11

Nadie sabía que Helena y yo estábamos juntos, ni siquiera su madre. Nos aseguramos de mantenerlo en secreto. Cualquier cosa relacionada conmigo, por nimia que fuera, aparecía en los titulares; no queríamos que los periodistas se pusieran a hurgar en nuestra relación incluso antes de que supiéramos si funcionaría.

Hicimos todo lo que pudimos por despistarlos y el ser tan diferentes nos ayudó desde el principio. Nadie podía creer que estuviera con una mujer con carrera propia y once años mayor que yo. Si nos veían en algún sitio juntos, en un hotel o en algún lugar parecido, seguían sin caer en la cuenta, y aquello fue una suerte. Nos vino muy bien. Sin embargo, todo aquel disimulo tenía un precio.

Helena perdió amigos, se sintió aislada y sola, y yo me puse más furioso aún con los medios de comunicación. Había ido a Gotemburgo a jugar un partido internacional contra San Marino. La situación en el Ajax había empezado a ser mejor, estaba de buen humor y hablé con la prensa con bastante libertad, como en los viejos tiempos, incluso con un periodista del Aftonbladet. No había olvidado lo que había publicado ese periódico sobre el episodio en el Spy Bar. Aun así no quise guardarle rencor, seguí hablando e incluso comenté la posibilidad de tener una familia en el futuro —nada inusual, en absoluto; era una charla distendida—, de que me gustaría tener hijos. ¿Y sabéis lo que hizo ese periodista?

Escribió un artículo en forma de anuncio: «¿Quién quiere ganar la Liga de Campeones conmigo? Deportista, veintiún años, metro noventa y cinco de estatura, ochenta y cuatro kilos de peso, pelo y ojos oscuros busca mujer de edad similar para relación seria». ¿Creéis que me alegré? Me puse furioso. ¡Había sido una falta de respeto! ¡Un anuncio personal! Me entraron ganas de darle una buena; cuando me lo encontré al día siguiente en el túnel de salida al campo, no estaba muy contento.

Si le entendí bien, en el periódico se habían enterado de que estaba muy enfadado; creo que se lo contó alguien de la selección. Quería disculparse y que todo volviera a ser como antes. En aquellos tiempos, aún se podía hacer un montón de dinero a costa de mi nombre. Creedme, no me lo creí, e imagino que debería estar contento de haberme contenido. Conseguí controlarme y decirle entre dientes:

—¡Eres un payaso! ¿Qué coño estás intentando decir? ¿Que tengo problemas con las mujeres?

—Lo siento, solo quería… —farfulló, no consiguió decir una frase coherente.

—¡No quiero volver a hablar contigo! —le grité antes de alejarme.

La verdad es que pensé que lo había asustado o que en el futuro aquel periódico me mostraría más respeto. Pero no fue así. Ganamos aquel partido internacional 0-5 y marqué dos goles. ¿Y cuál creéis que fue el titular del Aftonbladet al día siguiente? ¿«Adelante Suecia, próxima parada la Eurocopa»? ¡Ni hablar! Publicaron: «¡Qué vergüenza, Zlatan!», aunque no me había bajado los pantalones ni le había dado una paliza al árbitro.

Tiré un penalti y lo marqué. Íbamos 0-4 y me hicieron una falta en el área. Por supuesto, Lars Lagerbäck tenía su lista de lanzadores de penaltis; Kim Källström estaba el primero en ella, pero acababa de marcar un gol y pensé que era algo que se me daba bien. Estaba en forma y tenía ganas de lanzarlo. Cuando Kim vino, puse el balón al otro lado del cuerpo como para decirle que no se llevara mi juguete. Extendió la mano para pedírmelo y le di una palmadita, coloqué el balón en el punto de penalti y lo tiré. No pasó nada más, no fue una de mis mejores reacciones y después me disculpé, pero, bueno, no fue exactamente la guerra en los Balcanes ni una revuelta en los suburbios. Fue un gol en un partido de fútbol. Aun así, el Aftonbladet le dedicó seis páginas a ese incidente; no lo entendí. ¿Por qué escribir anuncios personales y «¡Qué vergüenza Zlatan!» si ganamos 0-5?

«Si alguien tendría que haber sentido vergüenza, debería haber sido ese periodista», dije en una rueda de prensa al día siguiente.

Después de aquello boicoteé a ese periódico; cuando se celebró la Eurocopa, en Portugal, no vi ningún motivo para que nuestras relaciones se reanudaran. Seguí con mi guerra, pero estaba corriendo un riesgo. Si no hablaba con ellos, no tenían nada que perder, y lo último que deseaba es que se aireara mi relación con Helena. Habría sido un desastre en aquel momento, por lo que debía andarme con cuidado. ¿Qué podía hacer? La echaba de menos. Le pregunté si podía venir, pero tenía mucho trabajo. Después, uno de sus jefes, que había comprado entradas para el torneo, no pudo ir y preguntó si alguien quería utilizarlas en su lugar. Helena pensó que aquello era una señal, aceptó y vino unos días. Como siempre, intentamos pasar inadvertidos y nadie de la selección sueca se fijó en nosotros. El único que sospechó la relación que teníamos fue Bert Karlsson, un personaje conocido en los medios de comunicación y empresario, que se tropezó con ella en el aeropuerto y se preguntó qué hacía una chica como ella entre los aficionados vestidos con camisetas y sombreros estrafalarios. Aun así, conseguimos mantener su visita en secreto y me concentré en los partidos.

