10

Marco van Basten ha formado parte de mi vida. Heredé el número de su camiseta, se suponía que tenía que parecerme a él en el terreno de juego y aquello era muy halagador, pero empecé a cansarme. No quería ser un nuevo Van Basten. Era Zlatan, nada más. Tenía ganas de gritar: «¡No, no vuelvas a mencionarlo, ya he oído demasiadas cosas de él». Por supuesto, me encantó conocerle. Fue como: «¡Guau! ¿Me está hablando a mí?».

Van Basten es una leyenda, uno de los mejores delanteros que ha habido jamás. Puede que no estuviera a la altura de Ronaldo, pero, aun así, marcó más de doscientos goles y triunfó en el Milan. Hacía diez años, la FIFA lo había nombrado mejor jugador del mundo. Había hecho un curso para entrenadores de la Asociación de Fútbol e iba a ser segundo entrenador del equipo juvenil del Ajax, el primer paso en esa etapa de su vida. Por eso estaba con nosotros en los entrenamientos.

Al principio me comportaba como un niño pequeño con él. Después me acostumbré a verlo. Hablábamos casi todos los días y pasamos buenos ratos juntos. Me animaba antes de cada partido, charlábamos, hacíamos apuestas y bromeábamos.

—¿Cuántos goles vas a marcar hoy? Yo diría que uno.

—¿Uno? ¿Te estás riendo de mí? Marcaré al menos dos.

—Tonterías. ¿Quieres apostar?

—¿Cuánto quieres perder?

Continuamos nuestra relación, me dio muchos consejos. Era un tipo genial. Hacía las cosas a su manera, sin importarle lo que pensaran los jefes. Era absolutamente independiente. Yo había recibido algunas críticas por no haberme esforzado lo suficiente en defensa o incluso por quedarme quieto cuando el equipo contrario atacaba. Lo había meditado y no sabía qué hacer al respecto, así que le pregunté a Van Basten.

—No hagas caso a los entrenadores.

—¿Y entonces qué hago?

—No desperdicies tus fuerzas defendiendo, úsalas para atacar. Ayudas más al equipo atacando y marcando goles que agotándote en la defensa.

Fue otra de las cosas que aprendí: hay que guardar fuerzas para marcar goles.

Fuimos a una concentración en Portugal. En aquellos tiempos, Beenhakker había dimitido como director y lo había sustituido Louis van Gaal. Un tipo muy presuntuoso. Se parecía un poco a Co Adriaanse. Quería ser un dictador y no tenía el menor brillo en los ojos. Como jugador nunca había destacado, pero en Holanda lo reverenciaban porque como entrenador había ganado la Liga de Campeones con el Ajax y había recibido una medalla del Gobierno.

Le gustaba hablar de tácticas de juego. Era otro de los que llamaba a los jugadores por sus números: «El cinco va aquí y el seis va allá». Me alegraba cuando podía evitarlo. En Portugal no tuve escapatoria. Me obligaron a ir a una reunión con Van Gaal y Koeman, y oír lo que opinaban de mi contribución en la primera mitad de la temporada. Era como una actuación que se premiaba con puntos, el tipo de cosas que les encanta en el Ajax. Entré en un despacho y me senté frente a Van Gaal y Koeman. Este sonrió. Van Gaal parecía huraño.

—Zlatan, has jugado de maravilla, pero solo te vamos a dar un ocho. No has trabajado lo suficiente en defensa —dijo Koeman.

—Vale —acepté con intención de irme.

Koeman me caía bien, pero no podía aguantar a Van Gaal. Pensé: «Bueno, con un ocho me conformo. ¿Me dejáis en paz?».

—¿Sabes cómo jugar en defensa? —preguntó Van Gaal.

Quería meter baza y me fijé en que Koeman también se estaba enfadando.

—Creo que sí —contesté.

Entonces Van Gaal empezó a darme explicaciones que, creedme, ya había oído antes. Era la vieja historia de que el número nueve —yo— defiende por la derecha y el diez por la izquierda, y viceversa. Dibujó un montón de flechas y acabó con un seco:

—¿Lo has entendido? ¿Te has enterado?

—Puede llamar a cualquier jugador a las tres de la mañana y preguntarle cómo se defiende y recitará en sueños: el nueve va aquí y el diez va allí. Lo sabemos de memoria y también sé que se le ocurrió a usted, pero yo he entrenado con Van Basten y él no opina lo mismo.

