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Cien mil kilómetros de sueños
por las grandes rutas del mundo

Era el espectáculo más bello que podía contemplar un niño amante de los coches bonitos. En cuanto el primer rayo de luz se filtró por debajo de la puerta, abandoné la habitación de puntillas y salí corriendo hacia el fondo del jardín. Quería ser el primero en ver, tocar, sentir las dos maravillas llegadas de París durante la noche. Pertenecían a mis tíos. Los dos eran americanos. El más bello era un cabriolé Hupmobile pintado en dos tonos de azul. A causa de la gracia realmente aérea de su línea, mi tío Pao lo había bautizado el Celeste. Dos grandes faros cromados encuadraban su reluciente calandra, coronada por una mascota de plata que representaba un pájaro a punto de levantar el vuelo. Bajo cada faro había la larga corneta rutilante de una bocina sonora. Su doble voz de trompeta era tan potente que podía reconocerla desde varios kilómetros a la redonda. Una elegante caja, empotrada en la aleta delantera derecha y pintada con los colores del automóvil, recubría la rueda de recambio. Bajo cada portezuela, un estribo permitía subir fácilmente a bordo. Me servía de pedestal para mis largas sesiones de admiración solitaria.

El Celeste era aún más bello por dentro que por fuera. Ante todo por el olor, un olor suave y penetrante de cuero flexible y fresco. Después, por la riqueza de un salpicadero que tenía, en medio de mil esferas y botones misteriosos, un aparato de radio y un cenicero. Las cifras inscritas en el velocímetro alcanzaban los 160, lo cual debía de representar una velocidad superior a la de los trenes expresos La Rochelle-Burdeos que, cuatro veces al día, pasaban como un relámpago por el fondo de nuestro jardín. Era sobre todo la parte trasera de este automóvil lo que lo convertía a mis ojos en un coche mágico. Un giro de muñeca permitía abrir una especie de trampa: entonces aparecía una banqueta y un respaldo donde se podían aposentar con facilidad dos personas. Un pequeño estribo sobre el parachoques y otro en lo alto de la aleta permitían acceder a este asiento al aire libre. Se llamaba un spider.

Un spider parecido equipaba el cabriolé Chevrolet verde pálido de mi otro tío. El domingo, los dos coches salían juntos para llevar a toda la familia al oficio religioso. Mis primos, mi hermana y yo teníamos derecho a acomodarnos en sus spiders. Era la más bella recompensa de nuestras vacaciones. Los dos coches atravesaban todo el pueblo por la calle principal hasta la iglesia. Nuestra pequeña caravana no pasaba desapercibida porque dos automóviles tan bonitos en fila india no eran un espectáculo habitual en las calles de Châtelaillon en 1937. El pequeño balneario al borde del Atlántico, a doce kilómetros al sur de La Rochelle, era una playa familiar. Mis abuelos habían comprado allí una villa a principios de este siglo. Su comodidad era más bien escasa, pero los baños en la inmensa playa de arena fina y los festines de sardinas y mejillones asados a la parrilla bajo el cenador compensaban de la ausencia de cuarto de baño y los tabiques de ladrillo finos como una hoja de cartón que separaban las habitaciones. De todos modos, Châtelaillon era a mis ojos el paraíso sobre la tierra: aunque mi familia vivía en París, fue allí donde vine al mundo un domingo de vacaciones, en el dormitorio de mis padres.

Después de la misa volvíamos a ocupar orgullosamente nuestro sitio en el spider del Hupmobile y del Chevrolet bajo las miradas admirativas del grueso párroco Poupard y de los veraneantes. Los coches cruzaban de nuevo el pueblo y se detenían ante la pastelería del lado de Correos donde mi madre iba a comprar el tradicional saint-honoré dominical rebosante de nata. Mis primos, mi hermana y yo bajábamos rodando de nuestros spiders respectivos para ir, por invitación de nuestros tíos, a explorar el reino contiguo del vendedor de artículos de playa. El primer domingo de las vacaciones, los dos coches regresaban a la casa erizados de redes para camarones y sus maleteros llenos de cestas, alpargatas, cocodrilos de goma y balsas hinchables para nuestros juegos playeros. Después de haberlos aparcado cuidadosamente en el fondo del jardín, mis tíos cerraban con llave las puertas de sus coches. Era un momento más bien triste, porque me separaba toda una semana de un nuevo paseo en automóvil.

Mi vida de niño me ofrecía muy raras veces la excitación de subir a un coche. Mis padres no poseían ninguno, ni lo poseerían nunca. No sólo porque la paga de profesor de Ciencias de mi padre no hubiese permitido semejante compra, sino también, y sobre todo, porque la idea de sentarse ante un volante para pilotar un vehículo gracias a toda clase de pedales era para él tan inimaginable como gobernar un velero de regatas bajo los cuarenta rugientes[16]. Mi padre era un intelectual. Sus libros eran la única mecánica que excitaba su espíritu.

La guerra puso fin a mis paseos en spider a través de Châtelaillon. Mis tíos ocultaron cuidadosamente sus bellos coches americanos por miedo de que los militares franceses primero y después los invasores alemanes sintieran la tentación de adueñárselos.

Como todas las playas del litoral atlántico, Châtelaillon fue declarada «zona prohibida» desde el principio de la ocupación alemana. Caballos frisones, blocaos y campos de minas reemplazaron a las casetas de los veraneantes en las largas extensiones de arena fina de nuestras vacaciones. Mi madre empezó a buscar otro lugar para hacernos pasar el verano. Una conocida que tenía en Dormans, un pueblo grande a un centenar de kilómetros de París, a orillas del Mame, le mencionó a una familia que aceptaba niños a toda pensión durante el verano. Mi encuentro con esta familia iluminaría mi infancia.

Adrien y Emilienne Cazé ejercían la profesión de anticuarios-traperos. Vivían en una gran casa cuyas habitaciones desbordaban hasta el techo de muebles, objetos, ropa, vajillas y utensilios de cocina. En el granero estaban apilados somieres, colchones, camas, edredones, cubrecamas, sábanas y ropa blanca en general. El sótano era una verdadera cueva de Alí Babá llena de bicicletas, motos viejas, carretillas, herramientas agrícolas, baúles, etc. Cada objeto llevaba una etiqueta en la que constaba escrita con pluma o tiza una serie de letras. Cada letra correspondía a la palabra en clave que empleaba Adrien Cazé para recordar el precio que había pagado por sus compras. Necesité varios veranos para descubrir la palabra mágica. Era CATHERINUS. La C correspondía al número 1, la A al número 2 y así sucesivamente. En cuanto a la última letra, la S, representaba el 0. Era tan sencillo como infalible.

A Adrien Cazé le conocían a decenas de kilómetros a la redonda. En su casa se encontraba todo lo que ya no podía encontrarse en las tiendas que la penuria había vaciado de sus mercancías. Cada sábado me llevaba en bicicleta al hotel de Ventas de Épernay, y a veces más lejos, a Reims, Cháteau-Thierry e incluso Chalons-sur-Marne, para adquirir a granel una herencia, o arramblar con los objetos puestos a subasta. Sus compras podían oscilar entre una lavadora y un soberbio comedor de estilo Luis XVI de caoba moteada. Un día se enamoró de un objeto que no tenía mucho valor comercial en la época que atravesábamos. Aquella adquisición se convertiría en el refugio de mis penas y mis alegrías, en mi jardín secreto de niño. Era un Citroën Torpedo de cuatro puertas cuya edad se remontaba a muchos años antes de mi nacimiento. Las telarañas que estrellaban el menor de sus rincones denunciaban su prolongada inmovilidad. Sus moquetas, los adornos de sus asientos, el tapizado de sus puertas habían alimentado a generaciones de ratones. Todo lo que quedaba de la capota era un par de aros de madera donde colonias de gusanos habían establecido su domicilio. Pese a los estragos del tiempo, el coche aún tenía un aire altivo con sus aletas negras, sus parachoques de dos hojas, su larga carrocería pintada de azul oscuro con ribetes blancos, sus cromadas aberturas laterales a ambos lados del capó y sus bonitos faros a cada lado del parabrisas. El cuentakilómetros marcaba un total de kilómetros astronómico, más de dos veces la distancia de la Tierra a la Luna.

Por primera vez en mi corta vida tuve la dicha de sentarme detrás de un volante de verdad. ¡Qué importaba que los muelles del asiento despojados de su tapicería me desgarrasen dolorosamente las nalgas!, estaba embriagado. Como es natural, nada funcionaba. El gran botón de la bocina no desencadenaba ningún concierto sonoro, los de los faros del salpicadero ninguna luz, el pulsador del arranque ninguna puesta en marcha. El Torpedo de mi trapero-anticuario había perdido el aliento de la vida. Por mucho que me agachase para agitar los pedales, manosear las manecillas y jugar con el cambio de marchas, el motor permanecía tan inmóvil como una momia en su sarcófago. Esa negativa a reanimarse no me desalentaba en absoluto. Cada día iba devotamente a instalarme en el mítico navío. Imaginaba locas carreras por las carreteras del mundo. Inventaba un ruido de motor entre mis labios y simulaba tremendas aceleraciones seguidas de bruscas moderaciones de velocidad, y, por fin, el chirrido desgarrador de los neumáticos frenando sobre el asfalto.

A menudo, Adrien Cazé confiaba la vigilancia de la tienda a su mujer, Emilienne, para reunirse conmigo. En la banqueta de nuestro mostrenco sumergido a medias bajo las mercancías que llenaban el garaje, parecíamos dos náufragos luchando en medio de las olas. El viejo y el niño que era yo compartíamos entonces la misma afición de aventura y sueños. De pronto, las paredes se derrumbaban, la oscuridad se tornaba luz, el espacio se abría ante nuestro capó conquistador. Adrien me enseñaba a cambiar las marchas, a maniobrar los pedales, a ceñirme al borde de curvas imaginarias. Aquellos viajes inmóviles en el caos de aquel garaje serán siempre mis más bellos recuerdos de evasión.

Vi llegar con desesperación el fin de aquellas vacaciones mágicas. El invierno siguiente fue uno de los más fríos que había conocido Francia desde hacía un siglo. Nuestro apartamento de la calle Jean Mermoz estaba situado en el último piso, justo debajo del tejado. Era un glaciar. La breve llamarada que hacía mi padre a la hora de cenar en la estufa del comedor creaba apenas la ilusión de un soplo de calor. Después del último bocado corríamos a acostamos. Infringiendo las instrucciones de mi madre, me había acostumbrado a deslizarme en la cama completamente vestido. Esta estratagema hacía menos penoso levantarse con el frío de la mañana siguiente. Me acurrucaba en el fondo del lecho y me tapaba la cabeza con las sábanas y mantas, dejando pasar por entre las almohadas justo el aire para respirar. Gracias a la diminuta lámpara de la mesilla, podía iluminar esa madriguera y sumergirme en el último libro que había pedido prestado en la biblioteca de mi escuela. Por supuesto, tales obras no tenían nada que ver con mi programa escolar. Siempre se trataba de aventuras, relatos de guerra o viajes, vidas de pioneros o exploradores. Aquellas veladas eran inolvidables momentos de felicidad. Bien calentito bajo las mantas, volvía las páginas cabalgando mil sueños, olvidado el frío que roía insidiosamente los corazones y los cuerpos, olvidados esos pequeños tirones de hambre que continuaban encogiéndome el estómago después de cada comida, olvidados esos silbidos furiosos de las patrullas de defensa pasiva contra una ventana que dejaba pasar un rayo de luz. Olvidados, en fin, esa morosidad ambiental, ese temor latente que también nos afectaban a nosotros los niños. Desde el fondo de mi cama, imploraba apasionadamente al dios de la guerra que desviara los aviones aliados del cielo de París y que ninguna alarma aérea me obligara a salir de mi refugio encantado.

Una de las obras que iluminaron en aquel invierno varias de mis veladas fue el relato de la fantástica carrera automovilística realizada un poco antes de la guerra por dos jefes exploradores llamados Guy de Larigaudie y Roger Drapier. Jamás ningún coche, ni siquiera uno del Crucero Amarillo, había conseguido ir por tierra de París a Saigón, en Indochina, a través de los deltas del Ganges y del Brahmaputra y las montañas de Birmania. Lo que habían realizado aquellos dos muchachos, por propia iniciativa y sin ningún apoyo oficial, por el simple y bello placer de la aventura, por el solo gozo de la dificultad del triunfo, fue una hazaña comparable a la travesía del Atlántico por Lindbergh o a la bajada del Congo por Livingstone. Como un coche nuevo estaba más allá de sus medios financieros, habían hecho aquella excursión en un viejo cabriolé Ford descapotable cuyo cuentakilómetros marcaba ya los setenta mil. En homenaje a sus hermanos del movimiento de exploradores, lo llamaron Jeannette.

«¿Qué muchacho, qué adolescente no ha acariciado algún día en su imaginación el sueño de los grandes viajes? —preguntaba Larigaudie en el prefacio de su libro La ruta de las aventuras: París-Saigón en automóvil[17] antes de dar una inmediata respuesta—. Era hermoso que dos muchachos pudiesen realizar aquel magnífico deseo. Por eso emprendimos el viaje, y su éxito se debió justamente a que sentíamos concretados en nosotros los sueños de millares de chicos».

París, Constantinopla, Jerusalén, Damasco, los desiertos de Siria e Iraq, los altiplanos de Afganistán, la gran ruta de las Indias… Aquel glacial invierno viajé con Larigaudie y Drapier a bordo de su Jeannette. Oí gemir sus muelles por las horribles pistas turcas, sentí el viento gélido de las cimas del Hindu Kush quemar mis mejillas pálidas, dejé fluir por mi garganta el café amargo de los beduinos de Palmira, reté a un sprint al fogoso semental de un guerrero pathan, me endosé el esmoquin para cenar con el virrey de la India sobre el césped de su palacio de las Mil y una noches de Nueva Delhi. Yo, el pequeño colegial de primero de bachillerato del Instituto Sainte-Marie de Monceau, me evadía cada noche de la Francia ocupada para correr mundo en el maletero de un valiente Torpedo, aún más bello, más real, más salvaje que el de mi anticuario-trapero. Noche tras noche, mientras mis camaradas dormían como angelitos me lanzaba a bordo de un Jeannette cargado de bidones de agua y gasolina a través de los mil trescientos kilómetros del desierto de Siria. Franqueaba las altas mesetas afganas infestadas de salteadores, me internaba en las junglas de Orissa en persecución de animales salvajes, volvía a encontrarme en el infierno de la cordillera birmana.

«La pista es atroz —contaba Guy de Larigaudie—. El Jeannette sufre, se fatiga, adopta posiciones sorprendentes en ángulos inverosímiles. Toda la carrocería gime. El cárter tropieza sin cesar, arañado por las piedras. Es literalmente un surco de tierra labrada. Circulamos casi siempre con un neumático en equilibrio sobre el borde de un talud. Las ruedas resbalan y caemos otra vez sobre el puente trasero. Los codos metálicos que sostienen los estribos están torcidos. Se rompen las piezas de hierro soldadas a la carrocería que aguantan las tablas. El embrague sufre sacudidas alarmantes. Las curvas con desprendimientos de rocas sobre abismos de quinientos o seiscientos metros cortados a pico se multiplican. Hay que hacer puentes de tablas para consolidar la arena que se derrumba.

»Sujetamos el coche a troncos de árbol en la falda de la montaña y pasamos con dos ruedas sobre el vacío. Estiramos, empujamos, remolcamos, conduciendo a veces de pie sobre el estribo para poder saltar a tiempo si el Jeannette se desliza hacia el abismo. Lo más agotador es tal vez vaciar continuamente el coche para aligerarlo y volver a cargarlo después del obstáculo para repetir la operación cien metros más allá.

»Medio desnudos bajo una temperatura de fuego, en medio de esta jungla alucinante, trabajamos como forzados con el corazón oprimido por la angustia y toda la voluntad en tensión.

»Se acerca la noche. Quisiéramos acampar. Pero la presencia de tigres y elefantes nos inquieta. Al pasar bajo un saliente de arena que se desploma, el coche patina. Sólo lo retienen las cuerdas de seguridad atadas a un árbol. Tratamos de avanzar pero la tierra se desmenuza bajo las palancas y el gato. Tras dos lloras de esfuerzos, la situación se ha vuelto más que crítica. Si los cables se rompen, el Jeannette está perdido.

»Una caravana de seis pequeñas carretas de bueyes, estrechas, ligeras, altas sobre las ruedas, construidas con una simple armadura de bambúes, aparece de pronto. Un tigre acaba de llevarse a uno de los conductores. Con ayuda de los otros cuatro y del jefe de la caravana, sacamos el coche. Hemos recorrido siete kilómetros en todo el día […].»

Larigaudie y Drapier se convirtieron en mis modelos, mis maestros, mis ídolos, y su Jeannette en el vehículo mítico de todos mis sueños. Los tres juntos habían roto las cadenas de la monotonía para conducir su afán de aventura hasta los confines de la tierra. Leí una y otra vez el relato de aquel París-Saigón hasta saber de memoria cada línea. Algunas de sus aventuras no dejaban de bailar en mi cabeza hasta el punto de que mis deberes escolares se resintieron. Dibujaba al Jeannette en todas las posturas en mis cuadernos y trazaba los itinerarios de mis futuros viajes. Porque aquel París-Saigón en automóvil me había enseñado el camino. Estaba seguro de que un día podría jugar también yo al volante de un coche el bello juego de mi vida sobre el mapamundi.

Un Rey Mago en el motor

Ese día llegó antes de lo que yo habría podido imaginar en mis sueños más locos. Varios meses después de la Liberación, mi padre fue nombrado cónsul general de Francia en Nueva Orleans, Estados Unidos. Como no pudimos encontrar un buque directo al gran puerto del Mississippi, debimos pasar por Nueva York. Aquel rodeo me valió una de las emociones más fuertes de mi existencia. Tener catorce años y descubrir de pronto, después de cinco años de privaciones, de «black out», de miedo, el prodigioso espectáculo que había llenado de alegría y esperanza a tantos millones de hombres: la silueta drapeada de verde de la estatua de la Libertad, y después las torres iluminadas de Manhattan perforando la bruma. La llegada de nuestro minúsculo carguero coincidió con la del gigantesco paquebote Queen Mary que repatriaba a treinta mil soldados norteamericanos procedentes de Europa. Decenas de barcos bomba, todos con sirenas aulladoras, rodeaban al prestigioso navío con una corona mágica de surtidores de agua. Orquestas desenfrenadas tocaban aires de jazz y marchas militares en todos los puentes. Los hombres cantaban, gritaban, reían. Era delirante. Nuestra cáscara de nuez atracó unas horas después en un pier de la calle 57, entre el trágico armazón del Normandía incendiado y otro transporte de tropas. El rumor de Nueva York asaltó entonces nuestros oídos con un estrépito de bocinas, motores y actividades estridentes.