En la selección había un grupo de gente estupenda. Todos eran fantásticos, bueno, había un prima donna que decía cosas como: «En el Arsenal hacemos las cosas así. Es la forma en que deben hacerse porque en el Arsenal saben lo que hacen y yo juego con ellos».

Aquello me ponía furioso. En una ocasión dijo: «La espalda me está matando. No puedo ir en el autobús con todos, necesito uno para mí. Necesito esto, necesito lo otro…». ¿Quién demonios se creía que era para tratarnos con tal prepotencia? Lars Lagerbäck vino a hablar conmigo sobre aquel jugador.

—Por favor, Zlatan, tómatelo con profesionalidad. No podemos tener conflictos en el equipo.

—Mire —le contesté—, si me respeta, le respetaré. Punto.

Aquellas palabras parecieron escandalizarle.

Aparte de eso, el ambiente era excelente. Cuando jugamos el primer partido contra Bulgaria, en Lisboa, parecía que el estadio al completo se había vestido de amarillo y todos cantaban la canción de Markoolio para la copa de 2004. Fue increíble y arrollamos a Bulgaria.

Quedamos 5-0. Las expectativas de nuestros seguidores aumentaron. Con todo, parecía que, propiamente dicho, el torneo no había empezado todavía. Todo el mundo esperaba el partido contra Italia: el 18 de julio en Oporto. Estaba claro que los italianos querían vengarse. Solo habían conseguido empatar en su primer partido contra Dinamarca; además, ninguno de ellos había olvidado la derrota contra Francia en la anterior final de la Eurocopa. Estaban decididos a ganar; tenían un equipo fabuloso, con Nesta, Cannavaro y Zambrotta en la defensa, Buffon en la portería, y Christian Vieri en la delantera. Totti, su gran estrella, no podía jugar por haber escupido a un contrario en el partido contra Dinamarca, pero, aun así, yo estaba nervioso por tener que enfrentarme a ellos.

Era el partido más importante en esa fase de la competición. Mi padre estaba en la grada; y para mí representaba una excelente oportunidad. Noté que los italianos me respetaban. Parecían estar esperando a ver con qué salía mientras peleaba contra su defensa. El partido era muy serio. Los italianos desplegaron una ofensiva feroz; poco antes de que acabara la primera parte, Cassano, el joven jugador que había reemplazado a Totti, marcó el 1-0 gracias a un pase de Panucci. Nadie pensó que lo merecieran. Continuaron presionando, pero, poco a poco, fuimos entrando de nuevo en el partido; en la segunda parte tuvimos algunas oportunidades. Con todo, los italianos seguían dominando el partido. Empatar contra ellos no es nada fácil. Siempre se ha dicho que tienen una defensa magnífica. Cuando solo quedaban cinco minutos, conseguimos un saque de esquina.

Lo lanzó Kim Källström y hubo cierto revuelo en el área. Marcus Allbäck remató, después Olof Mellberg; se produjo un caos generalizado. El balón seguía en el aire, corrí hacia él y vi que Buffon se adelantaba y que Christian Vieri estaba en la línea de gol. Tiré. Fue un poco como una patada de kung-fu. En las fotos tengo el talón a la altura del hombro y la pelota describe una parábola sobre Christian Vieri, que intenta cabecearlo, a pesar de que no había mucho espacio entre su cabeza y el larguero. Pero el balón entró justo por la escuadra, contra Italia.

Era la Eurocopa y fue un taconazo cuando faltaban cinco minutos para que acabara el partido. Empecé a correr completamente enloquecido; todo el equipo me siguió, igual de exaltado, excepto un jugador, que corrió en sentido contrario. Qué más daba. Me tiré al suelo y todos mis compañeros se me echaron encima. Henrik Larsson gritó que lo disfrutáramos, sin más, pues se había dado cuenta de la trascendencia de aquel gol. Empatamos, pero para nosotros fue como una victoria. Llegamos a los cuartos de final contra Holanda. Sin duda, fue otro encuentro tenso.

Los aficionados holandeses, vestidos con atuendos y gorros de color naranja, me abuchearon y se burlaron de mí, como si estuviera jugando en el bando equivocado. El partido estuvo muy igualado y hubo muchas oportunidades. Acabó 0-0: a la prórroga. Rematamos alguna vez al larguero y a los postes, pudimos haber marcado varias veces. Finalmente, el encuentro hubo de decidirse con una tanda de penaltis. El estadio entero pareció sumirse en una oración.