—¿Perdona?

—Van Basten opina que el número nueve debe guardar sus fuerzas para atacar y marcar goles. Y, si quiere que le diga la verdad, ya no sé a quién hacer caso, si a Van Basten, que es una leyenda, o a Van Gaal —contesté poniendo énfasis en su nombre, como si fuera una figura insignificante.

¿Y qué creéis? ¿Que se alegró?

Se puso furioso. «¿A quién hago caso, a una leyenda o a Van Gaal?».

—Tengo que irme —me excusé antes de salir.

Hubo más rumores de que la Roma quería ficharme. El entrenador era Fabio Capello: un tipo muy duro, decía la gente, que no tenía problemas a la hora de dejar en el banquillo o echar una bronca a cualquier estrella. Había entrenado a Van Basten en el Milan en sus tiempos gloriosos y había conseguido que jugara mejor que nunca. Por supuesto, lo comenté con Van Basten.

—¿Qué opinas? ¿No sería estupendo ir a la Roma? ¿Estaré a la altura?

—Quédate en el Ajax. Antes de ir a Italia, tienes que mejorar como delantero.

—¿Por qué?

—Allí se juega con más dureza. Aquí puedes tener cinco o seis oportunidades de marcar gol, pero allí quizá solo tengas una o dos, así que has de ser capaz de aprovecharlas —me explicó.

En cierta forma, estuve de acuerdo con él.

La situación no se había tranquilizado del todo. No estaba marcando suficientes goles y me faltaba mucho por aprender. Tenía que ser más eficaz en la zona de gol. Aun así, ir a Italia había sido mi sueño desde siempre. Creía que mi estilo de juego encajaría, así que fui a ver a mi agente, Anders Carlsson.

—¿Qué pasa? ¿Qué tienes in mente?

Por supuesto, lo dijo con buena intención. Hizo algunas averiguaciones y volvió. ¿De qué se había enterado?

—El Southampton está interesado en ti.

—¡Qué dices! ¿El Southampton? ¿Ese es el nivel al que pertenezco?

¡El Southampton!

Por aquellas fechas me compré un Porsche Turbo. Era maravilloso, pero letal. Parecía un kart y lo conducía como si estuviera loco. Fui con un amigo a Småland, en el sureste de Suecia, cerca de Växjö, y pisé a fondo. Lo puse a doscientos cincuenta kilómetros por hora. En esos tiempos, no era tan raro. Lo que pasó es que, cuando aminoré la velocidad, oímos sirenas.

Nos seguía la policía y pensé: «Vale, cálmate. ¿Qué vas a hacer? Puedes parar, disculparte y entregarles el permiso de conducir. ¡Venga ya! ¿Qué van a decir los titulares?». ¿Quería volver a aparecer en la prensa? ¿Me ayudaría en mi carrera otra polémica sobre Zlatan, el loco de la carretera? ¡En absoluto! Miré hacia atrás. Estábamos en una carretera de dos carriles con tráfico en dirección contraria. La policía estaba a unos cuatro coches detrás de nosotros. No podían adelantar y mi coche tenía matrícula holandesa. No podrían rastrearme. No tenían ninguna posibilidad de alcanzarme. Así pues, cuando llegamos a una carretera más amplia, metí segunda y aceleré. Pisé a fondo y puse el coche a trescientos kilómetros por hora. Seguíamos oyendo las sirenas, pero cada vez más débiles. El coche de policía desapareció a lo lejos. Cuando ya no lo vi en el espejo retrovisor, nos metimos en un paso a desnivel y esperamos. Fue como en las películas y conseguimos escabullirnos.

Tuve unas cuantas experiencias parecidas con ese coche. Recuerdo que en una ocasión iba con Anders Carlsson, mi agente. Tenía que ir a su hotel y después al aeropuerto. Llegamos a una curva y después había un semáforo en rojo. No iba a parar, no con aquel coche, así que aceleré.

—Creo que había una luz roja —comentó.

—¿Sí? No he debido de verla —me excusé y volví a meterle, a la derecha y a la izquierda hasta el centro.