Un fraile dominico, amigo de mis padres, nos esperaba en el muelle con un taxi amarillo tan largo como un vagón. Me pareció que al buen clérigo le costó un poco reconocer a sus amigos de antes de la guerra. ¡Y con razón! Tras los rigores de la ocupación y veinticinco días de un océano furioso, nuestros semblantes estaban más bien pálidos. A falta de maletas, mi madre había metido una parte de nuestros efectos en cajas de cartón y fardos toscamente atados. Mi padre llevaba un gastado traje vuelto del revés y yo pantalones cortos de muchacho.

Y calzábamos zapatos con suelas de madera que hacían un ruido de zuecos. Pero ¡qué importaba! Nueva York estaba allí con su panorama impresionante de rascacielos pinchando la noche con un diluvio de estrellas. Al bajar del buque pensé en una frase de un libro de Scott Fitzgerald que una tía mía americana me había prestado durante la Ocupación. «Descubrir Nueva York era captar una loca imagen del misterio y la belleza del mundo». Esa loca imagen nos asaltó en la salida misma de los muelles. Los ruidos obsesionantes de las bocinas, de los motores, de los trenes elevados; los destellos de anuncios gigantes proclamando lo que había que ver, comer, beber, fumar; cómo había que asegurarse la salud, desplazarse, distraerse, vestir; los ríos de taxis amarillos, de coches, de camiones; los escaparates rebosantes de pavos, pollos, de cochinillos asándose en broquetas; los periódicos luminosos que se desenrollaban en mil colores sobre las fachadas… estaba aturullado, deslumbrado, ciego, borracho. La embriaguez se prolongó durante toda mi primera noche americana. El consulado de Francia en Nueva York nos instaló en un hotel que hacía esquina con Broadway y la calle 46. Lo único malo del establecimiento era que las ventanas de sus ocho primeros pisos estaban cubiertas por un cartel gigante de los cigarrillos Camel. De la boca de un fumador salían anillos de vapor que imitaban los redondeles de humo de un cigarrillo. El efecto era espectacular. Nadie de la multitud compacta que se apiñaba alrededor de Times Square podía escapar de esa publicidad, pero ¿quién habría sospechado que detrás de aquel decorado se encontraba un joven francés que intentaba dormir en una habitación acribillada por una descarga ininterrumpida de relámpagos amarillos, rojos, azules y verdes?

Un torbellino de alimentos, compras, espectáculos. Nada detenía a nuestro infatigable cicerone dominico con hábito blanco. Estaba loco por Nueva York y se le había metido en la cabeza hacemos compartir su pasión.

Fue en Nueva York donde abandoné mi infancia: adiós a los pantalones cortos de mis juegos de canicas en los jardines de los Campos Elíseos. En Macy´s, los grandes almacenes de la calle 34 que habían servido de decorado a tantas películas, mi madre me compró mi primer traje de pantalón largo. América me acogía haciendo de mí un adulto. Y pronto confirmaría esta consagración inolvidable de una manera espectacular. Apenas desembarcamos en Nueva Orleans, me enteré de una noticia maravillosa: en Luisiana, bastaba haber cumplido catorce años para tener derecho a conducir un automóvil.

Tal como me temía, mi padre y mi madre se pusieron de acuerdo en prohibirme formalmente el uso de aquel derecho.

—Ya veremos cuando tengas dieciséis años —me anunció mi madre, deseosa de poner freno a mi pasión irracional por los coches.

Para hacerme tragar la amarga píldora, empleó un subterfugio verdaderamente diabólico: me regaló un coche. Pero no cualquier coche: un coche que no funcionaba. El motor del inenarrable cacharro que un día hizo remolcar hasta el garaje de nuestra residencia carecía de delco, un órgano eléctrico absolutamente esencial. Sospechaba que mi madre lo había hecho desmontar para estar segura de que su «regalo» no corría ningún peligro de fugarse con su hijo al volante. Se trataba de un cupé Nash, una marca muy apreciada por su velocidad por los traficantes de alcohol de la Prohibición. Era de una edad tan venerable como el Citroën Torpedo de mis vacaciones en la Champaña. Para mi madre era la garantía de que nunca podría encontrar la pieza que faltaba. Subestimaba mi testarudez. Cada tarde, al salir de la escuela, me iba a hacer el recorrido de los chatarreros de la ciudad con la esperanza de descubrir bajo los montones de chatarra un capó que se pareciera al de mi pobre Nash lisiado. ¡Pero Estados Unidos había fabricado durante treinta y cinco años tantos modelos de tantas marcas diferentes!

Escribí centenares de cartas a los desballestadores de coches de las principales poblaciones de Estados Unidos. Mientras tanto, iba varias veces al día a hablar con mi motor para tranquilizarlo, para decirle que pronto saldría de su letargo y se pondría a toser, después a ronronear y después a rugir como un animal que se despierta. En mi imaginación ya oía la voz mágica que brotaría del largo capó y sentía vibrar los palastros impacientes. Me sentaba al volante, maniobraba los pedales, encendía y apagaba los faros, hacía gruñir la voz ronca de la bocina. A través del parabrisas veía desfilar los paisajes de Luisiana, con sus lagunas hirviendo de caimanes, sus largas avenidas de robles centenarios que conducían a las viejas mansiones de columnatas de las plantaciones de algodón, sus bosques de derricks bombeando el petróleo. Y más allá de Luisiana estaba Texas, Arizona, California. Y aún más allá, América entera, todo el continente americano que mis neumáticos usados iban a descubrir. Ya tenía en la cabeza el medio de financiar mi aventura americana. Llenaría el maletero con varios cubos de pintura y pintaría los buzones a todo lo largo de mi ruta. Con sólo diez buzones por día a dos dólares la unidad podría pagar mis gastos de gasolina y subsistencia. ¡Toda una fortuna!

Propuse a dos condiscípulos del colegio de jesuitas donde me habían matriculado mis padres que me ayudaran en los trabajos de restauración a cambio de un futuro pasaporte a la aventura a bordo del viejo Nash. Su entusiasmo galvanizó mi energía. El patio de la residencia del consulado general de Francia se convirtió cada tarde a la salida de clase, y los sábados y domingos, en un trepidante taller de reparación. Con la sierra para metales recortamos el techo del vehículo para transformarlo en cabriolé, deshuesamos las portezuelas para reparar las cremalleras de los cristales, rellenamos el suelo con placas de chapa para esconder los agujeros. Con objeto de financiar los pequeños gastos de esas chapuzas, decidí imitar a muchos muchachos norteamericanos de mi edad: encontrar un pequeño empleo. ¡El primer job de mi vida!

Tomé el tranvía de la avenida Saint-Charles y me apeé en la parte baja de la ciudad para ir a proponer al New Orleans Item, el principal diario vespertino, mi candidatura al empleo de «paper boy», de repartidor de periódicos. Fue aceptada y unos días después me asignaron un itinerario que contaba con ciento cincuenta suscriptores residentes en un recodo del Mississippi. La distribución empezaba a las tres de la tarde, justo a la salida del colegio. Primero había que presentarse en el almacén del sector, contar los diarios, enrollarlos como una especie de cucurucho para poder lanzarlos ante cada puerta desde la cesta de la bicicleta y hacer una señal en los nombres y direcciones de los clientes. El sábado, además de la distribución, había que cobrar el montante de las suscripciones. El job exigía método, rapidez y probidad. Y una buena dosis de habilidad porque muchas casas y calles a orillas del Mississippi no tenían números ni nombres. Me lancé a la aventura con tanto entusiasmo que el «French paper boy» fue pronto famoso en todo el barrio. A veces los suscriptores me detenían al pasar para ofrecerme una tableta de chocolate, un helado, un paquete de chicle. Una mamá negra me enseñó un cuadernillo de poemas que había escrito en francés. La cuota de amor de que gozaba Francia en Luisiana no era una noción abstracta. Un día, el diario que lanzaba a los escalones o bajo las galerías con la precisión de un discóbolo de las Olimpiadas, publicó mi foto en primera plana. Cuando descubrió que era hijo del cónsul general de Francia, un periodista del New Orleans Item consagró un reportaje ditirámbico a mi cruzada para poner en marcha el viejo Nash a cuyo volante quería recorrer América.

El artículo me valió varias cartas de aliento y una tarde recibí en el almacén la visita de un negro alto vestido con un mono manchado de alquitrán que hablaba con la voz cascada de Louis Armstrong.

—Míster Dominique —me interpeló con un conmovedor aire de conmiseración—, me llamo Eddy y acabo de leer en el periódico la triste historia de su pobre Nash. Mi corazón de mecánico ha llorado. Por esto he venido a decirle que tal vez podría encontrar la manera de adaptar en su coche el delco de otra marca y así hacerlo funcionar.

Me quedé sin aliento. ¿Le había entendido bien? Un Baltasar en mono acababa de proponerme un regalo de Rey Mago aún más magnífico que el oro, el incienso y la mirra de la Epifanía: hacer latir de nuevo el corazón de mi Nash. Salté a los brazos de aquel bienhechor. Esperé a que mi padre se hubiera llevado a mi madre a un viaje consular a Texas para sacar a mi coche de su parálisis y hacerlo remolcar hasta el garaje de aquel mecánico caído del cielo.

Cada tarde, después de haber lanzado mi último periódico a mi último suscriptor, me precipitaba al garaje de Eddy, en el barrio negro, cerca del gran cementerio. Era un simple hangar que apestaba a aceite recién cambiado y rebosaba de piezas de segunda mano, bidones y neumáticos viejos. Varios cacharros casi tan viejos como mi Nash esperaban allí su resurrección. Eddy iba y venía de uno a otro con la seriedad de un cirujano que operase a varios enfermos a la vez. Un capó se animaba de repente con una furiosa detonación, después con un tosiqueo puntuado por fallos y al final con un estertor de moribundo. Eddy no conseguía siempre sus reanimaciones al primer intento. Aquel Sherlock Holmes de la mecánica había conseguido echar mano de una cabeza de delco casi parecida a la pieza que le faltaba a mi automóvil. Sin embargo, para poder introducirlo en el motor, tenía que cincelarle nuevas estrías, lo cual requería un minucioso trabajo de orfebre. Armado con una lima y un compás de corredera, puso manos a la obra cantando gospels. Tenía la impresión de vivir una escena de La cabaña del Tío Tom. Yo espiaba cada uno de sus gestos con una impaciencia febril. Mis padres llegarían pronto del viaje y constatarían la desaparición de mi coche. No osaba imaginar el seísmo que causaría mi desobediencia. Ya me habían amenazado con mandarme a Francia en el primer barco. Animaba a Eddy con todas las palabras inglesas que conocía, pero la modificación de la pieza resultaba más delicada de lo previsto. La sexta tarde tomé, con la muerte en el alma, la decisión más dolorosa de mi corta existencia: llevarme el coche a casa. Mis padres llegaban al día siguiente y el Nash debía estar en el garaje para recibirles. Preparé el remolque atando una gruesa cuerda en tomo al parachoques. Era casi medianoche. Una tormenta tropical rayaba la oscuridad con ráfagas de relámpagos. Después el cielo descargó, derramando un diluvio de agua templada. En pocos minutos las calles se convirtieron en torrentes.

Un trueno más violento que los otros sumió el garaje y todo el barrio en las tinieblas. ¡No importaba! Mi Baltasar en mono se iluminó con una bombilla empalmada a una batería. De repente le oí gritar:

—¡Míster Dominique, please push on the starter! (¡Por favor, dele al arranque!)

Me apresuré a obedecer. A pesar de la oscuridad, mis dedos encontraron por instinto el botón que tan a menudo había activado en mis sueños inmóviles. El familiar gruñido del encendido hizo vibrar el volante. La batería estaba bien cargada y sentí en la intensidad de ese gruñido una voluntad cómplice de provocar el ronroneo tan esperado. A la luz de un relámpago vi la nuca reluciente de sudor de Eddy inclinada sobre el interior del capó. Aflojé la presión del dedo y conté hasta diez.

Las siluetas radiantes de Larigaudie y Drapier de pie sobre los estribos de su Jeannette vencedor pasaron ante mis ojos. Imploré su intercesión urgente ante el dios de la mecánica. Era preciso a toda costa que oyéramos esta noche la voz del Nash. Con el corazón palpitando cada vez con más fuerza, volví a pulsar el botón del encendido.

—¡Míster Dominique —gritó la voz tranquilizadora de Eddy—, push also on the accelerator! (¡Pise también el acelerador!)

Y ocurrió el milagro: un primer tosiqueo, después una ráfaga, después una música profunda, desgarradora, procedente de las entrañas del coche, puntuada por explosiones inesperadas causadas por agujeros en el tubo de escape. Una nube de aceite quemado se difundió pronto por todo el garaje, envolviéndonos al vehículo, a Eddy y a mí en un vapor asfixiante. Eddy había entonado un cántico de acción de gracias que trataba de un pastor que agradecía a Dios haber resucitado a una de sus ovejas despedazadas por un lobo. Después de muchas efusiones, salí del garaje y levanté el vuelo.

Canal Street, el gran bulevar de Nueva Orleans, no era ciertamente la cordillera birmana, pero pilotar el viejo Nash sin limpiaparabrisas y casi sin frenos en medio de un tráfico enloquecido por el diluvio exigía casi el mismo virtuosismo. Tras cuarenta y cinco minutos de navegación arriesgada, franqueé el portal de nuestra residencia en Broadway. Eran casi las cinco de la madrugada. Poco después, los dos faros de un taxi aparecieron en la avenida. Mis padres habían vuelto antes de lo previsto.

—¿Qué haces aquí a esta hora? —explotó mi madre que, sin esperar la respuesta, me dejó medio aturdido de un paraguazo.

Me tambaleé hasta la portezuela de mi coche para apagar el motor. En el súbito silencio, la cólera de mi madre se volvió más aterradora. Mi padre, que aborrecía las confrontaciones, se había eclipsado. Pero mi madre me hacía frente, colmándome de amenazas. No intenté defenderme. Era indefendible. Efectivamente, había abusado de su confianza. Me había regalado aquel juguete para adormecer provisionalmente mis ansias de aventura. Y yo me había enamorado del juguete hasta el punto de devolverle la vida.

Unas horas después vino un cerrajero a cerrar el portal de la avenida con una cadena doble y dos grandes candados. ¡Adiós a los grandes espacios, a las carreteras sin fin, a mis bellos sueños de libertad!

* * *

Mi purgatorio duró catorce meses. La mañana de mi decimosexto cumpleaños, mi madre bajó a desayunar conmigo.

—Hijo mío, te deseo un feliz cumpleaños —me dijo, alargándome el sobre que llevaba en la mano—. Creo que este regalo te complacerá.

Exhalé un grito de alegría al descubrir los dos documentos que contenía. Uno era el título de propiedad del Nash con un flamante número de matrícula a mi nombre, y el otro el certificado de la prima del seguro que mis padres me regalaban. En el sobre encontré también la llave del candado que cerraba el portal. Loco de alegría me precipité al teléfono para llamar a los dos camaradas que había incorporado a mi proyecto de ir a pintar buzones por las carreteras de Luisiana.

—¡Id rápido a comprar la pintura! —les grité—. ¡Mañana nos largamos!

A la mañana siguiente, con el lastre de bidones de diferentes colores en el maletero, el Nash salió majestuosamente de su prisión. Un nuevo artículo en el New Orleans Item prestó a nuestro viaje el resplandor de una aventura interplanetaria. Nuestra celebridad nos precedió por doquier. Nos esperaban ante los buzones, en el umbral de las puertas. En Lafayette, Saint-Martin, Pompon, Laffitte, en todos aquellos rincones de Luisiana de nombres pintorescos asociados al recuerdo de Francia, nos convertimos en forzados de la brocha. La gente no sólo nos hacía repintar sus buzones sino que nos invitaba a sus modestas casas de madera sobre pilotes, nos llevaba a pescar en las lagunas y nos cocía a fuego lento cacerolas de cangrejos rellenos, anguilas y sopas de gombo. Habríamos necesitado un año entero y muchos barriles de pintura para agotar todo el calor de la hospitalidad luisianesa.

Pero por desgracia un telegrama de mi madre vino a poner un fin prematuro a nuestro viaje. El Quai d’Orsay volvía a llamar a mi padre a París para confiarle una misión en la Administración Central.

Volví a Francia en el otoño de mis dieciséis años, encontrando de nuevo las restricciones, las calles sin luces, el estrecho confinamiento de nuestro apartamento de la calle Jean Mermoz que los grandes espacios americanos me habían hecho olvidar. Volví a los bancos del liceo Condorcet, con la cabeza todavía llena de sueños, muy decidido a evadirme hacia nuevas aventuras al volante de cualquier otro viejo coche.

Las Termopilas en marcha atrás

Tuve que esperar tres años. Pero el nuevo flechazo que sufrí una tarde de domingo en casa de un chatarrero de coches de la antigua ruta de Orly justificaba un purgatorio tan largo. Lo que atrajo mi mirada fue la calandra: un hocico de animal de carreras de los años locos. Debía de haber tenido un aire fiero aquel bonito Torpedo Amílcar de seis caballos, con su carrocería de madera tapizada de lona de avión, sus asientos y banquetas de cuero rojo, su volante aristocráticamente colocado a la derecha, sus ruedas de radios fijos al cubo por una gran mariposa cromada como las de los Bugatti y los Bentley. Es cierto que de este lujo original sólo quedaban pálidos vestigios. Pero el motor rugía con una musiquilla rabiosa que resucitó al instante mi afán de aventuras. Al término de un regateo encarnizado, pude comprar el antiguo cacharro por la suma irrisoria de quinientos francos.

