15

Antes, en septiembre de 2005, habíamos jugado contra Hungría en un partido clasificatorio para el Mundial, en el estadio Ferenc Puskás de Budapest. Básicamente teníamos que ganar para clasificarnos; la presión había ido a más durante los días previos al encuentro, aunque finalmente llegó a su punto más bajo. No pasó nada, no conseguí entrar en el partido. Estaba en baja forma; cuando se cumplió el tiempo reglamentario, el marcador seguía 0-0 y los espectadores estaban deseando irse a casa.

Algunos periódicos me habían dado una puntuación muy baja. Mi rendimiento había sido decepcionante; mucha gente, sin duda, lo entendió como la confirmación de que era un divo sobrevalorado. Pero entonces recibí un balón en el área, creo que de Mattias Jonson. No supe muy bien qué hacer con él. Tenía a un defensa encima y tuve que regatear hacia fuera sin conseguir gran cosa tampoco. De repente, me giré sin más, porque, no lo olvidéis, esas son las situaciones por las que juego; por eso suele dar la impresión de que simplemente deambulo por el campo. Guardo las fuerzas para poder hacer movimientos rápidos y agresivos; conseguí avanzar hacia la línea de banda, el defensa no pudo seguirme. Se me presentó la oportunidad de disparar, aunque apenas había ángulo. Prácticamente no había espacio, el portero estaba bien colocado y la mayoría de la gente pensó que pasaría o centraría.

Tiré con todas mis fuerzas; normalmente, desde esa posición el balón no entra jamás. Hay muchas posibilidades de que se estrelle en la red por fuera; el portero ni se movió. Ni siquiera levantó los brazos. Durante una fracción de segundo, creí que había fallado. No fui el único. En el estadio no hubo ningún tipo de reacción. Olof Mellberg meneó la cabeza como diciendo: «¡Mierda! ¡Qué pena de oportunidad, y en tiempo añadido». Incluso se dio la vuelta. Esperaba que Hungría sacara de puerta hacia nuestro campo. Andreas Isaksson seguro que pensó que, como nadie había reaccionado y Olof estaba meneando la cabeza, el balón no había entrado. Entonces levanté los brazos y corrí hacia la red. El estadio cobró vida.

El balón no había salido fuera, de eso nada. Había ido directamente a la escuadra desde un ángulo imposible; el portero no había tenido oportunidad ni de mover un dedo. Al poco, el árbitro pitó el final del partido y nadie volvió a darme una puntuación baja.

El gol se convirtió en un clásico, conseguimos un puesto en el Mundial. Deseé, por encima de todo, que nos fuera bien: lo necesitaba. La verdad es que en el Mundial de Alemania, a pesar de mis problemas con la Juventus, tuve muy buenas sensaciones. Tras la marcha de Tommy Söderberg, teníamos otro segundo entrenador. Y no era uno cualquiera. Era Ronald Andersson, la persona que me había dicho: «Zlatan, ya va siendo hora de que dejes de jugar con los niños» y me había llevado al primer equipo. Estaba emocionado. No lo había visto desde que lo despidieron del Malmö FF. Me alegré de poder demostrarle que tenía razón, que había merecido la pena invertir en mí, a pesar de las críticas que recibió. Allí estábamos, las cosas nos habían ido bien a los dos. En general, el ambiente era bueno. Había muchos aficionados suecos. En todas partes se oía la canción que canta ese niño pequeño, ya sabéis a cuál me refiero: «Nadie juega al fútbol como él, Zlatan».

Tenía ritmo. Sin embargo, me seguía doliendo la ingle y mi familia siempre se estaba metiendo en líos. No importa que sea el hijo menor —solo Keki es más joven que yo—, me he convertido en un padre para todos. En Alemania siempre les pasaba algo. Primero mi padre, que había cancelado el viaje a última hora (todavía no sabía qué hacer con sus entradas); después el hotel, que estaba demasiado lejos; y, finalmente, mi hermano mayor, Sapko, que necesitaba dinero y cuando lo consiguió no pudo cambiarlo en euros. Y luego Helena, que estaba embarazada de siete meses (podía cuidar de sí misma, pero estaba rodeada de caos y alboroto). Cuando bajó del autobús antes de nuestro partido contra Uruguay, los aficionados la rodearon enloquecidos, se sintió insegura. Al día siguiente volvió a casa. Era una cosa detrás de otra, grandes y pequeñas.

«Por favor, Zlatan, ¿puedes solucionarnos esto y aquello?»

Era el coordinador del viaje de mi familia a Alemania y no podía concentrarme en el juego. El teléfono sonaba a todas horas. Se quejaban por todo lo habido y por haber. Era una absoluta locura. Estaba jugando un puto Mundial y, sin embargo, tenía que ocuparme de alquilarles coches y cosas parecidas. Quizá no debería de haber jugado, la ingle me estaba dando problemas. Nuestro primer partido era contra Trinidad y Tobago; se suponía que teníamos que ganar, pero no solo por un gol, sino por dos, tres o cuatro. Nada salió bien. Su portero era increíble y no conseguimos marcar ni cuando expulsaron a uno de sus jugadores. Lo único positivo de aquel encuentro fue saludar a su entrenador.

Era Leo Beenhakker. Fue estupendo volver a verle. Bien sabe Dios que hay un montón de gente que se atribuye méritos respecto a mi carrera. La mayoría dicen tonterías —ridículos intentos de aprovecharse de mi éxito—, pero hay algunas que significaron mucho para mí. Ronald Andersson es uno; Leo Beenhakker, otro. Creyeron en mí cuando otros dudaban. Espero poder hacer lo mismo cuando sea mayor y no limitarme a quejarme de los que son diferentes y decir: «Mira, ya está regateando otra vez. Ahora hace esto o lo otro». Me gustaría ver un poco más allá.

Existe una foto de ese encuentro con Beenhakker. Tengo la camiseta en el hombro y sonrío, a pesar de la decepción del resultado en el partido.

La tensión no amainó durante todo el torneo. Conseguimos empatar contra Inglaterra: aquello fue muy positivo. Después Alemania nos destrozó en el último partido de la fase de grupos. Jugué muy mal y no voy a intentar defenderme. Asumo toda la responsabilidad. La familia es la familia. Hay que ocuparse de ella. Aun así, no debería haber sido su coordinador del viaje. Aquel Mundial me enseñó una lección.

Más adelante se lo expliqué: «Podéis venir siempre que queráis e intentaré organizarlo todo, pero, una vez que estéis allí, tendréis que solucionar los problemas por vuestra cuenta y cuidar de vosotros mismos».

Regresé a Turín, pero ya no me sentía como en casa. Se había convertido en una ciudad que tenía que abandonar. Además, el ambiente en el club no había mejorado. Se había producido otro desastre.

Gianluca Pessotto fue uno de los defensas del equipo desde 1995. Lo había ganado todo con el club y era uno de los ídolos de la Juventus. Lo conocía bien, habíamos jugado juntos un par de años. No era un arrogante, para nada. Era increíblemente sensible y amable. Prefería quedarse siempre en segunda fila. Ignoro lo que pasó después.

Se había retirado y lo habían nombrado delegado del equipo, en sustitución de Alessio Secco, al que habían ascendido a director deportivo. Quizá no le resultó fácil acostumbrarse al trabajo en una oficina después de haber sido jugador. Lo que más le había afectado había sido el escándalo de los partidos amañados y que el equipo hubiera bajado a segunda división. Después también pasaron cosas en su familia.

Un día estaba trabajando en la oficina del cuarto piso, como de costumbre. Se subió a una ventana con un rosario en la mano, saltó de espaldas y aterrizó en el asfalto entre dos coches. Acabó en el hospital con fracturas y hemorragias internas. Se recuperó y todo el mundo se alegró, pero su intento de suicidio se interpretó como otra mala señal. Un poco como quién iba a ser el próximo que perdiera los papeles.

La situación era desesperada. El nuevo presidente, Giovanni Cobolli Gigli aseguró que no iba a dejar que se fuera ningún jugador más. La dirección pelearía por conservarlos a todos. Se lo comenté a Mino. Lo discutimos a fondo y llegamos a la conclusión de que solo había una forma de salir de allí. Teníamos que contraatacar. Así que Mino le dijo a la prensa: «Estamos dispuestos a utilizar todos los medios legales para abandonar el club».

No íbamos a mostrar ningún signo de debilidad ni a hablar. Si la Juventus adoptaba una postura radical, contestaríamos de la misma forma. No era una lucha sencilla. Había muchas cosas en juego y volví a hablar con Alessio Secco, el tipo que intentaba ser el nuevo Moggi. Enseguida me di cuenta de que había cambiado de actitud.

—Tienes que quedarte en el club. Te lo exigimos. Queremos que demuestres lealtad al equipo.

—Antes de que empezara la temporada dijiste lo contrario, que debería aceptar cualquier oferta.

—Pero ahora la situación ha cambiado. Tenemos una crisis. Te haremos un nuevo contrato.

—No voy a quedarme, de ninguna manera.

La tensión aumentaba cada día y cada hora que pasaba, la situación era muy desagradable y luché con todo lo que tenía a mi alcance: con Mino, con la ley, con todo lo que pude. Es cierto, no podía ser tan terco. El club me seguía pagando y mi gran duda era: ¿hasta dónde debo llegar? Lo hablé con Mino.

Decidimos que entrenaría con el equipo, pero que no jugaría ningún partido. Mino aseguró que cabía la posibilidad de interpretar el contrato de esa forma, así que, a pesar de todo, fui a la concentración de pretemporada en la montaña con el resto de los compañeros. Los jugadores de la selección italiana todavía no habían llegado. Seguían en Alemania, donde Italia acababa de ganar el Mundial. Había sido una gran victoria, sobre todo si se tienen en cuenta los escándalos que estaban sacudiendo el país. Los felicité. Por supuesto, aquello no me ayudó. El nuevo entrenador era Didier Deschamps, un antiguo jugador francés. Había sido capitán de la selección francesa cuando ganó el Mundial de 1998; en su nuevo trabajo se le había asignado la tarea de devolver a la Juventus a la primera división. Estaba sometido a una enorme presión; el primer día de la concentración se acercó a mí.

—Ibra.

—¿Sí?

—Quiero organizar el juego apoyándome en ti. Eres mi jugador clave. Representas el futuro. Tienes que ayudarnos a volver a primera.

—Lo siento, pero…

—Nada de peros. Tienes que permanecer en el club, no aceptaré otra respuesta —añadió y, a pesar de que me agradó que fuera tan importante para él, me mantuve firme.

—Me voy.

En la concentración compartía habitación con Nedvěd. Éramos amigos; Mino era nuestro agente, pero estábamos en situaciones diferentes. Al igual que Del Piero, Buffon y Trézéguet, había decidido quedarse en la Juventus. Recuerdo que Deschamps se acercó a nosotros, quizá con intención de enfrentarnos, no lo sé. Aseguró que no tenía intención de darse por vencido.

—Mira, Ibra, espero grandes cosas de ti. Eres una de las principales razones por las que acepté este trabajo.

—No me diga eso. Aceptó el trabajo por el club, no por mí.

—Lo digo en serio. Si te vas, yo también me voy —comentó.

A pesar de todo, no pude dejar de sonreír.

—Muy bien, empiece a preparar las maletas y llame a un taxi —respondí, y se echó a reír pensando que era un chiste.

Jamás había hablado tan en serio en mi vida. Si la Juventus estaba luchando por salvar su vida como uno de los grandes, yo estaba peleando por salvar la mía como jugador. Un año en la Serie B la habría interrumpido. Un día vinieron a hablar conmigo Alessio Secco y Jean-Claude Blanc. Este último había estudiado en Harvard y era un pez gordo muy meticuloso que la familia Agnelli había contratado para salvar a la Juventus. Había preparado todo el papeleo e impreso el borrador de un contrato con varias sumas. Inmediatamente pensé: «Ni siquiera lo leas, discute. Cuanto más discutas, más querrán que te vayas».

—No quiero ni verlo, no voy a firmar.

—Al menos mira lo que te ofrecemos. ¿no? Estamos siendo muy generosos.

—¿Para qué? No servirá de nada.

—No puedes saberlo si ni siquiera lo has leído.

—Por supuesto que lo sé. No estaría interesado ni aunque me ofrecieran veinte millones de euros.

—Eso es una insolencia.

—Entiéndalo como quiera —repliqué, y me fui.

Sé que le había ofendido, que había corrido un riesgo y que, en el peor de los casos, en septiembre podía estar sin equipo.

Tenía que arriesgar. Debía seguir ese juego, pero también sabía que ya no contaba con las mejores cartas para negociar. Había jugado mal en el Mundial y tampoco lo había hecho excesivamente bien en la última temporada en la Juventus. Estaba demasiado gordo y no había marcado suficientes goles. Aun así, esperaba que la gente se diera cuenta de mi potencial. El año anterior había jugado de maravilla y me habían elegido mejor jugador extranjero del equipo. Pensé que entre el resto de los clubs habría alguno interesado. Mino hacía todo lo que podía entre bastidores.

«Estoy esperando respuesta del Inter de Milán y del AC Milan», me había comentado. Aquello sonaba bien. Había luz al final del túnel.

Con todo, hasta ese momento solo habían mantenido conversaciones y todavía no sabíamos en qué situación me dejaría mi contrato con la Juventus. ¿Qué posibilidades tenía de irme del club si se negaban a traspasarme? No estaba seguro y las circunstancias cambiaban todos los días. Mino era optimista. Era su trabajo y yo no podía hacer otra cosa que esperar… y pelear. La prensa ya había aireado que quería irme a toda costa. También se rumoreaba que el Inter de Milán se había interesado por mí y los aficionados de la Juventus odian al Inter. Los jugadores siempre estamos rodeados de ellos. Nos esperan con álbumes de autógrafos y banderas en la puerta de las instalaciones donde entrenamos; en ocasiones, les dejan entrar. En este deporte todo es negocio y en la concentración en las montañas cercanas a Turín se colocaban junto al terreno de juego y me gritaban.

«¡Traidor! ¡Cerdo!», aullaban. No resultaba nada agradable.

La verdad es que, cuando se es jugador, uno se acostumbra a esas cosas. No le di importancia a aquellos insultos. Habían programado un partido amistoso contra el Spezia. ¿Y qué os he dicho de los partidos? Que no iba a jugar ninguno. Así que me quedé en la habitación con la PlayStation. El autobús esperaba fuera con el motor en marcha para llevarnos al estadio; todo el mundo ya había subido, incluido Nedvěd. Estaban muy impacientes. ¿Dónde demonios está Ibra? Esperaron y esperaron. Finalmente, Didier Deschamps subió a mi habitación. Estaba furioso.

—¿Qué haces ahí sentado? Tenemos que irnos. —Ni siquiera levanté la vista y seguí jugando—. ¿No me has oído?

—¿No oyó lo que le dije? —contesté—. Entrenaré, pero no jugaré ningún partido. Se lo he dicho diez veces.

—Ya lo creo que vas a jugar. Perteneces al equipo. ¡Venga, levántate ahora mismo! —Se acercó y se quedó de pie junto a mí, pero seguí jugando—. ¿Qué falta de respeto es esa? —gruñó—. Se te impondrá una multa, ¿me has oído?

—Me parece bien.

—¿Qué quieres decir con que te parece bien?

—Adelante, múlteme.

Al final se fue. Estaba lleno de ira. Me quedé allí con la PlayStation mientras el resto de mis compañeros se iba en el autobús. Si de momento la situación no había estado especialmente tensa, a partir de entonces sí que lo estuvo. El informe sobre el incidente fue ascendiendo en la cadena de mando y me multaron. Fueron unos treinta mil euros, creo. Era una guerra sin cuartel. Como en todas ellas, hay que utilizar una táctica. ¿Cómo iba a contraatacar? ¿Cuál iba a ser mi próximo movimiento? No dejaba de darle vueltas a la cabeza.

Tuve un visitante secreto. Ariedo Braida, un pez gordo del AC Milan, vino a verme a la concentración. Me escabullí, me reuní con él en un hotel cercano y hablamos de lo que sería pertenecer al AC Milan. Para ser sincero, no me gustó su estilo. Dijo cosas como que Kaká era una estrella y yo no, pero que su club me convertiría en una. Era como si yo los necesitara más a ellos que ellos a mí; no me sentí ni muy respetado ni deseado. Me entraron ganas de decir «No, gracias», pero mi situación negociadora no era la ideal. Estaba demasiado desesperado por irme de la Juventus. No tenía ningún triunfo en la mano y volví a Turín sin una oferta concreta.

Era agosto, hacía calor y Helena estaba muy embarazada y algo estresada. Los paparazzi nos seguían a todas partes. Yo la apoyé todo lo que pude. Seguía en tierra de nadie. No sabía qué iba a pasar y la situación no era fácil. El club tenía un nuevo campo de entrenamiento. