La gente decía que era la persona más encantadora del mundo. Oguchi Oneywu parecía un boxeador de pesos pesados. Medía uno noventa y cuatro y pesaba casi cien kilos. Aunque no se ganó un puesto en el equipo titular, anteriormente lo habían elegido mejor jugador extranjero del año en la primera división belga y mejor jugador estadounidense del año. No me soportaba, quería enfrentarse conmigo.
—No soy como el resto de los defensas —me dijo.
—Muy bien, me alegro por ti.
—No voy a dejar que me pongas nervioso con tus insultos ni con las cosas que dices.
—¿De qué me estás hablando?
—De ti. Te he visto en los partidos y no haces otra cosa que insultar —añadió.
Eso me enfadó. No solo porque estaba harto de los defensas que quieren provocarme, sino porque yo no insulto. Me vengo en el terreno de juego. He oído demasiados a lo largo de los años, sobre los putos gitanos, mi madre y demás. Lo peor es cuando te dicen que te verán después del partido. ¿Qué demonios significa eso? ¿Que vamos a arreglar nuestras diferencias en el aparcamiento? Es ridículo. Recuerdo a Giorgio Chiellini, un defensa central de la Juventus. Jugamos juntos. Después, cuando estaba en el Inter de Milán, coincidimos en un partido en el que lo tuve encima todo el tiempo. «Venga, ahora ya no es como antes, ¿verdad?», me decía. Intentó provocarme y me hizo una entrada por detrás, algo muy cobarde. No se ve llegar al contrario y se cae al césped con bastante dolor. Aquella vez no me gustó nada. Aun así, permanecí con la boca cerrada. Suelo hacerlo en esas situaciones. Siempre pienso que ya se lo devolveré en el siguiente encontronazo. Entonces pego con tanta fuerza que el contrario no se levanta en un buen rato. Así que no soy de los que insultan, hago entradas. En las disputas del balón, a veces exploto como una bomba. En aquel partido no tuve oportunidad de hacerlo. Cuando pitaron el final del encuentro, fui hacia él, lo cogí por la cabeza como a un perro desobediente. Chiellini se asustó, me di perfecta cuenta de ello.
«¿No querías pelea? ¿Por qué te cagas ahora?», le pregunté entre dientes antes de ir a los vestuarios.
No, me desquito con el cuerpo, no con palabras. Y eso se lo dije también a Oguchi Onyewu. Pero siguió a lo suyo una y otra vez. En un entrenamiento, cuando comenté que una entrada no había sido falta, me mandó callar con el dedo en los labios, como dando a entender que decía tonterías. Pensé que ya valía.
Después le pedí que pasara el balón, volvió a hacerme callar y me puse hecho una furia. Aquel cabrón se iba a enterar de cómo insulto en esas situaciones. En cuanto recibió el balón, me lancé hacia él y salté con los tacos por delante, la peor de las entradas. Pero me vio, se apartó y los dos caímos al suelo. Lo primero que pensé fue: «¡Mierda, he fallado! Ya lo pillaré la próxima». Entonces, cuando me puse de pie y empezaba a alejarme, sentí un golpe en el hombro. Mala idea, Oguchi Onyewu.
Le di un cabezazo y nos enzarzamos. No me refiero a una pequeña escaramuza, queríamos despedazarnos. Fue brutal. Éramos dos tipos que pesábamos más de noventa kilos; rodamos al tiempo que nos dábamos puñetazos y rodillazos. Todo el equipo vino a separarnos, aunque no fue fácil, en absoluto. Estábamos como enloquecidos, furiosos; admito que en el terreno de juego se necesita adrenalina y espíritu combativo, pero aquello se pasaba de la raya. Se había convertido en una cuestión de vida o muerte. Entonces pasó algo muy extraño.
