequeña isla holandesa a fin de esperar allí el paso del buque.

»En cuanto a mis compañeros, debían embarcar en La Guaira, Venezuela. Habían desmontado sus armas y habían repartido las piezas en diversas maletas, identificadas por una pequeña cruz blanca. Habíamos comprado la complicidad de un aduanero. Este signo evitaría que fuesen registradas.

»En Curaçao me instalé en una modesta pensión cerca del muelle. Sólo poseía quince florines, lo justo para pagar la habitación. Desde la ventana veía el canal por donde llegaría el Santa Maria a las ocho de la mañana siguiente. No dormí en toda la noche. ¿Habrían podido embarcar mis hombres? ¿Estaría a bordo las maletas con las armas? ¿Habrían subido a bordo en el último momento agentes de Salazar? ¿Nos encontraríamos súbitamente con un servicio de seguridad reforzado?

»A la mañana siguiente, un poco antes de las ocho, vi desde la ventana abrirse el puente basculante que permite a los barcos acceder al muelle. El Santa Maria estaba allí, mágico y maravilloso como la Dulcinea de don Quijote. Fue a atracar muy lejos y tuve que esperar más de una hora a que mi adjunto, el comandante Jorge Sotomayor, nuestro especialista en materia de navegación, pudiera bajar a tierra para asegurarme de que el embarco se había desarrollado a la perfección. Sotomayor era un antiguo oficial de la marina republicana española cubierto de condecoraciones. Durante la guerra civil, al mando de su destructor, había hundido el crucero franquista Baleares. Fue a él a quien confié la responsabilidad de conducir el Santa Maria hasta las costas de África.

»A las seis de la tarde, cuatro horas antes de la salida hacia Miami, tocado con el mismo sombrero de paja de ala ancha que llevaba el día de mi evasión del hospital psiquiátrico de Lisboa, subí con Sotomayor a bordo del paquebote. Llevaba una tarjeta de visitante, expedida por el representante local de la compañía. Cuando vi que nadie me había reconocido, no dudé más: el Santa Maria era mío».

Indiferente por completo al inquietante vaivén de los pasos por el pasillo ante mi habitación, el capitán Henrique Galvão revivía su aventura como una obra de teatro de la que era el primer actor.

—Un compañero me condujo a uno de los camarotes de tercera clase que habíamos reservado. Hacía un calor espantoso porque el sistema de ventilación no funcionaba. No tenía ojo de buey y estaba en medio del puente inferior, justo encima de la sala de máquinas. Desde este cuarto ciego no era posible asistir a la salida. Pero de repente sentí una formidable vibración sacudir el navío. Daban comienzo las maniobras de desatraque. Me invadió de pronto una serenidad absoluta. Habíamos superado lo más duro. Cambié mi indumentaria de turista por una camisa y un pantalón de tela caqui, más conforme con mi imagen de «libertador». Después enfilé a paso rápido la crujía hasta el puente de las terceras clases donde me esperaban mis hombres.

«Eran las nueve de la noche. Había fijado la hora H de la toma del barco a la una treinta de la madrugada, cuando la mayoría de pasajeros y oficiales, fatigados por dos escalas casi seguidas, ya se habrían ido a acostar. Todos debíamos reunirnos unos minutos antes de la hora H detrás del puente principal. Había dividido mis fuerzas en dos grupos de asalto. El primero, bajo la dirección de Jorge Sotomayor, ocuparía la pasarela, la timonería y la cabina de radio. El segundo debía apoderarse de la cubierta inferior y neutralizar a los oficiales en sus camarotes. Era en esta cubierta donde esperábamos la resistencia más viva, por lo que había decidido tomar el mando del grupo encargado de esta fase de la operación. Una vez alcanzados estos dos objetivos, el resto de los hombres iría a apostarse en la entrada de las diferentes escaleras para abortar cualquier intento de contraataque por parte de la tripulación.

»Hacia la medianoche mandé proceder a la distribución de las armas. Rojo y Fernández, dos veteranos de la guerra civil española, recibieron las dos metralletas. Los otros se repartieron los fusiles, los revólveres y las granadas. Los más jóvenes, menos experimentados, tuvieron que contentarse con algunos machetes, cuchillos y garrotes.

