Un día, Pep Guardiola, el entrenador del Barcelona, con expresión pensativa y vestido con un traje gris, vino a verme. Parecía cohibido.
En aquellos tiempos, pensaba que era un buen tipo, quizá no otro Mourinho u otro Capello, pero parecía agradable. Aquello fue mucho antes de que empezáramos a pelearnos. Era el otoño de 2009 y estaba cumpliendo el sueño de mi niñez. Jugaba en el mejor equipo del mundo; setenta mil personas habían acudido al Camp Nou a darme la bienvenida. Era feliz, bueno, quizá no del todo. Los periódicos habían publicado las tonterías de siempre: que si era un chico rebelde, que si era difícil de tratar… Aun así, allí estaba. Mi compañera Helena y nuestros hijos se mostraban encantados. Teníamos una casa muy bonita en Esplugues de Llobregat y estaba listo para jugar. ¿Qué podía salir mal?
—Mira —me dijo Guardiola—, en el Barça nos gusta tener los pies en el suelo.
—Sí, claro. Estupendo.
—No venimos a los entrenamientos en Ferraris o en Porsches.
Asentí, no me enfadé ni dije: «¿Y a ti qué narices te importa qué coche tengo?». Al mismo tiempo, pensé: «¿Qué quiere? ¿Qué mensaje quiere transmitirme?». Creedme, a estas alturas ya no le doy importancia a ir de duro, a conducir un coche llamativo, a aparcarlo en la acera y a cosas así. No es eso. Me gustan los coches. Es una de mis pasiones y noté que sus palabras encubrían algo. Algo como: «No creas que eres especial».
Mi primera impresión fue que el Barcelona era como un colegio, una especie de instituto. Los jugadores eran enrollados —no tenía ningún problema con ellos— y contaba con Maxwell, mi antiguo compañero del Ajax y del Inter. A decir verdad, ninguno de los compañeros se comportaba como una estrella, lo que era un poco extraño. Messi, Xavi, Iniesta, todos ellos, parecían colegiales. Los mejores futbolistas del mundo agachaban la cabeza. Yo eso no lo entendía. Era ridículo. En Italia, si los entrenadores les hubieran pedido a las estrellas que saltaran, les habrían mirado y habrían pensado: «¿De qué van? ¿Por qué tenemos que saltar?».
En el Barcelona todo el mundo hacía lo que le decían. No encajé, en absoluto, así que pensé: «Aprovecha la oportunidad. No confirmes sus prejuicios». Empecé a adaptarme y me integré. Me volví excesivamente majo. Era una locura.
Mino Raiola, mi agente y amigo, me dijo: «¿Qué te pasa Zlatan? No te reconozco».
Nadie me reconocía, ninguno de mis amigos, ni uno solo. Empecé a estar bajo de moral; tenéis que saber que, desde los tiempos en que jugué en el Malmö FF, he mantenido la misma filosofía: hago las cosas a mi manera. Me importa un bledo lo que piense la gente y nunca me ha gustado estar con tipos estirados. Prefiero los que se saltan los semáforos en rojo, supongo que entendéis a que me refiero. Sin embargo, en ese momento no decía lo que me pasaba por la cabeza.
Decía lo que creía que la gente quería que dijese. Era un desastre. Conducía el Audi del club y asentía como había hecho cuando iba al colegio o, mejor dicho, como debía haber hecho en el colegio. Apenas les gritaba a los compañeros. Me aburría. Zlatan ya no era Zlatan; la última vez que me había pasado algo así fue cuando iba a clase en la elegante Borgarskolan. Allí vi por primera vez a chicas que llevaban chándales de Ralph Lauren; casi me cago encima cuando intenté salir con ellas. Aun así, empecé estupendamente la temporada, marqué un gol tras otro, y ganamos la Supercopa de Europa. Jugaba de maravilla, me sentía muy a gusto en el campo. Sin embargo, era una persona diferente. Había pasado algo, nada serio, todavía no, pero, aun así… Me quedaba callado y, creedme, eso es peligroso. Necesito estar enfadado para jugar bien. Tengo que gritar y protestar. Pero en ese momento me lo quedaba todo dentro. Quizá tenía que ver con la prensa, no lo sé.
Había sido el segundo traspaso más caro en la historia y los periódicos decían que era una persona problemática, que tenía mal carácter…, toda las tonterías que podáis imaginar. Por desgracia, notaba la presión, que en el Barça no les gustaba aparentar y cosas así, e imagino que quería demostrar que también podía comportarme así. Es lo más estúpido que he hecho en mi vida. Seguía jugando bien, pero ya no me divertía.
