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Un andaluz miserable a la conquista de la gloria
Habrá que dejarte crecer la barba como papá Hemingway y acostumbrarte a fumar cigarros —me anunció Larry Collins, tendiéndome el telegrama que acababa de llegar de Estados Unidos—. El Reader’s Digest nos ofrece un viaje a España para escribir un artículo sobre un español aún más célebre que el general Franco. Una investigación sobre el torero el Cordobés, ¿te tienta?
Era demasiado bonito para ser verdad. España era mi jardín de las Hespérides. Desde la edad de veinte años no había dejado de volver, hechizado por sus múltiples maravillas. Gran parte de mi familia había sido seducida por la magia de ese país. Mi única hermana, Bernadette, se había casado allí a los dieciocho años. Al jubilarse, mis padres se habían instalado en Madrid al lado de sus nietos, Xavier y Carlos. Yo hablaba bastante correctamente el castellano y seguía desde hacía tiempo la evolución política y económica de ese país donde había realizado numerosos reportajes para Paris Match. Incluso había sido durante algunas horas huésped involuntario de un calabozo de la Guardia Civil por haberme colado hasta las inmediaciones del pabellón de caza, en plena sierra de Córdoba, donde el rey de los belgas Balduino y la reina Fabiola ocultaban su luna de miel. Es cierto que mi cultura taurina era modesta, pero no por ello sentía arder menos en mi corazón la llama de una afición auténtica. La proposición del Reader’s Digest era, por lo tanto, una verdadera dicha, tanto más excitante cuanto que nos ofrecía, a Larry y a mí, la ocasión de continuar nuestra fructífera colaboración literaria, aunque esta vez se limitara a escribir un artículo que trazara el retrato de un solo personaje.
Unos días después, en una noche glacial, un taxi de Córdoba nos depositó ante el portal de una propiedad rodeada de alcornoques y olivos silvestres. La verja lucía el emblema del señor del lugar, un sombrero andaluz de copa plana y el nombre del antiguo pobretón cuyo éxito simbolizaba hoy en día esta lujosa vivienda: «Hacienda Manuel Benítez, el Cordobés». Apiñados junto a un fuego que habían encendido a varios metros del portal, tres muchachos jóvenes escribían con ayuda de un trozo de carbón de leña unas palabras en un pedazo de tela que uno de ellos se había arrancado de la camisa. Estaban famélicos. A su alrededor se esparcían las cortezas de las bellotas que constituían su único alimento. Una vez terminada la inscripción, ataron cuidadosamente cada esquina del pedazo de tela a los barrotes negros del portal. «Manolo —decía el mensaje—, te felicitamos por tu triunfo en México. Queremos conocer como tú la gloria. Danos la ocasión de ejercitamos en tu ruedo». Eran «maletillas», aprendices de torero. Uno de ellos, Antonio Carbello, era el último de una familia de dieciséis hijos de los cuales sólo sobrevivían cinco. Su padre era pastor. El que estaba a su lado, un mequetrefe al que un bastonazo de un guardia civil había dejado casi impedido, era el cuarto hijo de un mendigo ciego. El tercero había sido abandonado al nacer ante la puerta de un convento de Huelva. Una chispa de esperanza brilló en sus ojos cuando vieron abrirse el portal para dejamos entrar.
Nos condujeron hasta el salón, donde una veintena de admiradores formaban un círculo en torno a un muchachote alto y desgarbado de cabellos largos y greñudos, vestido con una camisa a cuadros y un par de vaqueros sobre botas andaluzas. Pateaba el suelo sin cambiar de sitio y tocaba palmas ante una soberbia muchacha morena que le acompañaba taconeando y ondulando los brazos. De su voz ronca brotaban los acentos desgarradores de un cante jondo, ese canto trágico del alma andaluza. No osamos acercarnos por miedo a turbar la magia de ese dúo que el dueño de la casa interrumpía a cada momento, ya fuera con una robusta palmada en el hombro de un invitado, con algunos acordes rasgueados en una guitarra, con una cerveza bebida a morro, con unas carcajadas. El Cordobés era en la vida igual que en la arena: un ser instintivo, caprichoso, tan animal como los toros bravos a los que combatía.
En cuanto nos vio, se precipitó hacia nosotros. Larry se había traído una intérprete, una inglesa joven y encantadora. Su rostro de madona italiana suscitó el interés inmediato del matador. Con una gran sonrisa juvenil, la invitó a bailar. Ruborizada de alegría y orgullo, la joven se dejó llevar. En el salón resonó entonces el furioso martilleo de los pies de los bailarines. Los asistentes tocaban palmas al mismo ritmo. Sorprendente asistencia compuesta exclusivamente de señores de traje oscuro fumando gruesos cigarros: ganaderos de toros de lidia, organizadores de corridas, propietarios de cosos. El muchacho que bailaba ante ellos era el héroe de la nueva edad de oro que hacía su fortuna. Nunca se había gastado tanto dinero en España para asistir a corridas de toros. Se anunciaban más de mil corridas sólo para el año siguiente. Tres críticos taurinos, un barrigudo capitán de la Guardia Civil y un eclesiástico joven y rubicundo con sotana negra completaban la pequeña corte. El sacerdote era también un guitarrista de talento. El padre Juan Arroyo había conocido al Cordobés gracias a la música. Un día, mientras el matador se ponía el traje de luces antes de una corrida, el sacerdote había irrumpido con la guitarra en su habitación del hotel para cantarle la balada que había compuesto en su honor. Titulada La sonrisa del Cordobés, la canción se había convertido en un éxito. Desde entonces, la función del padre Arroyo al lado del torero no tuvo nada de sacerdotal. El más célebre matador de España no sabía leer ni escribir. El sacerdote era su preceptor.