»A la una y veintiocho de la madrugada llegué al puente principal, nuestro lugar de reunión. Mis veinticinco compañeros estaban allí, con sus armas. Era una noche magnífica, digna de lo que íbamos a llevar a cabo. Deseé buena suerte en voz baja a cada uno. El más joven del grupo, apenas de dieciocho años, era hijo de un maestro comunista de Porto. Me pidió que le bendijera. Iba armado con uno de esos machetes con los que los seringueros brasileños recolectan el látex de los Hevea. Todos nos pusimos nuestros brazales verdes y rojos, los colores de Portugal. Los oficiales se colocaron sus charreteras. Nos tocamos con nuestras boinas negras. Consulté mi reloj y dije: “¡Adelante!”»

Cuarenta y cinco minutos para adueñarse
de un palacio flotante

En su camarote con artesonado y decorado con maderas preciosas de África, el comandante Mario Simoes Maya, de cuarenta y seis años, dormía con los puños cerrados. A causa de los aprovisionamientos de fuel-oil, agua dulce y víveres, y del embarco de numerosos pasajeros, la escala de Curaçao era siempre la más fatigosa del recorrido. El mecánico jefe, el comisario y la mayor parte de los oficiales de su estado mayor dormían asimismo en sus camarotes con aire acondicionado.

Justo encima, en el puente de mando, el oficial de guardia, el teniente José Nascimento Costa, de veintisiete años, hijo de un campesino del Algarve, escrutaba las tinieblas. Costa era el más feliz de los hombres. Aquella mañana la radio de a bordo le había enviado un despacho. Su mujer Lourdes acababa de traer al mundo un niño de ocho libras llamado Antonio. El marinero timonel José Antonio Lopes de Souza, de veinticuatro años, estaba detrás de él, sosteniendo la caña.

En aquel momento un grupo de hombres armados, surgiendo de la escalera de estribor, se echaron sobre ellos. Sonaron varios disparos, mientras se desencadenaba una lucha brutal. Herido en la cabeza y en el pecho, el teniente Costa rodó por el suelo. No conocería nunca a su hijo. A su lado, el marinero timonel De Souza yacía en un charco de sangre. El ataque fue fulgurante. Hubo un muerto y un herido grave, pero el puente de mando del Santa Maria estaba en manos de los revolucionarios. Tomando los mandos del puesto de navegación el adjunto de Galvão, comandante Sotomayor, empuñó la caña e hizo dar al buque un giro de 90o a la derecha para lanzar sus treinta y cinco mil toneladas en dirección a las costas de África. La cabina de radio estaba igualmente en manos de los piratas: ninguna llamada de socorro alertaría al mundo.

Los disparos despertaron al comandante Maya. Persuadido de que noctámbulos achispados se divertían con petardos, dio media vuelta sobre la almohada y concilio otra vez el sueño. Pero un golpe en su puerta le hizo saltar de la cama.

* * *

—Habíamos necesitado menos de cuarenta y cinco minutos para adueñarnos del Santa Maria y de su estado mayor, de los trescientos noventa miembros de su tripulación y de los seiscientos treinta pasajeros dormidos en sus camarotes o en los puentes. Aquel palacio flotante era el primer pedazo de mi patria liberada. Escrutando la noche, pensé en Byron partiendo hacia Grecia para liberar al país de Homero del yugo de los turcos.

* * *

Ninguno de los seiscientos treinta pasajeros, ningún miembro de la tripulación, salvo los oficiales del puente superior, habían oído los disparos. Al salir de su camarote para ir a desayunar, Boy y Gladys Boulton, dos norteamericanos originarios de Nueva Orleans, se fijaron en unas inscripciones pintadas en el suelo del puente trasero. Su buque había cambiado de nombre durante la noche. Ahora se llamaba Santa Libertade. Cuando todo el mundo se hubo sentado en los comedores de las distintas clases, un golpe de gong resonó por los altavoces del sistema de sonorización de a bordo. Una voz anunció:

«Les habla el comandante Henrique Galvão, jefe del Directorio Revolucionario Ibérico de Liberación.

»Señores pasajeros y miembros de la tripulación, les anuncio que se encuentran ahora en una parcela del Portugal liberado de la dictadura fascista de Salazar —declaró—. No nos rendiremos a nadie, pero les garantizamos su seguridad e incluso su comodidad. Lo haremos todo para permitirles abandonar el buque lo antes posible. Hasta entonces, no les pedimos que nos ayuden, sino que se ayuden a ustedes mismos observando la más estricta calma».

Los pasajeros se miraron pasmados. Era inverosímil, increíble, impensable: ¡en pleno siglo XX, estaban en manos de piratas!