Oguchi Onyewu comenzó a rezar con lágrimas en los ojos. Hizo la señal de la cruz y me quedé perplejo. Me enfurecí aún más. Lo entendí como una provocación. Para entonces ya había llegado Allegri, el entrenador, que me pidió que me calmara. No sirvió de nada. Lo aparté y fui hacia Oguchi otra vez. Los compañeros me frenaron. Me alegro de que lo hicieran. Aquello podía haber acabado muy mal. Más tarde, Allegri nos pidió que fuéramos a su despacho, donde nos estrechamos la mano y nos disculpamos. Pero Oguchi se mostró frío como un témpano. No me importó. Pensé que, si él era frío, yo también podía serlo. Después, mientras me llevaban a casa, llamé a Galliani, el jefe. Hay una cosa que debéis saber, no me gusta culpar a otras personas. Me parece impropio de un hombre. Es una putada, sobre todo en un equipo en el que se ha adoptado el papel de líder.
—Mire, ha pasado algo muy desagradable en el entrenamiento. Ha sido culpa mía y asumo la responsabilidad. Quiero pedirle disculpas y decirle que aceptaré el castigo que se me imponga.
—Ibra. Esto es Milán. Aquí no funcionamos así. Te has disculpado. Es hora de pasar página.
Sin embargo, aquello no había acabado, todavía no. En la línea de banda, había aficionados, por lo que aquel incidente apareció en los periódicos. Nadie sabía los motivos, pero la pelea se aireó. Se dijo que fueron necesarias diez personas para separarnos, que había rumores de malestar en el equipo, que Ibra era un mal chico, lo habitual. No me importó. Pensé que podían escribir lo que quisieran. Al poco noté que me dolía el pecho y fui a que me hicieran un reconocimiento. Me había roto una costilla en la pelea. No se podía hacer otra cosa que aplicarme un vendaje.
No era precisamente lo mejor que me podía haber pasado. Los preparativos para el derbi contra el Inter estaban en marcha. Pato e Inzaghi estaban lesionados y los periódicos escribieron páginas y páginas al respecto. También se habló mucho del duelo entre Materazzi y yo. Y no solo porque fuera un tipo duro, nos hubiéramos enfrentado y hubiéramos jugado en el mismo equipo, sino porque se había burlado cuando besé el escudo del Barcelona. Se habló de esto y aquello. En general, solo fueron comentarios, pero una cosa era cierta: Materazzi iba a venir a por mí con toda su fuerza y dureza, pues ese era su trabajo. El equipo rival tenía que frenarme. En esas situaciones solo hay una forma de actuar. Hay que responder del mismo modo. Si no, se pierde la ventaja y se corre el riesgo de acabar lesionado.
No hay hinchas peores que los ultras del Inter de Milán. No olvidan jamás, creedme. Para ellos era el enemigo público número uno. Ninguno había olvidado nuestra pelea en el partido contra la Lazio; sabía que habría abucheos e insultos. No me preocupé, formaba parte del juego.
Tampoco era el único jugador del Inter que había fichado por el AC Milan. Estaba en buena compañía, Ronaldo había entrado en el club en el 2007; el personal del Inter había repartido silbatos para distraerlo. Los partidos entre el Inter y el AC Milan, conocidos como «derby della Madonnina», siempre desatan pasiones. También hay cuestiones políticas de por medio. Existe una gran rivalidad.
Es como el Real Madrid y el Barça en España. Recuerdo a los jugadores en el estadio. Se notaba en sus caras que aquello era muy importante. Íbamos primeros en la clasificación y una victoria significaría mucho para el equipo. El AC Milan hacía varios años que no ganaba un derbi. Además, el Inter había conseguido la Liga de Campeones aquella temporada. El Inter parecía el dominador del fútbol italiano, pero si ganábamos se produciría un traspaso de poder. Oí el clamor de la multitud que llenaba el estadio y la música que atronaba en los altavoces. Se respiraba un ambiente de odio y de carnaval al mismo tiempo. No estaba especialmente nervioso.