La velada se eternizaba. Cerveza, vino y whisky fluían a chorros. El amo de la casa demostraba una capacidad inagotable para beber, reír, tocar la guitarra, cantar y bailar. Su alegría de vivir, su exuberancia, su espontaneidad encantaban a sus invitados. Nuestra joven intérprete inglesa nadaba en plena dicha. Sabía que vivía el sueño de millones de jóvenes españolas. De improviso, el Cordobés la dejó para ir a descolgar un fusil del armero fijado en la pared. Era su último juguete. Nos lo hizo examinar a todos, abrió la culata, acarició extasiado el acero. El arma, que llevaba la prestigiosa firma de Purdey & Purdey, acababa de llegar de Londres. Era una fantasía bastante modesta al lado de las que íbamos a descubrir más allá del comedor contiguo, una gran habitación de paredes decoradas con cabezas de toro disecadas.
Las criadas habían amontonado sobre la mesa montañas de trozos de chorizo, jamón serrano, queso manchego, porciones de tortillas, buñuelos de langostinos y calamares y todo un surtido de pasteles. Se adivinaba en la desmesura de esta abundancia de vituallas la revancha del hambriento para quien la riqueza es ante todo el estómago lleno. Según la leyenda, había invertido sus primeras ganancias de torero en la compra de un jamón entero, a fin de poder cortarse una loncha a cualquier hora del día o de la noche.
Bruscamente, todas las arañas de la habitación se apagaron mientras se descorrían las cortinas dobles que decoraban el fondo del comedor. Potentes proyectores agujerearon la oscuridad. Lo que iluminaron era también una revancha de la miseria. Una vez con el estómago lleno, el Cordobés había comprado con sus primeras ganancias un signo patente de su éxito, un Renault 4 CV. Cinco años después poseía toda una escudería de automóviles. Al otro lado del cristal descubrimos un Jaguar descapotable azul oscuro, una gran limusina Mercedes gris y un Alpine de carreras blanco. Al fondo del garaje, dos grandes caballetes sostenían el casco rutilante de un criscraft. Este garaje era contiguo al comedor, lo cual permitía al propietario del lugar contemplar los símbolos de su éxito en cada una de las comidas.
Pero aún no se habían acabado las sorpresas. El matador apretó un botón que descorrió las cortinas de uno de los ventanales de la estancia. Delante de la piscina iluminada apareció entonces, sujeto por el ronzal por un vaquero, un sublime semental gris tordo que piafaba de placer. Este magnífico ejemplar de la raza andaluza acababa de entrar en la cuadra del Cordobés para servir en la selección de los toros de su ganadería. Se llamaba Amor de Dios. El caballo no andaba, bailaba. Cada paso suscitaba el ruidoso entusiasmo de nuestro anfitrión, que tocaba las palmas al compás. La Andalucía del hombre y del animal comulgaban en un mismo hechizo salvaje.
* * *
Manuel Benítez, el Cordobés, nació en Palma del Río, una pequeña aldea andaluza a orillas del Guadalquivir, entre Córdoba y Sevilla. Su padre, un obrero agrícola, alquilaba sus brazos a los grandes propietarios locales. En casa de los Benítez sólo se llenaban el estómago dos veces al año, en la cosecha de las naranjas y en la de las aceitunas. El nacimiento de este cuarto hijo a principios de mayo de 1936 no podía caer peor. Como tantos otros pueblos y ciudades de España, la socialista Palma estaba en plena insurrección contra el orden establecido. Se sucedían las huelgas y los pillajes, obligando a huir a muchos terratenientes. Para alimentarse, los palmeños cometieron el peor de los crímenes: degollaron a los toros bravos de las ganaderías más prestigiosas de la fiesta nacional, llegando a sacrificar a los sementales, los reproductores cuyos genes perpetuaban desde hacía siglos las cualidades de bravura y nobleza de la raza. En aquella primavera de 1936, un aroma insólito se esparció por los tugurios más miserables del pueblo: el olor de carne asada a la parrilla. Tres meses después, al regresar tras las huellas de los soldados del general Franco, los grandes propietarios se vengaron. La guerra civil acababa de empezar. Palma del Río fue escenario de sangrientas matanzas. Aquí, como en otras partes, dieron comienzo años de miedo, de miseria, de hambre. A principios de 1939, las privaciones se llevaron a la madre del pequeño Manuel. Su padre sucumbió poco después a causa de los malos tratos recibidos en un campo de trabajo franquista. El drama de los Benítez era el de millones de familias españolas.
Como tantos otros adolescentes, el muchacho de Palma sólo conocía un camino hacia una vida mejor, el camino español del valor y la muerte que pasa por los cuernos de los toros bravos. Durante años, había errado por las carreteras con su hatillo de maletilla a la espalda, en busca de una oportunidad, una ocasión de entrenarse con novillos y aprender en la punta de sus cuernos las duras leyes de la tauromaquia. A pie, colgado de la parte trasera de los camiones, sobre los topes de los trenes, había atravesado España, yendo de ganadería en ganadería, de ciudad en ciudad, durmiendo en los campos, las estaciones, las obras: alimentándose de frutas robadas, de hierbas, de bellotas, de desperdicios. Pero las puertas permanecían cerradas ante el harapiento adolescente. Desesperado, un día saltó a la arena de Madrid en plena corrida ante veinticinco mil espectadores con la esperanza de dar a conocer su valor. Este gesto de locura estuvo a punto de costarle la vida y se terminó en la cárcel. Transcurrieron años antes de que una pequeña corrida organizada por el párroco de su pueblo le permitiera tomarse una tímida revancha. Demasiado pobre para alquilar un traje de luces, combatió a los toros con sus andrajos de vagabundo. Pero salió de la arena, llevado a hombros del gentío, blandiendo en la mano extendida las orejas y la cola de los monstruos que había matado. Un largo camino separaba todavía al antiguo ladrón de naranjas de la verdadera gloria de las grandes plazas. Su encuentro con un ex comerciante de crustáceos convertido en manager de toreros le permitiría conquistar esta gloria. Rafael Sánchez era más conocido por el sobrenombre de el Pipo. Considerando que un torero se lanza como una marca de detergente, decidió explotar el valor inconsciente del joven andaluz, con la firme intención de hacer de él lo antes posible el matador mejor pagado de España.