El nuevo dueño del Santa Maria dio entonces órdenes para que el crucero prosiguiera con normalidad. Incluso mandó organizar una fiesta de gala de la que él y su estado mayor serían los invitados de honor. Se aseguró de que el programa de diversiones cotidianas continuara como de costumbre: aperitivos con música antes de las comidas, concursos de tiro de pichón en el puente A, carreras de caballitos y campeonatos de bridge bajo la veranda del puente principal y veladas con baile en torno a la piscina. Para un gran número de pasajeras, la irrupción improvisada de aquellos jóvenes revolucionarios, guapos y atléticos, de una corrección irreprochable, fue una sorpresa más bien excitante, puesto que eran en su mayoría excelentes bailarines. En cuanto a la cocina de a bordo, siguió ofreciendo la misma riqueza de menús. Sólo hubo un cambio en la carta presentada a los pasajeros: ya no se encontraban a bordo del Santa Maria con rumbo a Miami, sino «a bordo del Santa Libertade con rumbo a la libertad».

Un secreto que se desvela por causa de un inocente

«Una vez resueltos los diferentes problemas de seguridad, de intendencia y la organización de la vida de los pasajeros, sólo tuve una obsesión: ir lo más lejos posible antes de que el mundo averiguase lo que habíamos hecho —continuó Henrique Galvão—. Para ello nos hacían falta cuatro días de secreto. Como debíamos contar tres días de navegación entre Curaçao y Miami, decidí ganar el cuarto telegrafiando a Miami que una avería de las máquinas nos había obligado a reducir la velocidad. Después ordené un silencio total de la radio.

»Acabábamos de doblar las islas de la Martinica y de Santa Lucía, cuando el médico de a bordo vino a decirme que el marinero timonel herido durante la toma del buque moriría si no era operado con urgencia. Tenía una bala en el hígado y otra en el intestino delgado. Reuní enseguida a mis oficiales. ¿Era o no preciso desembarcar al herido y correr el riesgo de ser descubiertos? Sabía que, desde un punto de vista estrictamente militar, nada me obligaba a ello. Al salvar una vida, ponía a otras mil en peligro. Mis oficiales me presionaron para que continuáramos nuestra ruta. Pero en el fondo de mi alma yo sentía que no tenía derecho a dejar morir a aquel inocente. Al resistirse a nuestro ataque, había sido el único, con el oficial de guardia, en mostrar cierto valor. Di, pues, la orden de dar media vuelta y detenernos a dos millas de las costas de la isla de Santa Lucía para bajar un bote al agua con tres marineros y un enfermero a fin de conducir a tierra al herido. También hice llevar en el bote el cadáver del oficial muerto la víspera. Con el envío de esta embarcación, sabía que revelaba el secreto de la operación Dulcinea».

* * *

El conde de Oxford and Asquith, de cincuenta y siete años, administrador de la pequeña isla británica de Santa Lucía, iniciaba todos sus días paseando sus gemelos sobre la admirable perspectiva de la bahía que se abría al océano. Aquella mañana, una aparición insólita le intrigó. Interrogó a su secretario.

—¡Un buque portugués! —masculló.

El conde vio cómo el gran paquebote blanco venido del norte se acercaba muy lentamente, viraba de bordo y se inmovilizaba en alta mar. Vio que bajaban una chalupa y que varias personas se instalaban en ella. Vio el navío alejarse enseguida, mientras la embarcación se dirigía hacia tierra.

Comprendió que sucedía algo anormal en esta parcela de Inglaterra. Sin perder más tiempo, se dirigió a paso rápido hacia el muelle. La chalupa acababa de atracar.

A bordo de la chalupa iban cinco hombres: un oficial herido, un enfermero y tres marineros. Había también un muerto envuelto en una sábana blanca. Como no entendía una sola palabra de portugués, el inglés envió a buscar a un habitante que pudiera servir de intérprete. Así se enteró de la noticia que iba a atraer todas las miradas del mundo hacia el mapa del Atlántico.

Piracy! —exclamó, antes de precipitarse en coche a casa de su amigo el comodoro Shand, responsable de la marina del sector.

La Rothesay, la fragata de Su Majestad anclada en el puerto, recibió la orden de zarpar inmediatamente y lanzarse en pos del paquebote. Bajo un cielo rojo de tormenta, la caza de los piratas dio comienzo en aguas del Caribe, como en los viejos tiempos. Alertada por radio, la marina norteamericana desvió a los destructores Damato y Wilson e hizo despegar de Puerto Rico dos aviones patrulla. Pero los secuestradores del Santa Maria llevaban una ventaja sustancial y la extensión de su zona de huida hacía difícil su localización. Su buque sólo era un punto minúsculo en el centro de un espacio marítimo seis veces mayor que Francia.