Incluso pensé en dejar el fútbol, aunque sin incumplir mi contrato, al fin y al cabo soy un profesional, pero había perdido el entusiasmo. Entonces llegaron las vacaciones de Navidad, fuimos a Suecia y alquilé una motonieve. Cuando la vida se detiene, necesito acción. Siempre voy como un loco. He conducido mi Porsche Turbo a trescientos veinticinco kilómetros por hora y he dejado a los policías tragando polvo. He hecho cosas tan insensatas que prefiero no recordar, y en la montaña disfruté con la motonieve. Sufrí una congelación y me lo pasé en grande.
¡Por fin sentía un subidón de adrenalina! El viejo Zlatan había vuelto. «¿Por qué tengo que aguantarlo? Tengo dinero en el banco. No tengo por qué dejarme la piel con ese idiota de entrenador. Lo que debería hacer es divertirme y cuidar de mi familia», pensé. Fueron unas vacaciones maravillosas, pero no duraron mucho. Cuando volvimos a España, se produjo la hecatombe. No fue algo repentino, sino más bien algo que pasó gradualmente, pero se notaba en el ambiente.
Hubo una nevada tremenda. Parecía que los españoles no hubieran visto nunca la nieve; en la montaña en que vivíamos, había coches atascados por todas partes. Mino, ese gordo idiota —ese maravilloso gordo idiota, para que no haya malentendidos—, temblaba como un flan vestido con chaqueta y zapatos de verano, y me convenció para que cogiéramos el Audi. Aquello fue un completo y absoluto desastre. Perdimos el control en una cuesta, chocamos contra un muro de cemento y destrozamos el eje delantero del coche.
Muchos compañeros del equipo tuvieron accidentes debido al temporal, pero ninguno tan gordo como el mío. Gané el campeonato «destroza coches», nos reímos un montón y seguí siendo yo mismo de vez en cuando. Todavía me sentía bien. Entonces Messi empezó a hacer comentarios. Lionel Messi es alucinante. Es absolutamente increíble. No lo conozco muy bien. Somos muy diferentes. Entró en el Barça cuando tenía trece años, se le educó en esa cultura y no tiene problemas con todas esas tontadas de colegio. En el equipo, el juego gira a su alrededor, lo que no deja de ser lógico: es un genio. Pero, en aquellos tiempos, yo marcaba más goles que él. Habló con Guardiola y le dijo que no quería jugar en la banda derecha, sino en el centro.
Yo era el ariete, pero a Guardiola le dio igual. Rectificó la formación táctica. Cambió el 4-3-3 por un 4-5-1, conmigo al frente y Messi detrás de mí, y acabé marginado. Los balones pasaban por Messi y no pude desarrollar mi juego. En el terreno de juego he de ser libre como un pájaro. Soy el que quiere destacar en todos los niveles. Guardiola me sacrificó. Esa es la verdad. Me aisló en la punta. Me parece bien, entiendo su dilema. Messi era la estrella.
Guardiola tenía que escucharle. Pero, ¡por favor!, yo también había marcado muchos goles y había jugado muy bien. No podía cambiar todo el equipo solo por un jugador. ¿Para qué me había comprado si no? Nadie paga tantísimo dinero para coartar a un futbolista. Guardiola debería habernos tenido en cuenta a los dos; por supuesto, la directiva del club se inquietó. Era la mayor inversión que habían hecho nunca y yo no estaba contento con el nuevo sistema de juego. Txiki Begiristain, el director deportivo, insistió en que fuera a hablar con el entrenador.
—¡Soluciónalo!
Aquello no me gustó. Soy un jugador que acepta las circunstancias.
—Vale, lo haré.
Uno de mis amigos me dijo: «Zlatan, es como si el Barça hubiera comprado un Ferrari y lo condujera como un Fiat». Y pensé: «Sí, es una buena forma de describirlo». Guardiola me había convertido en un jugador más, en uno peor, y el que salía perdiendo era el equipo.
Así que hablé con él. Fue durante una sesión de entrenamiento. Tenía algo muy claro, no iba a discutir con él, y así se lo dije.
—No quiero pelear ni busco enfrentamientos. Solo quiero tratar algunas cuestiones. —Asintió. Me dio la impresión de que parecía asustado, por lo que aclaré lo que acababa de decir—. Si cree que lo que quiero es montar una bronca, lo dejamos. Solo quiero hablar.
—Me parece bien. Me gusta hablar con los jugadores.
