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Un kamikaze en Tierra Santa
El hombre no había dudado en atravesar el Atlántico en su jet privado para venir a reunirse con nosotros en París. Larry y yo éramos, afirmó, sus «autores preferidos» y precisamente tenía una idea que proponernos sobre un libro. Blandiendo su pitillera de oro, espetó con una voz teñida de un fuerte acento germánico:
—Imaginemos que Gadafi consigue hacer fabricar una bomba H de este tamaño o incluso un poco más grande, que la introduce en Nueva York y envía una carta al presidente de Estados Unidos para anunciarle que la hará estallar si Israel no se retira en cuarenta y ocho horas de la parte oriental de Jerusalén y de los territorios árabes ocupados en 1967.
Nuestro interlocutor fingió espiar nuestra reacción y nos envolvió con una sonrisa seductora.
—Son ustedes mis dos escritores preferidos, los únicos que pueden contar qué ocurriría si semejante carta llegase una buena mañana a la Casa Blanca. ¡Ya tienen el tema de su próximo libro!
Charlie Bluhdorn, de cincuenta y cuatro años, era el presidente de Gulf & Western, un conglomerado de varias decenas de sociedades cotizado en cuatro mil millones de dólares en Wall Street. En el seno de su imperio, este magnate apreciaba muy en particular a dos sociedades que trataba como a sus amantes. Una era la Paramount, que acababa de batir récords de taquilla con las películas El Padrino y Love Story. La otra era Simon & Schuster, una gran editorial neoyorquina que después de ¿Arde París? había publicado todos nuestros libros en Estados Unidos. El escenario de este cincuentón que manejaba cada día millones de dólares con el azúcar, el cinc, la pasta de papel o las piezas de automóviles, nos pareció formidable. Nos ofrecía la ocasión de lanzamos a una de aquellas investigaciones que tanto nos gustaban. La sorprendente reflexión de Charlie Bluhdom desembocaría, cuatro años después, en uno de nuestros libros preferidos, El quinto jinete.
Para nuestro dúo, la empresa era nueva. Todos nuestros libros a cuatro manos eran relatos históricos basados en hechos reales. Este argumento nos ofrecía, además, la posibilidad de servimos de una realidad histórica para desarrollar una hipótesis original. ¿Era verosímil que Gadafi pudiera disponer de una bomba termonuclear? ¿Era realista imaginar que lograra introducirla secretamente en Nueva York para hacerla explotar allí? ¿Era posible neutralizarla antes de que fuera demasiado tarde? ¿Se podía evacuar una ciudad como Nueva York? ¿Obligar a los israelíes a abandonar territorios árabes ocupados? Tantas preguntas para las que habríamos de aportar respuestas exactas y detalladas, verdaderas respuestas de historiadores. Empezando por ésta: ¿era la idea de un chantaje nuclear en el corazón de Manhattan una elucubración o, por el contrario, una eventualidad completamente real?
Un responsable del FBI que Larry había conocido en otro tiempo en la Universidad de Yale nos daría la respuesta. El presidente Gerald Ford había conocido esta prueba en 1974, y ya a propósito del conflicto en Oriente Próximo. Unos palestinos le habían amenazado con hacer explotar una bomba atómica en pleno corazón de Boston si once de sus camaradas no eran liberados de las prisiones israelíes. Durante varias horas, Gerald Ford había contemplado la evacuación de la mayor parte de la ciudad de Massachusetts. Los autores del chantaje fueron arrestados a tiempo y su amenaza resultó ser un farol, pero con posterioridad cincuenta casos similares pondrían en ebullición al FBI. A trescientos metros de la Casa Blanca, en la esquina de Pennsylvania Avenue y la Calle 10, la sexta planta del edificio fortaleza de la central americana albergaba un departamento de urgencia nuclear, creado justamente en 1974 cuando el FBI confirió al chantaje atómico una prioridad absoluta hasta entonces sólo otorgada a algunos sucesos extremos como el asesinato del presidente.
Esta revelación nos puso sobre las huellas de una de las organizaciones más secretas del Estado norteamericano, un nutrido grupo de sabios y técnicos mantenidos en alerta día y noche por el centro de operaciones de urgencia del Departamento de Energía. Este centro estaba instalado en un blocao subterráneo de Maryland, a cuarenta kilómetros de Washington. Era uno de los numerosos puestos de mando secretos desde los cuales América podía ser gobernada en caso de conflicto nuclear. La organización en cuestión era conocida oficialmente con el nombre de NEST, las cuatro iniciales de Nuclear Explosives Search Teams, o brigadas de búsqueda de explosivos nucleares. Gracias a sus detectores de neutrones y de rayos gamma ultrasensibles, así como a sus técnicas altamente sofisticadas, los equipos NEST podían en principio detectar la presencia de cualquier ingenio nuclear. Seis veces, a espaldas de la población, habían cercado las calles de una ciudad americana a la caza de una bomba.
Larry Collins logró descubrir en una casita de adobe de Nuevo México al creador de estos equipos. Aquel gigante de dos metros y cara curtida, botas y sombrero de vaquero, camisa a cuadros y un amuleto navajo alrededor del cuello, parecía salido directamente de un anuncio de cigarrillos Marlboro. Bill Booth, de cincuenta y dos años, era físico atómico. Gracias a él pudimos reconstruir con un realismo impresionante la búsqueda por los equipos NEST de una bomba H imaginaria escondida en el centro de Manhattan. Nuestro verdadero desafío de escritores consistía en persuadir a nuestros lectores de la verosimilitud de este argumento. Convencerles de que esta bomba podía encontrarse perfectamente aquí, en Nueva York, lista para desintegrar a seis millones de personas, y demostrarles que un jefe de Estado árabe como Gadafi podía, gracias a su petróleo, procurársela o bien hacerla fabricar en cualquier otra parte de su inmenso desierto para enviarla después a casa del Satanás americano, aliado de los judíos. A diferencia de Israel, India y África del Sur, que habían continuado sus programas de armamento nuclear bajo el amparo de un secreto total, Gadafi no había intentado en absoluto disimular su determinación de equipar a su país con el arma atómica. Sin embargo, Occidente se había burlado siempre de sus ambiciones presentándolo como un aventurero iluminado incapaz de llevar a cabo semejante empresa.
¡Imprudente Occidente! Nuestra investigación nos reveló que esta empresa había estado a punto de ser un éxito.
* * *
¿Quién era exactamente aquel hombre a quien habíamos decidido atribuir tan diabólicas intenciones? Las amistades de Collins en los arcanos de la CIA y la reputación de seriedad de que gozaban nuestros libros nos aportaron un día una respuesta inesperada. Se trataba de un opúsculo de dieciocho páginas y cubierta blanca marcada con el timbre azul pálido de la CIA y el sello «CONFIDENCIAL». Se titulaba: «Estudio de la personalidad y del comportamiento político de Muammar al-Gadafi».
Este estudio formaba parte de un programa secreto emprendido por la central americana a finales de los años cincuenta. Tenía por objeto aclarar los detalles más íntimos de la personalidad y el carácter de cierto número de responsables políticos mundiales. El propósito era prever sus reacciones en casos de crisis o de conflictos. Castro, Nasser, De Gaulle, Jruschov, Brézhnev, Mao Zedong, el Sha de Irán, Jomeini y muchos jefes de Estado habían sido pasados por el tamiz de los expertos. Especialmente los estudios de las personalidades de Castro y Jruschov habían aportado una ayuda decisiva a John Kennedy durante la crisis de los misiles de Cuba en noviembre de 1962. Cada perfil era el fruto de un esfuerzo financiero y técnico considerable. Todo lo concerniente al sujeto era examinado: lo que había influido en su vida, los choques importantes que había recibido, cómo había arrostrado las situaciones extremas, qué particulares mecanismos de defensa había utilizado. Diversos especialistas habían recorrido el mundo para verificar un detalle, explorar una faceta de un carácter. ¿Fulano se masturbaba, bebía, salpimentaba sus alimentos, iba a la iglesia? ¿Cómo reaccionaba en períodos de tensión? ¿Sufría un complejo de Edipo? ¿Le gustaban los muchachos? ¿Las chichas? ¿Ambos? ¿Cuáles eran sus fantasmas sexuales? ¿El tamaño de su verga? ¿Tenía tendencias sádicas, masoquistas? Incluso se había introducido clandestinamente en Cuba a un agente de la CIA para interrogar a una prostituta con la que Castro había tenido relaciones cuando era estudiante.
El opúsculo consagrado a Gadafi mostraba en su cubierta el retrato de un hombre de mirada inquietante que parecía estar siempre dispuesto a morder.
Nos consumía la idea de conocer a este personaje fascinante. Siempre habíamos obtenido las más cautivadoras informaciones en el curso de un cara a cara con los protagonistas de nuestros relatos. Los jefes de gobierno o de Estado implicados en los sucesos tratados por nosotros nos habían concedido largas entrevistas. Eisenhower, Ben Gurión, Golda Meir, Indira Gandhi, Mountbatten habían contestado con detalle a nuestras preguntas.
Como nos parecía imposible revelar a Gadafi lo que nos animaba a conocerle, decidimos enviar a Trípoli en nuestro lugar a un joven etnólogo franco-español de gran talento con la misión de recoger todas las precisiones necesarias para nuestro relato. Xavier Moro se enamoró del país y de sus habitantes. Volvió con un tesoro de informaciones. Por una de ellas nos enteramos de que el joven dictador abandonaba cada atardecer los apartamentos de su residencia oficial de Bab Azzira, en las afueras de la capital, para pasar la noche bajo una tienda de beduino levantada en un patio cercano al pequeño rebaño de camellas que le proporcionaban su única bebida cotidiana[14].
¡Más vale dejar enfriar la olla!