Esta suma correspondía exactamente al pago parcial anticipado que acababa de cobrar de las Éditions Grasset por mi primer libro. Un dólar por cada mil kilómetros era el relato del agitado periplo que había hecho en autoestop el verano anterior a través de Estados Unidos, México y Canadá. Con los treinta dólares de una beca Zellidja, había recorrido treinta mil kilómetros ganándome la vida como limpiacristales, conferenciante, jardinero, detective privado y bruñidor de sirena en un carguero[18].

El propio Bernard Grasset había seleccionado mi manuscrito que quiso prologar con su pluma: «No es a un nuevo Radiguet a quien pretendo revelar aquí —escribió—. Ni siquiera estoy seguro de que Dominique Lapierre se entregue de forma duradera a la escritura. Tenía algo que decir y ha sabido decirlo. Esto es todo».

El hombre bajo de la eterna boquilla, que se enorgullecía de haber publicado entre otras glorias las cuatro M más importantes de nuestras letras modernas —Malraux, Mauriac, Maurois y Montherlant—, fue el primer pasajero de mi Amílcar. Para complacer a aquel pintor dominguero, embutía su caballete, sus cajas de colores y sus telas en el asiento posterior y le llevaba a la colina de Meudon, su punto de vista preferido sobre los tejados de París. Las editoriales francesas estuvieron a punto de perder en una ocasión a uno de sus mayores capitanes. Al llegar a la porte Maillot, la portezuela de su lado se desprendió súbitamente de sus goznes. Los cinturones de seguridad no existían en aquella época. Bernard Grasset soltó un grito, perdió la boquilla y a punto estuvo de caerse al vacío. Le atrapé in extremis por la manga.

La aventura le divirtió hasta el punto de hacer de mí su chófer titular. El Almícar nos llevó cada domingo de aquel invierno a las alturas de Meudon. Mientras mi editor se abandonaba a la embriaguez de sus pinceles, yo empollaba mis apuntes multicopiados de ciencias políticas. De vez en cuando su voz resonaba: «¡Pequeño, tengo algo que debes escuchar!» Entonces se sacaba del bolsillo un fajo de folios. Era el último capítulo del libro que estaba preparando sobre sus obligaciones conyugales. Porque aquel don Juan no había logrado nunca ser un marido satisfecho. Aprovechando las molestias que le habían causado sus actividades de editor bajo la ocupación, su última esposa intentaba echar el guante a la editorial. «¡Escucha esto, pequeño…!» Escribía tan bien como editaba los libros de sus autores. Era un regalo. La lectura solía proseguir hasta Chez-Alberto, el bistrot de la calle des Canettes frente al cual el Amílcar nos depositaba a cenar una minestrone y una costilla a la milanesa regadas con media botella de Brunello que el patrón, a quien conocía desde hacía veinticinco años, reservaba para él. Yo tenía dieciocho años. Autores veteranos venían a saludarle y me lanzaban al pasar una mirada de envidia, como diciendo: «¿Pero qué hace Bernard Grasset con este jovenzuelo?»

Sostenido por las buenas ideas de su editor, el jovenzuelo en cuestión se abría paso de modo honorable para ser el autor de un primer libro. Aquel invierno, Un dólar por cada mil kilómetros iba, con La muerte del pequeño caballo, de Hervé Bazin, a la cabeza de las ventas de las Éditions Grasset. Alemania, Holanda e Italia compraron los derechos de traducción. El diario Combat publicó el libro en folletín. Le Monde le concedió toda una media página. Después de encontrarme dotes de narrador, Grasset movilizó mis vacaciones de Navidad y Pascua para ciclos de conferencias a través de Francia, Suiza y Bélgica. Persuadido de que yo sabría mejor que cualquiera de sus representantes inspirar a la gente deseos de leer mi libro, hizo llenar el Amílcar de centenares de ejemplares que me encargó vender de conferencia en conferencia.

Yo soñaba para mi coche con aventuras más prestigiosas y lejanas que la de servir de camioneta de reparto de las Éditions Grasset. Propuse a Dominique Frémy, un compañero de ciencias políticas, un recorrido que nos llevaría de París a Ankara, o sea, más de siete mil kilómetros ida y vuelta[19].

Abandonamos la plaza de la Concordia apenas una hora después del último examen de fin de curso. Los muelles del antiguo Amílcar cedían bajo el peso de las latas de cassoulet, de jamón, de paté, maletines de medicamentos, sueros contra las serpientes, tabletas para purificar el agua, cremas contra el sol, los mosquitos, chinches, ácaros y de medallas milagrosas dedicadas a todos los santos del paraíso con las que nuestros padres habían llenado el infeliz vehículo. Habíamos podido equiparlo con neumáticos nuevos, faros potentes, un carburador moderno, material de camping, un extintor de incendios e incluso una bengala de socorro. Para impedir que el radiador hirviera demasiado a menudo, tuvimos que circular de noche durante cientos de kilómetros. Pasando por Génova, Pisa, Roma, Nápoles, Brindisi, llegamos gallardamente a Atenas, después de largas paradas en ruta para visitar los museos, iglesias, palacios, emplazamientos arqueológicos. El venerable automóvil suscitaba por doquier una enorme curiosidad. Cada vez que cruzábamos una ciudad, una multitud de motos le dispensaban una escolta triunfal. Nuestras paradas provocaban aglomeraciones de las que nos costaba evadimos.

Frémy tuvo un día la astuta idea de explotar la fiebre de nuestros admiradores para sacar a flote nuestras finanzas. Después de haberlo aparcado en la plaza de la catedral de Nápoles, disimulamos el Almícar a la vista de los transeúntes detrás de la pantalla de nuestras tiendas de campaña. «Cinquanta lire per ammirare la più bella machina del mondo!», anunció Frémy con una labia de titiritero y un italiano digno de una película de Vittorio de Sica. Se formó inmediatamente una cola. Hasta el crepúsculo, la gente no dejó de desfilar en torno al antiguo coche, acariciando las lonas rotas de su carrocería, palpando el caucho de sus grandes ruedas, extasiándose ante sus bonitos faros de otra época. Esta fructífera operación nos permitió comprar en Brindisi billetes de transbordador para Grecia.

Acogidos, cuidados, mimados por los padres de las Escuelas Cristianas de Atenas, el Amílcar y su tripulación se prepararon durante una semana para los quinientos kilómetros más duros del viaje. Nadie nos había podido procurar el menor mapa de carreteras entre Salónica y Estambul. No existía ninguno. Desde el norte de Grecia a la frontera turca era terra incognita. Para favorecer el enfriamiento del radiador, habíamos decidido seguir circulando de noche. Al atardecer, antes de la salida, todos los buenos padres estaban allí. El padre superior, un gigante con sotana blanca, insistía en que nos llevásemos la gruesa cuerda que nos había preparado.

—No os imagináis las montañas que vais a atravesar. ¡Estaréis muy contentos de que os puedan remolcar!

Otro padre llegó con los brazos cargados de conservas:

—En nombre del buen Dios, llevaos estos víveres —suplicó—, porque los alimentos del país pueden seros fatales.

Teníamos la impresión de partir hacia la Luna. El padre superior vació un frasco de agua bendita sobre el capó y las aletas del coche y después nos dio su bendición:

—Señor, protege a nuestros viajeros. Que Tu estrella los conduzca a buen puerto.

Apenas habíamos salido de Atenas, cuando una cuesta particularmente empinada puso de rodillas a los seis caballos del infortunado Amílcar. Por más que cambiara a la primera velocidad, el coche resoplaba con un estertor impresionante. Frémy saltó a tierra y se apoyó detrás del maletero en un intento de ayudar al motor, pero el coche iba demasiado cargado para trepar por semejante pendiente. Entonces una idea genial inspiró a mi compañero. No sé de dónde debió sacarla, él que no sabía distinguir entre el pedal del embrague y el del freno…

—¿Y si intentásemos subir la cuesta marcha atrás? —sugirió.

Por si acaso, giré en redondo. Fue un milagro: arranqué de un golpe de acelerador a nuestro valiente coche, que se puso a brincar como un corredor del Tour de Francia. Circulamos toda la noche bajo las estrellas, con la cabeza incómodamente vuelta hacia atrás, tratando de mantener el rumbo en el haz de una linterna. Al amanecer, después de una última curva, llegamos por fin a la cima. Me detuve ante un pequeño oratorio que marcaba el paso del puerto. Frémy encendió una cerilla para encontrar en el mapa nuestra posición. Me impacienté:

—Bueno, ¿dónde estamos?

El rostro de mi compañero parecía transfigurado.

—¡Adivínalo!

—¿En lo alto del Everest?

—¡No! ¡En la cumbre de las Termopilas!

Después de Salónica, viene lo desconocido. En el Automóvil Club de Atenas nos desaconsejaron con firmeza que nos aventurásemos hacia Turquía por la única pista existente que pasa al pie de las montañas de Bulgaria, por la orilla del mar. Es una zona insegura, infestada de guerrilleros comunistas. Grandes piedras puntiagudas incrementan el suplicio de neumáticos y ballestas. Nos acercamos a un puente guardado por dos malabares armados de fusiles, con el pecho cubierto por cartucheras como en las películas mexicanas. Examinan nuestros pasaportes con aire suspicaz y nos dejan continuar. Circulamos con faros, intentando seguir los carriles de las carretas de bueyes marcados en los arcenes. De pronto, las siluetas de tres civiles armados con fusiles se perfilan en nuestros haces luminosos. Sus rostros patibularios no son nada tranquilizadores. Nos apuntan.

¿Comunistas o gubernamentales? El que parece ser el jefe grita unas órdenes. Enseguida sus compañeros nos dan el alto. No es cuestión de obedecer. Apago los faros, piso a fondo el acelerador y cruzo el puente como una tromba, con riesgo de romperlo todo. En el mismo instante en que grito a Frémy: «¡Agáchate!», una lluvia de balas nos silba en los oídos. Pero ya estamos lejos. Enciendo de nuevo los faros, lo cual me evita por un pelo estrellar el coche contra una enorme roca. Extenuados, hacemos un alto varios kilómetros más allá y nos dormimos bajo un árbol.

Reemprendemos la marcha en cuanto amanece. La pista se interrumpe a la orilla de un río. No hay puente ni vado. Vaciamos por completo el coche para aligerarlo. Después, en calzoncillos, bajamos al río para atacar el declive con el zapapico y colocar grandes piedras en el lecho a fin de practicar un paso más o menos transitable. Al cabo de cuatro horas de esfuerzos, con las manos ensangrentadas y la espalda quemada por un sol inclemente, me instalo ante el volante e inicio con precaución el descenso hacia el río. Para evitar que el Amílcar se embale, Frémy pone calces ante las ruedas cada veinte centímetros. El agua llega pronto hasta los cubos de las ruedas. Unos centímetros más y quizá éste sea el final de nuestro viaje: el motor se anegará. Alcanzamos el centro del río. El declive de la otra orilla es menos abrupto. Animo a Frémy, que chapotea con estoicismo en el cieno:

—¡Ya casi hemos ganado!

Apenas he gritado estas palabras, cuando una rueda trasera patina sobre una piedra. Desequilibrado, el Amílcar se zambulle de cabeza y se hunde bajo veinte centímetros de agua. El motor emite un último hipo y se para. Por suerte, veo a unos campesinos que trabajan en los campos de girasoles. Pido ayuda. Acude gente de todas partes. El espectáculo inesperado de nuestro pobre coche sumergido provoca una franca hilaridad. Bendigo la cuerda del buen padre de las Escuelas Cristianas de Atenas: una docena de hombres aceptan valientemente engancharse a ella mientras otros bajan por el río para empujar por detrás. Coordinados por mis «¡Vamos! ¡Arriba!», consiguen arrancar al Amílcar e izarlo sobre el declive. Desmonto enseguida la magneto y constato dolorosamente que el cárter está lleno de agua. Nuestro motor no volverá a funcionar hasta que encontremos un horno donde secar este órgano vital. Interrogo por signos a nuestros salvadores. Debo de ser un mimo bastante bueno porque me conducen directamente a casa del panadero del pueblo vecino. El hombre se halla justamente metiendo unas tortas en el horno. Contempla con sorpresa la pieza que le presento. Es evidente que el buen hombre aún no ha cocido jamás esta clase de accesorio. Un camión desemboca de repente en la plaza del pueblo. El chófer, un tipo grueso mal afeitado con un bigote a lo Pancho Villa, habla algunas palabras de italiano y comprendemos que va al pequeño pueblo de Comotini, a unos cuarenta kilómetros, donde hay un garaje con un mecánico. Acepta remolcarnos hasta allí.

Por esta pista llena de baches, la operación promete ser un número de acrobacia. Frémy se sienta al lado del chófer con la misión de impedir que vaya demasiado aprisa: en el extremo de la cuerda, el Amílcar corre el peligro de transformarse al menor incidente en un saco de boxeo incontrolable.

—Vigila mis faros —digo a mi compañero de equipo—. Si se encienden, haz que el chófer se detenga.

El camión se pone en marcha escupiendo una nube de humo que me ciega. Ya no distingo ni el capó del coche. Brutalmente tirante, la cuerda arrastra el Amílcar como si fuera de paja. Al poner la segunda marcha y acelerar enseguida, ese bruto de conductor provoca otra sacudida tan violenta que por segunda vez el coche está a punto de estrellarse contra la parte trasera del camión. Aplasto el pedal del freno para tratar de mantener la cuerda tensa, pero pronto el pedal deja de responder. El camión adquiere velocidad. El coche rebota de piedra en piedra, se hunde en los baches, salta de un arcén a otro. Tengo la impresión de estar sobre una balsa zarandeada por olas gigantescas. Temo ver desintegrarse en cualquier momento al pobre Amílcar. Echo pestes contra Frémy y el maldito griego. El suplicio se agrava. Ya no consigo mantener el coche en el eje del camión. Ha debido de romperse un amortiguador, si es que los choques no han torcido el eje. Enciendo los faros. Es la señal de alarma convenida. Hago sonar la bocina, grito, pido socorro a Drapier y Larigaudie. Pero los torbellinos de polvo me deben de ocultar a la vista de Frémy y del griego. El camión prosigue su loca carrera. El Amílcar cruje, gime, choca. Yo continúo tocando desesperadamente la bocina, pero su voz se debilita y después acaba enmudeciendo por completo. Los acumuladores han entregado el alma y los faros con ellos. Una pequeña cuesta. El conductor retrocede brutalmente, y luego acelera. Saco la cabeza por el parabrisas y profiero gritos desesperados. Arrastrado por el mastodonte al que está encadenado, el Amílcar adopta ángulos aterradores. Va a volcar. Esta vez es el fin. El camión llega a un puente a cincuenta kilómetros por hora. Modera un poco la marcha y la inercia no me deja retener al coche. Ni siquiera funciona el freno de mano. Con las ruedas bloqueadas a la derecha, el ímpetu me arrastra hacia el río que hay debajo. Si no logro enderezar la dirección en las fracciones de segundo siguientes, habrá una catástrofe. Como en un relámpago, toda mi vida desfila ante mis ojos. Grito de nuevo, pero el polvo y la arena ahogan mi voz. El camión sigue su ruta. Tomo la decisión de saltar. Mi única posibilidad de salvar la piel es saltar del coche. Me arranco los dedos tirando de los dos enganches que unen la capota al parabrisas sin poder abrirlos. También es imposible abrir las portezuelas: están cerradas con alambres. Estoy vinculado al destino de mi coche. Juntos vamos a estrellarnos contra las rocas del río que fluye debajo. Vuelvo a afianzarme con todas mis fuerzas sobre los radios del volante, pero la dirección, bloqueada, ya no actúa sobre las ruedas. En este instante, la cuerda de remolque se afloja. Abandonado a su simple inercia, el Amílcar se lanza hacia el abismo. Y entonces, de repente, el camión adquiere velocidad, salvando in extremis al coche de la caída fatal. El Amílcar franquea el puente con las dos ruedas de la derecha en el vacío, arranca la tabla del parapeto y va a rebotar como una bala sobre la pista. Por fin, el camión se detiene. Acuden Frémy y el conductor. Ya no me quedan fuerzas para colmar de insultos a mi compañero de equipo y al griego. Me desplomo sobre el volante, sacudido por una incontenible crisis de lágrimas. Este incidente me destroza. Es indudable: no tengo el temple de los héroes del París-Saigón. En cualquier caso, todavía no.

* * *

El Amílcar sobrevivió a sus terribles heridas gracias a los fervientes cuidados del amable mecánico del pequeño pueblo de Comotini. Seca y limpia, la magneto hizo funcionar de nuevo el valiente motor. Dos días después, la visión mágica de los primeros minaretes de Oriente apareció en nuestro parabrisas. Andrinópolis y después Estambul acogieron al superviviente de la pista infernal como a una princesa caída de las estrellas. Su foto tomada desde todos los ángulos fue exhibida a lo largo y a lo ancho de las primeras páginas de los periódicos, lo cual nos valió de la generosa hospitalidad turca una lluvia de invitaciones. Después, vía Éfeso, Bursa y Esmima, llegamos a Ankara, último destino de nuestro viaje. Impresionado por nuestro circuito, el presidente de la República turca nos ofreció volver a Francia con nuestro coche en un paquebote de la línea nacional. El regalo no podía ser más oportuno, porque en Ankara me esperaba un telegrama anunciándome que la dirección de las becas Fullbright, la organización fundada por un senador de Texas para promover los intercambios internacionales de estudiantes gracias al dinero obtenido con la venta de los excedentes militares de la guerra, me concedía una beca de estudios en el colegio Lafayette de Easton, cerca de Nueva York. Ya me habían reservado un camarote en el Queen Mary.

Caí en brazos de Frémy. Volver a Estados Unidos era la ocasión segura de reemprender muy pronto la ruta de las aventuras.

Luna de miel en un Chrysler Royal

El querido marqués de La Fayette podía saltar de alegría en su tumba. El colegio que la América agradecida había bautizado con su nombre era una pequeña joya. Construido sobre un altozano que dominaba la encantadora ciudad pennsylvaniana de Easton y su río Lee High, exhibía sus graciosos edificios de ladrillos rojos en torno a una vasta extensión de césped rodeada de arces y robles centenarios. Yo estaba entusiasmado. El Lafayette College estaba situado a sólo cien kilómetros de la deslumbrante ciudad que había descubierto a los catorce años: Nueva York.