Empezó por cambiar su nombre. De ahora en adelante, su protegido se llamaría el Cordobés en homenaje a la ciudad que había dado a la fiesta dioses como Belmonte y Manolete.
«El domingo tengo una cita con la muerte»
Para darle a conocer, el Pipo se dedicó primero a Andalucía. Empeñó las joyas de la familia, alquiló ruedos, organizó corrida tras corrida, recorrió las ganaderías para elegir los toros más «cómodos», les hizo limar la punta de los cuernos para reducir la precisión de sus golpes, trucó los sorteos, compró a los periodistas, escribió él mismo las reseñas, hizo pegar en las paredes carteles con la foto del joven Benítez acompañada de llamativos eslóganes que decían: «Venid a verme el domingo, tengo una cita con la muerte», inundó los diarios de publicidad y distribuyó él mismo las orejas, la cola y las patas de los toros estocados.
Un verano bastó a este mago para poner en órbita a su fenómeno. No se podía elegir un momento mejor. Por su desprecio a las tradiciones, su negativa a obedecer las reglas, su manera loca, improvisada y espontánea de enfrentarse a los toros, este hijo de un miserable obrero muerto a causa de la guerra civil hacía soplar un viento de rebelión sobre la arena de las plazas comparable al que empezaba a soplar por todo el país.
Veinte años de dictadura franquista habían inmovilizado a España en un pasado medieval. Su red de carreteras a mediados de los cincuenta estaba apenas más desarrollada que la de Yugoslavia. Casi uno de cada tres españoles no sabía leer ni escribir. El parque de automóviles sólo contaba con doscientos cincuenta mil coches; o sea, uno por cada ciento veinte habitantes, frente a un coche por cada once franceses. La industria nacional no fabricaba neveras, lavadoras, aparatos de televisión, ni ninguno de los aparatos domésticos que llenaban los escaparates de los otros países europeos. España vivía en un aislamiento riguroso y voluntario. Ningún extranjero podía entrar sin visado, ningún español podía salir sin permiso especial de la policía. Sin embargo, tres millones de españoles ——uno de cada diez ciudadanos— habían abandonado sus hogares para ir a buscar en otra parte las condiciones de una vida mejor.
La irrupción del Cordobés en la escena española a principios de los años sesenta coincidió con el advenimiento de una nueva era. España empezaba a sacudirse las cadenas de un sistema rígido y arcaico. La invasión de quince millones de turistas extranjeros había destruido el mito del aislamiento español y sembrado al mismo tiempo los gérmenes de una revolución económica y social irreversible. La España del Cordobés había descubierto el neón, la televisión, la Coca-Cola, los dólares de la ayuda americana, la industrialización, los rascacielos en la aridez lunar de Castilla, los pequeños automóviles cuyas explosiones reemplazaban hasta el fondo de los campos el chirrido ancestral de los carros tirados por mulos. Como una fiebre eruptiva, una corona de balnearios con sus edificios y sus palacios, sus bares y sus clubes nocturnos bordeaba ahora orillas ayer desiertas. La España del flamenco, de las procesiones y las mantillas, la noble y bella España celebrada por Hemingway y Montherlant, estaba desapareciendo ante la marea alta de la modernidad. Su juventud, sedienta de vivir, volvía la espalda a los dramas del pasado y soñaba con sacudir la tiranía del oscurantismo oficial. Los jóvenes españoles llevaban vaqueros, los bikinis de la Bardot, los cabellos negros de los Beatles. Masticaban chicle, montaban en motos estrepitosas, bailaban el jerk, leían a Sartre y repudiaban los tabúes sexuales de sus mayores.
Para millones de españoles en busca de una vida mejor, ninguna personalidad encamaba mejor esta transformación que este joven andaluz que, por su valor y determinación, había logrado conjurar el espectro del hambre y la miseria.
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Un nuevo invento extendería este mito a través de la península hasta el más humilde de sus pueblos. Antes del Cordobés, ningún torero se había beneficiado de la televisión. Yo estaba en Madrid para la primera gran corrida de la feria de San Isidro, que anunciaba como a una estrella al antiguo indigente de Palma del Río. Iba a ser retransmitida en directo por la única cadena del país. Veinte millones de españoles podrían vibrar juntos ante las proezas de su ídolo. Esta cifra colosal superaba sin duda la de todos los espectadores de todas las corridas de la historia de la fiesta brava. La vida de España se había detenido bruscamente. Madrid era una ciudad fantasma. Se habría dicho que la había vaciado el anuncio de un desembarco de marcianos. Las tiendas habían bajado las persianas metálicas, los vendedores ambulantes habían recogido sus muestrarios y las salas de cine habían cerrado sus puertas. Incluso los mendigos y los ciegos que vendían billetes de la lotería nacional habían desaparecido. Dos horas antes de las fatídicas «cinco de la tarde», los madrileños, como todos los españoles, ya estaban sentados ante la pequeña pantalla. Los bares y los cafés que poseían un aparato se hallaban invadidos por un gentío ruidoso y alegre que había pagado hasta cien pesetas por el derecho de ocupar un taburete para ver la corrida. En la calle Serrano, la calle García de Paredes, la Castellana, en los barrios residenciales, emanaba de cada piso la voz suave de Lozano Sevilla, el comentador titular taurino de la televisión española. El mismo ambiente reinaba en los barrios populares, donde la gente se apiñaba ante los cafés. Todos querían ver entrar en la plaza al antiguo vagabundo convertido en millonario. Porque era esto lo que hacía un mito del Cordobés: cualquiera que fuese la opinión de los especialistas sobre su arte, era el torero del pueblo, este pueblo que nunca había podido comprar un billete de corrida, pero que, gracias a la televisión, podía ahora soñar, a través de esta silueta, con un mañana mejor. Centenares de familias habían adquirido su primer televisor para esta ocasión. Numerosas escuelas, fábricas, grandes almacenes, bancos, oficinas, cerraron antes que de costumbre para permitir a sus alumnos o empleados seguir la retransmisión de la corrida. Los periódicos anunciaban que el jefe del Estado haría lo mismo. Cómodamente instalado ante su aparato en uno de los saloncitos del Pardo, cerca de Madrid, el general Franco no quería dejar de asistir al triunfo del único español cuya notoriedad superaba a la suya.