Solo estaba motivado: ni más ni menos. Me senté. Estaba deseando empezar y presentar batalla. Sabía que se puede rebosar adrenalina, pero, aun así, no conseguir entrar en el partido ni hacer nada a derechas. Nunca se sabe. Recuerdo perfectamente el comienzo y el griterío en San Siro. Uno no acaba de acostumbrarse nunca. El estadio se pone al rojo vivo. Seedorf envió un cabezazo al larguero. El partido era un continuo ir y venir.
En el minuto cinco recibí un balón desde la banda izquierda. Regateé, entré en el área y Materazzi se me echó encima. Por supuesto, quería dejarme claro que no iba a pasar, pero cometió un error, me derribó y pensé: «¿Ha sido penalti?».
A mí no me cabía duda, pero no lo sabía a ciencia cierta. Se produjo un tremendo jaleo y los jugadores del Inter levantaron los brazos para protestar. El árbitro fue al punto de penalti e inspiré con fuerza. Iba a tirarlo yo… Os podéis imaginar. Tenía todo el equipo detrás. Daba por sentado lo que estaban pensando: «¡No falles, Ibra! ¡Por Dios, no falles este!».
Tenía enfrente la portería y al portero. Detrás, a los ultras del Inter. Se habían vuelto locos. Abucheaban y gritaban. Hacían todo lo posible por desconcentrarme; algunos de ellos tenían punteros láser. Me enfocaron con una luz verde. Zambrotta explotó y fue al árbitro a quejarse de que estaban interfiriendo y me estaban cegando.
Pero ¿qué podían hacer?, ¿registrar toda la grada? Era imposible. Estaba muy concentrado. Me hubiera dado igual que me apuntaran con faros y focos. Solo quería tirarlo. Sabía exactamente hacia dónde lo iba a lanzar: a la escuadra derecha. Me quedé parado unos segundos y sentí como una punzada en mi interior: tenía que marcar. Había comenzado la temporada fallando un penalti, no podía volver a pasarme. Pero no estaba pensando en eso, en el terreno de juego no se puede pensar mucho. Hay que jugar, correr y tirar.
El disparo salió justamente hacia donde quería y el balón entró. Levanté los brazos y miré a los ultras a la cara como para decirles que sus trucos no habían funcionado, que no habían podido conmigo. El estadio al completo rugió y vio que en el marcador ponía: Inter-AC Milan, 0-1, Ibrahimović. Me alegré, había vuelto a Italia.
Aun así, el partido acababa de empezar y la lucha se intensificó. En el minuto dieciséis, expulsaron a Abate: jugar contra el Inter con diez jugadores no es nada divertido. Nos esforzamos cuanto pudimos. Tenía a Materazzi pegado como una lapa; en una de las disputas, corrí hacia el balón, choqué con él y cayó al suelo. Fue involuntario, pero se quedó tendido. Entraron los médicos y subalternos del Inter. El odio de los ultras aumentó cuando lo sacaron en camilla.
En los últimos veinte minutos, la presión fue insoportable; estaba completamente agotado. Mantuvimos la ventaja y ganamos. Al día siguiente, me iban a conceder el quinto Guldbollen en Suecia. Me lo habían comunicado con antelación y quería irme a dormir pronto… Bueno, lo antes posible… No es fácil cuando se tiene en la cabeza un partido como el que habíamos jugado. Sin embargo, decidimos ir de fiesta a Cavalli, un local nocturno. Helena también vino. Nos sentamos tranquilamente en un rincón con Gattuso, mientras Pirlo, Ambrosini y el resto se divertían de lo lindo. Todos teníamos una sensación de alivio, de alegría desbordante. No volvimos a casa hasta las cuatro de la mañana.
En diciembre de 2010, el AC Milan compró a Antonio Cassano. Tenía reputación de ser un mal chico, como yo. Le gusta ser el centro de atención y hablar sobre lo bueno que es. Ha pasado por mucho y a menudo ha protagonizado peleas con jugadores y entrenadores, incluido Capello en la Roma. Este llegó a inventar una palabra, «cassanata», para referirse a cosas irracionales e insensatas. Cassano tiene una calidad indiscutible. Me cayó muy bien. Con él, mejoramos como equipo.