Como de costumbre, ambas aficiones estaban nerviosas, muchos no se atrevían ni a mirar; otros nos abucheaban e intentaban ponernos nerviosos. La presión era increíble. Aun así, empezamos bien. Kim Källström metió su penalti; también Henke Larsson. Íbamos 2-2. Yo era el siguiente lanzador. Llevaba el pelo largo, sujeto con una cinta de pelo negra, y sonreí, no sé por qué. A pesar de todo, me sentía muy seguro (estaba nervioso, pero no asustado, ni hablar). Edwin van der Sar se colocó en la portería. Tendría que haber marcado.

Ahora, cuando tiro un penalti, sé perfectamente dónde va a ir el balón, a la red. Sin embargo, ese día tuve una sensación extraña justo cuando me acercaba. Fue como si al tirar quisiera sorprender a todo el mundo: fallé estrepitosamente. El balón salió desviadísimo. Fue un desastre y tuvimos que abandonar la competición. Olof Mellberg también falló y, creedme, no tengo un buen recuerdo de aquel día. Fue terrible. Con todo, esos partidos desencadenaron una serie de acontecimientos.

Agosto es un mes incierto. El mercado de fichajes finaliza el día 31, y se oyen rumores sobre fichajes por todas partes. La gente habla de la «temporada boba». Todavía es pretemporada y los periódicos no tienen muchas cosas que contar. ¿Va a ir a tal equipo? ¿O a tal otro? ¿Cuánto está dispuesto a desembolsar ese club? Las cifras se exageran y los jugadores se estresan. Aquello era evidente en el Ajax.

Los jugadores más jóvenes querían que los vendieran y se miraban entre sí con recelo. «¿Le habrán hecho una oferta? ¿Y a él? ¿Por qué no me llama mi agente?» Había tensión y envidia. Por mi parte, también tenía grandes esperanzas, pero seguía intentando concentrarme en el juego. Recuerdo que jugamos un partido contra el Utrecht; lo último que imaginé es que me fueran a sustituir. Pero eso es lo que sucedió. Koeman me hizo un gesto. Me enfadé tanto que le di una patada a un anuncio que había a un lado del campo mientras pensaba: «¿Por qué demonios me mandas al banquillo?».

En aquellos tiempos, aún seguía telefoneando a Mino después de los partidos. Me resultaba muy agradable comentar los detalles con él y quejarme un poco, pero, en esa ocasión, me desahogué del todo.

—¿A qué tipo de idiota se le ocurre sacarme? ¿Cómo puede ser tan tonto? —pregunté.

A pesar de que éramos duros el uno con el otro, esperaba que en aquella ocasión me apoyara y dijera algo como: «Sí, estoy de acuerdo, seguro que Koeman tuvo una hemorragia cerebral. Lo siento».

—Pues claro que te sustituyó. Eras el peor. Jugaste fatal.

—¿Qué coño estás diciendo?

—No hiciste nada. Debería de haberte sacado antes.

—Mira…

—¿Qué?

—A la mierda los dos, tú y el entrenador.

Colgué, me duché y fui a Diemen, pero mi estado de ánimo no mejoró. Al llegar a casa vi a alguien en la puerta. Era Mino. Qué cara más dura tiene el muy imbécil. Empezamos a gritarnos incluso antes de que saliera del coche.

—¿Cuántas veces tengo que decírtelo? —gritó—. ¡Has jugado fatal y no se pueden dar patadas a los anuncios! ¡A ver si maduras un poco!

—¡Vete por ahí!

—¡Que te den!

—¡Que te den a ti! ¡Quiero irme de aquí!

—Entonces vete a Turín.

—¿De qué me estás hablando?

—Es posible que la Juventus haga una oferta.

—¿Qué?

—Ya me has oído.

Y lo había hecho, pero no le había entendido en medio de semejante bronca.

—¿Has llegado a un acuerdo con la Juventus?

—Es posible.

—¿Eres lo mejor del mundo, maldito idiota?

—Todavía no hay nada seguro, pero estoy en ello —dijo.

¡La Juventus!

Aquello era muy diferente al Southampton.

La Juventus era seguramente el mejor club de Europa. Tenía estrellas como Thuram, Trézéguet, Del Piero, Buffon y Nedvěd; a pesar de que había perdido la Liga de Campeones frente al Milan el año anterior, en teoría no había otro equipo igual. Todos los jugadores eran superestrellas y el club acababa de contratar a Fabio Capello, el entrenador de la Roma, que hacía años que quería ficharme. Empecé a tener grandes expectativas. «¡Venga, Mino, consíguelo!», pensé.

En aquellos tiempos, Luciano Moggi era el director de la Juventus. Era un tipo duro, un traficante de influencias que había empezado de cero y se había convertido en uno de los peces gordos del fútbol italiano. Era el rey del mercado de fichajes.