Estaba pisando a fondo y me fijé en que sudaba muchísimo. Cuando llegamos al hotel, abrió la puerta y salió sin decir palabra. Al día siguiente me llamó por teléfono hecho una furia.

—¡Fue la peor experiencia que he tenido en mi vida!

—¿A qué te refieres? —pregunté fingiendo que no sabía de qué me estaba hablando.

—¡Al viaje!

Anders Carlsson no era la persona adecuada para mí. Cada vez era más evidente. Necesitaba otro agente que no fuera tan respetuoso con las normas y los semáforos. Por casualidad, Anders acababa de irse de IMG para establecerse por su cuenta y me había entregado un nuevo contrato para que lo firmara. Como no lo había hecho, era un hombre libre. Pero ¿qué iba a hacer con esa libertad? No tenía ni idea. En aquellos tiempos, no conocía a mucha gente con la que pudiera hablar de fútbol.

Estaba Maxwell y algún otro compañero del equipo, pero nadie muy cercano realmente. Notaba una gran competitividad y no tenía a nadie en quien poder confiar, sobre todo en lo relativo a agentes y traspasos. Todos los jugadores querían ir a clubs más importantes y llegué a la conclusión de que necesitaba a alguien que no perteneciera a ese mundo. Pensé en Thijs.

Era el periodista que me había entrevistado para el Voetbal International y que me había caído muy bien. Al poco de conocernos, hablamos por teléfono y se convirtió en una especie de caja de resonancia. Creo que incluso entonces sabía por dónde iban los tiros. Sabía cómo era yo y qué tipo de gente me gustaba.

Marqué su número y le expliqué la situación.

—Necesito un agente nuevo. ¿Quién sería el mejor para mí?

—Deja que lo piense —contestó.

Thijs es un tío enrollado, así que dejé que lo meditara. No quería precipitarme.

—Que yo sepa hay dos agentes que podrían encajar: uno es la firma que lleva a Beckham. Se supone que son excelentes, y hay otro tipo, pero…

—Pero…

—Es un mafioso.

—Eso suena bien.

—Imaginaba que era lo que dirías.

—Estupendo, organiza una reunión.

El tipo no era un mafioso, sino que, por su aspecto y su comportamiento, lo parecía. Se llamaba Mino Raiola. Ya había oído hablar de él. Era el agente de Maxwell y había intentado ponerse en contacto conmigo a través de él hacía unos meses. Así funciona, siempre se relaciona mediante contactos. «Si los abordas directamente, nunca los tienes en tus manos, sino que les estás alargando la mano.»

Aun así, conmigo no había funcionado. Me puse chulo y le dije a Maxwell: «Si tiene algo que ofrecer, que venga. Si no, no me interesa». A lo que Mino contestó: «Dile a Zlatan que se joda». A pesar de que aquello me molestó, empezó a gustarme cuando me enteré de más cosas de él. Había crecido con el tipo de trato «¡Que te den!» y cosas parecidas. Me sentía a gusto con esa forma de hablar barriobajera. Imaginé que Mino y yo compartíamos un pasado similar. A ninguno de los dos nos habían dado nada en bandeja. Había nacido en el sur de Italia, en la provincia de Salerno. Cuando solo tenía un año, sus padres emigraron a Holanda y abrieron una pizzería en Haarlem, en la que tuvo que limpiar, fregar platos y hacer de camarero desde muy joven. Empezó de cero y después pasó a llevar la contabilidad y a hacer ese tipo de cosas.

Se forjó una reputación incluso cuando era adolescente. Estuvo metido en miles de historias: estudió Derecho, hizo negocios y aprendió idiomas. También le gustaba el fútbol y siempre había querido ser agente. En los Países Bajos había un sistema demencial por el que había que vender a los jugadores según un precio basado en su edad y un montón de basura estadística, y se opuso. Se enfrentó a la Asociación de Fútbol de los Países Bajos y no empezó a negociar con jugadores de poca monta. En 1993, vendió a Dennis Bergkamp al Inter; en el 2001, consiguió a Pável Nedvěd para la Juventus por cuarenta y un millones de euros.