—Mire, no está aprovechando mi potencial. Si lo que quería era un jugador que solo marcara goles, debería haber comprado a Inzaghi o a alguien parecido. Necesito espacio, sentirme libre. No puedo estar corriendo arriba y abajo todo el tiempo. Peso noventa y ocho kilos, no estoy hecho para eso.
Reflexionó sobre lo que había dicho. Siempre lo meditaba todo hasta el último detalle.
—Creo que puedes jugar en esa posición.
—No, preferiría que me dejara en el banquillo. Con el debido respeto, sé lo que pretende hacer, pero me está sacrificando en beneficio de otros jugadores y eso no funciona. Es como si hubiera comprado un Ferrari y lo condujera como un Fiat.
Pensó un poco más acerca de mis palabras.
—Vale, quizás haya cometido un error. Es asunto mío, ya lo solucionaré.
Me alegré, iba a arreglarlo. Me fui más animado…, pero después me hizo el vacío. Apenas me miraba, y no soy del tipo de personas que se altera por esa clase de detalles, la verdad es que no. A pesar de mi nueva posición, seguí jugando de maravilla. Marqué más goles, aunque no tan bonitos como los que había metido en Italia. Estaba demasiado arriba. Ya no era el mismo «Ibracadabra», pero, aun así, cuando nos enfrentamos contra el Arsenal en la Liga de Campeones en el nuevo estadio Emirates jugamos mucho mejor que ellos. El partido fue muy intenso. Los primeros veinte minutos fueron absolutamente increíbles. Marqué el 0-1 y después el 0-2. Fueron unos goles muy bonitos y pensé: «¡Que le den a Guardiola! ¡Voy a ir a por todas!».
Entonces me sustituyó, el Arsenal contraatacó y marcó el 1-2 y el 2-2, lo que fue desastroso para nosotros. Más tarde tuve una lesión en la pantorrilla. Normalmente, los entrenadores se preocupan por esas cosas. Tener a Zlatan lesionado es un asunto muy serio para cualquier equipo, pero Guardiola se mostró frío como el hielo. No dijo ni una palabra. Estuve de baja tres semanas y no vino ni una sola vez a preguntarme qué tal estaba o si podría jugar el próximo partido.
Ni siquiera me daba los buenos días, no decía una palabra. Evitaba mirarme a los ojos. Si yo entraba en una habitación, él se iba. «¿Qué pasa? ¿Qué he hecho? ¿No tengo el aspecto adecuado? ¿He dicho alguna tontería?», me preguntaba sin parar. No podía dormir.
No dejaba de darle vueltas, y no exactamente porque necesitara el cariño de Guardiola. Por mí podía odiarme si quería. El odio y la venganza me motivan. Sin embargo, había perdido la concentración y lo comenté con los jugadores. Nadie tenía ni idea. Hablé con Thierry Henry, que entonces no era titular. Thierry Henry es el máximo goleador en toda la historia de la selección francesa. Es genial. Todavía era muy bueno y también lo estaba pasando mal con Guardiola.
—No me habla. No me mira a los ojos. ¿Qué crees que le pasa? —le pregunté.
—No tengo ni idea —contestó.
Empezamos a bromear sobre el asunto y hacer comentarios jocosos:
—Eh, Zlatan, ¿te ha mirado a los ojos hoy?
—No, pero le he visto la espalda de refilón.
—Estupendo, estás progresando.
Tonterías de ese tipo. En parte me ayudaron. Aun así, me estaba poniendo de los nervios; todos los días y a todas horas me preguntaba qué había hecho, en qué me había equivocado. No conseguía encontrar respuestas, ni una sola. Intuí que la conversación que habíamos mantenido sobre mi posición había sido la causa de que me hiciera el vacío. No había otra explicación. Aunque, de ser verdad, era ridículo. ¿Estaba intentando ponerme nervioso por una conversación sobre mi posición? Intenté acercarme y mirarle a los ojos, pero me evitaba. Parecía molesto. Podría haber solicitado una reunión y preguntarle qué pasaba, pero no iba a hacerlo de ninguna manera. Ya me había arrastrado demasiadas veces ante él. Era su problema.
Tampoco es que supiera cuál era. Sigo sin tenerlo claro… o quizá sí…, creo que no sabe cómo comportarse ante las personas que tienen carácter. Prefiere colegiales que se porten bien y, lo que es peor, huye de sus problemas. No tolera enfrentarse a ellos cara a cara, lo que lo complica todo aún más.
Y la situación se complicó.