La mayor ciudad de América, la capital de Estados Unidos, la catedral de los rascacielos, el templo mundial de las finanzas, del arte y de los placeres, la ciudad piloto del Occidente triunfante tomada como rehén por un dictador árabe que reinaba sobre un desierto poblado por apenas tres millones de habitantes. Nuestra investigación nos reveló que en un argumento semejante, la primera preocupación de las autoridades responsables sería entablar un diálogo con el coronel Gadafi para disuadirle de cumplir su funesta amenaza. Dialogar con terroristas es siempre una empresa difícil y peligrosa. Una sola palabra, una sola frase mal interpretada pueden provocar una catástrofe. Descubrimos que para conjurar este riesgo, la CIA y el FBI contrataron a varios psiquiatras especializados en la psicología de los secuestradores de rehenes y de los terroristas en general. Nos enteramos de que el experto número uno en este terreno era un oscuro médico holandés de cincuenta y seis años que vivía en La Haya. Todas las policías internacionales reconocían unánimemente a Henrick Loden como una especie de «Doctor Terrorismo». Hijo de un inspector de las prisiones de Amsterdam, Loden, durante su infancia, había acompañado a menudo a su padre en sus visitas a los detenidos. Este contacto con la población carcelaria despertó en él un interés precoz por la mentalidad criminal. Guiando a los turistas a lo largo de los canales y por los museos de su ciudad natal para pagar sus estudios de medicina, consiguió el título de psiquiatra especialista en criminología. Fue él quien resolvió algunos de los casos más espectaculares de toma de rehenes sucedidos en Holanda en mitad de los años setenta, en especial el secuestro del embajador de Francia en La Haya por palestinos, el de una coral que había acudido a cantar el oficio de Navidad en una prisión y el ataque a dos trenes de viajeros por terroristas de las Molucas. El doctor Loden era un hombre bajo y fornido de mejillas sonrosadas que hacía pensar en un burgomaestre pintado por Franz Hals. Habitaba en La Haya en una de esas casas estrechas, adosadas unas a otras. Fue allí donde me recibió.
—He estudiado su argumento y el informe de la CIA sobre Gadafi —me declaró con fuerte acento holandés—. Su coronel, tras el envío de su carta al presidente de Estados Unidos, se encontraría probablemente en estado de erección psíquica, es decir, en pleno delirio paranoico. Ve sus objetivos al alcance de la mano: liquidar a Israel, convertirse en líder indiscutible de los árabes, dictar la ley en el mercado mundial del petróleo. Entablar negociaciones con él ahora sería un error fatal. ¡Más vale dejar enfriar la olla antes de levantar la tapadera!
Loden llenó mi taza de café.
—Verá, en una situación de esta índole, los primeros momentos son siempre los más peligrosos. Al principio, el cociente de ansiedad de un terrorista es muy elevado. Suele encontrarse en un estado de histerismo que puede llevarle a cometer lo irreparable. Es preciso darle oxígeno, ayudarle a recuperar el aliento, dejarle expresar sus opiniones y quejas. Por eso lo primero que habría que hacer sería establecer con él una comunicación radiada o telefónica. Es absolutamente preciso oír su voz. Es esencial.
—La voz de un hombre —me explicó entonces el médico— es para mí una apertura indispensable a su psiquismo, el elemento que me permite captar su carácter, la modulación de sus emociones y eventualmente predecir su comportamiento.
En todos los casos de rehenes, el doctor Loden grababa cada conversación con los terroristas y después escuchaba la cinta una y otra vez, espiando el más íntimo cambio en el timbre, la elocución y el vocabulario.
—¿Quién debe hablarle? —inquirí—. El presidente, supongo…
—¡De ninguna manera! —protestó vivamente el psiquiatra—. El presidente es el único que puede concederle lo que reclama… o por lo menos, así lo cree él. Es, pues, la última persona con quien debe ponerse en contacto. —Loden bebió un sorbo de café—. El objetivo es ganar tiempo, el tiempo necesario para que la policía descubra la bomba. ¿Cómo dar largas al asunto y obtener una regresión del ultimátum si deja que la autoridad suprema inicie de entrada las negociaciones?
Yo estaba cada vez más subyugado.
—Por eso siempre preconizo interponer un negociador entre el terrorista y la autoridad. Si el terrorista formula una exigencia urgente, el negociador puede entonces objetar que debe informar a quienes tienen el poder de concederle lo que pide. El tiempo trabaja siempre a favor de la autoridad. A medida que pasan las horas, los terroristas se muestran cada vez menos seguros de sí mismos, cada vez más vulnerables. ¡Esperemos que tal sería el caso de su guión!
—¿Qué clase de personaje debe ser este negociador? —pregunté.
—Alguien maduro, sereno, que sepa escucharle, sacarle de eventuales silencios. Una especie de padre, en suma, como lo fuera Nasser para él en su juventud. En una palabra, alguien que le inspire confianza. Su táctica consistiría en hacerle comprender esto: «Simpatizo con usted y con sus objetivos. Quiero ayudarle a conseguirlos». Hay que empezar diciéndole que tiene razón. Que sus quejas contra Israel no sólo son legítimas, sino que Estados Unidos está dispuesto a ayudarle a encontrar una solución razonable.
—¡De acuerdo, doctor, pero todo esto presupone que Gadafi quiere hablar con este negociador! —observé.
—Hablaría. El excelente estudio de la CIA que me ha hecho leer lo demuestra claramente. El pobre beduino del desierto ridiculizado por sus condiscípulos quiere convertirse en el héroe de todos los árabes imponiendo su voluntad al hombre más poderoso del mundo, el presidente de Estados Unidos. Créame, hablaría.
»Es evidente que el deseo de Gadafi de llegar a ser el justiciero de sus hermanos árabes es la razón fundamental de su acción. De todos modos, otro imperativo le impulsa también a actuar: el desprecio con que le mira Occidente. Sabe que los americanos, los ingleses, los franceses y hasta los rusos, le toman por un loco. Quiere obligar a este Occidente a respetarle, a tener en cuenta su voluntad, a permitirle realizar su grandioso sueño. Y para probar que no es tan loco como creen, está dispuesto a ir hasta el final, a aniquilarlo todo.
Me fascinaba el modo como este holandés se tomaba en serio el juego de nuestro guión.
—¿Qué podría impulsar a un hombre como Gadafi a cometer semejante chantaje? ¿La locura del poder?
El psiquiatra cerró un segundo los ojos.
—Personalmente, compartiría la opinión expresada en el informe de la CIA. No está loco del todo.
—Entonces, ¿por qué organizaría una maquinación tan demencial?
—De acuerdo con lo que he leído, el rasgo dominante de su personalidad es el gusto por la soledad. Era un solitario de niño, en la escuela, y después en la academia militar en Inglaterra. Como jefe de Estado, lo sigue siendo. Ahora bien, la soledad es temible. Cuanto más se encierra un hombre en sí mismo, tanto más peligroso puede llegar a ser. Los terroristas son en general individuos aislados, marginados, excluidos, que se agrupan en tomo a un ideal, una causa. Incómodos consigo mismos, se sienten obligados a actuar. La violencia es su modo de afirmarse ante el mundo. A medida que Gadafi siente crecer su aislamiento frente a las otras naciones árabes, que se ahonda la sima que le separa de la comunidad mundial, esta necesidad de actuar, de probar al mundo que existe puede hacerse irresistible. Se ha convertido en el paladín de los palestinos. Está convencido de la legitimidad de su causa. Gracias a su secuestro de Nueva York, se tomaría por Dios Padre ¡y estaría dispuesto, más allá de toda noción del Bien y del Mal, a administrar la justicia por su cuenta!
—Si el hombre es megalómano hasta este punto, ¿por qué perder todo este tiempo en intentar hablar con él? —observé.
—No hay que intentar razonar con él. Al contrario, habría que intentar convencerle de la necesidad de concederle una demora, tal como yo intento siempre convencer a un terrorista de la necesidad de liberar a sus rehenes. A menudo, con el tiempo, el mundo irreal donde evoluciona el terrorista se derrumba a su alrededor. La realidad le sumerge y sus mecanismos de defensa se vienen abajo. En ese momento, un terrorista está dispuesto a morir, a suicidarse de un modo espectacular. El riesgo de que haga perecer con él a sus rehenes es en tal caso inmenso. En semejantes circunstancias yo no daría gran cosa por la vida de sus neoyorkinos. En cambio, también puede presentarse la ocasión bendita de poder coger al terrorista de la mano —un modo de hablar— y alejarlo del peligro. Entonces hay que intentar convencerle de que es un héroe, un héroe que ha sido obligado a someterse honorablemente a fuerzas superiores.
—¿Y usted cree que se podría manipular a Gadafi de esta manera?
—Es una esperanza. Nada más. Pero la situación no ofrecería otras alternativas. Está claro que tendría que habérselas con una personalidad enferma de psicosis de poder, de una paranoia ligera pero en absoluto invalidante. A este tipo de individuo suele costarle dominar las situaciones complicadas. Hay que enfrentarle con toda una variedad de problemas anexos, tratar de desviar su atención bombardeándolo con una serie de preguntas de orden técnico y poco importantes sobre los medios de satisfacer sus exigencias. ¿Conoce mi teoría de «pollo o hamburguesa»?
Asentí. La idea del psiquiatra era distraer el espíritu de los terroristas de su preocupación principal, obligándolos a contestar a una oleada ininterrumpida de preguntas y de problemas sin relación alguna con la situación. El ejemplo que daba invariablemente era el modo de responder a un terrorista que reclama comida. «¿Qué desea? ¿Pollo o hamburguesa? ¿Ala o muslo? ¿Muy hecho o casi crudo? ¿Con mostaza o ketchup? ¿Con o sin pan? ¿Hervido o a la parrilla? ¿Con qué condimentos? ¿Pepinillos? ¿Desea su carne con cebolla? ¿Cruda o frita?» El médico holandés había añadido numerosos perfeccionamientos a esta técnica de base. Se aseguraba, por ejemplo, de que la comida se enviara siempre en platos verdaderos, con cubiertos y vasos verdaderos. Esta precaución, afirmaba, introducía sutilmente un elemento de urbanidad en las relaciones de la policía con los terroristas. Introducía asimismo una noción de fragilidad que obligaba a los terroristas a tener cuidado. Un plato de porcelana, un vaso de cristal se pueden romper. Del mismo modo, la vida de un rehén es frágil. Además, siempre que era posible pedía a los terroristas que lavaran la vajilla antes de devolverla. Esto les llevaba poco a poco a ejecutar órdenes. Desviar a un secuestrador de sus obsesiones mediante semejante avalancha de preguntas permitía con frecuencia tranquilizarlo, ponerlo de nuevo en contacto con la realidad y hacerlo, en general, más maleable.
El doctor Loden exhaló un largo suspiro antes de concluir:
—Lo malo es que Gadafi no sería un terrorista como los demás.