Aun así, no era tan importante, todavía no, aunque iba escalando puestos, no tenía miedo a nada y estaba dispuesto a utilizar cualquier tipo de estratagema. Aquello pintaba bien. No quería estar en manos de otro chico bueno. Quería que me traspasaran y conseguir un buen contrato, así que decidí impresionar a Mino. Cuando Thijs organizó una reunión en el Okura Hotel de Ámsterdam, me vestí con la cazadora de cuero marrón de Gucci. No tenía intención de ser el idiota con chándal al que vuelven a estafar. Me puse el reloj de oro, fui en el Porsche y aparqué justo enfrente, por si acaso.

Fue como si quisiera decir: «¡Este soy yo!». Entré en el Okura y… ¡menudo hotel! Está justo en el Amstel Canal. Es alucinantemente elegante y lujoso. Recuerdo que pensé: «Bueno, ahora tengo que comportarme con aplomo», y me dirigí al restaurante de sushi. Habíamos reservado una mesa y no sabía qué clase de persona me iba a encontrar, seguramente un tipo con traje de raya diplomática y un reloj aún más grande que el mío. ¿Y quién demonios vino? Un tipo vestido con vaqueros y una camiseta Nike, con una barriga como la de los protagonistas de Los Soprano.

¿Ese tío raro era un agente? Después pedimos… ¿y qué creéis que nos trajeron? ¿Unas cuantas piezas con aguacate y gambas? No, trajeron una bandeja enorme, suficiente para cinco personas, y comenzó a darse un atracón. Después empezó a hablar y dejó claro que era un tipo listo y que iba al grano. No almibaraba nada; de inmediato, supe que aquello iba a funcionar. Tenía muy buena pinta y deseé trabajar con él. Pensábamos igual. Estaba decidido a estrechar su mano y cerrar el trato.

¿Y sabéis que hizo entonces ese chulo cabrón? Sacó cuatro hojas que había impreso con datos de Internet. Era una lista con un montón de nombres y números: Christian Vieri: 27 partidos, 24 goles; Filippo Inzaghi: 25 partidos, 20 goles; David Trézéguet: 24 partidos, 20 goles; y, finalmente, Zlatan Ibrahimović: 25 partidos, 5 goles.

—¿Crees que podré venderte con unas estadísticas como estas? —preguntó.

«¿Qué es esto, una especie de ataque?», pensé.

—Si hubiera marcado veinte goles, hasta mi madre podría venderme —contraataqué.

Se quedó callado. Le entraron ganas de echarse a reír. Eso lo sé ahora, pero me siguió el juego. No quería dejar de tenerme en sus manos.

—Tienes razón, pero…

«¿Y ahora qué?», pensé, esperando otro ataque.

—Crees que eres muy importante, ¿verdad?

—¿De qué me estás hablando?

—Crees que me vas a impresionar con tu reloj, la cazadora y el Porsche, pero no lo estoy, en absoluto. Me parece ridículo.

—Muy bien.

—¿Quieres ser el mejor del mundo o el que gana más y puede pavonearse con ese atuendo?

—El mejor del mundo.

—Estupendo, porque si consigues serlo, tendrás todo lo demás. Si solo te interesa el dinero, acabarás sin nada, ¿lo pillas?

—Lo pillo.

—Piénsatelo y avísame —dijo.

Dimos por terminada la reunión. Me fui y pensé: «Muy bien. Yo también sé hacerme el duro, que espere». Pero en cuanto entré en el coche me puse nervioso y lo llamé.

—Mira, no me apetece esperar, quiero empezar a trabajar contigo ya.

Se quedó callado.

—Estupendo, pero si quieres trabajar conmigo, tendrás que hacer lo que te diga.

—Claro, por supuesto.

—Vas a vender tus coches, tus relojes y a empezar a entrenar tres veces más, porque tus estadísticas son una basura.

«¡Tus estadísticas son una basura!» Tendría que haberle dicho que se fuera al cuerno. ¿Que vendiera mis coches? ¿Qué tenían que ver con él? Se estaba pasando. Pero tenía razón, ¿no? Le regalé mi Porsche Turbo, no porque fuera un buen chico, sino por el bien del coche. Menos mal que me libré de él, habría acabado matándome. Aun así, aquel no fue el fin de la historia.

Empecé a conducir el triste Fiat Stilo del club y guardé el reloj de oro. Me puse uno Nike horroroso y volví a vestir chándales. Las cosas iban a ponerse duras y entrené con todas mis fuerzas. Me esforcé al máximo y me di cuenta de que tenía razón. Me había envanecido demasiado y me había vuelto un creído. Justo la actitud equivocada.

