Me gusta decir que mi vida era como El gran chaparral. Era un circo con tres pistas y dije un montón de estupideces, como que la selección sueca habría ganado la Eurocopa 2000 si hubiera jugado en ella. Quizás entonces pequé de arrogante y enrollado, pero cuando me convocaron no me pareció igual de divertido.
También fue en abril. Acababa de marcar el gol contra el Djurgården y los periódicos se habían vuelto locos. Aparecía en los titulares a todas horas. Supongo que la gente que los leía no pensaba que fuera el tipo más humilde del mundo. Aquello me preocupaba un poco. ¿Creerían los tipos importantes como Patrik Andersson y Stefan Schwarz que era un fanfarrón?
Una cosa era ser una estrella en el Malmö FF y otra muy diferente estar en la selección. Había jugadores que habían quedado terceros en un Mundial, y yo, os lo creáis o no, era consciente de la actitud sueca de que no se debe intentar destacar, sobre todo cuando se es un recién llegado. Bien sabe Dios que me habían dado muchos palos en el equipo juvenil y que deseaba que se me apreciara.
Quería formar parte del grupo, pero no tuve un buen comienzo. Fuimos a una concentración en Suiza y los periodistas me perseguían a todas horas. Era casi violento. «Venga —quería decirles—, Henke Larsson está allí, id y hablad con él», pero no conseguía pronunciar esas palabras. En una rueda de prensa en Ginebra, me preguntaron si me parecía a algún jugador.
—No —contesté—, solo hay un Zlatan.
¿Es muy humilde eso, en una escala del uno al diez? Me di cuenta de que tenía que cambiar. Después de aquello intenté pasar inadvertido. Para ser sincero, no tuve que esforzarme mucho. Me sentía cohibido ante aquellas estrellas. Aparte de Marcus Allbäck, con el que compartía habitación, no hablé con muchos de ellos. Me quedaba en las bandas. «Es un solitario. Va a lo suyo», decían los periódicos.
Sonaba bien, me hacía aparecer como el interesante Zlatan.
La verdad es que me sentía incómodo y no quería molestar a nadie, en especial a Henrik Larsson, al que conocía como «Henke» y que era como un dios para mí. Entonces jugaba en el Celtic. Ese mismo año (2001) ganó la Bota de Oro como máximo goleador de todas las ligas europeas. Henke era increíble. Cuando me enteré de que íbamos a estar juntos en la alineación inicial contra Suiza, me alegré mucho.
Fue otra de esas situaciones surrealistas; varios periódicos publicaron extensos artículos sobre mí antes del partido. Querían mostrar un perfil adecuado de mi persona antes de mi debut internacional; hablaron con un director de estudios en Sorgenfri, el colegio en el que me habían asignado una profesora de refuerzo. Este dijo que había sido el alumno más rebelde que había tenido en treinta y tres años de carrera o algo parecido, que había sido el vándalo de Sorgenfri, todo un espectáculo. No fue nada más que un montón de palabrería, pero también incluyeron otras cosas, como que había una gran expectativa de que tuviera un gran éxito en la selección. La gente quería verme como vándalo y como estrella. Sentía la presión.
Seguía sin tener mucha suerte. Me sustituyeron en la primera mitad y no me convocaron para los partidos clasificatorios para el Mundial de ese año contra Eslovaquia y Moldavia. Lagerbäck y Söderberg confiaron en Larsson y Allbäck en la delantera. Ni siquiera era un jugador habitual en el equipo.
Nada salió como esperaba. Recuerdo la primera vez que jugué con la selección en Estocolmo. Nos enfrentamos a Azerbaiyán en el estadio Råsunda; todavía me sentía fuera de lugar. Estocolmo era otro mundo para mí. Era como Nueva York. Me sentí perdido e incómodo. Además, había muchas chicas guapas en la ciudad. Tenía la boca abierta constantemente.
Iba a empezar como reserva; el Råsunda estaba lleno o casi lleno. Había unos treinta y tres mil espectadores; las grandes figuras parecían seguros de sí mismos y acostumbrados a aquello, pero yo me hundí en el banquillo como un niño pequeño.