Unos sanguinarios cazadores de mariposas
Más de ocho mil embarcaciones desembarcan cada año su carga en el puerto de Nueva York. Controlar eficazmente estas mercancías es una tarea imposible. Introducir un contenedor que transportase un ingenio nuclear en un muelle de Brooklyn o de Jersey City sería, pues, un juego de niños. Encontrarle luego un escondite también lo sería. Los sótanos de Manhattan rebosan de almacenes o garajes por alquilar. Pero una vez colocada la bomba, ¿cómo la haría explotar Gadafi? ¿Por una señal radiada desde su cuartel general de Trípoli? ¿Desde un escondite en su desierto? ¿Desde un buque en alta mar? ¿O confiaría la detonación a alguien, por ejemplo a un kamikaze que pulsara el detonador en el instante convenido? Nuestra investigación nos mostró que no tendría ninguna dificultad en encontrar a un voluntario para una misión suicida de esa clase. En aquella época los campos de entrenamiento para la guerra contra Israel estaban a rebosar de fanáticos dispuestos a dar sus vidas. En el Líbano esos campos contaban incluso con numerosos extranjeros. Los más resueltos pertenecían a un grupúsculo japonés de extrema izquierda que se titulaba «Fracción del Ejército Rojo». El 30 de mayo de 1972, tres de sus miembros se habían hecho tristemente célebres matando con granadas y metralletas un centenar de pasajeros de un avión de Air France que acababa de aterrizar en Lod, el aeropuerto internacional de Israel. Dos de los terroristas japoneses habían perecido en la matanza, pero el tercero, un estudiante de botánica de veinticuatro años llamado Kozo Okamoto, había sido capturado vivo.
¿Por qué este joven japonés nacido en una honorable familia burguesa había cruzado medio mundo para convertirse en un asesino al servicio de una causa totalmente ajena a la historia de su país, a su cultura, a sus preocupaciones? ¿Por qué él o cualquier otro de sus compañeros habrían pulsado sin vacilar la bomba H de Gadafi oculta en el corazón de Nueva York?
El asunto iba a conducirme hasta el corazón del edificio mejor guardado de Israel, la prisión de alta seguridad de Ramleh, donde el Estado hebreo encierra a sus más peligrosos enemigos. Desde hacía ocho años, Kozo Okamoto purgaba en ella una pena de cadena perpetua en la misma celda que había albergado al organizador de la solución final, el dirigente nazi Adolf Eichmann. Excepto la ocasional visita de un funcionario de la embajada japonesa en Tel-Aviv, el terrorista vivía en un aislamiento absoluto. Ningún periodista ni ningún historiador habían podido nunca reconstruir con él su itinerario.
No obstante, interpuse una demanda de visita a las autoridades israelíes. Confiando en mi suerte, me preparé febrilmente para el encuentro. Hice traducir al japonés una lista de preguntas y me las aprendí de memoria. Después, con la esperanza de establecer entre nosotros una corriente de simpatía, escribí a sus padres para comunicarles mi eventual visita a Ramleh, y me respondieron enviándome mensajes de aliento y afecto con el encargo de que los transmitiera a su hijo. Por último, en una tienda de especialidades orientales de Tel-Aviv, encontré una gran variedad de golosinas chinas y japonesas susceptibles de amenizar el régimen carcelario del japonés durante algunos días. Sólo me faltaba la autorización milagrosa.
Estaba a punto de regresar a Francia cuando una llamada telefónica me invitó a presentarme a la puerta de la prisión. Corrí al primer estanco para comprar un paquete de Pall Mall —sabía que eran los cigarrillos preferidos de Okamoto— y me precipité a Ramleh. Era la primera vez que volvía a una cárcel después de mis encuentros con Caryl Chessman en el bloque de condenados a muerte de la penitenciaría de San Quintín, exactamente veinte años antes. Después de un minucioso registro, el guardián jefe en persona me hizo el honor de escoltarme a través de los numerosos patios superpoblados de prisioneros palestinos hacia el bloque de alta seguridad donde Israel alojaba a sus huéspedes VIP. No tuve tiempo de darme cuenta cuando mi guía ya me había empujado al interior de una vasta celda cuya cerradura sonó a mis espaldas como la de una jaula de leones a la entrada del domador.
Descubrí entonces al fondo de la habitación una inmóvil y minúscula silueta en cuclillas al borde de un catre de campaña. Parecía un gorrión disecado. Al acercarme, me fijé en sus manos. Los dedos se prolongaban en unas uñas largas y curvadas como garras. Dije buenos días en japonés. Sorprendido, Okamoto se levantó y volvió la cabeza hacia mí. Él me saludó a su vez, inclinándose ceremoniosamente a la japonesa con un ligero silbido.
—Voy a buscarles café —anunció entonces el guardián jefe. Se me acercó y añadió en voz baja—: ¡Tenga cuidado! Este engendro conoce una llave de karate con la que puede matarle en un suspiro.
Apenas hubo pronunciado estas palabras, echó el cerrojo a la puerta de barrotes al salir. Me encontraba solo con el japonés. Había vuelto modosamente a su lugar al borde del jergón. Fui a sentarme a su lado. De cerca, sus uñas parecían auténticos puñales pequeños. Observándole, pensé con horror en todos los inocentes a quienes su encarcelamiento aún podía causar la muerte, en todos aquellos que podían ser tomados como rehenes en un avión, una escuela, una iglesia para que este muchacho al parecer insignificante recuperase la libertad. Se me antojaba tan endeble, tan frágil e incluso tan inofensivo que no podía imaginar que tuviera la fuerza de matar a alguien, aunque fuese con una llave secreta de karate.
Me escuchó abriendo de par en par los pequeños ojos incrédulos pero agradecidos. Era un buen augurio. Entonces vi a la muerte abalanzarse sobre mí. El brazo derecho de Okamoto se elevó en el aire como un sable. En un instante comprendí que iba a bajarlo para caer como una cuchilla sobre mi nuca o mi garganta. No tuve tiempo de iniciar el menor retroceso cuando ya el brazo blandía el aire en mi dirección. Pero no sentí ningún impacto. El japonés no quería matarme. Como un ave de presa, había agarrado el paquete de Pall Mall que asomaba por el bolsillo de mi camisa. Lo abrió con un golpe de uña y encendió tranquilamente un cigarrillo. El guardián jefe volvió entonces con dos tazas y una cafetera que desprendía un reconfortante aroma de café. Después se alejó de nuevo, dejándonos bajo la discreta vigilancia del guardia del pasillo.
—Kozo, si sus jefes le hubieran dado un día la orden de pulsar el detonador de una bomba H destinada a asesinar a seis millones de habitantes de Nueva York para obligar a los israelíes a abandonar Jerusalén Este y los territorios árabes ocupados en 1967, ¿habría obedecido esta orden?
El japonés emitió una serie de pequeños gruñidos. Se puso rígido.
—Soy un soldado. Los soldados ejecutan las órdenes.
—¡Pero usted es japonés! El conflicto entre judíos y árabes no le concierne. Ni a usted, ni a su país.
Un fulgor de desaprobación atravesó sus minúsculos ojos.
—Yo soy un militante revolucionario. Y la revolución no tiene fronteras.
¡Un militante revolucionario! Por más que había buscado en el pasado del japonés, no había logrado descubrir cómo ese muchacho de carácter tímido y reservado —según decían—, educado en los principios y las tradiciones de una familia burguesa y apasionado por sus estudios de botánica, había podido enrolarse en las filas de una organización de izquierdistas desesperados como la Fracción del Ejército Rojo Japonés. ¿Era suficiente el ejemplo de un hermano mayor, por más que fuera objeto de su admiración, para explicar dicho enrolamiento? ¿Y si hubiera otra razón más secreta?
Planteé la pregunta abiertamente. Ello me valió una serie de carraspeos y una sonrisa embarazada. Después, echando la cabeza hacia atrás, con los ojos completamente cerrados, terminó por decir:
—Quizá se deba a mi mala suerte en el amor…
Le insté a que se explicara.
—Al principio amé a una vecina de nuestra casa —dijo, tristemente—, pero huyó la mañana de nuestros esponsales. Después, en la universidad, me enamoré profundamente de una estudiante. Tenía la misma pasión que yo: las flores y las plantas… Pero nuestro idilio se acabó con un fracaso total. —Exhaló un largo suspiro. Esta vez sus pequeños ojos estaban abiertos de par en par—. La Fracción del Ejército Rojo me pareció una amante menos exigente.
Aproveché la ocasión para preguntarle si esa organización continuaba encarnando su ideal político. La pregunta le suscitó una risa sarcástica.
—¡Naturalmente! —dijo con una rabia repentina.
—¿Piensa alguna vez en la tragedia del aeropuerto?
—Pienso en ella todos los días.
—¿Y qué siente, ocho años después, sobre lo ocurrido aquella tarde?
Dibujó más círculos de humo con su Pall Mall. Después, con una voz muy lenta, dijo:
—Como militante revolucionario, mi deber era ejecutar las órdenes y aceptar hacer la guerra. Pero lo triste es que la guerra afecta también a las mujeres y los niños.
Entonces le pregunté su punto de vista, no como militante, sino como simple ser humano. Permaneció silencioso mucho rato. Vi su nuez de Adán subir y bajar nerviosamente por su garganta, señal de una intensa emoción. Por fin contestó:
—Discúlpeme, pero las palabras no pueden traducir siempre los sentimientos.
—Kozo —dije familiarmente, señalando las paredes y los barrotes—, si algún día sale de la cárcel, ¿qué será lo primero que hará?
El japonés esbozó una ancha sonrisa. La pregunta le había tocado un punto sensible.
—Daré la vuelta al mundo para expresar mi pesar al pueblo judío y al pueblo puertorriqueño —dijo gravemente.
La respuesta me dolió. Merecía una explicación. Comenzaba una aterradora investigación.
* * *
La mística revolucionaria que había precipitado al estudiante Kozo Okamoto a la nebulosa del terrorismo palestino había nacido de las grandes luchas surgidas en los campus nipones a fines de los años sesenta. Convencidos de que sus manifestaciones serían impotentes para cambiar a la sociedad japonesa, cierto número de jóvenes militantes comunistas decidieron pasar a la acción directa. Considerándose promotores de una justicia absoluta, eligieron la violencia como argumento de un debate que se hundía y se agruparon bajo el nombre de «Fracción del Ejército Rojo Japonés». Aunque esta «Fracción» contaba con una mayoría de estudiantes, también la formaban médicos, ingenieros y directivos del mundo de la industria.
Uno de los jefes de este avatar terrorista del movimiento estudiantil era una enigmática mujer joven de rostro enmarcado por largos cabellos lisos. Fusako Shinegobu era hija de un abogado de extrema derecha. No la desanimaba ninguna tarea al servicio de la causa. Cuando era estudiante de la Universidad Meiji de Tokio, no había vacilado en trabajar de noche como camarera en los cabarets de topless para alimentar la caja del movimiento. «Cada caricia de un cliente es un bol de arroz más para los camaradas», solía decir. Fusako había sido detenida varias veces en el curso de acciones violentas, como el día de los motines que ensangrentaron Tokio en mayo de 1969. Dos años después, la joven y ocho de sus camaradas proclamaron el nacimiento oficial de la «Fracción del Ejército Rojo Japonés» con ocasión de un audaz acto de piratería aérea, el desvío a Pyong Yang, la capital de Corea del Norte, de los trescientos pasajeros de un Boeing 747 de la Japan Airlines.