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Detrás de un burladero del callejón, ese pasillo que rodea el ruedo —a ras de la arena, de los toros, de los caballos, de los hombres, de los ruidos, de los olores—, el espectáculo te conmueve con una violencia que ningún espectador de los tendidos puede experimentar. Aquí, el peligro, el miedo, el valor, la emoción, la muerte son tangibles, la amenaza de la tragedia más presente. Se está en el ruedo en lugar de estar entre el público.
El primer toro salió del toril como un cohete. Tras un momento de observación, el Cordobés fue a su encuentro. Quería incitarle hacia el centro de la arena, el punto más alejado de cualquier socorro eventual. A cinco metros de la fiera, se inmovilizó, abrió los brazos y citó al animal. Fue el inicio de un espectacular ballet de figuras puntuado por llamadas al toro, emitidas con voz ronca. Haciendo voltear la capa por encima de la cabeza con un golpe de muñeca, enrollándola a su alrededor con un giro de danzarín, o bien manteniéndola detrás de las caderas, arrastró al animal a un torbellino de pases tan audaces que en el centro de cada figura el toro y el hombre parecían soldados el uno al otro. Veintiséis mil voces envolvían cada abrazo con un huracán de «¡olés!». Pero esto sólo era el preludio. Lo que esperaba el pueblo era la puesta de banderillas. En general, los matadores dejan la ejecución de esta graciosa secuencia a los dos banderilleros de su cuadrilla. Pero el Cordobés no perdía nunca la ocasión de mostrar la extensión de su arte. Agarró el par de banderillas que le tendía un peón y las enseñó al público con aire provocativo. Después hizo el gesto que tanto había contribuido a su fama de burlador de la muerte: rompió en dos los bastones sobre el canto de la barrera y sólo retuvo en sus manos dos fragmentos del tamaño de un lápiz. Con el rostro iluminado por una sonrisa radiante, avanzó entonces a pasos ágiles hacia el lugar donde le esperaba la fiera. A cinco o seis metros de los cuernos, se paró en seco. Un rumor de espanto se elevó por los tendidos. El loco de Palma del Río se había postrado de rodillas sobre la arena. ¿Había un desafío más peligroso que clavar de rodillas las medias banderillas, de espaldas a la barrera? A la menor desviación de la trayectoria del animal, el cuerno podía entrarle por el ojo, o en la boca, romperle la cabeza, perforarle los pulmones. Esas heridas serían fatales. Ningún cirujano puede detener la hemorragia de un pulmón despedazado por el cuerno en barrena de un toro.
Cada espectador retenía la respiración como si el menor aliento pudiera desencadenar una tragedia. El Cordobés levantó los brazos, con los bastoncillos en la punta de los dedos, sacó el pecho y gritó: «¡Venga toro!» El animal titubeó y luego, bruscamente, embistió. Durante una décima de segundo creí que iba a ensartar al hombre que le retaba. Pero un peón agitó una punta de capote por encima de la barrera y esto desvió durante una fracción de segundo la atención del toro. Cuando el cuerno pasaba silbando a nivel de su cabeza, Manuel Benítez plantó las medias banderillas en el cerviguillo del animal. Todo el ruedo se había levantado. La gente gesticulaba, pateaba. Una sonrisa de felicidad iluminaba el rostro del matador. Lentamente, se puso en pie, secó el sudor de su frente con el dorso de la mano y dio las gracias con un guiño a su banderillero. Después tendió los brazos hacia el público que le ovacionaba, le lanzaba flores, sombreros, zapatos, bolsos, cantimploras llenas de vino. La gente estaba histérica. Incluso el toro parecía pasmado. Un toque de clarín anunció entonces el tercero y último tercio, el de la estocada. El año anterior, en la ceremonia de su alternativa —su confirmación oficial como matador de toros—, el Cordobés había intentado voluntariamente acallar las controversias sobre el tema de su arte ofreciendo al público exigente y entendido de Madrid una faena sobria, escueta, sin florituras inútiles. Un año después, frente a aquel toro belicoso y de una gran nobleza, quería enseñar a ese mismo público toda la gama de sus capacidades y de su valor. Era acercándose a los cuernos, más que ningún otro torero, como se había convertido en el número uno.