Para evadirme de mi jaula dorada hacia ese espejismo me hacía falta un automóvil. Partí, pues, en busca de un digno heredero del Nash y del Amílcar en los garajes de coches de ocasión y en chatarreros de la región. Fue entonces cuando se me apareció, como un recuerdo de infancia resucitado. Me froté los ojos. Tenía el mismo capó largo y afilado del Hupmobile azul de mi tío de Châtelaillon, las mismas bocinas cromadas bajo los faros en forma de ojiva, el mismo spider con sus pequeños estribos para acceder a la banqueta posterior a cielo abierto. A pesar de los estragos del tiempo, su interior exhalaba el mismo olor a cuero, pintura y galalita que había enardecido mi imaginación infantil. Era un cabriolé Chrysler Royal del año 1938.

Vacié mi cartera entre las manos del comerciante atónito y subí por la colina del colegio orgulloso como Fangio a la llegada de las Veinticuatro horas de Le Mans. Al día siguiente por la tarde me largué a Nueva York. Regresé al alba y volví a marcharme la misma tarde. Diez litros de gasolina costaban menos que una Coca-Cola. El Chrysler me trajo la libertad. Y pronto el amor. Su complicidad me ayudó en efecto a conquistar el corazón de una atractiva redactora del Harpe’s Bazaar, la célebre revista de moda neoyorkina. Con la capota bajada a pesar del frío, nos llevó cada fin de semana a descubrir los admirables paisajes de Nueva Inglaterra, las orillas heladas del San Lorenzo con sus pintorescos pueblos franceses, los campos de batalla de la risueña Virginia, y otros cien decorados inolvidables del Este americano, todos tan propicios a la eclosión de una pasión amorosa.

La apoteosis de aquella complicidad automovilística se desarrolló una mañana del verano siguiente ante el porche monumental del New York City Hall, el ayuntamiento de Nueva York. Tal como exige la costumbre norteamericana, decoré para la ocasión el capó, el parabrisas y el spider del Chrysler con cintas y claveles blancos. Porque aquel día me casaba con Aliette, mi bonita redactora de moda. Varios días antes, envuelto en una toga negra y tocado con el ritual birrete negro de borlas, había subido al estrado del colegio Lafayette para recibir solemnemente de manos de su presidente el diploma de Bachelors of Arts.

Dominique Frémy, mi compañero de aventuras en el Amílcar, había cruzado el Atlántico en barcoestop para darme la sorpresa de ser testigo de mi boda. Fuera nos esperaba el heredero del Nash y el Amílcar para llevarnos —a él, a mi mujer y a mí— a una aventura que los héroes del París-Saigón no habían probablemente ni imaginado para su Jeannette: un viaje de novios para tres. Dirección: México D.F., a unos siete mil kilómetros de Nueva York. Larigaudie había escrito que con un esmoquin y unos pantalones cortos se puede ir a todas partes. Mi joven esposa recordaba la lección pero había calculado a su manera las proporciones respectivas. Me dio todo el trabajo del mundo amontonar en el spider sus maletas rebosantes de trajes de noche. En cuanto al esmoquin que llevaba yo, me interrogaba sobre su utilidad real. Tendríamos que viajar en plan duro, teniendo por toda fortuna sólo trescientos dólares, lo justo para apagar la sed del Chrysler, sobrevivir a base de bocadillos y dormir en modestos moteles de camioneros. Pero ¡qué importaba! ¡Teníamos veinte años y estábamos enamorados!

Un beso ruso sobre un banderín tricolor

—Señor mariscal, quisiéramos viajar en automóvil a través de la URSS en compañía de nuestras esposas. Como no hablamos su lengua, hemos propuesto a una joven pareja de periodistas soviéticos que nos acompañen y nos sirvan de guías e intérpretes. Le pedimos que nos conceda las autorizaciones excepcionales necesarias.

La escena se desarrollaba cuatro años después una tarde de lebrero de 1956 bajo las arañas de estilo rococó de la gran sala de San Jorge del Kremlin, donde el todo Moscú festejaba al presidente de la República francesa, Vincent Auriol, y a su esposa. El personaje de perilla blanca a quien acababa de dirigirme me contempló con asombro.

—¿En automóvil?

Era el mariscal Nicolás Bulganin, presidente del Consejo de Ministros, la más alta autoridad de la Unión Soviética. A su lado se encontraban Vlacheslav Molotov, ministro de Asuntos Exteriores, el mariscal Vorochilov, y varios dignatarios más a quienes mi petición había sumido en un estupor similar.

Paris Match me había enviado a Moscú a cubrir la visita del presidente de la República francesa. Pero el ideal de Larigaudie y Drapier continuaba inflamando mis sueños. Mi trabajo de gran reportero del primer semanario europeo de actualidad colmaba mi sed de estar allí donde se hacía la historia. Por muy excitantes que fuesen mis reportajes, les faltaba ese perfume de aventura que habían sabido inventar los héroes del París-Saigón.

Un día, al regresar en coche de una investigación en provincias, me volví hacia el fotógrafo que me acompañaba.

—¿Te tentaría atravesar la URSS en coche con nuestras esposas durante las próximas vacaciones?

El muchacho a quien formulé la pregunta era uno de los fotógrafos estrella de Paris Match y mi compañero de trabajo preferido. A los veintinueve años, con su metro ochenta y siete, sus cabellos despeinados, su cara de arcángel y su inseparable Leica en torno al cuello, Jean-Pierre Pedrazzini encarnaba a la nueva generación de reporteros de choque nacida después de la segunda guerra mundial. Su valor, su generosidad, su modestia y su físico de galán joven le otorgaban un lugar aparte en la revista. Había tenido la suerte de hacer mi primer reportaje con él con ocasión de las elecciones británicas. Cuando el Viscount que nos llevaba a Londres aceleró sobre la pista de Orly, vi cómo su mano esbozaba el gesto que hacen los toreros cuando entran en el ruedo: el signo de la cruz. El joven que había arriesgado su vida en tantos reportajes peligrosos no se avergonzaba de su miedo.

La sorpresa del jefe supremo de la URSS y el aire escéptico de su séquito eran reacciones previsibles. Ningún extranjero había sido autorizado a surcar libremente las carreteras soviéticas al volante de su coche. Un dentista de Chicago que había intentado «forzar» la frontera soviético-finlandesa había visto su jeep prontamente embarcado sobre un vagón de mercancías y reexpedido a Finlandia. Todos los expertos consultados eran categóricos: jamás, en un país donde el mismo principio del viaje individual estaba prohibido, dejarían entrar y circular en libertad a cuatro ciudadanos de un país capitalista. ¿Por qué los rusos accederían a mostrar la insuficiencia de su red de carreteras, de sus hoteles, la pobreza de sus campos? ¿Por qué favorecerían contactos con extranjeros que no harían más que sembrar ideas subversivas? ¿Por qué dejarían pasar a turistas por itinerarios que en cualquier momento desembocarían fatalmente en una zona prohibida?

El presidente Auriol, a quien nuestro proyecto había seducido, no dudó en hablar de ello a Nikita Jruschov en persona.

—¿Sabe qué quiere hacer este chico? —dijo, señalándome paternalmente, con el dedo—: ¡Pasearse por todo su país en coche! Si yo tuviera cincuenta años menos, me iría con él. Hay que darle permiso.

Espié con el corazón palpitante la reacción del primer secretario del partido comunista soviético. Meneó la cabeza mientras sus ojos se iluminaban con un extraño resplandor:

—Mi querido presidente, no es hora de hacerme semejantes proposiciones. ¡Me impedirá dormir!

Las vacaciones llegaron, pero ya nos habíamos despedido de la autorización tan esperada. Jean-Pierre y su joven esposa alquilaron un velero en el Mediterráneo, y mi mujer y yo una villa en la Costa del Sol española. Nuestros sueños de aventuras a través de las planicies infinitas de Ucrania, a lo largo de los meandros del Volga y en las playas de Crimea se habían esfumado. Entonces llegó un telegrama de Moscú: «LES CONCEDEMOS AUTORIZACIONES —decía—. ENTRARÁN EN LA URSS POR LA CIUDAD DE BREST-LITOVSK. PROPONEMOS ITINERARIO POR MINSK, MOSCÚ, JARKOV, KIEV, YALTA, KRASNODAR, ROSTOV, STALINGRADO, KAZÁN Y GORKI. COMUNIQUEN FECHA DE LLEGADA A BREST-LITOVSK». Me abalancé sobre un mapa. ¡Milagro! ¡Nos ofrecían un periplo de trece mil kilómetros que cubría casi toda la Rusia occidental!

Necesitábamos un coche a la altura de un recorrido tan largo. Al final nos enamoramos del break Marly de ocho cilindros fabricado por Simca. Aquel elegante modelo pintado en tonos paja y oro gustaría sin duda a los soviéticos. Hice inscribir en las alas el nombre de Paris Match, en las puertas, la mención «A través de la URSS en automóvil» y, en ruso, en las alas traseras: «Periodistas franceses». Abandonamos un París en fiestas: era el 14 de julio. Tres días después llegamos al puesto fronterizo soviético de Brest-Litovsk. Comenzaba la gran aventura. En el grupo de funcionarios de uniforme que nos esperaban se hallaba un gigante rubio de abundante cabellera.

—Me llamo Stanislav Ivánovithc Petújov —nos anunció en un francés impecable—. Soy periodista de la Komsomólskaia Pravda, el diario de las Juventudes comunistas. He sido designado para acompañarles. Mi mujer Vera se reunirá con nosotros en Moscú. Sean bienvenidos a la Unión Soviética.

Flanqueados por dos jeeps atiborrados de militares, hicimos nuestra entrada en esa pequeña ciudad donde, el 3 de marzo de 1918, los bolcheviques habían dado la vuelta a la historia del mundo firmando la paz con Alemania para tener las manos libres y hacer triunfar su revolución.

Al día siguiente, en la inmensa plaza de la estación de Minsk, tuvimos el primer contacto con el pueblo ruso. Un maremoto. Por decenas, las caras se achataron contra los cristales del Marly. Al principio nos observaron con asombro, un poco como a peces exóticos en un acuario. Un mujik barbudo salido directamente de una novela de Dostoyevski se decidió al fin a entablar conversación. Comprendí que se interesaba por la marca de nuestro modelo de coche y su precio de compra. Una bábushka metida en carnes, tocada con un pañuelo, preguntó a su vez si el coche nos pertenecía. Un adolescente, al descubrir en las alas la inscripción «Periodistas franceses», se plantó delante del parabrisas para recitarnos un poema de Victor Hugo. Después, acercándose a mi cristal, nos pidió en voz baja periódicos franceses. La presión subió de tal modo que Jean-Pierre tuvo que arrancar para alejamos, pero la marea humana se formó de nuevo. Para aquella gente que vivía desde hacía tanto tiempo aislada del resto del mundo, la aparición de aquel coche bicolor con cuatro «marcianos» a bordo era un espectáculo casi increíble. Encontraríamos la misma curiosidad, la misma admiración a lo largo de todo nuestro periplo. En cada parada nos asaltaban, rodeaban, sumergían. Algunos curiosos se deslizaban bajo el chasis para admirar la suspensión. Nos pedían a cada instante que levantáramos el capó para contemplar el motor. Otros metían la cabeza por los cristales para admirar el acondicionamiento interior. En Tiflis, Georgia, policías a caballo se vieron obligados a disparar a fin de apartar a la multitud entusiasta; en Jarkov, unos niños se llevaron las escobillas de los limpiaparabrisas como si fueran trofeos; en Kiev, un conductor de taxi nos suplicó que le lleváramos a dar un paseo. Consumimos decenas de litros de agua por el mero placer de mostrar cómo se deslizaban chorros de agua que limpian el parabrisas, accesorio desconocido en los coches soviéticos. En Yalta, una anciana señora llegó a implorarnos que deshincháramos un neumático «para respirar el aire de París». Radio Moscú había anunciado nuestra expedición y nos esperaban por doquier en un ambiente febril.

En Sujumi, un balneario a orillas del mar Negro, nos esperaba un encuentro singularmente emocionante. Un hombre de unos treinta años y cabellos rizados se abrió paso entre el gentío que asediaba el coche. Cuando llegó a nuestra antena de radio, le vi coger nuestro banderín tricolor, desplegarlo con respeto y llevárselo a los labios.

—Es absolutamente necesario que hable con ustedes —nos murmuró en un francés con sorprendente acento marsellés—. Iré a su hotel a las nueve de la noche. ¡A menos que el KGB no me haya arrestado mientras tanto!

A las nueve en punto llamaron a la puerta. Jean-Pierre había sacado nuestra única botella de pastis. Antes de sentarse, el desconocido inspeccionó minuciosamente hasta el mínimo rincón de la habitación, desplazó los muebles, descolgó los cuadros, siguió los hilos que se extendían a lo largo de los zócalos y examinó todos los objetos sospechosos. Tranquilizado al fin, se instaló en un sillón y encendió un cigarrillo. Le serví un pastis bien cumplido mientras Jean-Pierre ponía en marcha el magnetófono. No estábamos tranquilos del todo. ¿Y si era un provocador?

—Me llamo Georges Manoukian —empezó diciendo—. Era zapatero en Marsella. Mis padres son armenios, pero yo soy francés. —Extrajo un trozo de cartón del bolsillo de la camisa—. Miren: «République Française». Es mi documento de identidad. —Se acercó al micro—: Mamá, no puedo decirte quién soy, pero seguramente reconocerás mi voz. Es tu hijo quien te habla. Acuérdate: te debo dos mil francos que me prestaste en el Casino de Aix la noche de fin de año de 1945. Mamá, te lo suplico: ve a ver a todos los parientes y amigos de la calle de los Zapateros y diles que no hagan la tontería que hice yo al venir a este país.

—Y usted, ¿por qué hizo esa «tontería»? —preguntó oportunamente Jean-Pierre.

El armenio sonrió con viveza, enseñando todos sus dientes de oro.

—Éramos jóvenes, el barco era hermoso. Nos dijimos: vámonos a dar una vuelta por allí abajo y, si no nos gusta, volvemos. Éramos seis mil los que pensábamos así. La propaganda soviética, los parientes que nos animaban a partir, el gusto por la aventura… Cuando llegamos a Batum, nos metieron en vagones de ganado. Nos habían prometido un empleo, un buen salario, una casa, un coche y todo lo demás. De hecho, encontramos el infierno. No se debería decir: «¡Vete al diablo!», sino: «¡Vete a la Unión Soviética!» Tuve que robar para comer. Hasta el día en que, no pudiendo más, decidí evadirme. Una noche partí hacia Turquía llevando a la espalda un saco de patatas en el que había escondido doce gatos. Cuando llegué a la frontera y me husmearon los perros de los guardias, solté a los gatos. Los perros corrieron en todas direcciones en pos de los gatos y yo lo aproveché para saltar al río. Por desgracia, un centinela me vio y me atrapó. Me ofrecieron un viaje en un vagón jaula hasta el campo de Verkoyansk, un rincón de Siberia que pasa por ser el lugar más gélido de la tierra. Fui condenado a diez años de cárcel. Para abreviar mi pena, solicité formar parte del comando encargado de vaciar los pozos negros del campo. El trabajo era tan repugnante que un día de detención contaba por tres. A causa de la fetidez que nos impregnaba, nos encerraban en un barracón aparte. Permanecí tres años. A mi regreso a la Armenia soviética, unos amigos me ayudaron a comprar un documento de identidad en el cual no figuraba la mención de mi estancia en el gulag. Desde entonces vivo de pequeños trabajos aquí y allá, a la espera de obtener el derecho de volver a Francia.

¡Volver a Francia! Seis mil franceses armenios como Georges Manoukian perseguían desesperadamente este sueño. A todo lo largo de nuestro recorrido encontraríamos a decenas que nos suplicarían que interviniéramos en su favor. Su caso era trágico. Todos los diplomáticos consultados en Moscú fueron categóricos: los soviéticos nunca dejarían marchar a enemigos tan fanáticos del «paraíso socialista». Dos semanas después, cuando pasamos de nuevo por Sujumi a la vuelta de Tiflis, una mujer con la cara medio oculta por los pliegues de un pañuelo se acercó al coche. Con algunas palabras murmuradas en inglés, nos informó de que la policía había arrestado a Georges Manoukian después de nuestra marcha.

* * *

Siete años más tarde, mientras me encontraba en mi casa de París, recibí una llamada telefónica de Marsella. La voz del otro extremo del hilo tenía un acento tan marcado que creí que se trataba de nuestro armenio de Sujumi. No era él, sino su hermano, que vivía en la calle de los Zapateros.

—Señor Lapierre, solicito su ayuda. Acaba de producirse un milagro: mi hermano Georges ha obtenido el visado de salida de la URSS, ¡pero ahora resulta que las autoridades francesas le niegan el visado de entrada en Francia! ¡Se lo suplico, haga algo! ¿Se acuerda? Mi hermano tuvo el valor de besar la bandera francesa de su coche delante de todo el mundo. Usted publicó la foto en Paris Match. A los soviéticos no les gustó demasiado. Le condenaron a ocho años de prisión más allá del círculo polar… —El hombre podía apenas contener su emoción—. Y ahora son los franceses los que no quieren saber nada de él.

Pedí enseguida una entrevista a un amigo de mi redactor jefe que desempeñaba altas funciones en el Servicio de inteligencia. Le llevé la foto de Georges Manoukian besando el banderín tricolor y defendí con vehemencia su causa. El policía permaneció frío como el mármol.

—Mi querido Dominique Lapierre, es usted de una ingenuidad sorprendente —contestó al fin—. Debería sospechar que si los rusos han liberado a «su» Manoukian es porque han hecho un trato con él: «su» Manoukian es ahora un espía del KGB.

La afirmación me dejó pasmado. Aquellos «polis» tenían una imaginación delirante. Cruzó mi memoria el recuerdo de aquel pobre tipo describiéndonos su intento de evasión con los gatos y sus tres años de pesadilla en el gulag vaciando letrinas.