Había transformado a la Juventus. El club había ganado la liga un año tras otro gracias a su liderazgo. No era famoso por ser precisamente una persona angelical. Se había visto involucrado en incontables escándalos de sobornos, drogas, juicios y cosas parecidas. De hecho se rumoreaba que pertenecía a la camorra napolitana. Evidentemente, eso era mentira, aunque sí es verdad que parecía un mafioso. Le gustaban los puros, los trajes llamativos y, como negociador, no se detenía ante nada. Era un genio a la hora de hacer tratos; un adversario al que tener en cuenta. Pero Mino lo conocía.

Podría decirse que eran viejos enemigos que se habían hecho amigos. Cuando quiso poner en marcha su negocio, Mino concertó una reunión con Moggi. No empezó con buen pie. El despacho de Moggi parecía una sala de espera. Había unas veinte personas fuera, todas ellas impacientes. Pero no pasaba nada. El tiempo fue transcurriendo. Finalmente, Mino perdió la paciencia y se fue hecho una furia. ¿Cómo se atrevió a dejar pasar una ocasión como esa? La mayoría de la gente habría entendido la situación. Moggi era un pez gordo, pero Mino no respetaba ese tipo de comportamiento. Si la gente lo trataba con mala educación, le daba igual quién fuera. Así que más tarde fue a verlo a Urbani, el restaurante de Milán que frecuenta el personal del club y los jugadores.

—Me has tratado muy mal —dijo entre dientes.

—¿Y quién coño eres tú? —preguntó Moggi.

—Te enterarás cuando compres a uno de mis jugadores —gritó Mino. Le odió durante mucho tiempo.

Incluso se presenta a otros presidentes de club diciendo: «Soy Mino, rival de Moggi». Como Moggi es una persona que hace enemigos con facilidad, es una frase que le resulta muy útil. El problema era que, tarde o temprano, Mino tendría que hacer negocios con Moggi. En el año 2001, la Juventus quería fichar a Pável Nedvěd, uno de los grandes jugadores de Mino. No concretaron nada. El Real Madrid también estaba interesado; se suponía que él y Nedvěd solo iban a Turín para tratar el traspaso. Entonces Moggi fue aún más lejos y llamó a periodistas, fotógrafos y aficionados, y organizó un comité de bienvenida antes de que comenzaran las negociaciones. Ni Nedvěd ni Mino consiguieron escabullirse.

A Mino tampoco le importó. Quería que Nedvěd fichara por la Juventus, y aquella maniobra le dio la oportunidad de negociar un contrato más ventajoso, pero, por primera vez, Moggi le impresionó. Aquel tipo se había portado muy mal anteriormente, pero sabía lo que hacía, dejaron de estar enfrentados, se hicieron amigos y empezó a decir: «Soy Mino, apoyo a Moggi». Tampoco es que se pueda decir que se adularan. Aun así se tenían respeto; evidentemente, otros clubs me habían seguido. Pero Moggi era el único que estaba interesado. Eso sí: negociar con él no iba a ser fácil.

No podía dedicarnos mucho tiempo. Tendríamos que reunirnos con él en secreto en Montecarlo. Se estaba celebrando el Gran Premio de Fórmula 1 de Mónaco e imagino que había ido a hacer negocios. El grupo Fiat es el dueño de Ferrari y de la Juventus. Fuimos a verlo en una sala vip del aeropuerto. Había un tráfico horrible y era imposible llegar en coche, por lo que tuvimos que ir corriendo, y Mino no está exactamente en buena forma física. Tiene sobrepeso. Llegó jadeante, sudoroso. Además, no iba vestido para una reunión de negocios.

Se había puesto unos pantalones cortos de estilo hawaiano, una camiseta Nike y zapatillas de deporte sin calcetines. Estaba empapado en sudor. Nos abrimos paso hasta la sala vip. Al entrar había una densa humareda. Luciano Moggi se estaba fumando un puro. Es algo mayor, está calvo y uno se da cuenta de inmediato de que es poderoso. Está acostumbrado a que la gente le obedezca. Se quedó mirando las pintas que traía Mino.

—¿Qué demonios te has puesto?

—¿Has venido para ver qué ropa llevo? —masculló Mino.

Así empezó la negociación.

Por aquellas fechas, teníamos un partido internacional contra Holanda en Estocolmo. Era amistoso, pero no habíamos olvidado la derrota en la Eurocopa de 2004; queríamos demostrar que podíamos ganarles. Todo el equipo quería vengarse, hicimos un juego ofensivo e intenso. Al poco de empezar el partido, me llegó un pase fuera del área. Inmediatamente me rodearon cuatro jugadores holandeses. Uno de ellos era Rafael van der Vaart; todos fueron a por mí. Fue una situación difícil, pero conseguí librarme de ellos y le di un pase a Mattias Jonson, que se había desmarcado.

Metió el 1-0. Después Van der Vaart empezó a quejarse de dolor en el suelo. Se lo llevaron en camilla con una rotura de ligamentos en el tobillo. No era nada serio, pero podía perderse un partido o dos; después declaró en los periódicos que le había lesionado a propósito. Me quedé de piedra, ¿por qué había mentido? Ni siquiera pitaron falta. ¿Cómo se atrevía a decir que lo había hecho a propósito? Y se suponía que ese tipo era el capitán de mi equipo.