La increíble noticia se extendió como un reguero de pólvora. Los periódicos de Lisboa pusieron el grito en el cielo. «Os pirataes!» (¡Los piratas!), titularon con letras mayúsculas. En la capital portuguesa de las sonrisas impenetrables, la leyenda de Galvão, el niño malcriado de los años treinta y cuarenta, volvió a todos los labios. Loco de cólera, Salazar puso a sus fuerzas armadas en estado de alerta y lanzó al Atlántico todo lo que podía hacer flotar de la marina portuguesa. El general Franco se sumó a la persecución con varios destructores. Henrique Galvão podía estar orgulloso: había movilizado contra su Potemkin fuerzas dignas de la Armada Invencible.

¡Llámela Libertade!

—Había convenido con mi adjunto Sotomayor en hacer navegar el Santa Maria en zigzag a fin de desviar a eventuales perseguidores —siguió contándome el capitán—. A partir del tercer día mandé racionar el agua dulce y reducir la abundancia de los menús servidos en la primera y segunda clases. Autoricé que todos los niños que viajaban en tercera clase vinieran a hacer sus comidas con los niños de las clases superiores. Aparte de esto, la vida a bordo siguió siendo perfectamente normal. Hasta que al tercer día nuestra radio recibió el primer mensaje. Provenía de la cadena de televisión norteamericana NBC. Acepté conversar por radioteléfono con uno de sus periodistas. Este primer contacto desencadenó una avalancha de llamadas. Todos los medios del mundo querían entrevistarme. Me ofrecían puentes de plata para conocer nuestra posición. Las cadenas de televisión querían mandamos cámaras con paracaídas. Era la locura. Pero, curiosamente, no habíamos sido localizados. Nuestro incógnito se prolongó incluso hasta el quinto día, cuando un carguero danés cruzó nuestra ruta. Estábamos a medio camino de las costas de África. El carguero señaló nuestra posición. Nuestra huida había terminado.

»Dos horas más tarde, un avión norteamericano se nos acercó a ras de mástiles. Su piloto me hizo saber por radio que las autoridades norteamericanas me ordenaban conducir al Santa Libertade a San Juan de Puerto Rico. Repliqué agriamente que no aceptaba ninguna orden de ninguna autoridad, pero propuse recibir en mi buque a un emisario a fin de decidir la suerte de los cuarenta y dos pasajeros de nacionalidad norteamericana que se encontraban a bordo del navío.

»La vivacidad de mi reacción pareció sorprender al oficial del avión. Me anunció que el comandante en jefe de la flota estadounidense del Atlántico se mantendría en contacto incesante conmigo.

»Pero no por ello dejamos de seguir nuestro rumbo hacia África. Pese al racionamiento de agua potable, el ambiente a bordo continuaba siendo excelente. Una pasajera de tercera clase trajo al mundo una niña en la enfermería de a bordo. Me precipité para brindar con ella por este nacimiento. “¿Cómo piensa llamarla?”, pregunté. La joven titubeó. “Llámela Libertade”, sugerí.

»Aquel día excitante acabó con una noticia muy mala: Salazar y Franco se asociaron para pedir a los ingleses y norteamericanos que nos interceptaran el paso por todos los medios. Dos contratorpederos norteamericanos que patrullaban en alta mar frente a Costa de Marfil se desviaron para venir a nuestro encuentro. Ya no teníamos ninguna posibilidad de llegar a África. El comandante en jefe norteamericano de la flota del Atlántico me propuso evacuar a los pasajeros. Le respondí que no deseaba otra cosa con la condición de que se hiciera en un puerto neutral donde obtuviera la seguridad de los pasajeros, del buque y de nosotros mismos. Propuse el puerto de Recife.

»Mandé organizar aquella noche una cena de despedida en los diferentes comedores de a bordo. Ordené que se decorasen las mesas con pequeñas banderas de Portugal libre y de la República española. Mientras la orquesta tocaba Ce n’est qu’un au-revoir, mes frères, el Santa Libertade ancló a tres millas del canal que conducía al puerto de Recife.

»Al final de la cena me encontré bruscamente rodeado de una marea de gente. Por un instante creí que querían lanzarme por la borda, pero me equivocaba. Los pasajeros del Santa Libertade reclamaban mi autógrafo en el menú en recuerdo del crucero más memorable de su vida.