Después, a los quince minutos de iniciado el partido, pasó algo. La multitud empezó a gritar. Aullaban mi nombre. No sé cómo describirlo, pero me crecí y se me puso la carne de gallina. Todas las estrellas del equipo estaban en el terreno de juego: Henke Larsson, Olof Mellberg, Stefan Schwarz y Patrik Andersson, pero los aficionados no chillaban sus nombres. Gritaban el mío, y ni siquiera estaba jugando. Era casi demasiado. No lo entendí. ¿Qué había hecho realmente?
Había jugado unos cuantos partidos en la liga Allsvenskan, eso era todo; sin embargo, era más popular que los jugadores que habían participado en grandes campeonatos y que habían logrado el tercer puesto en un Mundial. Era una locura. Todos mis compañeros me miraban, aunque no sé si porque estaban contentos o hundidos. De lo único que me acuerdo es que ellos tampoco lo entendían. Era algo completamente nuevo, algo que no había sucedido nunca. Al cabo de un rato, en las gradas se oyó el cántico habitual: «Adelante, Suecia, adelante». Me agaché para atarme los cordones; estaba nervioso. Fue como recibir una descarga eléctrica.
Los espectadores pensaron que iba a calentar y bramaron: «¡Zlatan, Zlatan!» otra vez, completamente fuera de sí. Aparté las manos de las botas. Estaba en el banquillo. Acaparar el protagonismo habría sido demasiado, por lo que intenté pasar desapercibido.
Sin embargo, en mi interior, estaba disfrutando. Sentí un subidón enorme. La adrenalina se puso por las nubes cuando Lars Lagerbäck me pidió que me pusiera a calentar. Salí corriendo, absolutamente encantado, no voy a negarlo. Estaba en las nubes, las gradas no paraban de gritar «¡Zlatan, Zlatan!». Íbamos ganando 2-0. Elevé el balón con el tacón, un bonito truco que aprendí en los suburbios, lo recuperé y lo envié a las mallas. Todo el estadio explotó, incluso me sentí parte de Estocolmo.
Lo único es que fue como si hubiera llevado a Rosengård conmigo.
Un día de ese mismo año, estaba en Estocolmo con la selección nacional y fuimos a Undici, el local nocturno de Tomas Brolin. Entonces uno de mis colegas dijo:
—¿Me dejas la llave de tu hotel, Zlatan?
—¿De qué vas?
—Tú dámela.
—Vale, vale.
Se la di y no volví a pensar en ello. Cuando volví al hotel esa noche, mi colega estaba allí, había cerrado el armario. Parecía ocultar algo y estaba muy nervioso.
—¿Qué tienes ahí? —le pregunté.
—Nada especial. No lo toques.
—¿Qué es?
—Podemos venderlas, Zlatan.
¿Sabéis lo que era? Una auténtica locura. Un montón de cazadoras Canadá forradas de plumas que había robado en Undici. Así que, a decir verdad, no siempre frecuenté las mejores compañías. Además, la situación en el Malmö FF empezaba a mostrar altibajos. Era una situación curiosa seguir en un club que me había vendido a otro y, la verdad, yo no era precisamente un tipo equilibrado. De vez en cuando, me ponía histérico.
Explotaba sin más. Siempre lo había hecho, pero estaba en una situación distinta y la reputación de «chico malo» empezaba a calar. En el partido anterior al que jugamos fuera de casa contra el Häcken, me habían amonestado por gritar al árbitro y había cierta inquietud en el ambiente. ¿Iba el loco de Zlatan a hacer otra de las suyas?
El entrenador del Häcken era Torbjörn Nilsson, una antigua figura. En su equipo jugaba Kim Källström, al que conocía de la selección sub-21. Al principio del encuentro, hubo unas entradas muy duras. Avanzado el partido, derribé a Kim Källström por detrás. Después le di un codazo a otro jugador y me expulsaron. Perdí los estribos. De camino al vestuario, le di una patada a un altavoz y a un micrófono; al técnico de sonido que los había colocado no le gustó en absoluto. Me llamó idiota, me di la vuelta y me encaré con él: «¿A quién cojones le estás llamando idiota?».