Lo llamé por teléfono y le dije: «Mira, lo siento. Es una pena que te hayas lesionado y te pido disculpas, pero no ha sido intencionado». Fue lo mismo que comenté a los periodistas, cien veces. Aun así, Van der Vaart siguió manteniendo su versión. No entendí por qué. ¿Qué pretendía al hablar así de su compañero de equipo? No tenía sentido, ¿o sí?

Empecé a atar cabos, porque, no lo olvidéis, era agosto y el mercado de fichajes estaba abierto. Quizá quería irse del equipo o, ya puestos, que me echaran. No sería la primera vez que alguien intentaba algo parecido y tenía a los medios de comunicación de su parte.

Al fin y al cabo, era holandés. Era el niño bonito de las páginas de cotilleos; yo era el chico malo y, además, extranjero.

—¿Lo dices en serio? —le pregunté en un entrenamiento. Evidentemente, lo hacía—. Vale. Te lo diré por última vez: no fue intencionado. ¿Te enteras?

—Te he oído.

Aun así no se echó atrás un milímetro. El ambiente en el club se caldeó cada vez más. El equipo estaba dividido en dos bandos. Los holandeses estaban de parte de Rafael; los extranjeros, de la mía. Finalmente, Koeman nos reunió a todos. Para entonces yo estaba obsesionado con el tema. ¿Cómo se atrevía a acusarme de algo así? Me hervía la sangre. Nos sentamos en círculo en el comedor del tercer piso. Enseguida me di cuenta: aquello era serio. La dirección había insistido en que hiciéramos las paces. Éramos jugadores clave y teníamos que llevarnos bien, pero, de entrada, no dio ninguna oportunidad. Rafael se mostró aún más duro.

—Zlatan lo hizo a propósito —aseguró.

Me sacó de mis casillas.

¿Qué pasaba? ¿Por qué no dejaba el tema ya?

—No te lesioné adrede, lo sabes. Si me vuelves a acusar de algo así, te romperé las dos piernas. Entonces sí que será a propósito.

Por supuesto, todos los que estaban de parte de Van der Vaart empezaron a decir: «¡Lo veis! ¡Lo veis! ¡Es agresivo! ¡Está loco!». Koeman intentó calmar la situación.

—No será necesario llegar tan lejos, podemos solucionarlo.

La verdad, aquello no me parecía muy probable. Nos enviaron al despacho de Louis van Gaal, el director deportivo. En tiempos, había discutido con él y no me hacía ninguna gracia tener que ir a verlo acompañado de Van der Vaart. No me sentía exactamente rodeado de amigos. Nada más entrar, Van Gaal hizo una demostración de fuerza.

—Aquí el director soy yo.

—Sí, claro, gracias por avisarnos.

—Os pido que hagáis las paces. Cuando Rafael se recupere, jugaréis juntos.

—¡Ni hablar! Si él juega, yo no juego —aseguré.

—¿Qué estás diciendo? —contraatacó Van Gaal—. Es mi capitán y jugarás con él. Lo harás por el club.

—¿Su capitán? ¿Qué tontería es esa? Rafael ha estado diciendo a los periodistas que le he lesionado a propósito. ¿Qué tipo de capitán es el que ataca a sus compañeros? No voy a jugar con él, punto. Jamás. Puede decir lo que quiera.

Después me fui. Había mucho en juego. Saber que la Juventus contaba conmigo me había subido la moral. No había firmado nada todavía, pero tenía grandes esperanzas. Hablé con Mino. ¿Qué está pasando? ¿Qué dicen? Nuestra suerte siguió cambiando; a finales de agosto, íbamos a jugar contra el NAC Breda en la liga. Los periódicos seguían hablando de nuestro conflicto; los periodistas estaban de parte de Van der Vaart. Era su jugador predilecto, mientras que yo era el matón que lo había lesionado.

—Prepárate para recibir insultos —me advirtió Mino—. Los espectadores te odian.

—Estupendo.

—¿Estupendo?

—Ese tipo de cosas me estimulan. Se van a enterar.

Lo estaba deseando, en serio. La situación era complicada. Le conté a Koeman lo de la Juventus. Quería prepararlo: ese tipo de asuntos siempre son delicados. Me gustaba Koeman. Beenhakker y él fueron los primeros que se dieron cuenta de mi potencial y estaba seguro de que me entendía. ¿Quién no querría ir a la Juventus? Había pocas posibilidades de que Koeman me dejara ir de buena gana. También sabía que hacía poco había comentado en los medios de comunicación que había jugadores que creían ser más importantes que el club, sin duda pensando en mí. Tenía que escoger mis palabras con cuidado; decidí aprovecharme de algunas de las frases que Van Gaal había utilizado conmigo.

—No quiero que esto se convierta en una disputa, pero la Juventus cuenta conmigo y espero que lo soluciones. Una oportunidad como esta solo se presenta una vez en la vida —dije.

Tal como pensaba, me entendió. Él también había sido profesional.