La verdad era que no había marcado suficientes goles y que había sido muy perezoso. No estaba motivado. Cada vez era más consciente de ello y empecé a entregarme en cuerpo y alma en los entrenamientos y los partidos. Pero no es fácil cambiar de la noche a la mañana. Se empieza a todo trapo, pero después uno se desinfla. Por suerte, no tuve oportunidad de aflojar el ritmo. Mino se me pegaba como una lapa.

—Te gusta que la gente te diga que eres el mejor, ¿verdad?

—Sí, es posible.

—Pues no es verdad. No eres el mejor. Eres una mierda. No eres nada. Tienes que trabajar más.

—Tú sí que eres una mierda. Lo único que haces es joder. ¿Por qué no entrenas tú?

—¡Que te den!

—¡Que te den a ti!

A veces nos poníamos agresivos o, más bien, lo parecía. Nos habíamos criado así. Yo, evidentemente, entendía esa actitud. El «no eres nada» y todo lo demás lo utilizaba para que cambiara de actitud. Y creo que lo consiguió. Empecé a decirme todas esas cosas a mí mismo.

«No eres nada, Zlatan. Eres una mierda. No eres ni la mitad de bueno de lo que crees que eres. Tienes que trabajar más.»

Aquello me motivaba y me procuraba una mentalidad ganadora. Ya no se hablaba de que el entrenador me había mandado a casa. Me esforzaba en todas las situaciones y quería ganar todos los partidos y competiciones, incluso en los entrenamientos. La ingle izquierda me dolía un poco, pero me dio igual. Seguí trabajando. No tenía intención de darme por vencido. Ni siquiera me fijé en que aquel dolor empeoraba. Apreté los dientes. Había otros jugadores lesionados, pero no quería darle más problemas al entrenador. A veces tomaba calmantes para poder jugar. Intenté no pensar en ello, pero Mino se dio cuenta. Quería que trabajara duro, no que me destrozara.

—No puedes seguir así, colega. No puedes jugar lesionado.

Finalmente empecé a tomármelo en serio y fui a ver a un especialista. Decidió que había que operarme.

En el Hospital Universitario de Róterdam me implantaron un refuerzo en la ingle y después tuve que recuperar fuerzas en la piscina del club. Aquello no me hizo gracia. Mino le dijo al fisioterapeuta que lo había tenido todo muy fácil.

—Este chaval no ha hecho otra cosa que presumir y divertirse. Ahora tiene que prepararse para pelear y agotarse. ¡Dale duro!

Tuve que ponerme un monitor de pulsaciones y una especie de chaleco salvavidas que me mantenía a flote; correr en la piscina hasta alcanzar el nivel máximo. Después me entraron ganas de vomitar. Me desmayé en el borde de la piscina, tenía que descansar. No podía moverme. Estaba completamente agotado. Una vez tuve ganas de orinar. La situación empeoró. No había forma humana de que llegara a los servicios. Había un agujero junto a la piscina y me alivié en él. ¿Qué otra cosa podía hacer? Estaba exhausto.

En el Ajax había una norma disciplinaria: nadie podía ir a comer hasta que dijeran: «pueden retirarse», y normalmente me iba en cuanto oía la última sílaba. Pero, en aquel momento, ni siquiera conseguía levantar la cabeza. Por mucho que gritaran, me quedaba hecho polvo junto a la piscina.

Seguí así un par de semanas y lo extraño es que no era por el exceso de entrenamiento. Había algo agradable en aquel dolor. Disfrutaba de poder agotarme hasta la extenuación y empecé a entender lo que significa trabajo duro. Comencé una nueva fase y me sentí mucho más fuerte de lo que había estado en los últimos tiempos. Cuando volví al equipo tras la fisioterapia, me esforcé al máximo en el terreno de juego. Noté que dominaba mi forma de jugar.

Mi autoestima había aumentado y vi algunos carteles que rezaban: «Zlatan, el hijo de dios» y cosas así. La gente gritaba mi nombre. Jugaba como nunca antes; no cabe duda de que me sentí de maravilla, pero pasó lo mismo de siempre: cuando alguien brilla, otros sienten celos. En el club flotaba cierta tensión, en especial entre los más jóvenes, que también querían destacar y que los vendieran a grandes equipos.