Por aquel tiempo, el espacio aéreo europeo se llenó de una nube de ceniza volcánica procedente de Islandia. En Europa, los aviones permanecieron en tierra, y resulta que nosotros teníamos que enfrentarnos al Inter de Milán en San Siro. Fuimos en autobús. Algún espabilado en el Barça pensó que era buena idea. Ya no estaba lesionado. El viaje fue un desastre. Tardamos dieciséis horas en llegar a Milán y estábamos agotados. Hasta esa fecha era nuestro partido más importante, la semifinal de la Liga de Campeones, y me había preparado para los abucheos y la histeria que se produciría en mi antiguo estadio. No tenía ningún problema con jugar allí; de hecho, casi era todo lo contrario. Ese tipo de situaciones me motivan. Además, el ambiente estaba podrido y creo que Guardiola tenía algún problema con Mourinho.
Mourinho es una estrella. Ya había ganado la Liga de Campeones con el Oporto y había sido mi entrenador en el Inter. Es un buen tipo. Cuando conoció a Helena, le susurró: «Helena, solo tienes que hacer una cosa, alimenta bien a Zlatan, déjalo dormir y hazle feliz». Dice lo que le apetece. Me cae bien. Es el líder de su ejército. Pero también se preocupa. Me enviaba mensajes de texto a todas horas para preguntarme qué tal estaba. Es todo lo contrario que Guardiola. Si Mourinho ilumina una habitación, Guardiola cierra las cortinas. Imaginé que Guardiola intentaba estar a su altura.
—No nos enfrentamos a Mourinho, sino al Inter —dijo, como si en algún momento hubiéramos imaginado que íbamos a jugar al fútbol contra el entrenador. Después empezó a filosofar.
Casi no le presté atención. ¿Por qué debería de haberlo hecho? Solo dijo tonterías supremas sobre sangre, sudor, lágrimas y demás. Jamás había oído a un entrenador hablar así. Eran auténticas chorradas. Entonces sí que quiso hablarme. Fue en la sesión de entrenamiento en San Siro; la gente que había ido a vernos comentaba que Ibra había vuelto.
—¿Puedes jugar desde el principio? —me preguntó.
—Sí, claro. Lo estoy deseando.
—Pero ¿estás bien?
—Por supuesto. Estoy de maravilla.
Era como un loro; me estaba dando mal rollo.
—Mire, el viaje ha sido horrible, pero estoy en forma. La lesión se ha curado. Jugaré al cien por cien.
No parecía convencido. No conseguía entenderlo y llamé a Mino Raiola. Siempre lo llamo. Los periodistas suecos dicen que daña mi imagen, que es esto o lo otro. Pero ¿queréis que os lo diga claramente? Es un genio. Así que le pregunté que de qué iba este tío.
Ninguno de los dos conseguimos explicárnoslo y empezamos a mosquearnos. Jugué en la formación inicial. Empezamos ganando: 0-1. Después, el partido empeoró. Me sustituyó a los sesenta minutos y acabamos perdiendo 3-1. Fue un desastre. Estaba furioso. En otros tiempos, como cuando jugaba en el Ajax, le daba vueltas a los partidos perdidos durante días, semanas. Pero ahora tengo a Helena y a los niños. Me ayudan a olvidar y a seguir adelante, por lo que me concentré en el partido de vuelta en el Camp Nou. Era importante que nos recuperáramos. El ambiente se caldeaba por momentos.
La presión era una cosa de locos, como si corrieran rumores y necesitáramos una victoria importante para seguir adelante. Pero entonces… No quiero acordarme, bueno, la verdad es que sí quiero, porque me fortaleció. Ganamos 1-0, pero no fue suficiente. Fracasamos estrepitosamente en la Liga de Campeones, y después Guardiola me miraba como si la culpa fuera mía. Pensé: «¡Se acabó! He quemado mi último cartucho». Después de aquel partido, noté que ya no era bien recibido en el club y me sentía fatal cuando conducía el Audi. En el vestuario también lo pasaba mal. Guardiola me miraba como si fuera alguien molesto, un extraño. Era una locura. Guardiola era un muro, un muro de ladrillo. No aprecié ningún tipo de humanidad por su parte; lo único que deseaba era irme de allí.
Ya no formaba parte del club. Cuando nos enfrentamos al Villarreal, me dejó jugar cinco minutos. ¡Cinco minutos! Estaba hecho una furia, y no porque me confinara al banquillo. Eso lo entiendo, siempre que el entrenador sea lo bastante hombre como para decir que no se es lo suficientemente bueno, que no se tiene el nivel necesario.