—No quiero que te vayas. Prefiero que te quedes. Pelearé por ello.

—¿Sabes lo que ha dicho Van Gaal?

—No.

—Que no me necesita para la liga, que os podéis arreglar sin mí. Me quiere para la Liga de Campeones.

—¿Qué? ¿Eso ha dicho?

Koeman se puso como un loco. Se enfadó mucho con Van Gaal. Pensó que aquellas declaraciones dejaban claro que tenía las manos atadas y pocas posibilidades de pelear por mí. Era justo lo que quería. Recuerdo que salí al terreno de juego pensando que era una cuestión de vida o muerte. Era un partido crucial para mí. Los técnicos de la Juventus me estarían observando de cerca. Pero fue una locura. Tuve la impresión de que los holandeses me escupían. Me insultaron y me gritaron; mientras, en la parte superior de las gradas, el niño bonito de la afición, Rafael van der Vaart, recibía un aplauso. Fue ridículo. Pensaban que era un cabrón y que él era una víctima inocente. Pero todo eso cambió enseguida.

Estábamos jugando contra el Breda. A falta de veinte minutos para que acabara el partido, ganábamos 3-0. Habían sustituido a Rafael van der Vaart con Wesley Sneijder, un chaval muy bueno de los juveniles del Ajax. Era un jugador muy inteligente. Marcó el 4-1. Justo cinco minutos después de su gol, se internó en el campo contrario; recibí el balón a unos veinte metros del área. Tenía a un defensa en la espalda, pero me libré de él y después regateé a otro jugador. Aquello fue el comienzo, la introducción.

Amagué con el tiro, me acerqué más al área y volví a hacer una finta. Intentaba encontrar un ángulo de tiro, pero seguían llegando más defensas. Me rodearon y quizá debería haber pasado el balón, pero no vi posibilidad de hacerlo. En vez de ello, aceleré hacia delante con un hábil eslalon de regates, me di la vuelta delante del portero y utilicé el pie izquierdo para enviar el balón a las mallas. Inmediatamente, aquel gol se convirtió en un clásico.

Lo bautizaron como mi gol Maradona, porque recordaba al que marcó contra Inglaterra en los cuartos de final del Mundial de 1986. Había regateado a todo el equipo; el estadio explotó. Los aficionados se volvieron locos. Incluso Koeman empezó a dar saltos enloquecido, a pesar de que quería irme. Fue como si todo el odio que había contra mí se convirtiera en amor y triunfo.

Todo el mundo empezó a gritar, se puso de pie y dio saltos, excepto una persona. Las cámaras recorrieron el enfervorizado estadio hasta llegar a Rafael van der Vaart. Estaba sentado, inmóvil, inexpresivo. No movió ni un músculo, a pesar de que había marcado su equipo. Se quedó sentado como si mi jugada hubiera sido lo peor que le había pasado en la vida. Quizá lo fue. Porque, no lo olvidéis, antes del comienzo, todos me habían abucheado.

En ese momento gritaban un nombre: el mío. A nadie le importaba ya Rafael van der Vaart. En las televisiones, no dejaron de repetir el gol una y otra vez. Al cabo de un tiempo, los telespectadores de Eurosport lo eligieron como mejor gol del año, pero yo me concentré en algo diferente. El tiempo se acababa. Faltaban pocos días para que terminara el mercado de fichajes y Moggi había salido con una de las suyas. O era una treta, resultaba difícil saberlo. De repente, dijo que Trézéguet, el gran goleador de la Juventus, y yo no podíamos jugar juntos.

—¿Qué tontería es esa? —preguntó Mino.

—Sus estilos no encajan, no funcionará —contestó.

Aquello no sonó bien, en absoluto.

Cuando a Moggi se le metía algo en la cabeza, era difícil hacerle cambiar de idea. Entonces Mino descubrió la solución. Se enteró de que Capello, el entrenador, tenía una opinión diferente. Hacía tiempo que quería que jugara en su equipo. Por supuesto, Moggi era el director, pero también había que tener en cuenta al entrenador. Es capaz de poner en su sitio a cualquier estrella con solo mirarlo. Es un tipo duro. Mino los invitó a los dos a cenar. Empezó la conversación con una pregunta envenenada.

—¿Es verdad que Trézéguet y Zlatan no pueden jugar juntos?

—¿Qué tontería es esa? ¿Qué tiene que ver con esta cena? —contestó Capello.

—Moggi opina que sus estilos no armonizan, ¿no es así, Luciano? —Moggi asintió—. Por eso le pregunto a Capello si es cierto —continuó Mino.

—Me da exactamente igual que sea cierto o no, y a ti tampoco debería importarte. Lo que pase en el terreno de juego depende de mí. Trae a Zlatan y yo me encargaré del resto —zanjó Capello.

¿Qué iba a hacer Moggi?

No podía decirle al entrenador lo que había que hacer en el terreno de juego. Tuvo que ceder. Mino se percató de ello. Había conseguido lo que quería. Aun así, no todo había acabado, se iba a celebrar la gala del fútbol holandés.