—Puede ser que este hombre sea hoy un espía —dije—, pero le garantizo que después de pasar quince días entre su familia y sus amigos de la calle de los Zapateros de Marsella, el KGB podrá borrarle de sus listas. Lo ha pasado demasiado mal para servir de modo duradero al régimen de los verdugos.

Meneando la cabeza con aire escéptico, el policía me aseguró que estudiaría el caso.

Tres meses después, encontré una tarde un magnífico ramo de flores ante la puerta de mi apartamento parisino. En la tarjeta de visita sólo había tres palabras: «Gracias. Georges Manoukian».

* * *

Pasaron treinta años. Un día de 1993 tuve ganas de saber qué había sido del armenio de Sujumi. Mi mujer interrogó el Minitel. Encontró tres Georges Manoukian residentes en Marsella. Marqué el primer número. Nadie contestó. Marqué el segundo. Alguien descolgó. «Querría hablar con el señor Georges Manoukian…» Apenas había acabado de pronunciar Manoukian cuando estalló una voz en el auricular: «¡Apuesto algo a que es el señor Dominique Lapierre de Paris Match!».

Varios días después fui con una botella de champaña a saludar al superviviente del gulag al coquetón apartamento del número 10 del callejón del Gaz donde vivía jubilado. Brindamos por el emocionante recuerdo de nuestro encuentro en la Unión Soviética. Ya no tenía los dientes de oro, pero se mantenía igual que cuando le vimos abrirse paso entre la multitud para besar nuestro banderín. A su regreso a Francia había encontrado un empleo en París en la tienda de un zapatero artesano parisién. Pero llevaba Marsella en la sangre. Volvió a la ciudad con la que tanto había soñado en el campo de Siberia y abrió allí un tenderete de zapatero. Una carta de su esposa recibida a principios de 1996 me informó de que Georges Manoukian había muerto de un infarto mientras iba de compras. «Volver a verle fue la última gran alegría de su vida», concluía la pobre mujer.

Unos mecánicos directamente salidos
de una novela de Tolstoi

Las trampas de las carreteras rusas amenazaban cada día con desintegrar nuestro pobre coche. Pero lo peor era el jugo infame y maloliente que debíamos suministrarle a guisa de carburante. Habríamos preferido emborracharlo con vodka. No obstante, todo había empezado muy bien para él. Pudimos saciarlo con un superlleno de octanos en la gasolinera del hotel Metropole en la plaza del teatro Bolshoi de Moscú, sin saber que era la única vez que podría deleitarse con semejante néctar: sólo existía un único surtidor que vendiera súper en toda la Unión Soviética. Por doquier, el pobre octanaje y las impurezas —arena, polvo de ladrillo machacado, laminillas de metal herrumbroso— hacían difícil la consumición de la gasolina por una mecánica occidental moderna. El resultado era atroz. Teníamos que filtrar el líquido que se nos ofrecía a través de toda clase de tamices, en particular el clac de mi abuelo, la prodigiosa sonoridad de los ocho cilindros en V se acababa a cada instante en una vergonzosa explosión. Privado de una buena mitad de su potencia, nuestro coche se arrastraba a la velocidad de los carros de gitanos que encontrábamos por el camino. Diez, veinte veces por día teníamos que detenernos para limpiar el carburador y soplar en el chiclé. En Sotchi, un balneario del mar Negro reservado para los dignatarios de la «nomenklatura», el potente motor expiró en medio de un surtido de hipidos. ¿Qué hacer ahí, a tres mil kilómetros del primer concesionario de Simca, en ese país donde no estaba representada ninguna marca extranjera, donde no existía ningún taller para coches particulares? Según la opinión unánime, la única solución era conducir al infortunado al gran hospital local de motores, en este caso, la cochera de autobuses municipales, donde Slava, el periodista ruso que nos acompañaba, me aseguró que «encontraría para nuestro enfermo toda la ciencia de los técnicos soviéticos y la precisión de sus máquinas».

Los técnicos en cuestión tenían nombres de personajes de Tolstoi: Se llamaban Vladimir Alexándrovitch e Iván Nikoláyevitch. En la entrada de su taller, bajo una monumental banderola que proclamaba «Adelante hacia el comunismo», había un cuadro de honor. Me tranquilizó descubrir bajo las efigies de Karl Marx, Lenin y Stalin, las fotos de Vladimir e Iván. ¡El Marly estaba en buenas manos! Tanto más cuanto que el director de la cochera y su primer ingeniero, los dos con corbata y chaqueta, habían acudido en auxilio de los mecánicos con mono. Tras una minuciosa auscultación del motor mantuvieron un largo conciliábulo. Conclusión bastante alarmante: había que desmontar la culata a fin de ajustar los balancines y proceder a un esmerilado de las dieciséis válvulas. Aquellos rusos, que no habían tocado jamás una mecánica extranjera, ¿iban a ser capaces de semejante cirugía? Perdido en aquel rincón de la URSS, comprendí de pronto el carácter universal de la mecánica. Sin una palabra, con gestos precisos, casi instintivos, Vladimir e Iván empezaron a desmontar el motor. Ocho horas después, a medianoche, cuando el himno nacional soviético resonó en la pequeña radio del taller, acabaron de colocar en silencio el último perno. La reparación había terminado. Bajo las miradas ansiosas de los dos stajanovistas de facciones tensas, me senté al volante. Mis dedos temblorosos sintieron el metal helado de la llave del contacto. Vladimir e Iván espiaban mi mano como si fuese a enviar un Sputnik al espacio. ¡Habían trabajado tanto! Puse fin al «suspense» dando la vuelta a la llave. El motor se puso en marcha. Pero yo estaba demasiado acostumbrado a su música para no descubrir enseguida que a la orquesta le faltaba la mitad de los instrumentos. El formidable trabajo de los dos rusos no había servido de nada. Nuestros ocho cilindros no habían recuperado el alma. Me sequé una lágrima de rabia y cerré el contacto.

—Habrá que llamar a Boris —sugirió Vladimir, admirando la pequeña torre Eiffel que Jean-Pierre le había regalado.

—¿Boris? ¿Quién es Boris?

—Es el señor ingeniero responsable de los carburadores —tradujo Slava, orgulloso de demostrarnos que su país era rico en especialistas.

El reloj de péndulo del taller indicaba la una de la madrugada.

—¿Es que se puede encontrar a este especialista a una hora semejante? —me inquieté.

—Sin ningún problema —intervino Iván—. Está de guardia en la otra cochera. Voy a avisarle.

Así vimos llegar a nuestro último recurso, un muchacho alto con gafas a quien este SOS nocturno no parecía haber sorprendido. Auscultó largo rato el ruido del motor, aceleró varias veces y pronunció su diagnóstico:

—La gasolina no circula correctamente por el carburador porque está atascado en alguna parte.

El «doctor» Boris desconectó los tubos y los vástagos y luego desmontó el carburador como quien extrae un corazón. Lo dejó con precaución sobre el banco, quitó la tapa y retiró los flotadores. En menos de un minuto, el órgano vital de nuestro pobre coche se encontró deshuesado en un centenar de piezas minúsculas. Me pregunté angustiado cómo podría Boris recomponer ese rompecabezas de metal. Entonces sometió a cada tornillo, cada chiclé, cada recoveco del depósito, cada entrada de carburante a la furiosa tempestad de un chorro de aire comprimido. Después volvió a montar el conjunto y puso de nuevo el carburador en su lugar. Antes de conectar otra vez el tuvo de entrada del carburante, tomó la precaución de instalar un pequeño dispositivo de filtración suplementaria destinado a impedir definitivamente el paso de las impurezas. Contacto. Rugido de motor. No podía creer lo que oía. Estreché a Boris entre mis brazos mientras Jean-Pierre abría una botella de vodka. El Marly estaba salvado. La noche se terminó con una vuelta a cien por hora por las calles desiertas de Sotchi, virajes a toda velocidad y aceleraciones de Gran Prix. Desperté sin rubor a toda la ciudad mientras saludaba a Drapier y Larigaudie con un diluvio de aleluyas. El hermoso sueño podía continuar.

* * *

Ningún incidente alteraba el buen humor de Slava, nuestro colega soviético. Desde nuestra llegada a su país, este compañero discreto, expresivo, de una paciencia evangélica con nuestras insaciables exigencias, tenía el puntillo de traducimos los grandes carteles de propaganda que tapizaban todo el paisaje. «Campesinos, aprended las ciencias». «Saludamos al mundo con nuestro trabajo excepcional». «¡El pueblo soviético lucha con todas sus fuerzas por la paz!» Más lejos, era una niña de largas trenzas rubias quien agitaba un pico, gritando: «Seamos los maestros de los buenos cultivos». Y más allá, un hombre grueso que se parecía a Jruschov bajo un sombrero de paja, levantaba en brazos una enorme sandía gritando, risueño: «Cultivemos bien la URSS». Los había a centenares. Slava nos aseguró que todos estos carteles habían sido instalados por los propios campesinos y obreros «a fin de presionar a nuestros dirigentes».

Aquel muchacho era un puro producto del sistema, aunque sólo hacía tres años que era miembro del partido. Un día en que le contaba mi reportaje sobre la guerra de Corea, me animé a sondear sus conocimientos.

—Slava, ¿me puede explicar por qué los coreanos del Norte han invadido a sus vecinos del Sur? —le pregunté.

—Pero Dominique, ¿qué dice? Sabe muy bien que son los norteamericanos y los surcoreanos quienes han agredido al Norte.

De veintiocho años, nariz respingona y ojos verdes chispeantes como el champaña, su joven esposa Vera se nos había unido en Moscú. Daba clases de piano en un instituto de segunda enseñanza. Era la primera vez en su vida que conocía a los habitantes de un país capitalista y que salía a descubrir su propia patria. Un día en que acampamos en el Cáucaso, contempló largamente el barreño donde mi esposa lavaba mi camisa. El material del recipiente le pareció extraño. Vera Petújov no había visto nunca el plástico.

* * *

Las llanuras infinitas de Ucrania bajo la lluvia. Un impulso vagabundo me tienta de improviso a abandonar la carretera principal en dirección a los tejados rojos de un koljós que se divisa a varios kilómetros. ¿Cómo viven estos mujiks funcionarios? Intentaremos entrar en casa de uno de ellos e instalamos allí durante algunos días. En Minsk hemos hecho lo mismo con un ferroviario; en Moscú, con una vendedora de los grandes almacenes Gum; en Tiflis, con un cirujano del hospital central; en Gorki, con un obrero de las fábricas de automóviles Pobieda. Ningún extranjero se había infiltrado nunca de este modo en la intimidad del pueblo ruso. El coche nos sirve de pasaporte. ¿Quién querría cerrar su puerta a este mítico carruaje bicolor llegado de Occidente? Pero de pronto siento que el Marly patina bajo mis dedos como sobre el hielo. El camino está tan mojado que las ruedas ya no se adhieren. Por más que maniobre como un piloto de rally en las dunas del Sáhara, la gleba de Ucrania engoma y aspira el vehículo como una ventosa. Al final, el coche se hunde hasta el vientre. Jean-Pierre se apresura a inmortalizar la escena en una película. Encantado con la peripecia, Slava aplaude como un niño. Su diario de Juventudes comunistas no le ha preparado en absoluto para este tipo de aventuras. ¡Imaginémoslo! Un soviético naufragado en plena Ucrania a bordo de un coche matriculado en París y además ocupado por cuatro jóvenes capitalistas de ideas más que subversivas… ¡Un mundo! Pero la euforia de nuestro compañero se desvanece bruscamente. Como nosotros, acaba de ver surgir de todas partes soldados que apuntan sus metralletas en nuestra dirección. Un oficial se precipita gritando hacia Jean-Pierre para apoderarse de su cámara fotográfica. Mi compañero le esquiva con una pirueta y el oficial cae de cabeza en el barro. Las mejillas sonrosadas de Slava se toman lívidas. Aunque sea uno de los privilegiados que poseen el carnet del partido, sabe que este pedazo de cartón no le ayudaría en absoluto en una confrontación con militares. Pero ¿por qué estos soldados de cráneo rapado persisten en amenazarnos? Slava intenta averiguarlo. Según el oficial cubierto de barro, estamos en el centro de una zona militar prohibida y hemos cometido el crimen de tomar fotografías. Los soldados nos empujan con la punta de sus armas hacia unos barracones protegidos con alambradas de púas. Nos encierran en una especie de cuchitril que apesta a grasa rancia. Por una ventanuca provista de barrotes, descubro el motivo de este zafarrancho: una serie de radares y varias piezas de artillería pesada ocultas a menos de cien metros bajo redes de camuflaje.

—Pichoncito mío, ¡has elegido muy bien el lugar para tomar fotos! —comenta con fingida seriedad la mujer de Jean-Pierre.

Fotos o no, ninguna agencia de viajes habría podido ofrecernos una experiencia semejante. Después de dos horas de inquieta espera, la puerta de nuestra celda se abre. Dos oficiales de la policía militar, reconocibles por sus brazales rojos, han llegado de Kiev. Nos hacen entrar en la habitación principal. Los dos militares, uno gordo y otro muy flaco, como en las películas, se instalan detrás de una mesa. Nuestro interrogatorio da comienzo inmediatamente. El informe que nos leerán empieza así:

«Nosotros, los abajo firmantes coronel Illysef, teniente mayor Trigu, teniente mayor Pietrov y soldado Bielli, declaramos haber visto el 13 de agosto de 1956 a las 16.05 h. un coche de color amarillo y negro acercarse a instalaciones militares y detenerse. Varias personas se apearon de este vehículo y tomaron fotos. Estas personas eran:

»1.o El tovarich Petújov, Stanislas, que se declara corresponsal de la Komsomólskaya Pravda y que ha presentado su documento de identidad.

»2.o El tovarich Lapierre, Dominique, que ha presentado un carnet de periodista francés, según el cual ha nacido en Cháteaillon-Plage, Francia, el 30-07-1931.

»3.o El tovarich Pedrazzini, Jean-Pierre, sin documento de identidad,[20] que se declara asimismo periodista francés.

»4.o Las tovarichi Lapierre, Aliette, y Pedrazzini, Annie, que se declaran esposas de los ciudadanos antes citados».

Siguen seis páginas explicando que hemos fotografiado intencionadamente los objetivos militares de la zona donde nos hemos detenido. Negamos con energía esta afirmación, pero el grueso coronel se muestra intratable. La discusión se eterniza. Para poner fin, Jean-Pierre abre con brusquedad su cámara, extrae la película incriminada y la alarga al oficial.

—¡Tome! ¡No tenemos ganas de ir a Siberia! —declara—. ¡Pueden ver por sí mismos si hay secretos militares en esta película!

Slava pasa esta vez de la palidez al carmín y traduce. El oficial menea la cabeza con una sonrisa.

—Se equivoca —objeta con calma—, Siberia es un país muy bello. —Y tras una pausa, añade—: Yo pasé allí siete años.

* * *

Afortunadamente, el asunto no pasó de ahí. Pudimos reemprender nuestra ruta. Después de quinientos kilómetros de pistas llenas de baches, torrentes vadeados y atascos diversos, el Marly llega al corazón del Cáucaso. Nuestro banderín tricolor flota en la copa de un joven roble entre nuestras tiendas. Somos los primeros extranjeros en acampar en este país sometido a implacables reglas policíacas. El telón de acero, la guerra fría, la revolución proletaria, el terror rojo y el gulag nos parecen de repente invenciones de película catastrófica. Jean-Pierre enciende un fuego sobre el cual nos cuece lentamente una suculenta pasta alla carbonara. Nuestras mujeres bajan al río a hacer la colada. Con su voz profunda, Slava entona viejas melodías rusas que Vera acompaña con la armónica. Nos bañamos en plena euforia. Pero esto no durará. La noticia que anuncia nuestro paso se difunde por toda la región. «Delegaciones» de montañeses y veraneantes surgen por doquier. Nos prodigan muestras de amistad, dicen que dejar a huéspedes tan distinguidos dormir bajo una tienda no es un modo conveniente de recibirlos, nos ofrecen pescado, miel, fruta. Sobre todo, admiran el coche. Distribuimos nuestras últimas torres Eiffel y nuestros pañuelos con el escudo de París. Un georgiano alto y mal afeitado me jura que seré su hermano hasta la muerte, me agarra el mentón con su gran mano callosa y me besa apasionadamente en la boca. Slava me garantiza que es una costumbre georgiana muy antigua. El coche se enriquece con nuevos mensajes de amistad trazados en el polvo que envuelve la carrocería. «Francia y la URSS son los dos mejores tovarichi de la tierra», afirma uno de ellos. «¡Viva Yves Montand y Edith Piaf!», proclama otra inscripción. «Los obreros de Jarkov saludan a los de Francia», «¡Paz en el mundo entero!»… Renunciamos a lavar el coche para poder llevar a Francia todos estos mensajes de un pueblo efusivo, sin saber que esta decisión nos puede valer una cuantiosa multa. En efecto, la ley soviética exige a todo conductor que mantenga su vehículo en un estado de perfecta limpieza.

A nuestro regreso a Moscú, la suciedad del Marly causa sensación. Los policías de tráfico nos dan caza. Unos silbidos nos intiman a detenernos. Los agentes salen de su garita y pasan el índice por la carrocería con aire escandalizado. Como nos resulta difícil repetir en ruso la razón por la cual queremos conservar este polvo con sus inscripciones, pido a Slava que redacte sobre un trozo de cartón una declaración dirigida a los agentes de policía del Gran Moscú para decirles que «no hemos lavado nuestro coche para llevar a Francia un poco de la tierra rusa y de las innumerables muestras de amistad que la gente ha escrito en él».

* * *

Ha llegado el día de la gran partida. Slava está exultante: ha obtenido autorización para acompañarnos hasta Francia. Su periódico le ha confiado un gran Zim negro en cuyos flancos ha hecho pintar en francés: «Moscú-París. Periodista soviético». Por desgracia, Vera no hará el viaje. A fin de apagar cualquier veleidad que pudiera tener su marido de aprovechar la salida de la Unión Soviética para «elegir la libertad», las autoridades policiales la retienen como rehén. Nuestro colega encuentra muy natural que «la escuela de Vera necesite absolutamente su presencia para enseñar el piano a sus alumnos». Un cámara de la televisión soviética vendrá en lugar de la joven. Nos entristece tener que dejar a nuestra amiga rusa tras el telón de acero.