Con los cabellos desgreñados y la cara transfigurada por un rictus de alegría, caminó hacia el encuentro final. Inmovilizado a veinte metros de la fiera, desplegó la muleta y le citó. La fiera arrancó con un salto furioso. Cuando estaba en plena embestida el matador se volvió con gracia para terminar su media vuelta en el instante preciso del paso del animal. La figura sólo había durado un segundo y puesto la piel de gallina a todo el coso. Excitado por la audacia de este nuevo desafío, el Cordobés se desenfrenó. Como rabioso, corrió a alcanzar al toro, agitó su capote rojo delante mismo del hocico espumante y le picó con la punta de la espada para provocar la embestida. Fue el enfrentamiento de dos monstruos. Hipnotizado por la tela que rozaba la arena, el toro embestía, se alejaba, volvía, embestía de nuevo. El acercamiento se estrechaba a cada paso, encerrando al matador en un círculo más restringido. Durante largos segundos permaneció así, prisionero del torbellino mortal, sólo manteniendo el equilibrio agarrándose al lomo ensangrentado del animal. Ante ese demonio desmelenado, los vientres se retorcían con calambres, las espaldas se helaban con sudores fríos. La plaza vibraba, gritaba, lloraba de alegría. Se sentía compartir la cólera, el amor y el instinto salvaje de un ser todavía más primitivo que la bestia a la que combatía. Hubo momentos insoportables, como cuando se arrodilló ante el animal, haciéndole pasar por la derecha, y después por la izquierda, a la altura de su pecho o de su cabeza. Cambiando de mano, presentó la muleta bajo todos los ángulos, delante, detrás, de lado, de lejos, de cerca, de tan cerca que la gente chillaba de terror. Esperaba verle en cualquier momento ensartado por los cuernos. Pero cada vez esquivaba la embestida, hasta que se plantó, sonriente, delante del toro, que se había parado para recobrar el aliento. El respiro sólo duró unos segundos. El Cordobés ya iniciaba una serie de naturales que provocaron en los tendidos una oleada de entusiasmo acompasada con «¡olés!». Terminó con un pase que obligó al animal a rozarle el pecho con los cuernos. Enseñando todos los dientes en una gran sonrisa, con el vientre enrojecido por la sangre del toro, levantó la espada y la muleta hacia el público. Un huracán estremeció la plaza. Con un mismo y único impulso, todo el mundo se puso en pie, pateando, aplaudiendo, gritando. La banda atacó un pasodoble. Tres minutos después, el toro se desplomó, fulminado por una sola estocada. Un diluvio de sombreros, zapatos, bolsos, flores, almohadillas se abatió sobre la arena. Admiradores y detractores, unidos en una misma fiebre de entusiasmo, saludaron al valor en su estado puro.
* * *
Tanta bravura tenía un precio. Ciento cuarenta y ocho centímetros de cicatrices marcaban el cuerpo de nuestro héroe. Los cirujanos de las plazas de España, de Francia y de Sudamérica le habían transfundido más de treinta y nueve litros de sangre. Cuatro veces —en Valencia, Barcelona, Granada y Madrid— le habían administrado la extremaunción. El año anterior, en su alternativa, el toro Impulsivo le había dejado medio muerto sobre la arena ante los veinte millones de espectadores de su primera corrida televisada en directo. En las Ramblas de Barcelona, bajo los soportales de la Plaza Mayor de Salamanca, en los cafés de Sevilla, una España inquieta escuchaba la radio. En Córdoba, las iglesias se llenaron de fieles acudidos para rogar a la Virgen. La capilla de los Carmelitas desbordaba de hombres y mujeres que rezaban el rosario ante el cuadro fetiche de los toreros cordobeses, que representa a Jesús cayendo bajo el peso de la cruz en el camino del Gólgota. En Lima, en Caracas, en México, las emisoras de radio interrumpieron sus programas para dar noticias del herido.
Un poco antes de medianoche había corrido un rumor en torno a la clínica de toreros de Madrid: «El Cordobés ha muerto». Sumida por un momento en el estupor, España explotó de alegría cuando la noticia fue desmentida. La foto del Cordobés sobre la arena, apartándose de los cuernos que lo asesinaban, apareció en la primera plana de todos los periódicos. Incluso rotativos tan alejados del mundo de la tauromaquia como el New York Times, el Times de Londres, Le Monde, el Mainichi de Tokio informaron con detalle sobre el suceso. Una multitud impresionante montó guardia durante días alrededor de la clínica. Los visitantes llevaban medallas milagrosas, remedios de su invención, fórmulas para conjurar el mal de ojo, pasteles, frutas, pollos. La centralita telefónica fue bloqueada por las llamadas. Dos jóvenes francesas que habían tomado el avión de Madrid para estar cerca de su ídolo se ofrecieron como telefonistas voluntarias. Llegaron miles de telegramas, algunos de los cuales llevaban por todas señas: «El Cordobés, España». Los enviaban artistas de cine, camareros, responsables políticos, obreros, dignatarios eclesiásticos. Uno de ellos estaba firmado por el hombre cuya Guardia Civil había perseguido en otro tiempo al pequeño ladrón de naranjas por los vergeles de Palma del Río: Francisco Franco.
Por suerte, no todas las heridas eran tan graves. Pero su estilo condenaba al Cordobés a ser continuamente enganchado, zarandeado, proyectado al aire, pisoteado. Su voluntad de ser el mejor era tan fuerte que un día, en el momento de la estocada, se olvidó de soltar la espada. El toro dio un cabezazo y todos vieron el espectáculo extraordinario de Manuel Benítez girando en los aires como una rueda, todavía empuñando la espada que había salido del cuello del animal después de entrar hasta la guarnición. El toro se derrumbó, muerto. Pero la increíble pirueta había dislocado el hombro del matador. Condenado a la inmovilidad durante tres semanas, se retiró a su propiedad de Córdoba.
Mientras Larry reconstruía la guerra civil en Andalucía yo le visitaba cada mañana para interrogarle sobre su infancia, sobre su familia, sobre su duro camino hasta la celebridad, sobre el miedo, el valor, la muerte. Este descanso forzoso era mi única ocasión de tenerle durante una hora o dos al alcance de mi cuaderno de notas. Porque nada le era más ajeno que una cita, una fecha, un horario. Podía decidir de repente saltar a lomos de un caballo y galopar con sus vaqueros en busca de un becerro extraviado. O bien cogía la escopeta y se iba a disparar a los pájaros. O reclamaba pan y salchichón que un sirviente iba a buscar corriendo, para descubrir a su vuelta que Manuel Benítez había desaparecido. Quizá había cogido el Mercedes para ir a toda velocidad hasta Córdoba a fin de hacer añadir una planta al hotel que estaba construyendo allí. Una noche, después de toda una velada bailando flamenco en un cabaret de Córdoba, me hizo subir a su Alpine de carreras y arrancó como una tromba en dirección a Madrid. Quería ir a comer una tortilla de patatas a casa de su hermana Encarna.