Mino y yo habíamos ido para felicitar a Maxwell, que iba a recibir el premio al mejor jugador de la liga. La noticia nos había alegrado mucho, aunque tampoco había mucho que celebrar. Mino estaba frenético. Había estado yendo de un lado al otro para hablar con los directivos del Ajax y de la Juventus; siempre se había encontrado con nuevos problemas e interrogantes, ya fueran verdaderos o inventados para favorecer la posición negociadora de las partes. La situación parecía haber llegado a un punto muerto, el mercado de fichajes estaba a punto de cerrarse y yo estaba fuera de mí.

Estaba en casa, en Diemen, entretenido con Call of Duty o Evolution, unos videojuegos excelentes; jugando con mi Xbox. Aquello me ayudaba a olvidarme prácticamente de todo, pero Mino seguía llamándome cada pocos minutos. Estaba enfadado. Tenía la maleta preparada y había un avión privado de la Juventus esperando en el aeropuerto. Estaba claro que el equipo contaba conmigo, pero no se habían puesto de acuerdo en el precio. Siempre había algún impedimento; la directiva del Ajax no parecía tomarse en serio la oferta. Los italianos ni siquiera tenían un abogado en Ámsterdam; por mi parte, intenté presionar al Ajax. «Al parecer ya no juego con vosotros. Hemos acabado», le dije a Van Gaal y a su gente.

Aquello no ayudó. No pasaba nada, el tiempo se agotaba, y yo seguía absorto en la Xbox, deberías verme cuando me pongo así. Me concentro al máximo y los dedos vuelan en los controles. Es como una adicción. Libero todas mis frustraciones. Seguía enfrascado en el juego mientras Mino se afanaba por cerrar el trato. Se subía por las paredes. ¿Por qué no enviaba Moggi un abogado a Ámsterdam? ¿Por qué se mostraba indiferente?

Puede que formara parte de su estrategia, era difícil saberlo. No podíamos estar seguros de nada. Mino decidió actuar. Llamó a su abogado: «Coge el primer vuelo a Ámsterdam y finge que eres el representante de la Juventus». Así lo hizo. Y aquella farsa ayudó mucho: se reanudaron las negociaciones. A pesar de todo, no llegaron a un acuerdo. Mino se volvió loco. Volvió a llamarme por teléfono:

—¡Que les den! Avisa a tu abogado y coge un avión. Lo solucionaremos aquí.

Apagué el videojuego y salí de casa sin echar el candado de la puerta.

Fui al estadio. La dirección del club estaba reunida con el abogado de Mino. Cuando me vieron entrar, todos se pusieron de los nervios.

—Solo falta un documento, uno solo. Después todo estará correcto —dijo el abogado dándose la vuelta.

—No hay tiempo. Tenemos que irnos. Mino ha dicho que no nos preocupemos —respondí, y conduje hasta el avión de la Juventus que esperaba en el aeropuerto.

Para entonces ya había llamado a mi padre.

—Hola, esto es urgente. Estoy a punto de cerrar un trato con la Juventus. ¿Quieres estar presente?

Por supuesto que quería, y me alegré. Si salía bien, se habría cumplido el sueño de mi niñez y sería estupendo tener cerca a mi padre, él y yo, después de haber pasado tantas cosas juntos. Salió inmediatamente hacia el aeropuerto de Copenhague y voló a Milán, donde uno de los empleados de Mino lo recogió y lo llevó a las oficinas del club, al despacho en el que se formalizaban todas las transacciones del mercado de fichajes.

Llegó antes que yo. Cuando entré, me quedé de piedra. No era el padre al que estaba acostumbrado a ver, no era ni por asomo el que se sentaba en casa con el mono de trabajo puesto para oír música yugoslava. Era un hombre vestido con traje; podía pasar por un pez gordo italiano. Me sentí muy orgulloso y, a decir verdad, muy sorprendido. Jamás lo había visto trajeado.

—Padre…

—Zlatan…

Fue muy bonito. Afuera había fotógrafos y periodistas. Se había corrido el rumor. En Italia era una noticia muy importante. A pesar de todo, las negociaciones no habían concluido. El plazo llegaba a su fin. No había tiempo que perder. Moggi seguía poniendo problemas y tirándose faroles. Por desgracia, estaba consiguiendo lo que se proponía. Mi precio había bajado, los treinta y cinco millones que había pedido Mino en un principio se habían convertido en algo más de veinte y después en dieciséis, que, aun así, seguía siendo una cifra elevada. Era el doble de lo que había pagado el Ajax, pero para la Juventus no debería de haber sido un problema. Había vendido a Zidane al Real Madrid por ochenta y seis millones. ¡Podían permitírselo! Los directivos del Ajax no tenían por qué preocuparse, pero estaban nerviosos o, al menos, eso decían. La Juventus ni siquiera aportó un aval bancario. Seguro que tendrían un buen motivo para ello.