Guardiola no decía ni una palabra ni me miraba. Estaba harto. Lo sentía en todo el cuerpo. Si hubiera sido Guardiola, me habría asustado. No es que se me dé bien manejar los puños. He hecho todo tipo de tonterías, pero no me peleo. Vale, en el terreno de juego creo que he dado algunos cabezazos. Cuando me enfado, pierdo el control y es mejor no estar cerca de mí.
Para daros algún detalle: después del partido, fui al vestuario, pero no había planeado ningún ataque furibundo. Sin embargo, no estaba nada contento, por decirlo suavemente. Al entrar, me encontré con mi enemigo rascándose la cabeza. No había mucha gente más.
Touré estaba allí, además de algún compañero… y la caja metálica en la que metemos el equipamiento del partido. Miré la caja. Le di una patada y salió volando unos tres metros. Aquello fue solo el comienzo. Después le grité: «No tienes huevos. —Y cosas mucho peores, y añadí—: Te cagas delante de Mourinho. ¡Vete a la mierda!».
Perdí los papeles. Lo normal habría sido que Guardiola me dijera que me calmara y que esa no era forma de hablarle al entrenador. Pero no, él no es así. Es un débil y un cobarde. Se limitó a coger la caja metálica como si fuera un trabajador de la casa y se fue. Nunca comentó nada, no dijo ni una palabra. Por supuesto, aquello se supo. En el autobús todo el mundo estaba muy preocupado y preguntaba qué había pasado.
«Nada. Solo he dicho la verdad», pensé. No me apetecía hablar del asunto. Estaba furioso. Mi entrenador y jefe me había hecho el vacío semana tras semana sin darme ningún tipo de explicación. Era ridículo. Durante mi carrera había tenido broncas enormes, pero al día siguiente lo arreglaba con quien fuera y no nos guardábamos rencor. Sin embargo, en ese caso solo recibí silencio y ciertos juegos psicológicos. Entonces pensé: «Tengo veintiocho años, en el Barça he marcado veintidós goles, he dado quince asistencias y, aun así, se me trata como si no existiera. ¿Me cruzo de brazos y lo acepto? ¿Sigo intentando adaptarme? ¡Ni hablar!».
Cuando me enteré de que iba a volver a estar en el banquillo frente al Almería, recordé esta frase: «En el Barcelona no venimos a los entrenamientos en Porsches o Ferraris». ¿Qué tontería era esa? Iré con el coche que me dé la gana, sobre todo si así fastidio a algún idiota. Subí a mi Enzo, pisé el acelerador a fondo y aparqué justo enfrente de la puerta de las instalaciones donde entrenábamos. Por supuesto, se montó un circo. Los periódicos dijeron que aquel coche costaba más que el sueldo mensual de todos los jugadores del Almería. Me dio igual. En ese momento, las tonterías que aparecían en los medios de comunicación no tenían ninguna importancia para mí. Estaba decidido a expresar lo que pensaba.
Defendería mi postura, un juego que domino a la perfección. Creedme, me he peleado muchas veces. No podía desatender mi preparación, y se lo comenté a Mino. Siempre planeamos juntos nuestras maniobras, las elegantes y las sucias. También llamé a todos mis colegas.
Quería ver la situación desde distintas perspectivas; me dieron todo tipo de consejos. Los colegas de Rosengård querían venir y destrozar el local, algo que fue un bonito detalle por su parte, aunque no me pareció la estrategia más adecuada en aquellas circunstancias. También se lo comenté a Helena. Ella pertenece a otro mundo. Es enrollada, pero también puede ser dura, y me dio ánimos: «Al menos, ahora eres mejor padre. Cuando estás en un club que no te gusta, organizas un equipo en casa». Aquellas palabras me hicieron muy feliz.
Jugaba al balón con los niños; me aseguré de que todos estuvieran bien y, por supuesto, pasé mucho tiempo con los videojuegos. Soy un adicto. Desde los tiempos en el Inter, en los que jugaba hasta las cuatro o las cinco de la madrugada y después iba a entrenar tras haber dormido apenas dos o tres horas, me he impuesto un límite: nada de Xbox o PlayStation después de las diez.
No podía malgastar el tiempo sin más e intenté dedicar esas semanas en España a mi familia, relajarme en el jardín y tomarme una Corona de vez en cuando. Aquel fue el lado positivo. Sin embargo, cuando no podía dormir por la noche o veía a Guardiola en los entrenamientos, surgía mi lado oscuro. La rabia se acumulaba en mi cabeza, cerraba los puños y planeaba mi venganza. Me di cuenta de que no había marcha atrás. Había llegado el momento de pronunciarme y volver a ser yo mismo.
Porque, no olvidéis: «Puedes sacar a un niño del gueto, pero nunca sacarás el gueto de él».