Fue un viaje terrorífico. Las curvas se sucedían como en las montañas rusas de un circo. Los neumáticos chirriaban al arrancar el asfalto. Cada árbol me parecía destinado a ser el de nuestro ataúd. Manuel cantaba a voz en grito y dejaba el volante para asestarme violentas palmadas en el muslo. «¡Tranquilo, Dominique, tranquilo!» Yo maldecía al Reader’s Digest, a los toros, a España. Por fin, al cabo de ciento cincuenta kilómetros, agotado, se detuvo en la plaza de un pueblo todavía dormido. Nos apeamos del coche y nos tendimos de lado junto a la fuente. En pocos minutos nos sumimos en un profundo sueño. Una o dos horas más tarde, cuando los primeros rayos del sol acariciaban mis mejillas, abrí los ojos. Apenas pude creer lo que veía. Todos los habitantes, con las caras transfiguradas, nos rodeaban en silencio. Para la pobre gente de aquella aldea perdida en la sierra, el cuerpo dormido del dios de la fiesta en la plaza de su pueblo era una aparición tan milagrosa como la de la Virgen a las niñas de Fátima.
* * *
Una mañana le encontré extasiado en el balcón de su habitación ante un grupo de toros bravos que se habían aproximado a la valla. Entre ellos se encontraba sin duda el hermano o primo de aquel monstruo que casi le había arrancado el hombro. El sufrimiento surcaba su rostro, pero su pasión trascendía cualquier dolor: «Dominique, ¡mira qué bonito el número 14!» Me describió al animal, la perfecta simetría de los cuernos, la cabeza pequeña, la enorme masa de músculos que envolvía el cuello, el lomo reluciente, la curva poderosa de la grupa. En aquel instante comprendía uno de los secretos del Cordobés. «Para ser torero, hay que ser antes toro», me explicó. En esta comunión instintiva de hombre y bestia residía el secreto de su éxito. Esto complicaba seriamente nuestra investigación. ¿Cómo hablar del miedo cuando no se ha sentido jamás esa emoción?
Fieles a nuestro deseo de autenticidad, Larry y yo decidimos enfrentarnos a un toro. Un amigo ganadero nos prestó un capote y nos dejó delante de una vaquilla brava en la arena de su plaza privada. Para cercioramos de que habría un superviviente capaz de redactar el informe de aquella experiencia, decidimos jugarlo a cara o cruz. Por desgracia, la suerte me designó a mí. A pesar de que no era más grande que un perro de aguas, la ferocidad, el poderío, la agilidad de aquel pequeño monstruo desintegraron en pocos segundos todo el valor de que había hecho acopio. Apenas hube desplegado la tela escarlata, tuve la impresión de que una locomotora me pasaba rozando el vientre. El solo efecto del soplo casi me hizo perder el equilibrio. Por suerte no estaba presente ningún cronista taurino, pero si hubiese habido un cronometrador de una competición olímpica, me habría concedido la medalla de oro de los cien metros lisos por la rapidez de mi huida ante aquel pequeño animal asesino. No necesité una segunda embestida para comprender lo que el Cordobés no había podido explicarme. Ningún duelo exige un valor más auténtico que el de un hombre en pie ante un toro bravo.
* * *
Fue tal vez la temporada más loca de toda la historia de la tauromaquia. El Cordobés participó aquel año en ciento setenta y cinco corridas, récord nunca igualado por ningún matador. Tuve la fortuna de acompañarlo durante una parte de aquel torbellino infernal. Una tarde nos hallábamos en Málaga, al día siguiente en Bilbao, al otro en Algeciras, casi en el punto de salida de la antevíspera. La cuadrilla dormía en el gran Mercedes de asientos plegables que la acarreaba durante noches enteras de un extremo a otro de España, e incluso hasta Francia, con las maletas con efigies del matador en la baca, llenas de capotes, muletas, espadas y trajes de luces de todos los colores.
En cuanto al Cordobés, se desplazaba en su avión personal, un bimotor Piper Aztec adquirido por cien mil dólares, en el cual había hecho pintar su nombre con letras de oro. Para pilotar este Rolls-Royce volador, no había vacilado en sobornar a un joven coronel del ejército del aire español. Precaución totalmente teórica. Para gran terror de todos los que llevaba, era él quien, inmediatamente después del despegue, se apoderaba de la palanca de mando con tanta impulsividad como cuando conducía su Alpine o su Jaguar, o cuando se arrodillaba en la plaza de espaldas al toro. La escucha de la radio de a bordo demostraba que su celebridad se imponía tanto en el cielo como en la tierra. Bastaba que pidiera autorización para aterrizar, para que al momento los controladores aéreos echaran del cielo a todos los aparatos que se disponían a tomar tierra. A veces se trataba de reactores Jumbo que acababan de cruzar el Atlántico con centenares de pasajeros a bordo. ¡No importaba! En España, el dios Cordobés tenía prioridad. Un día, todos los coches de bomberos del aeropuerto de Madrid se precipitaron en torno a nuestro pequeño avión para ofrecerle la cencerrada de sus mangueras, como hicieron los barcos bomba del puerto de Nueva York al saludar a Lindbergh a su regreso de Europa. En otra ocasión, los empleados de las tiendas, de aduanas, de los hangares formaron una escolta triunfal para quien, en cada corrida, ponía la carne de gallina a todo el país.
«¿Cómo pueden los hombres girar alrededor
de la Tierra?»