A pesar de todos sus éxitos, la Juventus había tenido veinte millones de pérdidas el año anterior, algo nada inusual en los grandes equipos, más bien todo lo contrario. Por mucho que ingresen, sus gastos siempre parecen aumentar. Empecé a pensar si lo de no aportar el aval bancario era otro truco, otro farol en las negociaciones. La Juventus es uno de los clubs más importantes del mundo y seguro que tenía el dinero, pero el Ajax se negaba a firmar si no lo entregaban. El tiempo seguía pasando. Era desesperante. Moggi seguía allí sentado, fumándose un puro; la gente pensaba que lo tenía todo controlado, como si les estuviera diciendo: «Esto se solucionará, sé lo que hago». Mientras tanto, Mino, con los auriculares puestos, estaba de pie algo alejado y les gritaba a los dirigentes del Ajax:

—Si no firman, no conseguirán los dieciséis millones. No tendrán a Zlatan. No tendrán nada. ¿Lo entienden? ¡Nada! ¿Y creen que la Juventus va a dejar de pagar? ¿La Juventus? Están locos. Hagan lo que quieran, dejen escapar esta ocasión. ¡Adelante!

Fueron unas palabras muy duras. Mino conoce el oficio. Aun así, no pasó nada y el ambiente se tensó aún más. Imagino que Mino necesitaba dar rienda suelta a la energía que llevaba dentro, o quizá solo quería tomarles el pelo. En aquella sala había muchas cosas relacionadas con el fútbol. Cogió un balón y empezó a jugar con él. Fue una locura. ¿A qué estaba jugando? No lo entendí. El balón salió volando, rebotó y le dio a Moggi en la cabeza y el hombro, y todo el mundo se preguntó: «¿De qué va todo esto? ¿Está comprobando cuantas pataditas da sin que el balón caiga al suelo en una situación como esta? ¿En medio de una crisis en las negociaciones?». No era exactamente el momento oportuno para ponerse a jugar.

—¡Deja el balón! ¡Le estás dando a la gente en la cabeza!

—No, venga. Nos lo jugaremos —contraatacó—. Intenta pararla, Luciano. Levántate y demuéstranos lo que sabes hacer. Esto es un saque de esquina, Zlatan. Ven y remata de cabeza, pedazo de vago.

Siguió así un buen rato; la verdad es que no sé qué pensarían los abogados y el resto de los presentes. Lo que quedó claro es que aquel día había conseguido un nuevo adepto: mi padre, que se echó a reír. Seguro que pensó: «¿Qué clase de tipo es este? Se necesita mucho aplomo para ponerse a hacer truquitos delante de un gerifalte como Moggi». Era su estilo, ponerse a cantar y bailar en el momento más inoportuno. Era dejarse llevar sin que importaran las consecuencias; desde entonces, mi padre no solo colecciona recortes de periódicos sobre mí, sino también todo lo que aparece sobre Mino. Es su mentalista favorito, porque se dio cuenta de algo: Mino no hizo el tonto, consiguió que se cerrara el trato. El Ajax no quería perder el dinero y a mí; su directiva decidió firmar en el último momento. Eran más de las diez (eso creo)…, y las oficinas normalmente se cierran a las siete. Al final lo habíamos conseguido. Me costó un rato asimilarlo. ¿Yo, profesional en Italia? Una locura.

Después fuimos a Turín. Mientras íbamos por la autopista, Mino llamó a Urbino, el restaurante habitual al que va el personal de la Juventus; les pidió que nos esperaran. Por supuesto, no le costó nada convencerlos. Nos recibieron como a reyes poco antes de la medianoche, nos sentamos, cenamos y hablamos sobre la negociación. Me alegré mucho de que mi padre estuviera allí y que hubiera sido testigo de todo.

—Estoy muy orgulloso de ti —me dijo.

Fabio Cannavaro y yo entramos al mismo tiempo en la Juventus y ofrecimos una rueda de prensa conjunta en el estadio Delle Alpi. Cannavaro es un tipo que está contando chistes y riéndose todo el tiempo. Me cayó bien desde el primer momento. Algunos años más tarde, fue elegido mejor jugador del año; en aquellos primeros días, me ayudó mucho. Después de la rueda de prensa, mi padre y yo volvimos a Ámsterdam, donde nos despedimos de Mino antes de volar a Gotemburgo, donde iba a jugar un partido internacional.

Fue una temporada frenética. Jamás volví a la casa adosada de Diemen. La dejé atrás, así de simple. Durante un tiempo, me alojé en el hotel Le Meridien, en la Via Nizza de Turín. Estuve allí hasta que me mudé al apartamento de Filippo Inzaghi en la Piazza Castello.

Mino fue a Diemen para recoger mis cosas. Al entrar en la casa, oyó ruidos en el piso de arriba y se asustó. ¿Era un ladrón? Sin duda aquello eran voces y subió las escaleras preparado para pelearse con quien fuera.

Pero no encontró a nadie, era la Xbox, que seguía encendida tres semanas después de que hubiera salido corriendo para ir a Italia en el avión privado de la Juventus.