El utilero nos separó, se armó un buen lío y hubo titulares en los periódicos. Me llegaron, calculo, unos siete millones de consejos de todas partes: me recomendaban que cambiara de actitud y cosas así. Si no, en el Ajax no me iría muy bien. ¡Mierda, mierda! El Expressen incluso entrevistó a un psicólogo, que dijo que necesitaba ayuda. Por supuesto, mi reacción inmediata fue: «¿Quién se ha creído que es? ¿Qué sabrá él?».
No necesitaba un psicólogo, sino paz y tranquilidad. La verdad es que no fue agradable estar en el banquillo y ver que el IFK Göteborg nos humillaba 6-0. La fluidez que habíamos mostrado en el partido inicial de la liga había desaparecido. Nuestro entrenador, Micke Andersson, también recibió muchas críticas. No tenía nada contra él ni tampoco mucho contacto. Si tenía algún problema, se lo comentaba a Hasse Borg. Pero había algo que empezaba a mosquearme, Micke respetaba demasiado a los jugadores más veteranos. Estaba asustado, simple y llanamente. Además, seguro que no estaba nada contento conmigo después de que me expulsaran contra el Örebro. Hubo algunos momentos de gran tensión. Cierto día, fuimos a jugar un partido de entrenamiento. Era verano. Micke Andersson hacía de árbitro. Hubo una disputa con Jonnie Fedel, el portero, que era uno de los jugadores más veteranos del equipo. Por supuesto, Micke pitó a favor de Jonnie. Me puse hecho una furia y fui hacia él.
«¡Tienes miedo a los abuelos! ¡Te asustan hasta los putos fantasmas!», berreé. En el campo había un montón de balones y empecé a darles patadas, bum, bum, bum.
Salieron disparados como misiles hacia los coches que había aparcados fuera, las alarmas y bocinas se dispararon; todo se paralizó mientras yo me encaraba contra todos con una feroz actitud barriobajera y mis compañeros me lanzaban miradas asesinas. Micke intentó calmarme y le grité: «¿Quién te crees que eres, mi madre?».
Estaba rabioso y me fui a los vestuarios, donde vacié mi taquilla, arranqué mi nombre y juré que no volvería jamás. Estaba harto. «Adiós, Malmö FF, hasta la vista, gilipollas», pensé mientras me alejaba en mi Toyota Celica. No volví a los entrenamientos, me dediqué a jugar con la PlayStation y a salir con los colegas. Fue un poco como hacer novillos en el colegio. Hasse Borg me llamó, completamente histérico.
—¿Dónde estás? ¡Tienes que volver!
Por supuesto, actué con sensatez. Cuatro días después volví, me comporté con educación, fui encantador y, a decir verdad, no creí que mi numerito hubiera sido para tanto. Ese tipo de cosas pasan en el fútbol, forma parte del juego: es un deporte que genera mucha adrenalina. Además, no iba a estar mucho tiempo en ese equipo. Me iba a los Países Bajos. Imaginé que no me penalizarían y que aquel incidente no tendría consecuencias ridículas. Estaba más preocupado por cómo se despedirían de mí. Hacía unos meses, el Malmö FF había atravesado una crisis. Habían descubierto un agujero de diez millones de coronas (más de un millón de euros) en sus finanzas y no podía permitirse comprar ningún jugador estrella.
En ese momento, era el club más rico de Suecia, les había aportado un capital enorme. Incluso Bengt Madsen, presidente del Malmö FF, lo había dicho en los periódicos: «Un jugador como Zlatan solo aparece una vez cada cincuenta años». Así que no era extraño pensar que me harían una despedida por todo lo alto o, al menos, que me dirían: «Gracias por los ochenta y cinco millones». Sobre todo, después de que la semana anterior hubieran despedido a Niclas Kindvall ante treinta mil espectadores en el partido contra el Helsingborg. Por supuesto, sabía que me tenían miedo. Era el único que podía echar por tierra el trato con el Ajax si hacía alguna locura. Mi último partido en la liga Allsvenskan estaba próximo.