Una mañana de octubre, cargado de latas de caviar, de discos, de libros y de toda una colección de muñecas rusas y miniaturas del Kremlin esculpidas en madera, que nos habían regalado en Gorki, Rostov, Minsk, Yalta y en otros lugares, el Marly arranca en la plaza Roja bajo las miradas asombradas de los centenares de personas que hacen cola para entrar en el mausoleo de Lenin. Dirección: París. El invierno planea ya sobre la inmensidad rusa. Por doquier, los habitantes se han puesto las chaquetas enguatadas y calzado las botas de fieltro que constituyen el uniforme del frío. Dentro de tres o cuatro semanas, la carretera habrá desaparecido bajo el colchón blanco del General Invierno, vencedor de Napoleón y de Hitler.

Nuestra vuelta al redil es saludada por toda la redacción de Paris Match congregada en los Campos Elíseos. Numerosos representantes de la prensa, fotógrafos de agencia, cámaras de actualidades televisadas y de cine se encuentran también allí. Slava y su colega no creen lo que están viendo: los reciben como al zar, o al gran duque. Un equipo de Match los espera para conducirlos a través de Francia. El primer contacto de nuestro camarada con nuestro país se ha saldado, no obstante, con un pequeño fracaso. Queriendo a toda costa confraternizar con el policía que controlaba su pasaporte en la frontera, Slava le ofreció un cigarrillo ruso, uno de esos papiros si con una larga boquilla de cartón y muy poco tabaco. El francés examinó el cigarrillo con una mueca desdeñosa.

—En nuestro país, amigo, llamamos a esto una colilla.

Nos despedimos con emoción de nuestro Marly. Acaricio su gran volante de baquelita negra y hago rugir por última vez su motor, que me ha dado tantas alegrías y algunas pesadillas. Me consuelo pensando en que después de éste habrá forzosamente otros coches en mi vida: he cumplido veinticinco años entre Karkov y Kiev. Pero conservaré siempre la nostalgia de la sonoridad profunda, generosa, que sólo puede ofrecer el matrimonio de ocho cilindros. Los representantes de Simca me invitan a hacerle recorrer la última etapa de su gran viaje hasta el escaparate de la tienda de exposición de la marca en la avenida de los Campos Elíseos, donde será ofrecido a las miradas curiosas de los parisienses como un espectro de otro planeta. Han preparado pancartas fotográficas que ilustran sus aventuras a lo largo de los trece mil kilómetros de nuestro periplo con el fin de encuadrar al orgulloso coche cubierto de inscripciones de amistad trazadas en el polvo acumulado a través de la inmensidad rusa.

La muerte de un arcángel

¡Ay!, la alegría de saborear nuestra hazaña nos fue negada por la Historia. Catorce días después de nuestro regreso, los patriotas húngaros se sublevaron en Budapest contra la dictadura comunista que aplastaba a su país. Lograron conquistar varios puntos neurálgicos de la capital. La insurrección ganó numerosos barrios antes de extenderse a otras regiones de Hungría. El mundo comunista estaba a punto de perder uno de sus baluartes. Los soviéticos decidieron intervenir. Cuando convoyes de tanques marcados con la Estrella Roja se ponían en marcha hacia Budapest, un Alfa Romeo blanco procedente de Viena forzaba el paso de la frontera húngara y se dirigía a gran velocidad hacia la capital en llamas. Al volante, con los cabellos al viento, embutido en su eterno McIntosh y con la Leica en torno al cuello, un muchacho alto cantaba a voz en grito. Jean-Pierre Pedrazzini no había dudado en responder a la llamada del redactor jefe de Paris Match. Había cerrado la maleta, besado a su mujer, hecho una breve incursión en la oficina donde yo clasificaba las fotos de nuestra calaverada en Rusia para gritarme: «¡Hasta pronto, amigo!», y corrido hacia Orly al volante de su Jaguar.

El 30 de octubre está en Budapest ante el Cuartel General del partido comunista en la plaza de la República. Los insurrectos asaltan el edificio. Aparecen tanques enarbolando sus banderas. La multitud los ovaciona y entona La Marsellesa. Pero de pronto estalla un grito horrorizado: las banderas rebeldes son una añagaza. De hecho, los carros blindados son conducidos por tanquistas soviéticos que disparan sobre la multitud. Jean-Pierre es alcanzado por tres ráfagas de metralleta en las piernas, la espalda y el vientre. Su camarada de reportaje, el húngaro Paul Mathias, le lleva en brazos hasta la ambulancia de la Cruz Roja. «¡Vigila las cámaras! ¿Tienes las películas?», se inquieta Jean-Pierre con un castañeteo de dientes. La ambulancia llega al hospital. Horrendo espectáculo: centenares de heridos, de moribundos, están amontonados en los pasillos, los patios, incluso en los sótanos. No hay apósitos, ni medicamentos, ni anestésicos. El valor de Jean-Pierre, que sufre de un modo atroz, causa admiración en todos. Tiene una única preocupación: sus fotos. Cuando una enfermera va a administrarle una segunda inyección de acromicina, él la rechaza, sabiendo que este antibiótico es rarísimo:

—¡Guarde la ampolla! Otros la necesitan tanto como yo.

Cirujanos húngaros intentan cerrar las heridas que le han destrozado el vientre. Ya no tienen catgut, ni apósitos, ni antibióticos. Sólo una evacuación inmediata podría salvar tal vez a nuestro camarada. En cuanto se recibe el aviso, la dirección de Paris Match y toda la redacción se moviliza para enviar un avión sanitario a Budapest. Un reputado cirujano del hospital de los Inválidos, el doctor Dieckman, se ofrece voluntario para ir a buscar al herido. En el momento de despegar de Budapest, un tanque ruso se atraviesa en la pista. Llamo al embajador de Francia en Moscú, en casa del cual habíamos cenado todos apenas dos semanas antes, y le suplico que intervenga ante las más altas autoridades soviéticas para que hagan despejar la pista inmediatamente. Se avisa al embajador de la Unión Soviética en París, a la Presidencia de la República, al hotel Matignon, al Quai d'Orsay. En pocos instantes se establece una vibrante cadena de solidaridad para salvar a Jean-Pierre. Por fin el avión puede despegar. Será el último en abandonar la capital húngara cercada por el grueso de las fuerzas soviéticas. A las tres horas y treinta minutos de la madrugada del viernes 2 de noviembre aterriza en Le Bourget. Toda la revista espera al pie de la pasarela con el corazón palpitante. El rostro que veo apenas sobre la almohada de la camilla es un semblante demacrado, velado por la barba, lívido, con los ojos hundidos en las órbitas. Una enfermera sostiene un frasco de perfusión encima de los cabellos en desorden. Jean-Pierre parece inconsciente. Una ambulancia le lleva a una clínica de Neuilly, pero todas las eminencias médicas llamadas a su cabecera son unánimes: su estado de debilidad descarta cualquier intervención quirúrgica. Hay que esperar a que su organismo recupere algo de fuerza. Una cruel ironía quiere que su habitación, la número 35, sea la misma donde murió cuatro años antes el mariscal De Lattre de Tassigny. La impresionante fotografía del jefe del ejército francés con uniforme de gala en su lecho de muerte había sido una de las primeras exclusivas que Jean-Pierre había obtenido para Paris Match.

Mientras mi camarada agoniza, París estalla a favor de los húngaros sublevados. Los responsables de la tienda de exposición de Simca en los Campos Elíseos se apresuran a disimular el Marly bajo una lona y retiran todas las fotos de nuestro periplo por miedo a que les destrocen el escaparate a pedradas. Me precipito al hotel donde hemos instalado a Slava para cerciorarme de que su seguridad no corre peligro. Encuentro al infeliz de rodillas en la acera, borrando frenéticamente a brochazos de las aletas de su Zim la mención «Moscú-París. Periodista soviético».

—Dominique, ¡quemarán nuestro coche y quizá nos matarán! —gime al escuchar el eco de los gritos de «¡Abajo la URSS! ¡Muerte a los comunistas!», que llega de los cercanos Campos Elíseos.

Le cuento la tragedia que aflige a Jean-Pierre. Parece tan trastornado que temo que se derrumbe.

—¡Balas soviéticas! —exclamo—. Qué ironía después de estos tres meses de amistad compartida entre nosotros.

Al oír estas palabras, los cristales de sus grandes gafas se empañan de lágrimas. Me coge las dos manos y las aprieta con todas sus fuerzas.

—Pobre Jean-Pierre —murmura tristemente—, pobre Jean-Pierre.

* * *

—¡Dominique, quiero ver mis fotos!

Entre crisis de delirio, la pregunta no deja de repetirse. Después de arrancar la página que le muestra sobre la camilla a la salida del avión, un verdadero muerto viviente, le llevo el número de Paris Match que contiene su reportaje. Será su última alegría. Su estado empeora rápidamente. Su nivel de urea sube a 1,40 gramos, señal de que todo su organismo se está envenenando. Aun así encuentra la fuerza para suplicar a sus enfermeras que llamen a Balzac 00 24, el número de teléfono de Paris Match.

—Diles que vengan a buscarme —suplica.

Intento tranquilizarlo. Es impresionante verlo con los ojos entornados de los que sólo se ve lo blanco. Las mejillas, la frente han adquirido un tinte ceroso. Espía los ruidos. Al menor paso en su habitación, entreabre los ojos y sus pupilas giran de un lado a otro con destellos de angustia. Al percibir a su hermana Marie-Charlotte, el ser sin duda más próximo a él, quiere incorporarse:

—¡Charlie, llévame! —le grita.

Después, de repente, me agarra por los hombros para atraerme hacia él con una fuerza extraordinaria.

—¡Ya, Dominique, esto se acaba! —gime—. ¡Esto se acaba!

Hacia la medianoche, una enfermera le pone una inyección de morfina, pero sigue delirando. Entonces le administran una dosis masiva de pentotal. A las tres de la madrugada, el pulso ya es difícil de percibir. Una hora más tarde la respiración se torna más jadeante e irregular. La enfermera le aplica a la cara una máscara de oxígeno. A las cuatro cuarenta deja de respirar. Su hermana deposita un beso sobre su frente y le cierra los ojos.

Miré a mi camarada muerto y comprendí que mi juventud había tocado a su fin.

* * *

Slava Petújov volvió precipitadamente a la URSS. El sangriento aplastamiento de la revolución húngara por los tanques de su país y la muerte de Jean-Pierre habían puesto un fin precoz a su sueño de descubrir la Francia cuya lengua hablaba con tanto amor. Cuando Paris Match publicó en tres números el mes de febrero siguiente, el gran reportaje de nuestro viaje por las carreteras rusas ilustrado con sorprendentes fotos de Jean-Pierre, Slava fue sancionado inmediatamente por la dirección de su periódico y por las autoridades policiales que le habían encargado vigilarnos durante el viaje. ¿Cómo había cometido la imprudencia de permitirnos tantas libertades? Intentó redimirse publicando, en la primera plana de su periódico Komsomólskaya Pravda, un artículo vitriólico denunciando mi modo de dar cuenta de nuestras aventuras y de nuestros encuentros con el pueblo ruso. Pero este panfleto patético contra «sus amigos franceses» no bastó para evitarle un implacable castigo. Fue despedido y desterrado a Siberia durante tres años.

En la actualidad, Slava vive en Moscú, medio paralizado como consecuencia de una operación de la columna vertebral. Se divorció de Vera hace unos diez años y se casó con su enfermera. Le telefoneo regularmente para evocar los días felices de nuestra juventud, cuando descubrimos juntos el universo prohibido de su país.

El espíritu del éxtasis

Era una de las joyas más bellas nacidas del genio del hombre del siglo XX. Desde que, a principios de siglo, dos caballeros británicos, un aristócrata piloto de carreras y un loco de la mecánica, unieron sus talentos para transmitir a la buena sociedad su pasión por los coches, los Rolls-Royce simbolizaban la perfección suprema en materia de automóviles. Carrozas preferidas de las testas coronadas, de emires, sultanes, maharajas, jefes de Estado, papas, estrellas de Hollywood, reyes de las finanzas, de la industria, del comercio, los Rolls-Royce habían ilustrado en una miríada de carrocerías y modelos la capacidad de sus creadores para hacer un mito de un automóvil. Este mito se alimentaba de leyendas. ¿No decían que los motores de los Rolls-Royce poseían tales perfecciones que sus capós estaban precintados a fin de que sólo los mecánicos de la marca tuvieran derecho a abrirlos para asegurar su mantenimiento? ¿Que todas las piezas estaban fabricadas y ajustadas a mano? ¿Que la producción de un solo coche exigía más de un mes de trabajo? ¿Que no existían dos verdaderamente idénticos? ¿Y que de los sesenta mil Rolls-Royce fabricados desde el nacimiento de la marca, unos cincuenta mil, es decir ocho de cada diez, seguían circulando tres cuartos de siglo más tarde?

Semejante excelencia tenía evidentemente un precio. Los Rolls-Royce eran los coches más caros del mundo. El cupé ocho cilindros Corniche verde pálido de seis litros y medio de cilindrada que contemplé aquel día de octubre en un escaparate de Londres costaba la bagatela de cuarenta mil libras esterlinas, algo más de quinientos mil francos, el precio aquel año de veinticinco Peugeot 403. Lo más curioso era que la línea de ese coche, como la de todos los otros modelos expuestos, no tenía nada realmente excepcional. Los carroceros italianos de la posguerra nos habían acostumbrado a más originalidad y elegancia. Aquel Corniche, como todos los últimos modelos de Rolls-Royce, tenía un aspecto un poco macizo. ¿Era éste el secreto de su majestad? Creo más bien que el secreto tenía su origen en un accesorio que todos los modelos habían conservado religiosamente en todos los coches desde el nacimiento de la marca: la soberbia calandra cromada que hacía pensar en el frontón de un templo griego. Era en cierto modo el blasón del Rolls-Royce. Su altura había disminuido con el tiempo, pero siempre había conservado, plantada sobre el tapón del radiador, la misma mascota de una mujer alada, semidesnuda, levantando el vuelo. El artista que la esculpió le había dado el bello nombre de «Spirit of Ecstasy», «Espíritu del Éxtasis», pero después se la llamó, simplemente, The Flying Lady, «La dama voladora». Siempre me había asombrado el impudor de ese emblema en un gran automóvil de la puritana Inglaterra.

Una curiosidad glotona me atrajo hacia el interior de la tienda. Del mismo modo como se pueden tener ganas de rozar la superficie biselada de una piedra preciosa, de acariciar el hombro desnudo de una mujer bonita, sentí un deseo irreprimible de deslizar las manos por la carrocería y los cromados de aquel cupé Corniche. Esperé a que el vendedor estuviera conversando con un visitante para palpar suavemente las alas de la Flying Lady, para dejar resbalar los dedos a lo largo del drapeado de su velo hasta el tapón del radiador. Después acaricié lentamente el imponente triángulo cromado de la calandra adornada con el escudo que llevaba las iniciales enlazadas de Rolls y Royce y, debajo, como los tubos de un órgano celestial, la doble rejilla de las entradas de aire. Después mis manos vagaron a derecha e izquierda para rozar los faros dobles que parecían una máscara de baile sobre los ojos de una marquesa veneciana. Así di varias veces la vuelta al coche antes de atreverme a abrir una de las puertas para sentarme en el interior. ¡Qué emoción cuando la puerta se cerró, dejándome solo, casi acostado, boquiabierto ante la riqueza del habitáculo tapizado de piel y maderas preciosas! Sentí algo sobrenatural al tocar el pequeño volante de madera, al apretar el acelerador con el pie. Puse la palma de la mano sobre la bola de nudos de olmo de la palanca de cambio, manoseé las manecillas del acondicionamiento de aire automático, la de la radio de ocho altavoces, la del regulador de velocidad. Incliné las dos tablillas de marquetería empotradas en el respaldo de los asientos delanteros, destinadas a los pasajeros instalados en la parte posterior. Ajusté mi sillón eléctrico en todas las posiciones imaginables, Bien arrellanado en aquel asiento envolvente, respirando a pleno pulmón el embriagador olor del cuero, contemplé a través del parabrisas el largo capó afilado en cuya punta se alzaba la graciosa Flying Lady. En sueños, adivinaba el silencio del motor, un silencio tan perfecto que justificaba la pretensión de que a bordo de un Rolls-Royce el único ruido que se oía era el tictac del reloj.

¡Era, en efecto, el espíritu del éxtasis! Lejos de dejarme acunar me sentí bruscamente dominado por el deseo de conducir aquella maravilla hasta el fin del mundo, de ofrecérmelo como regalo para mis cuarenta años, y para la nueva y gran investigación literaria que Larry y yo acabábamos de iniciar y que iba a llevarnos a la India. A la India, donde precisamente los Rolls-Royce habían conocido sus más bellos años…

¿Me había vuelto loco? ¿Tenía derecho a querer sacrificarlo todo por mi pasión por los coches que me había valido un paraguazo de mi madre a la edad de catorce años? Hice un breve cálculo. Si este Rolls-Royce costaba quinientos mil francos incluido el IVA británico, no valía más de unos cuatrocientos mil una vez deducido el IVA, ya que saldría hacia el extranjero. Cuatrocientos mil francos era el importe de mi parte del pago parcial recibido de nuestros editores por el nuevo libro que ya teníamos en el telar. Podía, pues, por un pelo, ofrecerme esta locura con ocasión de mi cuarenta aniversario. ¡Happy Birthday, Dominique!

Antes de arrancarme de las moquetas espesas como edredones para ir a anunciar la noticia al vendedor, tomé la precaución de ajustarme la corbata en uno de los cuatro espejos de cortesía y de desempolvarme el blazer. Por desgracia no poseía ni clac, ni paraguas en que fundar mi credibilidad. Ni talonario de cheques británico para entregar en el acto una cantidad a cuenta a fin de concretar mi impulso.