La hazaña inflamó la imaginación de millones de japoneses persuadidos de que sólo las acciones radicales podían obligar al gobierno ultraconservador y corrompido de la época a presentar su dimisión y cambiar las estructuras rígidas y arcaicas de la sociedad japonesa. Saludados como héroes por gran parte de la opinión, los nueve piratas entraron de la noche a la mañana en la mitología romántica de los samurais.
Los fundadores del movimiento debían de recordar la lección de Pyong Yang. Como la revolución aún no era posible en Japón, había que obrar en el campo de batalla internacional y luchar en él para purgar de su corrupción no solamente al archipiélago sino al mundo entero. Así la revolución sería mundial antes de ser japonesa.
El mensaje no tardaría en llegar a oídos del médico árabe cristiano que dirigía en Damasco el Frente Patriótico de Liberación de Palestina (FPLP), uno de los movimientos más extremistas y fanáticos de la resistencia palestina. El ofrecimiento del grupúsculo japonés proporcionó al doctor Georges Habache una ocasión inesperada de internacionalizar su acción terrorista contra el Estado hebreo. Despachó a Pyong Yang a su brazo derecho, Bassam Tawfig Sherif, con la misión de incorporar a su causa a los miembros de la Fracción del Ejército Rojo.
La joven Fusako y sus camaradas no se hicieron de rogar mucho para aceptar la invitación del emisario palestino. Tomaron un avión con destino al Líbano. Fue casi un viaje de novios para la terrorista japonesa, que acababa de casarse en Pyong Yang con uno de sus compañeros, el estudiante de electrónica Tekishi Okudeira. Desde su llegada a la capital libanesa, su primera preocupación fue organizar la cooperación de su grupo con el FPLP. Los corresponsales de prensa enviados a Beirut encontraron una mañana en su correo un manifiesto escrito a máquina en una hoja de papel, sin membrete ni señas. Muchos de ellos lo echaron a la papelera. Algunos, más sagaces, lo clasificaron en su expediente relativo al terrorismo del Próximo Oriente. «La Fracción del Ejército Rojo Japonés desea consolidar con el FPLP la alianza revolucionaria contra los imperialistas del mundo —decía el documento—. Se compromete a intensificar y acelerar la violencia internacional revolucionaria en cooperación con el movimiento terrorista palestino para vencer al enemigo israelí. Acusamos al gobierno japonés de pretender ser neutral en el conflicto del Próximo Oriente, mientras ayuda en secreto a los israelíes contra los árabes».
La joven japonesa obtuvo una subvención para realizar una película sobre la resistencia palestina y la acción del FPLP: El Ejército Rojo Japonés y el FPLP. Declaración de guerra al mundo. Este sorprendente reportaje fue exhibido en Japón ante numerosos grupos de extrema izquierda, sobre todo en las universidades. Una de las proyecciones tuvo lugar en una sala del departamento de agronomía de la facultad de Kagoshima, en el sur de la isla de Kyiushu. Entre los espectadores se encontraba un muchacho de veintidós años con cabellos cortados al cepillo, de aspecto frágil y tímido y rasgos casi femeninos, cuya única pasión conocida era la caza de mariposas.
Kozo Okamoto era el menor de cinco hijos de un maestro de escuela jubilado de la pequeña ciudad de Kagoshima. El Ejército Rojo y su ideología revolucionaria no le eran desconocidos: su hermano mayor, Takeshi, formaba parte del comando de los piratas de Pyong Yang. Profesaba una admiración sin límites hacia ese hermano mayor, que le había escrito para exhortarle a unirse a las filas del movimiento. Pero vengar a los palestinos y luchar para eliminar a Israel le parecían objetivos muy alejados de sus preocupaciones de futuro ingeniero forestal en su Japón natal. Guardaba, además, el recuerdo vibrante de una película que exaltaba la tesis inversa. En esa historia, las víctimas eran los judíos. Sin agua ni alimentos, apiñados a centenares en las bodegas y en los puentes de un viejo barco llamado Éxodo, un puñado de supervivientes de las cámaras de gas nazis habían luchado por la libertad en el intento de llegar a la tierra de la cual el FPLP pretendía ahora expulsarles. Sin embargo, los reiterados llamamientos de su hermano no le dejaron insensible. Como muchos jóvenes japoneses deseosos de escapar de la americanización forzada de la sociedad nipona, Kozo Okamoto se había vuelto hacia los mitos familiares de su país. Había devorado las obras que preconizaban el culto del guerrero, el suicidio al servicio de un ideal, y ciertos actos de rebelión presentes en la reciente historia del país. Le había marcado sobre todo el mensaje de un joven intelectual cuyo suicidio espectacular con el sable había trastornado dos años antes a millones de sus compatriotas. Aunque políticamente en las antípodas de los izquierdistas de la Fracción del Ejército Rojo, el escritor de la derecha Yukio Mishima defendía, también él, esa virtud suprema que los japoneses llaman makoto y que significa «sinceridad», «autenticidad», «integridad». Sus libros denunciaban la corrupción, el vacío espiritual, la obsesión de la prosperidad económica, el olvido del makoto y de las otras virtudes enraizadas en el alma japonesa. El mar de la fertilidad, su tetralogía final, resumía su pensamiento. «Saber y no actuar es insuficiente —escribía— y para actuar no es necesaria ninguna garantía de éxito. Basta tener el alma de un heishi, el alma de un guerrero». Antes de suicidarse, el escritor había lanzado un llamamiento a los oficiales y soldados desengañados del ejército del nuevo Japón. «El país de nuestros antepasados se encuentra hoy en día precipitado a un abismo espiritual —les había gritado—. Ha repudiado sus valores fundamentales y perdido su espíritu nacional. Y hemos asistido con los brazos cruzados a la profanación de nuestras tradiciones por los propios japoneses».
Como tantos de sus compatriotas, Kozo Okamoto se sintió trastornado por esta patética despedida. Y ahora, dos años después, su hermano mayor le daba la oportunidad de probar que él también tenía un alma de heishi. ¿Cómo declinar semejante invitación? Firmó su militancia en las filas del movimiento. A principios de febrero de 1972, recibió la visita de un agente del FPLP que le remitió varios centenares de dólares y un billete de avión a Beirut, vía Vancouver, Montreal, Nueva York, París y Roma. ¿Para qué misión? No lo sabría hasta haber llegado a su destino.
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Kozo Okamoto despegó de Tokio el 29 de febrero de 1972. En París, visitó Notre-Dame antes de dejarse guiar por las callejas del Barrio Latino, por el perfume nostálgico de las gambas al jengibre de los restaurantes japoneses. En Roma hizo una visita al Foro y luego fue a saborear, en la vía Appia, los encantos de una prostituta africana. Tantas debilidades terrenales, si se hubieran conocido, habrían podido valer al aprendiz de samurai una liquidación prematura apenas llegado a su destino. Los dirigentes de la Fracción del Ejército Rojo japonés no bromeaban con la virtud. Purgas sangrientas acababan de producirse justamente en el seno de un grupo de militantes que erraban por el frío siberiano de las montañas del Japón central. Acusados de tibieza y desviacionismo, catorce de ellos habían sido torturados y ejecutados, ciertas mujeres jóvenes por el solo hecho de haberse maquillado, de haber llevado pendientes o flirteado con un compañero. El descubrimiento de sus cadáveres mutilados había horrorizado a la opinión japonesa y apartado a muchos simpatizantes del ideal revolucionario de la Fracción del Ejército Rojo.
Fusako fue en persona a recibir a Okamoto al aeródromo de Beirut. Había tomado el mando de la célula operacional que la Fracción había instalado en la capital libanesa. Guió al viajero hacia un minibús donde esperaban otros dos japoneses. Uno, el estudiante de electrónica Okudeira Takeshi, no era otro que el marido de Fusako. El otro, Yasuda Yakushi, seguía cursos de arquitectura en la Universidad de Kyoto. Los tres habían sido designados por la misma unidad de entrenamiento y el mismo comando de acción. Su destino era un vasto recinto rodeado de alambradas a varios kilómetros de Baalbeck. Se trataba del campo de entrenamiento militar árabe más importante del Próximo y Medio Oriente donde los enemigos de Israel de todas las nacionalidades y de todos los orígenes iban a aprender las técnicas más modernas de la guerrilla y del terrorismo. Mandaba el campo una de las figuras del FPLP, el terrorista Abu Hija, que contaba en su palmarés con el atentado de Zurich contra un avión de El Al. Su equipo comprendía instructores rusos, checos y argelinos, especialistas en armas y destrucciones con explosivos. Como un estudio cinematográfico de Hollywood el campo estaba dividido en varios sectores donde se habían construido vías férreas, puentes, casas, arcas de agua, transformadores, en fin, todo lo que podía convertirse en un objetivo de destrucción. El punto clave de las instalaciones estaba resguardado bajo un vasto hangar. Era el puesto de pilotaje y la carlinga de un Boeing 727 reproducidos hasta la última esfera y el último botón.
Ni los samurais del Japón feudal ni los pilotos de la segunda guerra mundial sufrieron jamás el programa intensivo de ejercicios físicos y militares que esperaba a los voluntarios japoneses. Cuatro horas de gimnasia al día, operaciones de entrenamiento en comando y de sabotaje bajo fuego real, sesiones de manipulación de armas automáticas y lanzamiento de granadas, cursos repetidos de adoctrinamiento: en pocas semanas los alumnos de Abu Hija se convertían en implacables máquinas de matar. Pero no por ello descuidaron los tres japoneses su culto a los valores de su patria. Cada tarde, después de haber descargado su última ráfaga contra un maniquí decorado con una estrella de David, recuperaban su alma de poeta y su amor por la naturaleza. Cambiaban sus kaláshnikovs por un tallo de bambú y salían a cazar mariposas por el campo abrasado por el calor. A falta de redes, anudaban el keffieh a cuadros que les servía de tocado a la punta del bambú. Después, cuando la noche envolvía la llanura, se sentaban en una piedra para descifrar la bóveda celeste y sus miríadas de estrellas. Eran, me diría Okamoto, «verdaderos momentos de éxtasis durante los cuales cada uno de nosotros podía meditar como un poeta haku sobre el carácter efímero de la vida de las mariposas».
Una noche que contemplaban el cielo con una concentración particular, un recuerdo de infancia cruzó la mente del japonés. En su país, los padres tenían la costumbre de decir a los hijos que cuando murieran partirían hacia el cielo para convertirse en una estrella. Recordó que su madre le había prometido que él sería una estrella de la constelación de Orión.