Se jugó el 26 de junio fuera de casa, contra el Halmstad. Me preparé para despedirme por todo lo alto. Para mí no significaba gran cosa, no os equivoquéis. Había acabado con el Malmö FF. Mentalmente ya estaba en Ámsterdam. Aun así, una etapa de mi vida estaba tocando a su fin y recuerdo que leí la lista que habían colocado en la pared con los nombres de los jugadores que iban a Halmstad. Tuve que releerla.
Ibrahimović no aparecía. Ni siquiera iba a estar en el banquillo. Tendría que quedarme en casa, ese fue mi castigo. Fue la forma en que Micke quiso demostrarme quién estaba al mando y, bueno, lo acepté. ¿Qué otra cosa podía hacer? Ni siquiera me enfadé cuando explicó a la prensa que estaba «sometido a mucha presión y algo desequilibrado», que «necesitaba descansar». Vaya, básicamente dijo que no me había convocado porque tenía buen corazón. Con todo, seguía siendo tan ingenuo que creí que la dirección del club había planeado algo, quizás algún acto con los aficionados.
Al poco, Hasse Borg me pidió que fuera a su despacho. Ya sabéis que no me gustan ese tipo de cosas. Siempre imagino que me van a leer la cartilla o algo así. Estaban pasando tantas cosas que fui sin ninguna idea preconcebida. Hasse y Bengt Madsen me esperaban con actitud tensa y distante, y pensé: «¿Qué es esto, un funeral?».
—Zlatan, el tiempo que has pasado con nosotros ha llegado a su fin.
—No querrá decir que…
—Nos gustaría…
—¿Me van a despedir aquí? —pregunté mirando a mi alrededor. Estábamos en el estúpido y aburrido despacho de Hasse, los tres solos—. ¿No lo van a hacer ante los aficionados?
—Bueno… —comenzó a decir Bengt Madsen—. La gente dice que trae mala suerte antes de un partido.
Lo miré. «¿Mala suerte?»
—Despidieron a Niclas Kindvall ante treinta mil personas y todo salió bien.
—Sí, pero…
—¿Qué quiere decir con «pero»?
—Queríamos entregarte este regalo.
—¿Qué coño es eso?
Era un balón, un adorno de cristal.
—Es un recuerdo.
—¿Así que esta es la forma en que me dan las gracias por los ochenta y cinco millones de coronas?
¿Qué se creían? ¿Que lo iba a llevar a Ámsterdam y a llorar cuando lo mirara?
—Queríamos expresarte nuestra gratitud.
—No lo quiero. Pueden quedárselo.
—No irás a…
Sí que lo hice. Dejé el balón de cristal en la mesa y salí del despacho. Esa fue mi despedida del club, ni más ni menos. No me gustó nada. Aun así, al poco lo olvidé. Me iba. ¿Qué era realmente el Malmö FF? Mi verdadera vida estaba a punto de empezar. Y cuanto más lo pensaba, más me gustaba.
No solo iba a ir al Ajax. Era el jugador mejor pagado y, aunque no fuera el Real Madrid, sin duda era un club importante. Cinco años antes había llegado a la final de la Liga de Campeones y el anterior había ganado esa competición. Había tenido jugadores como Cruyff, Rijkaard, Kluivert, Bergkamp y Van Basten. Este último había sido extraordinario, y yo iba a llevar su número. Era una locura. Iba a meter goles y a destacar. Sin duda era fantástico, pero también empecé a darme cuenta de que estaría sometido a una tremenda presión.