La investigación encargada por el Reader’s Digest había alcanzado la dimensión de un libro. Habíamos viajado a Andalucía para tres semanas, y dos años después seguíamos en el mismo sitio. El destino de ese español que había roto el collar de hierro del hambre y de la miseria eligiendo un camino que sólo España podía ofrecer, el que pasaba por delante de los cuernos de toros bravos, nos había fascinado hasta el punto de suministramos el material para un gran relato histórico. Nos dimos cuenta de que a través de este personaje, a través de la historia del pueblo donde había nacido, de los destinos de sus hermanas, del grueso cafetero de Palma, del sargento de la Guardia Civil, del cura don Carlos, del gran propietario don Félix y de otros cien comparsas podíamos componer un vasto fresco sobre la última generación, esa generación nacida entre los horrores de la guerra civil y que presenciaba el origen, treinta años más tarde, de una revolución económica y social única en la historia nacional.
Pedimos prestado a nuestro propio héroe el título de ese nuevo libro. La primera tarde en que el joven Manuel Benítez había podido vestir un traje de luces para ganar algunas pesetas, su hermana Angelita, que le había criado, se había echado llorando en sus brazos para suplicarle que no arriesgara su vida ante los cuernos de los toros bravos.
«No llores, Angelita —le respondió él con calma—. Esta tarde, o te compro una casa, o llevarás luto por mí».
Angelita nos hizo visitar la magnífica casa que le había comprado en el mismo centro de Palma del Río. Pero cada vez que entraba en la arena de una plaza, la pobre mujer se arrodillaba ante la estatua de la Virgen para implorar que nunca le dejara llevar luto por su hermano pequeño.
* * *
Una noche, al final de esta loca temporada de ciento setenta y cinco corridas, Manuel Benítez se despertó con un sobresalto. Acababa de tener una pesadilla: el cuerno de un inmenso toro negro atravesaba su cuerpo de parte a parte. Como la noche en que Impulsivo le había corneado, el Cordobés sintió de repente que su vida «se iba por el agujero abierto de esa herida». Despertó a su chófer, saltó a uno de su coches, se dirigió a Córdoba a toda velocidad y llamó a Madrid para anunciar que abandonaba los juegos de la arena.
Cuatro días después, parecida a un largo cortejo fúnebre, una hilera de limusinas negras se detuvo ante el portal de su propiedad. De cada uno de los automóviles se apeó uno de los emperadores del mundo de la corrida. Estaba el director de las arenas de Madrid, los responsables de las plazas de Sevilla, de Córdoba, de Barcelona; empresarios de corridas, en suma, todos aquellos a quienes la pesadilla del propietario de esa hacienda amenazaba con llevar a la ruina. Desde el anuncio de su retirada, centenares de espectadores se precipitaron a la Maestranza de Sevilla a fin de hacerse reembolsar su abono para la próxima feria. El propietario del mayor hotel del balneario de Castellón de la Plana declaró que, sin el Cordobés, no habría en su ciudad «ni feria ni turistas». Un reputado economista calculó que el abandono del matador haría perder a los hoteles, a los taxistas, a los revendedores de entradas, a los propietarios de restaurantes y a una multitud de otros comercios el equivalente de unos setenta millones de pesetas. Para todos los directores de plazas, las corridas en que no participara el torero representaban una pérdida de unos cincuenta millones de pesetas.
Manuel Benítez, vestido con una camisa deportiva, recibió a sus visitantes bajo un busto de Manolete y la estatuilla de otro cordobés célebre envuelto en una toga, el filósofo Séneca. Durante más de una hora, aquellos potentados suplicaron al Cordobés que se retractase de su decisión para salvar a la fiesta de un desastre. Manuel tuvo la debilidad de dejarse convencer. Volvió al torbellino infernal de los toros y de las multitudes caprichosas. Pero algo había cambiado en él.
Larry y yo le acompañamos regularmente a la cita a la que no habría faltado por nada del mundo cada vez que volvía a su casa de Córdoba. Ninguna amante, ninguna bailarina de flamenco, ningún ganadero de toros le esperaba allí. Sólo un sacerdote, el padre Arroyo, estaba allí para recibirle. Le habíamos conocido con una guitarra en la mano en casa del Cordobés la noche de nuestra llegada a Córdoba. Un día, el Cordobés le había gritado con desespero: «¡Padre, haga de mí un hombre!», y desde entonces el modesto salón del cura servía de aula. Manuel Benítez acudía allí a aprender a «convertirse en un hombre».
Yo miraba siempre con extrema emoción la mano que había matado más de mil toros copiar en un cuaderno de colegial las palabras sencillas que le escribía el sacerdote: «Yo soy Manuel Benítez. Me gusta mucho torear». Aprender a firmar su nombre había exigido pacientes ejercicios. Para que la firma del joven millonario figurase en la parte baja de sus cheques, el banco de Córdoba había tenido que doblar el formato de sus talonarios.
A veces, a título de recompensa, el padre Arroyo añadía a la lección de escritura una lección de francés, lengua que parecía fascinar al analfabeto andaluz. Para ponerse al nivel de las preocupaciones de su alumno, el sacerdote había elegido las palabras más usuales. La primera página del cuaderno empezaba por «buenos días» y continuaba con «Mademoiselle».
La lección de lectura también tenía su originalidad. El preceptor prefería incitar a Manuel Benítez a descifrar un texto manuscrito a un texto impreso. Un imperativo práctico había dictado esa lección: la necesidad que tenía el torero de leer por sí mismo los contratos redactados en su nombre y cuyas cláusulas financieras estaban escritas a mano.