—Debemos convertirnos los tres en estrellas de Orión —dijo de repente a sus camaradas.
La idea les encantó. No obstante, Okudeira, el marido de Fusako, se inquietó.
—¿Crees que los que vamos a matar se convertirán también en estrellas? —preguntó.
—Claro —respondió Okamoto—. Muchos de ellos, en todo caso. Tranquilízate: habrá muchas estrellas en el cielo, y la guerra revolucionaria traerá sin cesar otras nuevas.
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Al cabo de ochenta días de entrenamiento frenético, los tres japoneses fueron por fin informados sobre la naturaleza de su misión. Se trataba de un acto de terrorismo puro, que tenía como único objeto matar y sembrar el terror. El comando iría primero a Frankfurt, donde miembros de la banda Baader les proporcionarían pasaportes nuevos con identidades falsas. Después se trasladarían a Roma para recibir, camufladas en bolsas de deporte, las metralletas, municiones y granadas necesarias para su misión. Entonces sólo tendrían que coger el primer avión comercial con destino a Lod, el aeropuerto internacional de Israel próximo a Tel-Aviv. A la llegada recuperarían las bolsas de la cinta transportadora en la sala de equipajes. Tomarían las armas y abrirían fuego sobre los pasajeros. Era una operación suicida en la más pura tradición japonesa. Los kamikazes no debían caer vivos en manos de los israelíes bajo ningún pretexto. Perecerían con sus víctimas disparándose a la cabeza la última ráfaga. La orden venía de la propia Fusako. En su locura revolucionaria, la joven no vacilaba en sacrificar al hombre con quien acababa de casarse.
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El trío despegó de Beirut el 22 mayo con destino a Frankfurt, donde les esperaba un agente de la banda Baader con los nuevos pasaportes. Kozo Okamoto se llamaría de ahora en adelante Daisuke Namba. Abandonaron Frankfurt a bordo del Simplon Express, que les desembarcó en Roma a la una de la madrugada del viernes 26 de mayo. Un taxi los condujo al Anglo-American Hotel, no lejos de la Piazza di Spagna, donde su contacto local les había reservado dos habitaciones.
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Un Mercedes negro desprovisto de placas diplomáticas por razones de seguridad se presentó aquel mismo 26 de mayo a las diez de la mañana ante el portal principal de la entrada del Ministerio francés de Asuntos Exteriores en el Quai d'Orsay de París. A bordo iba el embajador de Israel en Francia. Antiguo miembro de los servicios secretos del Mossad, Asher Ben Natan cultivaba el arte de la información como una religión. Tenía una cita con Hervé Alphand, secretario general del ministerio, para una comunicación urgente. Su gobierno deseaba en efecto pedir a las autoridades francesas un refuerzo drástico de las medidas de seguridad en todos los vuelos de Air France con destino a Israel.
—Tenemos serias razones para creer que la guerrilla palestina está a punto de llevar a cabo una acción espectacular contra Israel —declaró el embajador.
Explicó que, para ejecutar esta acción, «la organización terrorista bajo sospecha se preparaba para introducir clandestinamente en Israel armas y explosivos en los equipajes que viajaban en la bodega de los aparatos con destino al Estado hebreo».
Alphand se apresuró a tranquilizar a su visitante. Estaba en condiciones de decirle que, en lo que concernía a Francia, los temores de Israel no estaban justificados. Se abstuvo de dar cualquier explicación que motivase esta seguridad. Y, sin embargo, estaba bien fundada. Alphand sabía que su gobierno había recibido, en señal de reconocimiento por su política pro-árabe, la garantía solemne de que el terrorismo palestino no utilizaría los aviones de Air France en su combate contra Israel.
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En cuanto las oficinas de Roma abrieron aquel mismo 26 de mayo, los tres japoneses se dirigieron a la agencia de la American Express para cambiar en liras el paquete de dólares que llevaban encima desde Beirut y comprar billetes de avión para Tel-Aviv. El primer vuelo disponible era el de Air France del martes 30 de mayo a las 20.05 horas.
Poco después recibieron la orden de instalarse en la pensión Scaligera, en la vía Nazionale, «para recibir allí los paquetes que les esperaban». El establecimiento estaba ocupado casi exclusivamente por clientes árabes. Incluso los menús del desayuno estaban redactados en la lengua de Mahoma. En cuanto hubieron tomado posesión de la habitación, llamaron a la puerta. Un mensajero les llevó tres bolsas de deporte con cierre de cremallera. Cada una contenía una metralleta checa V-258 del calibre 7.62, una treintena de cargadores y veinte granadas F1 soviéticas del tamaño de una mandarina, colocadas en una caja. Lo suficiente para una matanza.
El martes 30 de mayo, poco antes de las diecisiete horas, subieron a un taxi en dirección al aeropuerto de Fiumicino. Las formalidades de facturación para el vuelo 132 de Air France Roma-Tel-Aviv sólo duraron unos instantes. La azafata no prestó ninguna atención particular a los equipajes de estos tres pasajeros de aire deportivo que se dirigían a una competición. Las bolsas desaparecieron en la cinta transportadora, provistas de su etiqueta con iniciales del aeródromo internacional de Israel. Los tres hombres pasaron enseguida sin problemas bajo el arco magnético del pasillo n.o 9, presentaron sus flamantes pasaportes en la ventanilla de la policía de fronteras y fueron a sentarse en la sala de embarque n.o 44. En Fiumicino, Air France hacía embarcar a sus pasajeros por una sociedad italiana especializada en esta clase de servicio. No controlaba nunca el contenido de los equipajes de la bodega a menos que una compañía lo solicitara.
Air France no había presentado ninguna solicitud de este género para su vuelo AF-132 de aquel 30 de mayo. Esta negligencia era tanto más sorprendente cuanto que, dos días antes, una pasajera libanesa de un vuelo de la compañía a Beirut había sido interceptada por un pórtico detector en posesión de dos revólveres de gran calibre, uno oculto bajo la axila y el otro sujeto a su muslo. Adujo que llevaba estas armas a su padre para permitirle defenderse de los lobos que infestaban la montaña libanesa donde vivía. La policía sospecharía más tarde que fue encargada de probar la sensibilidad del pórtico.
El ordenador había asignado a los tres japoneses asientos en la misma fila del fondo del Boeing 727. Poco después del despegue, Okamoto se sumió en una profunda meditación. Pensaba en su muerte tan próxima. Trataba de imaginarla y pensaba en el refinado ceremonial que acompañaba a la de los samurais del antiguo Japón. A fines del siglo pasado, gran número de estos caballeros se habían suicidado de un sablazo en el vientre para señalar su oposición a la occidentalización del país. En recuerdo de la tempestad que, en el año 1281, había hecho naufragar los navíos del invasor mongol, salvando así a Japón de una catástrofe, estos defensores de la ortodoxia habían dado a su movimiento el romántico nombre de «Viento Divino». Para poner fin a esta hecatombe de suicidios, el gobierno de la época tuvo que prohibir la posesión de sables. Pero los sacrificios de los caballeros del Viento Divino habían consagrado para siempre el mito del suicidio en la imaginería japonesa. Al final de la segunda guerra mundial, cuando ya se acercaba el espectro de la derrota, este mito condujo a millares de jóvenes pilotos a ofrecer a su vez su vida. En este avión que le llevaba hacia un destino parecido, Okamoto se sintió heredero de los caballeros del Viento Divino. En Japonés, este concepto poético se llamaba kamikaze.
La llegada de la azafata con las bandejas de la comida trasladó al japonés a una realidad más prosaica. Vaciló. ¿Convenía, en semejante circunstancia, rebajarse a consumir un alimento terrestre? ¿Qué opinaba sobre la cuestión el código de la moral samurai? Okamoto recordó que, un día, un caballero de Kyushu, su isla natal, se había interrogado sobre este punto antes del suicidio. Respondiendo de modo afirmativo, había desayunado copiosamente, con riesgo de ofrecer, cuando se abriera el vientre, el repugnante espectáculo de sus entrañas vomitando la comida.
«Los tres hicimos acopio de valor y compartimos este último alimento —me confesaría Okamoto— e incluso lo regamos con una cerveza».
Esta bebida no tardó en hacer sentir su efecto en la vejiga del joven japonés. Se levantó y se dirigió a los lavabos del fondo del avión. Mientras orinaba acudió a su memoria una extraña anécdota. Se trataba de un episodio de la guerra ruso-japonesa de 1905. Durante la decisiva batalla naval que enfrentó a las dos flotas enemigas, el comandante en jefe japonés, almirante Togo, dirigía las operaciones desde el puente del Mikasa, su crucero de mando. En un momento de gran peligro, el ayudante del almirante quiso constatar el estado moral de su jefe. Deslizó furtivamente la mano entre sus piernas y se dio cuenta con alivio de que sus testículos colgaban del modo más normal del mundo. El almirante estaba, pues, perfectamente sereno. Tranquilizado, el oficial se apresuró a volver a su puesto. Okamoto notó con vergüenza que sus testículos no colgaban como los del almirante. La emoción los había encogido y endurecido como pequeñas nueces a punto de explotar.
El viaje infernal de los sesenta y ocho
peregrinos
de Puerto Rico
Las luces de Tel-Aviv aparecieron pronto bajo las alas. Los pasajeros volvieron a sus asientos invitados por la azafata, que se expresaba en tres lenguas. Okamoto reconoció el inglés y pensó que una de las otras dos lenguas debía de ser el francés a causa de la nacionalidad de la compañía. Pero ¿y la tercera? Por cortesía hacia los sesenta y ocho puertorriqueños hispano-parlantes que ocupaban aquella tarde la clase turista, la azafata había repetido igualmente las consignas del aterrizaje en castellano. Estos pasajeros llegaban directamente de la isla norteamericana del Caribe para una visita de diez días a los principales santuarios de Tierra Santa. Eran plantadores de caña de azúcar y de tabaco, comerciantes, funcionarios, empleados, estudiantes, jubilados. El de más edad tenía setenta y dos años; el más joven, catorce. Su guía era un atlético profesor de instituto de veintiocho años, que animaba a la comunidad bautista de la isla. José Muñoz ya había hecho un peregrinaje a Jerusalén y había jurado hacer descubrir los Santos Lugares a su joven esposa Nilda y a sus amigos. Un mismo culto a Jesús el Mesías, una misma sed de conocer los decorados de su vida terrenal, una misma impaciencia de pisar el suelo de Tierra Santa les unía.