Nadie se gasta ochenta y cinco millones de coronas sin esperar algo a cambio. Hacía tres años que el Ajax había ganado su liga por última vez. Para un club como ese, aquello tenía mucha importancia. Es el mejor equipo de Holanda y sus aficionados quieren grandes triunfos. Tendría que cumplir con lo prometido y no comportarme con arrogancia. Jugaría a mi manera desde un principio. Sin duda, no podía empezar diciendo: «Soy Zlatan, ¿quién coño eres tú?». Haría lo posible por encajar y adaptarme a su cultura. El problema fue que siguieron pasando cosas a mi alrededor.
De vuelta a casa desde Gotemburgo, la policía me paró en un pueblo pequeño llamado Bottnaryd, cerca de Jönkôping. Iba a ciento diez kilómetros por hora en una zona restringida a setenta, no iba exactamente a tope, sobre todo si se piensa en las consecuencias. Me retiraron el carné de conducir durante un tiempo; la prensa no solo publicó unos titulares desmedidos, sino que se aseguró de recordar también el incidente en Industrigatan.
Se recopilaron listas enteras de todos los escándalos en los que me había visto envuelto y de las veces que me habían expulsado de un terreno de juego. Esas noticias, por supuesto, llegaron a los Países Bajos. A pesar de que la directiva del club estaba al corriente de la mayoría de todas esas cosas, los periodistas de Ámsterdam también consiguieron enterarse. Por mucho que quisiera ser un buen chaval, me tildaban de mal chico antes incluso de empezar a jugar. El Ajax también había fichado a un jugador egipcio llamado Mido, que había triunfado en el K. A. A. Ghent de Bélgica. Los dos teníamos reputación de ser unos incontrolados. Para colmo, cada vez se hablaba más del entrenador que había conocido en España, Co Adriaanse.
Corrían rumores de que era como un maldito oficial de la Gestapo y que lo sabía todo de sus jugadores. Se contaban historias demenciales de los castigos que aplicaba, como el de un portero que contestó su móvil en una sesión táctica y tuvo que pasar todo el día en la centralita del club, a pesar de no saber ni una palabra de holandés. Debió de repetir una y otra vez: «Hola, hola, no entiendo». Oí otra en la que tres jugadores juveniles que se fueron de fiesta tuvieron que tumbarse en el campo de entrenamiento mientras sus compañeros les pasaban por encima con las botas con tacos. Había muchas más, pero no me preocupaban lo más mínimo.
Los entrenadores están presentes en prácticamente todas las conversaciones; la verdad es que siempre me han gustado los tipos que imponen disciplina. Me llevo bien con los que mantienen la distancia con los jugadores. Así es como me crie. Nadie me dijo: «Pobre Zlatan, claro que jugarás». No tuve un padre que viniera a los entrenamientos, le hiciera la pelota a todo el mundo y se preocupara de que me trataran bien. Tuve que cuidarme yo solo. Prefiero tener una bronca, llevarme mal con un entrenador y jugar porque soy bueno que tener buena relación con él y jugar porque le caigo bien.
No quiero que me mimen, eso me desconcierta. Solo quiero jugar al fútbol, nada más. Cuando hice las maletas y me fui, estaba nervioso. El Ajax y Ámsterdam eran algo completamente nuevo. No sabía nada de la ciudad. Recuerdo el vuelo, el aterrizaje y a la mujer del club que vino a recogerme.
Se llamaba Priscilla Janssen. Trabajaba para el Ajax. Hice un esfuerzo por ser agradable y saludé al chico que estaba con ella. Tenía más o menos mi edad y parecía tímido, pero hablaba inglés muy bien.
Dijo que era brasileño. Había jugado en el Cruzeiro, un equipo famoso. Lo sabía porque Ronaldo había militado en sus filas. Era nuevo en el Ajax, como yo. Tenía un nombre muy largo que no conseguí entender bien. Me dijo que podía llamarle Maxwell. Intercambiamos nuestros números de teléfono. Luego Priscilla me llevó en un Saab descapotable a la casita adosada que me había asignado el club en Diemen, un pueblo algo alejado de la ciudad. Allí me quedé, con una cama sin estrenar y una televisión de sesenta pulgadas, jugando con la PlayStation, sin saber qué iba a pasar.