El vendedor me miró de arriba abajo con una cortesía condescendiente antes de dirigirme un «Good afternoon, sir, what may I do for you? ¿En qué puedo servirle?» tan poco caluroso como el de un revisor de ferrocarril a quien hubiera preguntado el horario de un tren. Era un tipo alto y delgado de unos cincuenta años y cara rubicunda. Llevaba una camisa blanca de cuello duro, un chaleco negro bajo una chaqueta igualmente negra y un pantalón gris a rayas. Tenía más aspecto de mayordomo de casa solariega que de vendedor de coches. Hay que decir que los coches que vendía no eran los del común de los mortales. La austeridad de su atavío marcaba precisamente la diferencia. Señalé el Corniche verde pálido del fondo de la tienda.

—Deseo comprar aquel coche —dije, adoptando mi acento más british.

El vendedor exhaló un «¡Oh, oh!» de asombro. La nuez le bailó a lo largo de la garganta.

—¿Querría adquirir ese coche? —repitió, recalcando con fuerza cada sílaba, como si intentara convencerse de haber oído bien.

—Exacto —contesté.

Emitió de nuevo varios «¡Oh, oh!» turbados. Por lo visto era la primera vez que una persona de apariencia tan joven y desprovista de clac, de paraguas y de cuello duro venía a decirle que deseaba comprar uno de sus coches. Se frotó el mentón varias veces y después me dirigió una pregunta que, de momento, se me antojó ridícula.

—¿A qué país piensa llevar este coche?

Debía de haber descubierto una entonación extranjera bajo mi acento british.

—¡A la India!

Los ojos del vendedor se redondearon como bolas de billar. Si le hubiera contestado: «The Moon, la Luna», sin duda no se habría mostrado más sorprendido.

—¿La India? —repitió, pasmado.

Se produjo entonces un silencio denso. Bajó la cabeza como si le hubiera golpeado. Había introducido la confusión en su espíritu. No había conocido nunca a un cliente semejante. Venían a comprar sus coches para ir y venir de Londres y de algún castillo del Yorkshire o de los Highlands. ¡Y ahora un chiflado le hablaba de llevarse uno de sus coches a la India!

—¿Ha dicho la India? —Había en su voz un tremolo en el que creí discernir una pizca de nostalgia. Se lo confirmé con un movimiento de cabeza. Meneó la suya varias veces—. En ese caso, sir, debo llamar a consulta a nuestro Export Manager. Sólo él podrá cargar con la responsabilidad de acceder a su demanda.

Desapareció en una oficina contigua. A los pocos segundos le oí explicar por teléfono: «En la tienda hay un gentleman que desearía comprar un Corniche para llevarlo a… —se atragantó y prosiguió—: Para llevarlo a la India… creo, sir, que esta solicitud justificaría su intervención».

Al cabo de unos minutos vi llegar a un hombre bajo y rechoncho, con un corto bigote a lo Chaplin, igualmente vestido de negro. Una cadena de oro brillaba en el bolsillo de su chaleco. Me saludó con una sombra de desdén.

—Me dicen que ha expresado el deseo de comprar uno de nuestros coches para llevarlo a… —Tropezó como el vendedor con el nombre de la India, como si la idea de un Rolls-Royce en aquel país fuera sin duda alguna de lo más incongruente—. El problema, sir, es que ya no tenemos agencia en ese país —continuó—. Si fuera usted víctima de una dificultad mecánica, incluso insignificante, debería enviar su coche a… —Me indicó que le siguiera a una habitación contigua donde se hallaba, colgado de la pared, un mapa del mundo salpicado de puntos rojos que figuraban las agencias Rolls-Royce. Titubeó y buscó el punto rojo más próximo al subcontinente indio—. Sir, tendría que enviar su coche a Kuwait.

A simple vista sobre el mapa, Kuwait debía de estar por lo menos a tres mil kilómetros de Nueva Delhi.

—Creía que un Rolls-Royce no sufría nunca averías —objeté con sorpresa.

—Es cierto, pero siempre puede ocurrir una desgracia —replicó el hombre de corta estatura, bajando los ojos—. Y además, también están las operaciones de mantenimiento.

—¿Quiere decir el cambio de aceite?

—El cambio de aceite, los engrasados, la presión de los neumáticos, en suma, toda clase de pequeños controles y ajustes.

Me costó mantener la seriedad.

—Me parece que cualquier garaje indio debería ser capaz de cambiar el aceite y hacer esas diversas operaciones de rutina. Por no hablar de la presión de los neumáticos: el aire de Nueva Delhi debe ser tan conveniente para los neumáticos de un Rolls-Royce como el aire de Londres, ¿no es verdad?

Los semblantes de mis dos interlocutores se congelaron ante esta última observación. Tanta impertinencia tratándose de un Rolls-Royce era indigna de un candidato a la compra de semejante vehículo. Leí todo esto en su mirada reprobatoria. El Export Manager encontró una puerta de salida.

—Sir —anunció—, voy a consultar con el responsable de nuestro servicio posventa. Sólo él podrá decirnos si es razonable introducir uno de nuestros coches en esa parte del mundo. ¿Podría tener la amabilidad de volver a pasar mañana hacia el mediodía?

Expliqué que debía tomar el tren dentro de una hora, el tren de Romsey, cerca de Southampton, donde tenía una cita con lord Louis Mountbatten para una entrevista que concernía a mi próximo libro.

—Así pues, me gustaría conocer hoy mismo la opinión del responsable del servicio de posventa —dije.

Ni el nombre del último virrey de la India, ni el hecho de haber mencionado mi calidad de escritor causaron el menor efecto en el hombre bajo y rechoncho y en su acólito de cuello duro. En la casa Rolls-Royce sólo se daban cuentas a Dios. Aun así, el Export Manager consintió en llamar al responsable de la posventa. Llegó un tercero en discordia vestido igualmente de negro. Era evidente que la llamada de su colega le había distraído de sus ocupaciones. Parecía de muy mal humor. El Export Manager le resumió la situación. Tal como yo me esperaba, puso mala cara al oír la palabra «India», hasta el punto de dejar caer sobre la nariz las gafas que llevaba sobre la frente. Los dos hombres se retiraron entonces a la oficina contigua, dejándome solo en compañía del vendedor.

Bastante divertido por la situación, que se estaba volviendo cómica, aproveché para explorar el resto de la tienda. Aparte de «mi» bello cupé Corniche verde pálido, había un Silver Shadow de cuatro puertas pintado de ese famoso verde botella que los ingleses llaman orgullosamente el «British racing green». También estaba representado el flamante Phantom VI, parecido al que acababa de comprarse Su Majestad la reina, con su cilindrada de seis litros y medio y sus dos turbinas de climatización independientes que permitían refrigerar por separado la parte delantera y trasera del habitáculo. Aquel vagón costaba la bagatela de cien mil libras, más de un millón de francos. Volví a acariciar a la Flying Lady sobre la calandra de «mi» Corniche, más seguro que nunca de que él y yo estábamos destinados a una tórrida historia de amor de un extremo a otro de la tierra.

Los dos hombres de negro emergieron entonces de su deliberación a puerta cerrada. Se reunieron conmigo ante el objeto de mi concupiscencia.

We are really sorry, Sir —declaró el Export Manager con la buena conciencia de un magistrado que envía a presidio a un condenado—. We cannot sell you this motorcar. Lo sentimos mucho, señor, pero no podemos venderle este coche.

Acusé el golpe con toda la dignidad de que fui capaz. Entonces, con rabia en el corazón, corrí a la estación Victoria para tomar el tren de Romsey. El objeto del desplazamiento era interrogar a lord Mountbatten sobre su primer descubrimiento de la India cuando, en 1921, en su calidad de joven ayuda de campo de su primo el príncipe de Gales, recorrió la joya de la corona imperial, jugando al polo con los maharajas, cazando los tigres y las panteras de sus bosques, cenando con uniforme de gala en las terrazas de sus palacios iluminados. Fue en el curso de este prodigioso viaje cuando el joven Louis conoció, durante una velada en casa del virrey, a la bella Edwina, que se convertiría en su esposa. Había contado en su diario íntimo los momentos culminantes de aquel fabuloso descubrimiento del Imperio de las Indias. Como hombre meticuloso y organizado, había reunido sus notas y reflexiones en un volumen encuadernado en piel roja que aceptó confiarme para que pudiera copiar los episodios más notables. De vuelta en París aquella noche, me sumí en esta excitante lectura. Cuál no fue mi estupefacción al descubrir, en la fecha del 21 de abril de 1921, el relato de una cacería de tigres en casa del maharaja de Mysore.

«Su Alteza ha hecho transformar en break de caza uno de sus numerosos Rolls-Royce para permitir a sus invitados disparar a las fieras desde la plataforma más cómoda que soñarse pueda —había escrito Mountbatten—. Este coche es una pura maravilla. Franquea las corrientes de agua, desciende y escala las riberas más abruptas sin que sea siquiera necesario cambiar de marcha, atraviesa la jungla burlándose de los obstáculos. ¡Ah, si el representante de Rolls-Royce se encontrase aquí! ¡Qué orgulloso estaría!…»

Esta descripción me colmó de felicidad. Como el Jeannette de Drapier y Larigaudie, como mi Amílcar y el Marly por las carreteras infernales de Grecia y del Cáucaso, un Rolls-Royce podía afrontar, pues, todos los desafíos y abrirse camino allí donde no lo había. ¡Bonita lección para los sepultureros de la tienda de Londres! Fotocopié aquella página inolvidable y la guardé religiosamente en mi cartera.

Cuando volví a pasar por la capital británica, me precipité a la tienda de exposición de Rolls-Royce. «Mi» Corniche verde pálido se encontraba en el mismo lugar del escaparate.

El vendedor de cuello duro me reconoció al instante. Le pedí que llamara al Export Manager. Cuando éste compareció, le alargué la página fotocopiada del fragmento del Diario del tío de la reina de Inglaterra.

—Este texto, señor, ha sido escrito por uno de sus más ilustres compatriotas —declaré, feliz de tomarme la revancha—. Permita que se lo regale. Léalo. Explica sin ninguna duda por qué no ha juzgado usted prudente venderme uno de sus coches.

Me temo, en efecto, que los Rolls-Royce de hoy no valen tanto como los de ayer.

* * *

Mis sinsabores con los representantes de una marca de la cual había sido durante toda su vida uno de los más fervientes usuarios escandalizó a Mountbatten.

—Ya que no están lo bastante seguros de sus automóviles como para dejarlos ir a la India, cómprese un modelo antiguo —me aconsejó—. Un viejo Silver Cloud, por ejemplo. Diríjase a Frank Dale & Stepsons, en Sloane Square. Es el vendedor de Rolls-Royce de ocasión más importante del mundo. Allí encontrará su felicidad.

Una puerta estrecha en una calle detrás de Sloane Square, en pleno corazón de Chelsea. Una sencilla placa de cobre: «Frank Dale & Stepsons». Toqué el timbre y entré, un poco asombrado por la banalidad del lugar, en una sala invadida de humo de tabaco. Sentado en un rincón, bajo la foto de un coche de carreras, un señor viejo con gafas leía el periódico dando caladas a un cigarrillo. Era Frank Dale, el propietario del garaje. Con su blazer y su corbata amarilla a rayas azules, tenía un aire muy British Empire. Me saludó amablemente y me indicó que le siguiera. La puerta que abrió me reveló un espectáculo que me cortó el aliento. Ningún museo del automóvil, ningún coleccionista de coches bonitos habría podido soñar con reunir en un mismo espacio tantas maravillas. Todos eran Rolls-Royce. Había un suntuoso Silver Phantom descapotable de cuatro puertas, de los años treinta, con enormes ruedas de radios; un Silver Ghost de 1929, «open tourer», con sus muelles envueltos en una funda de cuero, el parabrisas abatible y una caja de herramientas que parecía un joyero; un exquisito cabriolet azul celeste, con capota de alpaca crema mantenida semiabierta por dos aros cromados en forma de S como los de los landos de bebés de la aristocracia. Más allá, un inmenso capó de tono marfil iluminaba con imperial majestad aquella increíble reunión de obras maestras: el descapotable de cuatro puertas de la estrella norteamericana de los años treinta, Jean Harlow. Al parecer, había escogido el color de la guarnicionería del tono exacto de sus cabellos rubios platino. La mayoría de modelos expuestos habían ganado premios de elegancia y copas de excelencia. Todos llevaban un nombre prestigioso. Se llamaban Ascot, Deauville, Regent, Brougham, Pullman…

Había también en el fondo del garaje algunos Silver Cloud de los años cincuenta que Mountbatten me había alabado. Me parecía que las almas de los antiguos propietarios seguían habitando en aquellos joyeros de cuero y maderas preciosas, dándoles una vida, una resonancia y un calor particulares.

—¿Por casualidad ha tenido alguna vez un Silver Cloud con conducción a la izquierda? —pregunté a mi guía con blazer.

—¡Prácticamente nunca, por desgracia! Y en cuanto encontramos uno, viaja al instante hacia Estados Unidos.

—Lord Mountbatten me ha aconsejado que busque un coche que esté equipado con un filtro de aire al baño de aceite —precisé entonces—. Por los numerosos desiertos y carreteras sin asfaltar terriblemente polvorientas de la India.

El propietario del garaje me miró con ojos muy abiertos. Ningún cliente le había hecho nunca partícipe de tales desiderata. Su sorpresa era comprensible. Un Rolls-Royce es un mundo aparte, una nave distanciada de todas las contingencias propias de los otros coches, donde el polvo, al igual que los ruidos y los olores del exterior, no tienen derecho a penetrar.

—Me temo que semejante filtro al baño de aceite no sea un accesorio habitual de nuestros modelos —contestó Frank Dale, visiblemente desolado de no poder satisfacer a aquel cliente un poco excéntrico. Añadió con humor:— Debido a nuestro clima, la prioridad de nuestros compradores tendería más bien hacia la fiabilidad de los limpiaparabrisas.

Como buen comerciante, me aseguró que de todos modos iniciaría la caza para tratar de descubrir la rareza que yo codiciaba. Prometí volver en mi próximo viaje a Londres. A falta de uno con conducción a la izquierda, siempre podría adquirir uno de los soberbios modelos disponibles.

Fue entonces cuando Drapier y Larigaudie decidieron darme una sorpresa. Apenas estuve de regreso en el hotel, sonó el teléfono en mi habitación. Me costó reconocer la voz del vendedor a quien acababa de dejar. Perdiendo hasta la última onza de su flema británica, gritó al aparato:

—¡Un milagro, señor Lapierre, un milagro! Acababa usted de abandonar el garaje cuando un médico inglés retirado en Francia nos ha traído su soberbio Silver Cloud. Dispone de conducción a la izquierda, está equipado con un filtro de aire al baño de aceite, está climatizado y, como broche final, lleva matrícula francesa. ¡Sí, señor Lapierre, un número 17 de la ciudad de La Rochelle! ¿Le interesa?

Of course! —grité, tragándome la mitad del auricular—. ¡Claro que sí! Vengo a buscarlo dentro de un minuto.

Permanecí un instante fulminado por esa extraordinaria coincidencia que se me antojó un estímulo del cielo: ¡La Rochelle! ¡La cuna de mis antepasados! ¡Châtelaillon, donde había nacido, sólo estaba a doce escasos kilómetros de las torres de La Rochelle!

* * *

El Silver Cloud del médico inglés era de un aristocrático color negro y gris. La distinción de su parte delantera y su potencia discreta hacían de él, en mi opinión de neófito, uno de los modelos más logrados de toda la historia de la marca. No me cansaba de la belleza de sus líneas hecha de sobriedad, elegancia y potencia viril. Tenía, además, el mérito de costar solamente cincuenta mil francos, apenas más que un Citroën DS nuevo. En previsión del largo exilio indio al que lo destinaba, pasé todo un día familiarizándome, en compañía de mi mujer, Dominique, con los diferentes elementos de aquella joya.

Dominique anotaba religiosamente en un cuaderno escolar las explicaciones del mecánico jefe del garaje. Dibujaba la forma de los pernos, de los tomillos, de las piezas que tal vez un día deberíamos sustituir en alguna parte de un desierto perdido en el centro de Rajastán o del Deccan. Este viaje iniciático por los secretos de mi automóvil fue la primera etapa de mi historia de amor con él. Antes de embarcarlo para la gran aventura añadí a su perfección un pequeño toque personal: dos matrículas que terminaban en 83, el número del Var, mi país de adopción. ¡No estaba poco orgulloso de hacer viajar aquel número fetiche por tierras tan remotas!

Un Rolls en el país de los maharajas

Tan meticulosamente envuelto en algodón como si fuera la Venus de Milo, encerrado en una caja, mi coche abandonó Marsella la víspera de Navidad. Tres meses después lo acogí en el puerto de Bombay. Su primera noche india tuvo por decorado uno de los majestuosos garajes del Royal Bombay Yacht Club, que la sazón alojaba a los Silver Phantom y los Silver Ghost de los altos dignatarios del Imperio. Bajo las miradas admirativas y las ovaciones de los paseantes, niños y vendedores ambulantes de la gran plaza vecina de la Puerta de la India, enfilé al día siguiente la ruta de Nueva Delhi donde me esperaba Larry. Aquella actitud me tranquilizó. En París, unos amigos se disgustaron de que yo quisiera circular por un país con tanta pobreza a bordo de un automóvil tan lujoso. Consciente del problema, por un momento vacilé y luego interrogué a mis ángeles de la guarda. Una observación de Larigaudie en La ruta de las aventuras acalló mis escrúpulos. A bordo de su Jeannette superequipado, él se había hecho la misma pregunta.

«Con la condición de hacer partícipes a los demás del propio placer, no existe una empresa indecente», había escrito. En cuanto el largo capó del Rolls salió del centro de Bombay, comprendí que la India compartía mi placer. En cada parada me veía rodeado, sumergido, engullido por una multitud entusiasta. Para que me guiase hasta la capital india, a mil quinientos kilómetros de distancia, y para que me sirviera de intérprete en caso de necesidad, invité a un joven chófer del consulado de Francia en Bombay. Se llamaba Ashok y era hindú. Pilotar el carro celeste de Arjura no le habría inspirado más orgullo. Pero encontrar la salida de una megalópolis tentacular romo Bombay requería más conocimientos que los mitológicos. Tuve que pedir ayuda a un taxi para que nos escoltase hasta la gran carretera de Delhi.