* * *

Al día siguiente, con centenares de colegas periodistas y fotógrafos y millares de habitantes venidos de toda la ciudad para ver, como dos siglos y medio antes, la llegada del corsario, asistí al atraque espectacular del gran paquebote blanco que durante doce días había monopolizado la actualidad mundial. Lentamente, se acercó al muelle en medio de un enjambre de remolcadores que hacían sonar sus sirenas. Detrás de él, una impresionante nube tempestuosa de un negro malva se elevaba del mar como una inmensa aureola. De puentes, crujías y ojos de buey brotaba un guirigay de gritos, risas, canciones y llantos en el calor tropical y el nerviosismo de la inminente tormenta. En el muelle, doscientos fusileros de la marina se esforzaban a duras penas en contener a la multitud. Cuando por fin el buque se inmovilizó, fue la locura. Los niños pasaban de brazo en brazo. Una lluvia de sacos, fardos y maletas cayó desde todas partes. La gente se empujaba para agarrarse a las escalas y lanzarse a los puentes, tropezando unos con otros en un desorden y una cacofonía indescriptibles.

Desde lo alto del puente superior, tocado con su legendaria boina negra, el capitán Henrique Galvão asistía, impasible, al final de su sueño.

* * *

—El almirante brasileño me había prometido poner a mi disposición un remolcador para permitirme volver a las aguas internacionales después del desembarco de los pasajeros y la tripulación —siguió contando el oficial—. Había tomado una decisión. Si la epopeya del Santa Libertade se detenía aquí porque habíamos preferido salvar una vida humana, los restos de un naufragio recordarían para siempre la memoria de ese gran buque y del puñado de hombres ansiosos de libertad que lo habían traído hasta aquí. Había decidido hundir el Santa Libertade después de haber hecho evacuar a todos mis hombres.

»Una vez terminado el desembarco, el almirante brasileño vino a anunciarme que las autoridades de su país no podían poner a mi disposición un remolcador para que partiésemos. Me habían traicionado. No obstante, el almirante me ofreció, para mis hombres y para mí, la hospitalidad de Brasil y una salida honorable.

»Comenzó entonces una larga última noche a bordo del gran paquebote vacío. Ante testigos hicimos la cuenta de los cuarenta mil dólares que contenía la caja fuerte del barco y la mandé sellar. Para nuestra última cena aportamos en común nuestros talentos culinarios, y mis hombres se fueron a acostar tranquilamente por primera vez en muchos días. Subí después al puente de mando. Hacía una noche tan magnífica como aquella durante la cual nos habíamos adueñado del buque. Ante mí, Recife brillaba con todas sus luces y pensé en todos los sucesos que se habían desarrollado en aquellos últimos días. Estaba contento de lo que habíamos logrado y melancólico de que nuestra aventura se hubiese interrumpido aquí. Me sentía más decidido que nunca a atraer la atención del mundo hacia nuestra causa. Tenía la certeza de que un día, yo u otros como yo conseguiríamos terminar lo que habíamos iniciado para liberar de sus tiranos a Portugal y España.

»Para mí y algunos otros, el Santa Maria se llamaría para siempre Santa Libertade.

»Tal es el relato de esta aventura».

* * *

Eran casi las cinco de la mañana. La oscuridad envolvía aún el océano ante la ventana de mi habitación de hotel. Había llenado por lo menos cuarenta pliegos de una escritura apretada. El capitán Galvão debía de haber fumado tres paquetes de cigarrillos. También había vaciado el frasco de colirio en mi ojo infectado. Sus rasgos no acusaban ninguna fatiga, sólo un vago cansancio que atribuí a su tristeza. Yo estaba hambriento.

—Vamos a comer algo —dije después de agradecerle su apasionante relato—. Hay tabernas abiertas toda la noche a lo largo de la playa.

La idea le encantó. Examiné el rayo de luz bajo la puerta. Los zapatos negros parecían haber desaparecido. Giré con precaución la llave en la cerradura y salí al rellano. El pasillo estaba vacío. De puntillas, como conspiradores, caminamos hasta el ascensor. Abajo, el vestíbulo estaba desierto.

—¡Los policías de Salazar tienen horarios de empleados de banca! Se han ido a dormir —rio a carcajadas el capitán.