El avión sobrevoló los naranjales que bordeaban la costa y describió un ancho círculo para poner rumbo al norte. Con los rostros pegados a la ventanilla, José Vega, de treinta y seis años, y su joven esposa Vastiliza escrutaron apasionadamente la oscuridad sembrada de luces. José era el pastor de la iglesia metodista de Arecibo, la segunda ciudad de Puerto Rico. Bajo su alzacuellos, en el bolsillo izquierdo de la camisa, llevaba el pequeño misal que leía cada día desde los doce años. ¿No era en este rincón de Palestina donde san Pedro había curado a Eneas, el paralítico? ¿Aquí, donde san Pablo había descansado en el camino de Jerusalén? ¿Aquí, donde había nacido san Jorge y donde reposaban sus restos de mártir? ¿Aquí, en fin, donde los sabios de Israel habían instalado en otros tiempos sus yeshivas, donde habían acampado las legiones romanas, donde los cruzados de Ricardo Corazón de León se habían reagrupado antes de subir al asalto de Judea? Unos asientos más allá, Juan Padilla, de treinta años, y su esposa Carmen, ambos miembros de la Iglesia de los discípulos de Cristo, escudriñaban también las tinieblas. Apasionados de la historia bíblica, se dijeron que el avión pasaba seguramente por encima del valle del Soreq, donde había nacido Dalila y donde las raposas de Sansón habían incendiado con sus colas inflamadas las cosechas de los filisteos. Juan Larroy, un barbudo agente de seguros de veintiocho años, se preguntaba si el aeropuerto de Lod habría sido construido en la planicie donde Josué había detenido al sol. Pero no eran los espejismos del país de la Biblia lo que motivaba su presencia esta tarde en el avión. Juan estaba secretamente enamorado y el objeto de su pasión, una deslumbrante muchacha de ojos verdes, estaba sentada a su lado. Se llamaba Carmen Crespo. Este viaje a Tierra Santa era un regalo de sus padres. Carmen acababa de cumplir veinte años. Cuando Juan Larroy se enteró de la noticia, corrió a inscribirse a su vez. Sería en Jerusalén donde le declararía su amor.
Aplausos, gritos de alegría, hurras saludaron el aterrizaje. Después, todos los peregrinos entonaron el famoso himno a la gloria de Jerusalén, Ciudad de Dios. Desde la apertura de las puertas, un maravilloso olor de azahar invadió la cabina. La noche era perfumada. La institutriz Matilde Guzmán se detuvo en la pasarela para respirar a fondo. «Era como llegar al paraíso terrenal», diría la estudiante Sonia Ortiz. El propio Kozo Okamoto se maravilló. Ochenta días de un entrenamiento inhumano no habían embotado su amor por la naturaleza. Llenó sus pulmones. Después, empujado por Okudeira, el marido de la bonita Fusako, bajó a toda marcha los escalones de la pasarela posterior. Los tres japoneses alcanzaron los primeros el vestíbulo de llegadas y se presentaron al control de la policía. Antes de dirigirse hacia la cinta transportadora para esperar sus bolsas, fueron a encerrarse en los lavabos para cumplir la orden que habían recibido en Beirut. Arrancaron las dos páginas de su pasaporte que llevaban su nombre y su fotografía y las rompieron cuidadosamente en varias decenas de pequeños fragmentos que echaron a la taza antes de accionar la descarga de agua. Aunque falsa, su identidad debía permanecer desconocida para los israelíes, ocurriera lo que ocurriese.
Eran las 22.25 horas. Nadie se fijó en los tres asiáticos que, apostados en el otro extremo de la cinta, vigilaban la llegada de las maletas. La espera fue breve. Las primeras maletas en salir fueron las de los pasajeros embarcados en Roma. Las tres bolsas llenas de armas que pertenecían a los japoneses se siguieron en fila india. Okamoto y sus camaradas se apoderaron de ellas. Cumpliendo como autómatas los gestos tantas veces repetidos en el campo de Baalbeck, deslizaron la cremallera, agarraron las metralletas, metieron los cargadores y se llenaron los bolsillos de granadas. Los extraños movimientos llamaron la atención de varios pasajeros. El ingeniero Medina se dijo que aquellos muchachos querían gastar una broma. El científico Aaron Kamir, del Instituto Weizman de Rehovot, pensó en actores de cine venidos a rodar una película. Vastiliza Vega, esposa del pastor metodista, comprendió que las metralletas no eran de juguete. «¡Van a matarnos!», gritó. Fueron sus últimas palabras. Uno de los terroristas había saltado a la armadura de la cinta transportadora y abierto fuego casi a quemarropa. Herida en plena cabeza, la joven puertorriqueña se desplomó. La bala que habría debido alojarse en el corazón de su marido y matarle al mismo tiempo que a ella, fue milagrosamente desviada por el pequeño misal que no abandonaba nunca el bolsillo izquierdo de su camisa.
En pocos segundos, aquello fue el infierno. Los japoneses lanzaron las granadas por encima de las cabezas, apuntaron las ráfagas sobre los grupos que esperaban las maletas, se ensañaron con los cuerpos que caían como los muñecos de un juego de feria. Los gritos y los gemidos, el fragor de las explosiones, el olor de la pólvora y el azufre…, la sala de equipajes ofreció en menos de un minuto una visión apocalíptica. Juan Larroy, el agente de seguros puertorriqueño, no llevaría nunca a su amada a Jerusalén para declararle su amor: Carmen había sido despedazada por la primera ráfaga. La estudiante Sonia Ortiz debería de haber corrido la misma suerte. Pero al salir del control de la policía, su coquetería femenina la indujo a ir a repasarse el peinado en los lavabos. Cuando oyó los disparos y las explosiones, se dijo con asombro: «Vaya, nos acogen con petardos de bienvenida, como en San Juan». Fue entonces cuando varias pasajeras, chillando y cubiertas de sangre, irrumpieron en el lavabo en busca de refugio. Convencidas de ser perseguidas por los asesinos, algunas se pusieron en cuclillas detrás de la puerta, mientras otras se arrodillaban para rezar. Pero Dios parecía haber abandonado la sala de llegada del aeropuerto de Lod. Olga Navedo, de veintidós años, estaba tomando la foto de un grupo de amigos cuando sonaron los primeros disparos. Tuvo el reflejo de tirarse al suelo boca abajo. Unos cuerpos cayeron sobre ella, sirviéndole de escudo. Cascotes de granada la habían herido en los pies y en los tobillos que tenía al descubierto. Cuando pudo separarse, empezó a arrastrarse hacia la salida al fondo de la sala. De repente, un objeto insólito atrajo su mirada. Era un pie dentro de un zapato: el pie de su tía Luz, que yacía a su lado en un charco de sangre.
Cristina Matos, que había venido a Tierra Santa para cumplir la promesa hecha a su marido, muerto tres meses antes, de enterrar la urna de sus cenizas en el monte de los Olivos, tuvo el reflejo de protegerse la cara con el bolso. Al cabo de un momento sintió un líquido caliente en los dedos y vio que sangraba en abundancia. La bala que habría debido alojarse en su cabeza le había atravesado la mano antes de ser detenida por su polvera.
Los japoneses saltaban de un lado a otro de la sala disparando con frenesí. Se habría dicho que intentaban autodestruirse al mismo tiempo que sus víctimas. Una lluvia de balas alcanzó a Yasuda, el estudiante de arquitectura de Kyoto, quien se había adelantado imprudentemente a sus compañeros. Exhaló un rugido antes de caer hacia adelante, herido de muerte. Como enloquecido, el marido de Fusako dejó su metralleta y se sacó dos granadas de los bolsillos para vengar a su camarada. A fin de apuntar mejor, saltó sobre el borde de la cinta transportadora, pero una súbita sacudida del mecanismo le hizo perder el equilibrio. Al tratar de recobrarlo, dejó escapar uno de los proyectiles, que le explotó en plena cara, arrancándole la cabeza. Sólo quedaba Okamoto. Sorteando los cadáveres de sus camaradas, se lanzó hacia la pared de cristal tras la cual esperaban las familias y los amigos horrorizados de los pasajeros. Vació dos cargadores. El cristal se estrelló en una constelación de impactos. La gente se desplomaba, gritando. El japonés volvió entonces a su punto de partida, sacó de la bolsa una provisión de granadas que embutió en sus bolsillos, saltó a la cinta transportadora y salió por el hueco bajo el cual llegaban los equipajes. Vislumbrando sobre la pista un avión que se alineaba sobre el macadam abrió fuego en dirección a la carlinga y lanzó dos granadas hacia los motores.
Desde su escondrijo detrás de un contenedor, un mecánico de la compañía El Al, Nahum Zaiton, había asistido al ataque. Cuando el terrorista llegó a su altura, se abalanzó sobre él y le hizo rodar por el suelo. Policías y soldados acudieron en ese instante de todas partes. Uno de ellos se precipitó sobre Okamoto para arrancarle la metralleta, pero éste tuvo tiempo de girar el cañón contra su pecho y apretar el gatillo. La metralleta hizo un clic; el cargador estaba vacío. Entonces quiso quitar el pasador de una granada, pero la intervención fulgurante del otro policía se lo impidió. El guerrero heishi había perdido. No entraría en el paraíso de los caballeros del Viento Divino. No había conseguido suicidarse. La matanza había durado menos de tres minutos. Se encontrarían ciento treinta y ocho casquillos en el suelo. Georges Habache y la viuda Fusako podían felicitarse: habían herido a Israel en pleno corazón. La masacre había hecho veintiséis muertos y setenta y dos heridos, algunos de mucha gravedad. A unos se les amputarían las dos piernas, otros quedarían desfigurados; otros quedarían ciegos para siempre.
* * *
Como principal aeropuerto internacional civil del país, Lod era objeto de una vigilancia permanente. En pocos minutos, importantes fuerzas de seguridad habían acordonado todo el sector y ocupado los objetivos sensibles como la torre de control, el depósito de carburantes y la central de telecomunicaciones. Prevenido al instante, el general Rehavan Zeevi, un coloso de cuarenta y seis años, había llegado al lugar con gran rapidez. Zeevi mandaba la región militar del centro de Israel de la que dependía el aeropuerto, pero era más conocido en el ejército por el apodo de «Gandhi» a causa de la colección de poemas que le había inspirado el ideal de la no violencia del Mahatma. La visión apocalíptica que le esperaba aquella noche era la bestial negación de este ideal.
La maraña de muertos y moribundos, los gemidos y gritos de socorro de los vivos, voceados en todas las lenguas, el insoportable olor de la sangre y la carne quemada, las nubes esparcidas de humo procedente de las explosiones, las maletas destrozadas, todos los ingredientes del horror estaban reunidos en esta sala del aeropuerto israelí. Ignorando que dos de los asesinos habían muerto y el tercero había sido capturado, el puertorriqueño Alejandro Rivera intentó a toda costa huir de este matadero donde estaba seguro de perecer. Su esposa y él se habían ocultado detrás del distribuidor automático de bebidas. Aprovechando la pantalla de humo provocado por una granada que explotó ante su escondite. Alejandro agarró a su mujer y corrió hacia la salida. Llegados al exterior milagrosamente indemnes, los Rivera se metieron directamente en un taxi.