Aun así, había un problema. Tuve la sensación de que empezaba a sentirme quemado. Había dado el cien por cien en todos los partidos. No creo que jamás hubiera jugado tan presionado. Quizá os suene extraño después de todo por lo que he pasado. Estar en el Barça había sido duro, y en el Inter tampoco había sido fácil. Empecé a sentir cada vez más que teníamos que ganar la liga y que debía liderar el equipo. Jugaba cada partido como si fuera la final de un Mundial y empezaba a pagar el precio. Me estaba agotando.
Finalmente, no fui capaz de plasmar en el terreno mis ideas y lo que había imaginado. Mi cuerpo iba un paso por detrás. Estoy seguro de que debería haber estado en el banquillo en algún partido. Allegri era nuevo y también quería ganar a cualquier precio. Necesitaba a su Zlatan y me estaba exprimiendo todo lo que podía. No es que le esté echando la culpa, en absoluto.
Simplemente estaba haciendo su trabajo y yo quería jugar. Había encontrado mi motivación. Tenía ritmo. Habría querido jugar incluso con una pierna rota, y Allegri me dejó. Nos respetábamos, pero estaba pagando el precio y ya no era tan joven.
Estaba fuerte físicamente, aunque no tanto como en la segunda temporada en la Juventus, ni mucho menos. No tomaba comida basura ni tenía exceso de peso. Cuidaba esos detalles. Era todo músculo, pero también mayor, un jugador diferente del que había sido al comienzo de mi carrera. Ya no era un regateador ni el chaval del Ajax, sino un pesado y explosivo delantero. Tuve que jugar de un modo más inteligente para poder aguantar los partidos enteros. En febrero empecé a sentirme cansado.
Se suponía que era un secreto en el club, pero llegó a oídos de la prensa y se habló mucho al respecto. ¿Resistirá? ¿Lo aguantará? También empezamos a perder algunos partidos. No conseguíamos aguantar hasta el final, concedimos muchos goles innecesarios y estuve todo un mes sin marcar un gol. Mi cuerpo empezaba a perder su explosividad y el Tottenham nos eliminó de la Liga de Campeones. Fue un golpe muy duro, creí que éramos mejor equipo. También perdimos la iniciativa en la liga italiana y el Inter volvía a estar en plena forma.
¿Iban a adelantarnos? ¿Íbamos a perder nuestro puesto de privilegio en la liga? Se oyeron rumores al respecto. Los periódicos comentaron todo tipo de cosas y mis tarjetas rojas no ayudaron en nada. La primera fue contra el Bari, uno de los últimos clasificados. Íbamos perdiendo 0-1. Estaba en el área, un defensa me estaba sujetando y me sentí atrapado. Reaccioné instintivamente. Le ataqué con la mano abierta, le di un golpe en el estómago y cayó al suelo. Fue una auténtica estupidez, lo reconozco.
Fue un acto reflejo, nada más; me gustaría haber tenido una buena explicación, pero no la encontré. El fútbol es lucha. Te atacan y respondes, y a veces te excedes sin saber por qué. Me había pasado muchas veces. Con los años he aprendido mucho. Ya no soy el alocado chaval del Malmö FF, pero ese carácter no me ha abandonado por completo. Mi mentalidad ganadora tiene una desventaja: me vuelvo loco. En aquella ocasión contra el Bari, me enseñaron la tarjeta roja. Eso consigue que cualquiera se vuelva loco. Abandoné inmediatamente el terreno de juego sin decir palabra. Cassano empató al cabo de poco tiempo. Aquello me alivió. Por desgracia, me sancionaron y no pude jugar no solo el siguiente partido, contra el Palermo, sino que también me perdí el derbi contra el Inter de Milán.