En el paseo marítimo no había ni un alma. Hacía un momento que caminábamos cuando oí el ronroneo de un motor a nuestras espaldas. Me volví. Una gran limusina negra americana nos seguía a marcha lenta con todas las luces apagadas, circulando por el centro de la calzada. Busqué en vano una callejuela o un pasaje por los que pudiéramos escapar. Pero en un lado estaba la playa y el mar, y en el otro, casas con las persianas bajadas.

—Capitán, nos siguen —dije con inquietud.

Había visto demasiadas películas americanas para no imaginar cómo iba a acabarse esta vigilancia. Ya veía los cañones de las metralletas apoyados en los bordes de las portezuelas. La calma de mi compañero acrecentaba mi temor. «Es un inconsciente —pensé—. Con su boina negra y sus charreteras cubiertas de estrellas y galones, se cree todavía en el puente de mando de su buque. Nos matarán como conejos». Por suerte, vislumbré a unas decenas de metros la aureola azulada del neón de la taberna a donde quería llegar. Cogí del brazo al capitán y aceleré el paso. El automóvil aún nos seguía. Unos metros más y quizá estaríamos a cubierto. La taberna tenía una puerta a media altura con dos batientes, como los salones del Far-West. La iluminación era tan escasa que apenas se distinguían las caras. Un tocadiscos automático tocaba un aire de samba. El lugar apestaba a cerveza y a vino de palma, pero se decía que servían los mejores cangrejos y langostas a la parrilla de Brasil. Unas chicas en minifalda, con mejillas que chorreaban maquillaje, hacían beber a los clientes. Avisté en el fondo del local una mesa desocupada con dos sillas contra la pared. Si nuestros perseguidores irrumpían en la sala, por lo menos los veríamos entrar. ¿Acaso no era la regla de oro observada por los gángsters cuando se sentaban en un restaurante: tener siempre la puerta a la vista?

Henrique Galvão parecía hallarse en estado beatífico. Se habría dicho que era un joven oficial pervirtiéndose en los burdeles de su guarnición. Mientras el cocinero hacía asar a la parrilla nuestras langostas, fui al bar a telefonear a su adjunto Sotomayor para que acudiera urgentemente y se ocupara de la seguridad de su jefe. Tras varios intentos, logré hablar con el español y le advertí de la presencia del misterioso automóvil. Aproveché para despertar a Charles y le sugerí que nos reuniéramos. Aliviado, volví a nuestra mesa. Mi silla estaba ocupada por una bonita prostituta de ojos verdes y almendrados. Por lo visto no había reconocido al célebre capitán. Examinaba las líneas de su mano izquierda.

—Me dice que tengo una voluntad capaz de cambiar el curso del Amazonas —tradujo, riendo, Galvão— y me ve…

No oí la continuación. El capitán Jorge Sotomayor y dos de sus hombres armados acababan de interrumpir en la taberna. Exhalé un ¡Uf! de alivio que hizo sobresaltar a la chica; entonces llamé al tabernero.

—¡Deprisa, champaña para todo el mundo y tres langostas más!

* * *

Como había prometido el indomable capitán portugués, el fin de la aventura del Santa Libertade no puso fin a su cruzada para liberar a su país de la dictadura. Se refugió en Marruecos.

Siempre ansioso de impresionar a la opinión con acciones espectaculares, unos meses más tarde hizo desviar hacia Lisboa el avión Casablanca-Madrid con objeto de lanzar miles de octavillas sobre la capital portuguesa. Fue detenido en el acto por las autoridades marroquíes y expulsado del país. En febrero de 1962, un tribunal especial portugués le condenó en rebeldía a veintidós años de prisión por apoderarse del Santa Maria.

Con prohibición de residencia en varios países y perseguido por diferentes procesos de extradición entablados por el gobierno portugués, Henrique Galvão volvió a buscar refugio en Brasil. Pero a su llegada a Río le esperaba la policía. Por orden del nuevo presidente del país, fue obligado a residir en Belo Horizonte, con prohibición de dedicarse a cualquier actividad política. Tras varios meses de este purgatorio fue autorizado a instalarse en São Paulo, donde su esposa María y su hija adoptiva Lourdes se reunieron con él. Y allí, el 25 de junio de 1970, falleció a la edad de setenta y cinco años, sosteniendo hasta el último instante con sus cartas y mensajes a quienes luchaban por la liberación de Portugal.

Su muerte precedió en un mes y dos días a la de su viejo enemigo Salazar, y en cinco años y cinco meses a la del general Franco. Con la desaparición de los dos dictadores se realizó al fin, en todo el territorio de la península ibérica, el sueño de libertad y democracia al que el valiente capitán había consagrado su vida.