Temas menos escolares completaban la educación del célebre matador. En un grueso volumen de su biblioteca titulado Pensamientos y máximas, el padre Arroyo encontraba las reflexiones que dejaba a la imaginación y al raciocinio de su alumno. Un día era un consejo de Pitágoras: «No permitas que tu cuerpo se convierta en la tumba de tu alma». Otro era una afirmación de Auguste Comte: «Vivir para los demás no sólo es un deber riguroso, es la felicidad». Otro, un pensamiento de Kant: «La amistad es la belleza de la virtud». El hombre que durante tanto tiempo sólo había conocido del mundo donde nació la indecible miseria de los suyos, los bastonazos de la Guardia Civil, los barrotes de las prisiones, la jungla de las ciudades, y que hoy, endurecido pero vencedor, vivía en un universo de rapacidad y adulación, abría los ojos de par en par e intentaba comprender esas palabras extrañas de felicidad, de virtud, de alma. Sirviéndose de imágenes sencillas, el sacerdote se las explicaba. Era emocionante ver a un hombre colmado de gloria y fortuna descubrir así el sentido de los valores de la existencia. El torero más grande de España no terminaba nunca de hacer descubrimientos. Intrigado por imágenes que había visto en la televisión, preguntó un día: «Padre, no comprendo esas historias de astronautas. ¿Cómo pueden los hombres girar alrededor de la Tierra?»
El sacerdote fue al cuarto contiguo a buscar un globo terráqueo. Mientras enseñaba a su alumno los mares surcados por Cristóbal Colón, Vasco da Gama y tantos navegantes españoles, hizo girar la bola en las manos de Manuel. A medida que sus dedos acariciaban los continentes explorados por sus antepasados cinco siglos antes, el Cordobés comprendía que estaba descubriendo un misterio. Repetía, extasiado: «Fenomenal, fenomenal, fenomenal…» Hasta entonces, el matador más célebre del mundo ignoraba que la Tierra fuese redonda.
* * *
Ningún hombre está menos solo que un dios del ruedo. La compañía de un gentío innumerable forma parte de su leyenda. Es la droga que le recuerda sin cesar su importancia y su popularidad. No había en España ninguna puerta que Manuel Benítez no pudiera franquear. Las duquesas le suplicaban el honor de sus bailes, los agentes de publicidad de las artistas de cine le imploraban que dedicase un toro a su estrella a fin de que pudiera aprovecharse de su celebridad. Desafiando las iras de la sociedad protectora de animales de Estados Unidos, un día ofreció la muerte de un toro a Jacqueline Kennedy. Le invitaban a Londres, a París, a Roma. Por doquier era acogido con alegría y respeto. Sin embargo, sólo se sentía verdaderamente a sus anchas en los espacios pedregosos de sus propiedades, por donde vagaba sin chaqueta ni corbata. Sólo allí podía escapar de los apuros de la vida mundana, como el día en que, durante el festival de cine de San Sebastián, se vio obligado a pedir a su vecina, una seductora starlet, que le cortara el pescado porque no sabía cómo servirse de sus cubiertos.
Martine, una bonita morena originaria de Biarritz, consiguió la hazaña que Angelita, la hermana del Cordobés, no había podido lograr a pesar de sus pesadillas. Al finalizar la temporada de 1970, el dios loco de los ruedos de España hizo explotar una nueva bomba en el universo de la tauromaquia cuando anunció que se retiraba definitivamente. El ídolo perseguido por cohortes de admiradoras había sucumbido al encanto y la voluntad tranquila de esa francesa que había resuelto arrancarle de los cuernos de los toros. Manuel y Martine se instalaron juntos en el corazón de la sierra de Córdoba, en una propiedad plantada con varios millones de olivos, en medio de inmensos pastos poblados por centenares de toros bravos. Durante cinco años, desdeñando la institución del matrimonio, vivieron juntos y tuvieron varios hijos. Por fin, tras la negativa solemne del obispo de Córdoba a bautizar a su último retoño, se casaron. Era a finales del verano de 1975. Los periódicos anunciaron la noticia en primera plana. Miles de aficionados y modestos campesinos de los alrededores acudieron a la fiesta ofrecida por los recién casados.
No obstante, la nostalgia de los ruedos continuaba obsesionando al antiguo ídolo de España. Impresionado por los actos terroristas que enlutaron el país durante los últimos años de la dictadura del general Franco, el Cordobés anunció un día que quería ofrecer una corrida en beneficio de las viudas y los huérfanos de los policías víctimas del terrorismo. El doloroso recuerdo de la ejecución, por orden del caudillo, de cinco jóvenes vascos acusados de haber asesinado a policías, aún permanecía vivo en la memoria de todos. La proposición causó un escándalo. El matador recibió amenazas de muerte y del secuestro de sus hijos. La prensa informó de que vivía encerrado en su propiedad bajo la protección de una escuadra de guardaespaldas. Fue fotografiado con una pierna enyesada y un comunicado anunció que una caída de caballo le obligada a anular la corrida.
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Manuel Benítez, el Cordobés, hoy de sesenta y un años de edad, no ha perdido nada de su entusiasmo, de su encanto, de su cálida sociabilidad. Tras una tímida prueba de reconversión en el canto y la comedia musical, se ha retirado definitivamente en la tierra que le vio nacer, rodeado de su mujer y de sus hijos, en medio de sus toros y sus olivos. Cada uno de nuestros reencuentros nos da ocasión de evocar, entre raudales de cerveza y vino tinto, los inolvidables recuerdos de las extravagantes temporadas de los años sesenta.
Franco murió al amanecer del 20 de noviembre de 1975. Casi un cuarto de siglo después, las cohortes famélicas de muchachos andrajosos que llevan su sueño en un hatillo colgado de una vieja espada siguen caminando por los senderos de la España nueva, hoy surcada de autopistas. Para la mayoría, su sueño se vendrá abajo sin que hayan podido franquear nunca la puerta de un ruedo. Pero de estas sombras surgirá tal vez algún día un nuevo dios más dotado, más intrépido, más audaz que todas las estrellas actuales de la fiesta brava.