La dirección del AC Milan intentó recurrir mi sanción. Se armó un gran revuelo, pero no sirvió de nada: fue una auténtica vergüenza. No me lo tomé tan en serio como habría hecho en el pasado. Es la verdad. Mi familia me ayudó. Ya no puedo deprimirme demasiado. Tengo que estar con mis hijos. Aun así, seguía sintiendo una gran rabia. Jugué contra la Fiorentina y parecía que me iba a comportar. Ganábamos y faltaban pocos minutos para que acabara el partido. Entonces el árbitro pitó un saque de banda en contra. Estaba furioso y le grité: ¡Vaffanculo!, que en italiano quiere decir «¡Vete a la mierda!». Aquello no fue muy inteligente, sobe todo después de lo que había pasado contra el Bari. Pero, bueno, ¿habéis estado alguna vez en un terreno de juego? La gente grita cosas como esa todo el tiempo y no los expulsan. No los sancionan durante varios partidos. Los árbitros lo dejan pasar, al menos la mayoría de las veces.
Los jugadores gritan cosas muy duras, pero yo era Ibra y el Milan era el Milan. Íbamos los primeros en la liga. Había otro tipo de razones de por medio, nada que ver con lo deportivo. Vieron una oportunidad de castigarnos. Eso es lo que creo. La sanción fue de tres meses. Parecía que aquella estupidez iba a costarnos el scudetto. El club hizo todo lo que pudo por salvar la situación. Se nos ocurrió una explicación: había jurado contra mí mismo. Teníamos que contraatacar.
«Estaba enfadado por sus errores en el terreno de juego. Hablaba consigo mismo.»
La verdad es que fue una tontería, lo siento. Por otro lado, la sanción era increíblemente dura. Decir «vaffanculo» fue una tontería por mi parte, pero no era nada. Como palabra malsonante ni siquiera es muy fuerte. He oído insultos mucho peores. Aun así, las cosas fueron como fueron. Tuve que aguantarme y aceptar las burlas y reprimendas. Me concedieron un premio estúpido en un canal de televisión, el Tapiro d’Oro (el tapir de oro). Así son las cosas. Te elevan y te derriban. Estaba acostumbrado.
Mientras tanto, el Nápoles se había situado en el segundo puesto de la clasificación por delante del Inter. El Nápoles había vivido sus días de gloria en los años ochenta, cuando Maradona jugó en ese equipo, pero en las últimas épocas había tenido todo tipo de dificultades y acababan de volver a ponerse en forma.
Le llevábamos tres puntos de diferencia, pero quedaban seis partidos; y yo estaba sancionado para tres de ellos. Aquello fue una faena, pero me permitió descansar y pensar en mi vida. Empecé a trabajar en este libro. Me obligó a recordar cosas y me di cuenta de que no siempre había sido un tipo agradable. No siempre había dicho las palabras adecuadas, aunque, por supuesto, asumo toda la responsabilidad. No voy a culpar a nadie.
Aun así, hay un montón de gente que me aprecia, jóvenes a los que riñen por no ser como todo el mundo, aunque, a veces, es necesario reñirlos. Creo en la disciplina. Lo que me molesta son todos esos entrenadores que jamás han luchado para llegar a lo más alto por sí mismos y, sin embargo, están tan seguros: «Esto es lo que vamos a hacer, no hay otra forma de hacerlo». Es tan intolerante. Tan estúpido.
Hay miles de caminos que seguir. El que parece algo diferente e incómodo suele ser el mejor. Odio que se menosprecie a la gente que destaca. Si no hubiera sido diferente, ahora no estaría donde estoy. No es que esté insinuando que hay que ser como yo, en absoluto. Lo que quiero decir es que hay que seguir el camino propio, sea el que sea. No debería haber peticiones absurdas ni debería hacérsele el vacío a nadie solamente porque no es como los demás.
Aun así, hay que reconocer que no merece la pena perder el scudetto que has prometido a tu club solo porque se tenga un temperamento horrible.