—¡Hotel Saint-Georges de Jerusalén, rápido! —gritó Alejandro.
A la vista de los policías israelíes que intentaban proteger al último terrorista de la multitud furiosa, otro pasajero puertorriqueño creyó que iba a ser linchado. Con sus ojos de un negro azabache, sus pómulos salientes, sus ojos oblicuos, este hijo de indios del Caribe tenía un tipo netamente asiático. Ante la aparición de los primeros soldados israelíes, Regina Filiciano, una institutriz jubilada de San Juan, fue presa del pánico. Pensó que eran otros terroristas venidos a liquidar a los supervivientes. Decidida a arriesgarse a todo para salvar su vida huyó hacia la salida. «Mis viejas piernas me llevaban como las de un caballo alado», diría después. Mientras corría, un salmo le vino a la memoria. «Son diez mil los que caerán a tu derecha, y a ti no te pasará nada», repitió con fervor.
* * *
El ejército había tomado el mando e interrumpido temporalmente el tráfico aéreo. El general Zeevi, alias «Gandhi», tenía prisa. Sabía que era responsable de la vida de millares de pasajeros que debían llegar al aeropuerto de Lod o despegar hacia otros destinos en las próximas horas. La matanza de la sala de equipajes podía ser sólo el preludio de otras acciones más vastas y más mortíferas. Era absolutamente preciso hacer hablar al único superviviente del comando. Sólo así podrían evitarse otras tragedias. Pero el frágil muchacho de ojos bajos que llevaron al general israelí no correspondía en absoluto a su imagen de un terrorista. Se había encerrado en un mutismo sepulcral y el único documento encontrado en su persona, un pasaporte japonés, ya no incluía estado civil ni fotografía. Zeevi hizo despertar al embajador de Japón en Tel-Aviv para que enviara urgentemente a un intérprete. Después mandó conducir a Okamoto a la sala de equipajes donde médicos y enfermeros se afanaban en tomo a los heridos. De pronto, el japonés tropezó con el cuerpo sin cabeza de su camarada Okudeira. La horrible visión le hizo tambalear y se desplomó, gimiendo. Un poco más lejos reconoció el cuerpo de Yasuda, con el pecho destrozado por las balas de sus propios camaradas. Los tres llevaban el mismo cinturón de hebilla dorada, lo cual confirmó a Zeevi que pertenecían al mismo comando.
De vuelta en la oficina que servía de puesto de mando al general, Okamoto no volvió a mostrar signos de emoción. Con la cabeza baja, los ojos cerrados y el rostro inmóvil en una total ausencia de expresión, el terrorista permaneció obstinadamente mudo. Transcurrieron varias horas. El tráfico aéreo se había reanudado. Exceptuando las huellas de los impactos en paredes y puertas de cristal, la sala de equipajes había recuperado su aspecto normal. El general y sus oficiales seguían interrogando a su prisionero. El intérprete hacía lo que podía. Pero ni las súplicas ni las amenazas lograron hacer salir un sonido de sus labios. De improviso, tras seis horas de su letargo, Okamoto dijo por señas que deseaba un lápiz y un trozo de papel. «Pido que me lleven al exterior para ser ejecutado o bien que me permitan suicidarme», escribió con aplicación. El general vio en esto una ocasión de proponerle un trato. Hizo salir a sus oficiales y se quedó solo con él y el intérprete. Desenfundó el enorme colt que pendía de su cinturón y lo puso ante él sobre la mesa. Con lentitud calculada para subrayar la importancia de su gesto, abrió la recámara del cargador y empezó a sacar las balas una por una. Cuando la pequeña funda metálica estuvo completamente vacía, la recargó con un solo proyectil. Luego introdujo el cargador en su lugar y blandió el revólver bajo los ojos del japonés, que había seguido con atención fascinada cada una de sus manipulaciones.
—A cambio de una confesión completa y cierta, te ofrezco este revólver y la bala que contiene para suicidarte —anunció.
«Este trato hizo el efecto de una varita mágica», diría después el general Zeevi. Okamoto salió instantáneamente de su apatía. Seguro de haber traicionado a sus ídolos del Viento Divino escapando a la muerte, se sintió aliviado al poder reunirse con ellos y morir como un guerrero heishi. Zeevi exigió que Okamoto empezara su confesión escrita con el compromiso solemne de no utilizar el arma facilitada contra nadie que no fuese él mismo. Traducidas de modo simultáneo, las respuestas del japonés calmaron los temores del general. Ninguna otra acción terrorista contra el aeropuerto estaba en curso de ejecución, ni siquiera de preparación aquella noche. Zeevi pudo tranquilizar en seguida a la primera ministra Golda Meir, que había acudido inmediatamente, y a su ministro de Transportes Shimon Peres, que esperaba con ella en una sala contigua después de haber visitado a los heridos en los diferentes hospitales.
La confesión ocupó pronto nueve largos párrafos. Daba valiosas indicaciones, sobre todo acerca de los motivos que habían impulsado a los tres japoneses a convertirse en kamikazes al servicio de los palestinos. Pero no revelaba ningún indicio sobre la organización de la tragedia. Zeevi descubrió además varias contradicciones flagrantes en el relato del terrorista, lo cual le ahorraba tener que cumplir el trato hecho con él. El kamikaze de Lod no iría a reunirse con los caballeros del Viento Divino gracias a la bala ofrecida por el general israelí. Cuando Okamoto hubo terminado, Zeevi enfundó su colt y entregó a su prisionero a los policías.
«Un crimen que aún no tenía nombre»
Salvo en Egipto y Siria, donde fue aplaudida por los responsables políticos y por numerosos diarios, la matanza del aeropuerto israelí sumió al mundo en un gran estupor. El hecho de que ciudadanos de un país sin ningún vínculo con el conflicto palestino-israelí hubieran venido del fondo de Asia para abatir a turistas originarios de otra parte del mundo, que tampoco estaba vinculada al drama de Oriente Próximo, hacía la tragedia de Lod particularmente odiosa. Una de las primeras reacciones japonesas vino del padre de Okamoto. En una carta al embajador de Israel en Tokio, el antiguo maestro de escuela explicaba su consternación ante el acto de su hijo. «Durante cuarenta años he creído que me había consagrado lealmente a la educación de nuestra juventud —escribió—. Veo que me he equivocado. Les ruego que castiguen sin tardanza a mi hijo infligiéndole la muerte».
Pero, como es natural, fue en el propio Israel donde la indignación llegó al punto álgido. Todo el Knesset en pie observó un minuto de silencio en honor de los «muertos inocentes». Con la voz entrecortada por la cólera, Golda Meir acusó «a los árabes, cuya falta de valor les obliga a reclutar extranjeros para llevar a cabo sus sórdidas acciones». Reclamó un inmediato boicot aéreo internacional al Líbano y fustigó sin miramientos a este «Estado que secunda y anima la preparación de tales crímenes».
Israel encerró a Kozo Okamoto en la celda de máxima seguridad especialmente habilitada en la prisión de Ramleh para el criminal más célebre juzgado en su territorio, uno de los arquitectos del genocidio judío, Adolf Eichmann. Fue encadenado y despojado de cualquier prenda de ropa y de cualquier objeto susceptible de ayudarle a poner fin a su vida. Unidades del ejército fueron a reforzar la protección de la prisión. El país estaba resuelto a aprovechar la emoción general para juzgar con gran rapidez al coautor de la abominable matanza. La cuestión del castigo que merecía dividía a la opinión. Un importante sector de la población consideraba que el japonés merecía la muerte. La pena capital existía en Israel. Su campo de aplicación estaba regido por la ley sobre los crímenes nazis y por una orden de excepción instituida bajo el mandato británico para reprimir los crímenes de terrorismo. El castigo supremo podía, pues, requerirse contra el japonés. Aparte de la sentencia de muerte de Eichmann, sólo otras tres habían sido pronunciadas después del nacimiento del Estado, las tres contra terroristas árabes. Pero por motivos de seguridad, estas penas capitales habían sido conmutadas por sendas cadenas perpetuas. El riesgo de fabricar mártires o provocar represalias parecía en efecto demasiado grande.
El proceso se abrió el 12 de julio de 1972 bajo la luz cegadora de los proyectores de televisión, en medio de excepcionales medidas de seguridad. Ni la implacable acta de acusación leída por el coronel que presidía el tribunal, ni la desgarradora enumeración de los nombres de los veintiséis muertos de la noche fatal, ni la descripción por un superviviente de las mutilaciones permanentes a numerosos heridos, ni la exposición de las pruebas acusatorias (metralletas, cascos de granada, etc.) provocaron la sombra de una emoción visible en el rostro del japonés. Toda esta agitación no le concernía. Su actitud era tan ausente que el policía al que estaba esposado debía sacudirle continuamente el brazo para obligarle a seguir los debates. Pero este aspecto era engañoso. Ya que la muerte le había hecho el ultraje de no querer saber nada de él, se vengaría convirtiendo su proceso en una provechosa operación de propaganda. Desde la primera audiencia, su defensor de oficio comprendió que no obtendría ninguna cooperación de él. Considerando que sólo un demente podía perpetrar semejante crimen múltiple, el abogado Max Kritzman advirtió al tribunal que alegaría locura, lo cual hizo salir a Okamoto de su ficticio letargo para saltar como un verdadero diablo. Con los puños cerrados y la mirada brillante, exclamó:
«¡Estoy perfectamente en mi sano juicio! Asumo en mi nombre y en el de mis camaradas la plena responsabilidad de los sucesos ocurridos en el aeropuerto. Me niego a la pretensión de mi defensor de hacerme sufrir un examen psiquiátrico».
Kritzman buscó otro medio de salvar la cabeza de su cliente. Como la investigación no había podido encontrar un documento que atestara su edad exacta, aseguró a los jueces que el aspecto particularmente juvenil del acusado probaba que tenía sin duda menos de veintiún años, lo cual justificaba su juicio por un tribunal de menores. El japonés reaccionó con violencia.
«¡Tengo veinticuatro años! ¡Nací el 25 de febrero de 1948!», exclamó con una voz tan entrecortada como las ráfagas de su metralleta en la tarde trágica. El abogado israelí insistió sin embargo en su imposible misión.
«Mi cliente es un personaje extraño con conceptos extraños —alegó—. Una condena a muerte haría de él un mártir. Colgarle no serviría ni a Israel ni al mundo. Hoy tenemos la ocasión de mostrar nuestra generosidad y nuestra magnanimidad».