¡Pobre Rolls! ¡A qué prueba te había condenado! Un recorrido de combatiente redoblado por un juego asesino. Durante centenares de kilómetros, la carretera era de un solo carril. Cada cruce con un vehículo que venía de frente se convertía en un duelo a muerte, una partida de ruleta rusa. Los camiones se negaban sistemáticamente a ceder el paso, por lo que debía lanzar las dos toneladas de mi coche hacia el arcén, con peligro de arrancar los neumáticos, para volver luego a la carretera. Al apercibir el Rolls, ciertos chóferes parecían víctimas de un ataque de locura. Soltaban el volante, aplaudían, desencadenaban el huracán de sus bocinas, realizaban maniobras acrobáticas. Vi camiones con una carga muy pesada caer a un barranco, chocar de frente a toda velocidad, coches volcar como tortas después de haberme adelantado imprudentemente. Por desgracia tuve que separarme de mi chófer al cabo de varios centenares de kilómetros. La India es un país donde se hablan setecientas cincuenta lenguas y dialectos. A medida que nos alejábamos de su región natal, el pobre Ashok ya no lograba hacerse entender. ¡No importaba! Casi siempre encontraba a un antiguo militar, un jubilado de alguna administración que farfullaba el inglés suficiente para informarme. La gentileza natural de los indios hacía el resto. Nunca me sentía perdido.

* * *

Atravesar los mil estrépitos de la India escuchando en el silencio enguatado de un Rolls-Royce la cítara endiablada de Ravi Shankar o las cantatas relajadas de Bach, ¡qué delicia! En seis meses, mi coche y yo recorrimos más de veinte mil kilómetros. Entrevistas, búsqueda de documentos, descripciones de situaciones y lugares históricos…, proseguía en cada etapa la investigación para el nuevo libro que había comenzado con Larry.

Un día, un picado imperceptible empezó a turbar el ronroneo habitualmente inaudible del motor. El calor agobiante, la mala calidad de la gasolina, la ausencia de mantenimiento regular, ¿iban a dar la razón a los tres representantes de cuello duro de Londres? No pudiendo más, acabé telefoneando al propietario del otro único Rolls-Royce que circulaba en la India: el embajador de Gran Bretaña. Me tranquilizó con voz solícita.

—Hago mantener y reparar mi Silver Cloud en un garaje de Connaught Circus a mi entera satisfacción —afirmó—. Le aconsejo que lleve su Silver Cloud.

—¿Cómo se llama el garaje? —pregunté, muy excitado.

La respuesta me dejó atónito.

—The British Garage.

¡Condenada Albion! ¡Veinticinco años después de que la perla del Imperio te haya echado a la calle, el mejor garaje de Nueva Delhi seguía llamándose The British Garage!

Con una corbata a rayas y blazer como el viejo Frank Dale de Londres, el director indio del garaje era un coronel retirado. Escuchó mi explicación con una atención religiosa. Insistí en el hecho de que mi automóvil funcionaba perfectamente: el picado sólo era una molestia subjetiva y pasajera y no el indicio de un mal más profundo.

—Vamos a verificarlo —me dijo con la seriedad de un médico en presencia de un enfermo.

Todos los empleados del garaje se reunieron alrededor del coche para intercambiar comentarios apasionados. ¡En el British Garage, más que en ninguna otra parte, la aparición de un coche inglés tan bello era una fiesta! El director me rogó que abriera el capó y pusiera el motor en marcha. Escuchó largamente el ralentí y luego me indicó que pisara el acelerador. A media carrera, se hizo perceptible el picado insidioso. Se necesitaba un oído sagaz para descubrir aquel ínfimo ruido. Se enderezó y dio unas palmadas. A esta señal apareció un sikh venerable de barba gris, tocado con un turbante rojo escarlata, Era el mecánico jefe.

Enseguida me tranquilicé: los sikhs son los conductores de taxi, los camioneros, los pilotos de la India. El gurú Nanak, el santo fundador de su comunidad, les ha insuflado el genio de la mecánica. El viejo escuchó a su vez el aliento del Rolls-Royce. Asistí entonces a un ritual extraordinario como sólo podía inventar la India de las castas. Una vez terminado su examen, el sikh dio también unas palmadas. A esta señal, un joven mecánico de nacimiento «inferior», sin duda oriundo del sur romo indicaba su piel muy negra, trajo una bandeja con un destornillador, una pinza y una llave inglesa. El sikh cogió delicadamente el destornillador y metió su turbante escarlata en el motor. Esperé febrilmente el resultado de esta inmersión. Se estableció entonces una larga concertación con palabras ahogadas entre el director y su mecánico jefe. Hablaban en punjabi. Por la gravedad de los rostros, comprendí que su diagnóstico no era muy optimista. Al final, el director se volvió hacia mí:

—Señor Lapierre, nos gustaría retener su coche para someterlo a un examen más profundo —anunció.

—¿Un examen más profundo? —repetí, con un pánico repentino.

Era lo que más temía. ¿No corría el riesgo de recuperar mi coche enfermo de por vida cuando sólo sufría una indisposición pasajera?

—¿Cuánto tiempo desearía retener el coche? —me inquieté.

—Digamos… una semanita —contestó el director después de haber consultado a su mecánico jefe.

Viví aquellos ocho días en la más terrible ansiedad. Partí hacia Cachemira con la esperanza de exorcizar la imagen de mi Silver Cloud deshuesado sobre un banco de garaje. Pero ni las magias de mis paseos en barca por el lago Dal de Srinagar, ni el embriagador descubrimiento de los jardines de Shalimar, ni el de los tesoros de la artesanía local pudieron distraer mis pensamientos del British Garage. Al octavo día, con el corazón palpitante, volví a ver por fin mi automóvil, y me pareció más bello y resplandeciente que cuando lo había dejado. Tenía el cristal bajado y la llave puesta en el contacto del salpicadero. Sin darme tiempo de instalarme al volante, alargué la mano para poner el motor en marcha. No se produjo el menor estremecimiento bajo el capó. Repetí la operación. En vano. Mi Rolls seguía inanimado. Loco de angustia, corrí a la oficina del director.

—¿Qué le ha hecho a mi automóvil? —grité, con la mirada turbia de lágrimas.

Sin contestar, el hombre se ajustó la corbata y se levantó. Cuando estuvimos delante del coche, me rogó que abriera el capó.

—¡Oh! —exclamé, estupefacto.

El motor que suponía muerto funcionaba, sin la menor duda, pero en un silencio tal que ya no se oía. En cuanto al picado, un toque de acelerador me confirmó que había desaparecido entre los dedos mágicos del sikh del turbante escarlata. El viejo indio había sido el mecánico de los Rolls-Royce del último virrey del Imperio de las Indias.

Nueva Delhi - Saint-Tropez; el mágico paseo
de la Flying Lady

El remate de mis sueños infantiles. Treinta y cinco años después de Drapier y Larigaudie iba a lanzarme a mi vez a La ruta de las aventuras de mis ídolos, por lo menos en una parte de su recorrido. ¡Me parecía tan cercano el tiempo de mis diez años cuando devoraba el relato de su expedición, oculto bajo las mantas del lecho de mi gélida habitación de la calle Jean Mermoz! Acababa de cumplir cuarenta años. Había llenado el maletero del Silver Cloud con toda la documentación que Larry y yo habíamos acumulado. Nueva Delhi - Saint-Tropez: unos diez mil kilómetros sobre los mapas, la cuarta parte de la vuelta al mundo. Nuestra llegada a la frontera indo-pakistaní fue un acontecimiento. Desde el último conflicto entre los dos países, sólo se abría dos días por semana y sólo durante algunas horas. Mala suerte: llegamos el día que no tocaba. Pero ¿qué frontera se mantendría cerrada delante del capó de un Rolls-Royce? El mayor indio Palam Sing y el comandante pakistaní Habib Ullah aceptaron entenderse para dejamos pasar. Descorchamos nuestra última botella de champaña en honor de esta fraternización inesperada.

¡Qué excitación circular por aquella Great Trunk Road que, desde el paso de Khyber hasta Calcuta, unificaba en otro tiempo con una tira de asfalto de dos mil kilómetros todo el norte del Imperio de las Indias! Imaginé al Jeannette de mis lecturas deslizándose como nosotros entre la oleada de camiones, autobuses, carretas y rickshaws tiradas por bicicletas… En Lahore, el cochero de una tonga nos pasó tan cerca que el cubo de su rueda rozó el tapacubos de mi rueda delantera derecha. Me juré que nunca haría desabollar aquella ligera marca dejada en la carne de mi automóvil por un carricoche del fin del mundo.

Peshawar, en las puertas de Afganistán. El gobernador de la región nos invitó a cenar. Pensé con deleite en el relato que hizo Larigaudie de su paso por esta misma ciudad.

«En Peshawar, cenamos en casa de sir Georges Cunningham, gobernador de la North West Province of India —escribió—. Un Rolls-Royce largo y silencioso, casi untuoso, conducido por dos chóferes caídos del carro encantado de las Mil y una noches, nos transporta al palacio. Con una breve palmada sobre las culatas, la guardia nos presenta armas.

»Césped inglés, tenis, piscina, árboles tropicales al borde de las avenidas arenosas, mosaicos floridos de los macizos, pabellones deslumbrantes de blancura, edificios y jardines aplastan con todo el poderío de Inglaterra a la ciudad indígena dispersa por los alrededores como un juego de construcción hecho con cajas de cerillas.

»Una vez franqueada la puerta, la India desaparece. De no ser por el deslizamiento silencioso de los criados con turbante, el salón y después el comedor parecen amueblados por un decorador de Oxford Street».

Nada había cambiado realmente desde la redacción de estas líneas. El simpático gobernador paquistaní diplomado en Cambridge parecía tan británico como su predecesor de antes de la independencia, su whisky procedía de las mismas Highlands, su guardia palmea las culatas y presenta armas con el mismo rigor que en tiempos del imperio. El histórico paso de Khyber, donde los buenos tiradores de las tribus rebeldes suelen divertirse haciendo saltar con disparos de fusil los tapones del radiador de los coches, vio pasar al día siguiente nuestro majestuoso capó. Recito una plegaria a san Larigaudie para que los guerreros pathanes se abstengan de convertir en blanco a mi Flying Lady. Cortada en la falda de la montaña, salvando barrancos y gargantas con audaces obras de arte, bordeada en toda su longitud por una pista de caravanas, dominada por puestos militares que mandaban sobre cada tramo, la carretera cortaba una de las fronteras más peligrosas del mundo. Se me oprimió el corazón cuando aparecieron, grabados sobre una cara de la montaña, los blasones de todos los regimientos británicos que vinieron aquí a defender las puertas del Imperio.

Más allá de la última curva y de un puesto aduanero, un gran cartel proclamaba: «WELCOME TO AFGHANISTAN. KEEP TO THE RIGHT (Bienvenidos a Afganistán. Conduzcan por la derecha).»

En Kabul, la guardia personal del rey Zahir Sha rinde honores al Silver Cloud. El monarca ha accedido a recibirnos a Larry y a mí, para una larga entrevista sobre la atormentada situación que atraviesa su país. Dentro de seis semanas escasas, este hombre afable y cultivado, que se expresa en un francés atildado, será derrocado del poder por un golpe de Estado. Afganistán se sumirá entonces en uno de los más largos y terribles dramas de su historia.

Pasamos nuestra última noche afgana a la salida de la gran ciudad de Herat, en el único hotel antes de la frontera iraní. Al parecer, el establecimiento era una guarida de traficantes de droga. Desde que el sha de Irán hacía fusilar implacablemente a los intermediarios capturados por su policía, los traficantes buscaban nuevos medios de pasar su mercancía. Nos advirtieron de que una de sus astucias era utilizar los coches de los turistas disimulando mientras dormían paquetes de droga en los parachoques o bajo el chasis. Bastaba recuperarlos la noche siguiente en el garaje del único hotel de Mecched, primera etapa en Irán.

Alertado por este aviso, tomé la precaución de detenerme a varios kilómetros de la frontera para asegurarme de que no llevábamos nada sospechoso. Pasé la mano por el interior del parachoques delantero. Horror: mis dedos tocaron un saquito de celofán lleno de polvo fijado con esparadrapo. Lo mismo en el parachoques de atrás. Había otras bolsitas en el interior de las aletas y bajo el maletero. Larry, a quien un reportaje sobre la French Connection de Marsella había convertido en un experto, examinó nuestro botín y anunció: «Embalaje chino». El polvo blanco que querían que pasáramos venía, pues, de China, vía Pakistán y Afganistán. Larry estimó su valor en varios centenares de miles de dólares. Me apresuré a parar el minibús de los amigos franceses que nos acompañaban desde Lahore.

—Pierrot, ¡registra tu vehículo de arriba abajo! —dije a mi amigo Pierre Foucault—. ¡Nos han atiborrado de caballo!

Mientras Pierrot y sus amigos obedecían ayudados por sus compañeros de equipo, examiné con atención uno de los saquitos puestos sobre el capó. La textura ligeramente granulosa del polvo me sorprendió. Creía que la heroína tenía el aspecto de un talco muy fino. Abrí uno de los paquetes y probé un poco de polvo. Sorpresa: ¡era sal! Todo el mundo se asombró, Larry el primero. Abrimos los otros sacos: sal, nada más que sal. Los pasajeros del minibús, con mi amigo Pierrot a la cabeza, estallaron en carcajadas y nos contaron que habían vaciado todas las reservas de sal del hotel para jugarnos esa mala pasada. Al final fue Larry quien dijo la última palabra:

—¡Pandilla de sinvergüenzas! ¡Pensar que podrían habernos hecho fusilar por cinco paquetes de sal!

* * *

Erguida sobre un promontorio, una fortaleza vigilaba el desierto: el puesto fronterizo con Irán. Gran señor, el jefe del puesto nos hizo entrar en una vasta sala abovedada donde divanes, asientos, paredes y suelos desaparecían en una profusión de alfombras. Unos sirvientes nos trajeron vasos y aguamaniles, y tomamos el té con varios afganos barbudos mientras sellaban nuestros pasaportes en una oficina contigua. Ninguna formalidad de salida, ninguna visita al coche, que los guardias vinieron a contemplar con un respeto casi religioso. Al otro lado, el jefe del puesto fronterizo iraní nos acogió con la misma deferencia cortés.

* * *

Al llegar al norte de Grecia, di un rodeo para ir a saludar en Comotini al mecánico que, veintidós años antes, resucitó al Amílcar después del dramático remolque que estuvo a punto de romperlo. ¡Bella fraternidad la de la mecánica! Caímos en brazos el uno del otro como dos hermanos que vuelven a encontrarse. La pista donde casi perdí la vida se había convertido en una soberbia carretera de tres carriles. En cuanto al río donde se ahogó mi desgraciado Torpedo, estaba franqueado ahora por una obra de ingeniería casi tan majestuosa como el Golden Gate Bridge.

A partir de ahí el viaje se tornó en un paseo. Nos entretuvimos en Atenas, Olimpia, Delfos, Corinto, Nápoles, Roma. Treinta y dos días, diecisiete horas y doce minutos, después de haber abandonado el Fuerte Rojo de Nueva Delhi, la pancarta «SAINT-TROPEZ» apareció por fin ante la Flying Lady. El contador anunciaba exactamente diez mil doscientos cuarenta y ocho kilómetros. Antes de recorrer los tres últimos kilómetros hasta el portal del Gran Pino, ofrecí a mi valiente tripulación una pausa y un pastis en el puerto de Saint-Tropez. Tenía la impresión de volver de una larga travesía como aquellas que hacían en otros tiempos los corsarios y navegantes originarios de esta pequeña población hasta las orillas de África y las Indias. Mientras saboreaba este instante de felicidad, una de las vendedoras de pescado de la plaza de las Herbes dio respetuosamente la vuelta a mi nave. Pasmada por su longitud, levantó de pronto la cabeza y exclamó:

—¡Dios mío, con semejante vagón, hace falta un parquímetro delante y otro detrás!

* * *

Desde entonces, el bello automóvil comprado en el museo londinense de Frank Dale no ha dejado de compartir mi vida. Como una anciana pareja a quien el amor hubiese unido para toda la eternidad, hemos recorrido otros muchos miles de kilómetros a través de Francia y Europa. Hoy, él tiene treinta y ocho años, yo sesenta y seis. Gracias a Dios, ambos compartimos el privilegio de una espléndida salud. Puesto que nos comparo a los dos con una anciana pareja, creo que debo evocar un episodio que forma inevitablemente parte de la historia de todos los viejos matrimonios.

No hace demasiado tiempo, a finales del verano, mientras hojeaba una revista maravillosa especializada en coches antiguos y de colección[21], el corazón me dio un vuelco. La foto que tenía ante mi vista era la del cabriolé Chrysler Royal 1938 de mis veinte años, el coche de mi viaje de novios comprado por cien dólares a un chatarrero de Pennsylvania. Reconocí cada detalle: la calandra carnívora, el spider a guisa de maletero, el largo estribo, los cromados en forma de bigote sobre el capó. Sólo difería el color. Era negro. Se ofrecía en una subasta del oeste de Francia. Sin tardar ni un minuto llamé al subastador y le di una orden de compra. Ocho días después la voz de una secretaria me anunció que el coche me esperaba en un garaje de Vienne. Salté a un TGV y desembarqué en Poitiers con el corazón palpitante. ¡Era el mismo! Sí, no cabía duda, era el coche de mi juventud, de mi viaje por Estados Unidos y México, el potente descapotable de sonoridad sinfónica.

—¡Va a provocar atascos en la autopista! —me predijo en broma el hombre del garaje.

Una escala en la isla de Ré en casa de un tío muy querido, otra en la de unos amigos en el Gers, y a los tres días, el Chrysler me había llevado con mi mujer de vuelta a Ramatuelle, rodeado del pasmo admirativo de todos los automovilistas con quienes nos cruzamos.

El Rolls-Royce no está resentido conmigo. El Chrysler y el Silver Cloud se hallan hoy aparcados de lado como dos hermanos bajo las tejas rojas del albergue para coches del Gran Pino, construido justo enfrente de la habitación donde he instalado mi mesa de trabajo. Como el Cordobés, sólo tengo que levantar la vista para percibir al otro lado de la ventana esos dos símbolos de las alegrías de mi vida y sacar de esta imagen la inspiración de nuevos sueños.