Imagino que Rafael van der Vaart fue uno de los que no se sintieron a gusto con la nueva situación. Rafael era uno de los jugadores más populares del país. No cabía duda de que era el favorito entre los aficionados reacios a que hubiera extranjeros en el terreno de juego. Ronald Koeman lo nombró capitán, a pesar de que solo tenía veintiún años. Estoy seguro de que le alimentó el ego, aunque también se convirtió en una presa fácil para los periódicos sensacionalistas. Salía con algunas famosas; en esas circunstancias, quizá no le resultó fácil encajar el éxito que estaba teniendo yo en los partidos. Seguramente, creía que era una estrella y no quería tener un rival. No lo sé. También estaba desesperado porque lo traspasaran, como todos nosotros. Habría hecho cualquier cosa por conseguirlo, creo. Aunque la verdad es que no lo conocía bien, cosa que no me importaba lo más mínimo.

Estábamos a comienzos del verano de 2004. La tensión entre nosotros no explotó hasta agosto. En mayo y junio, la situación todavía era llevadera. Volvimos a ganar la liga y nombraron mejor jugador a mi colega Maxwell. Me alegré. Si hay alguien a quien no envidio es a él. Recuerdo que fuimos a Haarlem para comer en la pizzería en que había crecido Mino y hablé con su hermana. Comentó algo sobre su padre que le había desconcertado.

—Empezó a conducir un Porsche Turbo. Me pareció muy raro. No era el tipo de coche que había tenido anteriormente. ¿Tuviste algo que ver?

—Tu padre…

Echaba de menos ese coche, pero esperaba que estuviera en buenas manos; ese verano quería alejarme de todo tipo de insensateces y concentrarme en el fútbol. La Eurocopa iba a disputarse en Portugal; era la primera competición europea importante en la que iba a participar como miembro de la selección sueca. Recuerdo que me avisó Henrik Larsson. «Henke», tal como lo llamo yo, fue un modelo para mí. En aquel tiempo, estaba acabando su carrera en el Celtic. Después del verano lo iban a vender al Barcelona; tras la derrota contra Senegal en el Mundial, declaró que no iba a jugar más en la selección y que se iba a centrar en su familia. Sin duda, cuando lo dice una persona como él, hay que creerle.

Se le echó de menos. Íbamos a jugar en el mismo grupo que Italia. Necesitábamos a todos los jugadores corpulentos que pudiéramos, e imagino que mucha gente se había olvidado de él. Después dijo que se arrepentía de sus declaraciones y que quería volver, cosa que me alegró.

Estaríamos los dos en la delantera, aquello nos reforzaría. Noté que la presión iba en aumento conforme pasaban los días. Cada vez se hablaba más de que podría ser mi gran oportunidad internacional. Imaginé que me vería todo el mundo, incluidos ojeadores y entrenadores extranjeros. Los días anteriores al torneo, los aficionados y los periodistas me rodeaban; en ese tipo de situaciones, siempre era agradable tener a Henke al lado. Él también había protagonizado grandes revuelos a alto nivel, pero el tumulto que se estaba formando a mi alrededor era de locura. Nunca olvidaré que incluso le pregunté:

—¡Santo Cielo, Henke! ¿Qué hago? Si hay alguien que lo sepa, eres tú. ¿Cómo se reacciona en estas situaciones?

—Zlatan, tendrás que apañártelas solo. Ningún jugador de Suecia ha estado metido en un circo como este.

En una ocasión vino un periodista noruego con una naranja. La gente había estado hablando de las naranjas desde que John Carew, que entonces jugaba con el Valencia, había criticado mi forma de jugar. A lo que respondí: «Lo que John Carew hace en el fútbol yo lo hago con una naranja». Aquel periodista quería que se lo demostrara.

Pero, bueno, ¿tenía que hacer famoso a aquel tipo también? ¿Por qué iba a seguirle el juego?

«Coge la naranja, pélala y cómetela. Tienen muchas vitaminas», le dije. Por supuesto, aquello también apareció en los medios de comunicación: «Ahí lo tenéis, chulito y arrogante». Y se habló mucho de mi tensa relación con los periodistas.

Pero ¿realmente fue una reacción tan extraña?