Ante el furor de gran parte de la opinión israelí y la estupefacción de los observadores, sobre todo de los diplomáticos y corresponsales de prensa japoneses, la acusación se colocó de golpe en el mismo terreno de la magnanimidad.
«La perversión moral del acusado y de sus comanditarios nos autoriza a apoyarnos sobre nuestra propia fuerza para abstenemos, incluso en este caso horrible, de reclamar todo el rigor de la ley», declaró el coronel fiscal en su requisitoria, antes de concluir: «Sé, señores jueces, que lo que les pido rebasa todas las posibilidades de la generosidad humana. Sería inconcebible repetir otra vez esta benignidad. Pero esperamos que no habrá otra vez».
Las declaraciones belicosas del acusado también inclinarían, paradójicamente, al tribunal hacia un veredicto de clemencia. A un juez que le preguntó por qué habían realizado este ataque «soldados japoneses» y no terroristas árabes, Okamoto respondió:
«Nuestra acción en pro de los árabes no es más que un pretexto para permitir a nuestra organización propulsarse a la escena internacional. Mañana, la Fracción del Ejército Rojo Japonés extenderá la guerra revolucionaria al mundo entero».
A otro juez que estaba indignado por los veintiséis muertos de Lod, el japonés explicó tranquilamente que «la guerra implica siempre matanzas y destrucciones». En su declaración final hizo varias veces referencia a Vietnam, «cuyo pueblo lloraba por el mundo», y a los Panteras Negras americanos, «que trazaban la ruta de la revolución mundial». Curiosamente, durante los noventa minutos que duró esta declaración cuidadosamente preparada, no dedicó ni un solo minuto al conflicto árabe-israelí por el cual él y sus camaradas habían aceptado hacer, sin embargo, el sacrificio de su vida.
Kozo Okamoto escapó a la suerte de Adolf Eichmann. Fue condenado a cadena perpetua. Sus jueces consideraron que, a diferencia del jefe nazi, no había expresado impulsos destructores contra los judíos como pueblo, sino contra la sociedad humana en general, en una empresa que proyectaba cambiar las estructuras sociales del mundo. En un país tan organizado como Japón, explicó el presidente del tribunal, semejantes fanáticos tenían pocas posibilidades de realizar sus ambiciones y por ello se habían vuelto hacia organizaciones políticas y militares extranjeras susceptibles de facilitarles el trampolín necesario para su objetivo de «extender —según las propias palabras del acusado— la guerra revolucionaria al mundo entero». No se trataba de un genocidio, es decir, de la eliminación de un pueblo, sino de un crimen nuevo y más vasto al que aún no habían dado un nombre.
El japonés escuchó los considerandos del tribunal de pie y en posición de firmes, sin demostrar la menor emoción, salvo cuando se anunció el veredicto. Al descubrir de pronto que le robaban la muerte que merecía a sus propios ojos, profirió un grito de animal herido y se tiró al suelo sollozando.
* * *
El encarcelamiento de Kozo Okamoto tras los muros de la prisión de alta seguridad de Ramleh no hizo desaparecer el nombre del terrorista japonés de los titulares de actualidad. Por el contrario, se convirtió rápidamente en todo el Oriente Próximo en una especie de mártir fetiche de la lucha árabe-israelí. Sobre los cuerpos de fedayines muertos cuando intentaban infiltrarse en Israel se encontraron octavillas exigiendo su liberación inmediata.
* * *
Los militantes de la Fracción del Ejército Rojo Japonés instalados en Beirut continuaron desplegando una gran actividad. Fusako Shinegobu, la pasionaria del movimiento que no había vacilado en sacrificar a su joven esposo en el atentado de Lod, reveló en una carta dirigida al Asahi Shimbun, el diario más importante del Japón, que un comando japonés preparaba una espectacular acción terrorista para arrancar a su compatriota de sus carceleros israelíes. Por su parte, la dirección de IATA, la organización internacional del transporte aéreo, recibió varios mensajes anunciando represalias en numerosos aeropuertos del mundo en caso de que los israelíes se negaran a liberar a su prisionero.
Mantenido en la ignorancia de la agitación que suscitaba, el prisionero pasaba días solitarios pero estudiosos en la espaciosa celda de Adolf Eichmann. Desde su encarcelamiento, había pedido libros para aprender el hebreo e iniciar estudios de inglés, así como obras sobre la religión judía. Aunque sus progresos en la lengua de los profetas y en la de Shakespeare fueron durante mucho tiempo más bien tímidos, su interés apasionado por el estudio del judaísmo no tardaría en causar un vivo temor en sus guardianes. Éstos encontraron una mañana a su prisionero sangrando abundantemente de una parte íntima de su cuerpo. Okamoto había intentado realizar el acto simbólico que, por la sangre derramada, consagraba la alianza del pueblo judío con el dios Jehová. Armado con sus alicates para uñas, había intentado circuncidarse, pero había logrado solamente causarse una herida. Le transportaron a la enfermería donde sufrió, esta vez de manos de un médico judío, una circuncisión en toda regla.
En 1976, la fortaleza de Ramleh acogió entre sus muros a otro detenido notable. Condenado a doce años de prisión por haber introducido clandestinamente armas en el maletero de su Mercedes diplomático, monseñor Hilarion Capucci, arzobispo de Jerusalén, fue encarcelado en una celda contigua a la del japonés. Esta cohabitación inesperada ofreció al kamikaze circunciso ocasión de descubrir los ritos de otra religión nacida en esta tierra de Palestina tan fecunda en espiritualidad y tan próxima a Dios. El prelado contribuyó así a desarrollar los conocimientos de inglés de su joven vecino y le animó a trabajar en uno de los talleres de la prisión. Los dedos que habían disparado ráfagas mortíferas empezaron entonces a tejer redes de camuflaje para el ejército israelí. La elección de esta ocupación no fue sin duda accidental, ya que el arte del disimulo era una de las virtudes cardinales de los héroes del teatro Kabuki a quienes él admiraba tanto. De todos modos, una voz puso un rápido fin a la experiencia. El prisionero declaró una mañana a sus guardianes que durante la noche el Mesías le había ordenado abandonar todo trabajo manual para consagrarse al estudio exclusivo de los salmos que cantaban sus alabanzas.
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El 20 de mayo de 1985, casi trece años después de ser condenado a cadena perpetua, Kozo Okamoto fue sacado bruscamente de la celda en donde lo había conocido. Sus guardianes le hicieron subir a un autocar aparcado en el patio de la prisión. El vehículo ya estaba lleno de numerosos prisioneros árabes. Organizado por el canciller austríaco Bruno Kreisley al término de mil doscientas horas de negociaciones secretas, el intercambio de tres soldados israelíes en manos del ejército sirio por unos cuatro mil seiscientos palestinos y libaneses detenidos por Israel acababa de comenzar. El nombre de Kozo Okamoto figuraba, naturalmente, a la cabeza de las listas presentadas por los responsables del Frente Patriótico de Liberación de Palestina, uno de los principales miembros de la negociación. Menos de media hora después de haber abandonado la prisión donde esperaba permanecer hasta el fin de sus días, el japonés atravesó, impasible, la sala del aeropuerto que una tarde de mayo de 1972 había transformado con sus cómplices en un matadero humano. Le colocaron a bordo de un avión con destino a Ginebra, donde fue transferido a un Boeing 747 especial enviado por el dictador libio Muammar al-Gadafi. Miles de libios entusiastas esperaban, agitando ramas de olivo, al superviviente de la masacre de Lod y a sus 394 camaradas árabes a su llegada a Trípoli. Ahmed Jibril, jefe de la rama operativa del FPLP y principal organizador de la acción terrorista árabe en el mundo, abrazó al antiguo estudiante de botánica ante los objetivos de las cámaras de televisión del mundo entero.
La liberación de Kozo Okamoto valió al gobierno israelí las protestas afligidas del ministro de Asuntos Exteriores japonés Shintaro Abe. En nombre de su gobierno lamentó un gesto que, según él, no haría más que animar al terrorismo internacional. Interesados en mantener sus buenas relaciones con Tokio, los israelíes se disculparon: la puesta en libertad de su prisionero era la condición sine qua non de la liberación de sus tres soldados detenidos por los sirios.
Los responsables de la Fracción del Ejército Rojo instalados en Beirut decidieron alejar al japonés, al menos provisionalmente.
Temían una acción contra él por parte de los servicios secretos de Jerusalén. Solicitaron la hospitabilidad de China y de Corea del Norte, pero ninguno de estos dos países aceptó ofrecer asilo al antiguo terrorista. En cuanto a Japón, hizo saber con firmeza que Kozo Okamoto sería inmediatamente arrestado y enviado ante un tribunal especial si se presentaba en su territorio. A falta de algo mejor, fue finalmente en Damasco, que ya servía de refugio a varios importantes criminales de guerra nazis y a muchos terroristas de todas clases, donde acabó escondiéndose el coautor de la matanza de Lod. Vivió allí en un olvido relativo durante varios años. Después volvió al Líbano a fin de jubilarse en apariencia definitivamente.
Alertado por los servicios secretos israelíes sobre su presencia en el país del cedro, el gobierno japonés presionó enseguida al Líbano para que detuviera a aquel molesto refugiado, así como a unos cuantos ex terroristas de la Fracción del Ejército Rojo Japonés todavía fugitivos en la región. Tokio no vaciló en «comprar» estos arrestos. Con ocasión de una visita a la capital nipona, un alto responsable de uno de los servicios de información de Beirut se dejó convencer, a cambio de dinero contante y sonante, para echar el guante a Okamoto y cuatro de sus antiguos camaradas y entregarlos sin dilación a la justicia. El proceso se inició en Beirut el 9 de junio de 1997. Una treintena de organizaciones libanesas y palestinas, entre ellas el Hetzbollah y la rama libanesa del partido Baaz, en el poder en Damasco, protestaron contra el procesamiento de estos militantes «de la justa causa palestina». No menos de ciento treinta y seis abogados sirios y libaneses se presentaron como candidatos para asegurar su defensa. En un comunicado, el colectivo de defensores calificó a Okamoto de «héroe árabe» y de «estratega que ha comprendido la unicidad de la lucha contra Israel». En espera de una sentencia que amenazaba con demorarse durante meses, Okamoto y sus camaradas anunciaron que se quitarían la vida si el Líbano decidía extraditarlos a Japón.
A finales de mayo, con ocasión del vigésimo quinto aniversario de su matanza en el aeropuerto de Tel-Aviv, el antiguo estudiante de botánica, convertido en un terrorista jubilado de cabellos blancos, se hizo llevar flores y pasteles a su celda.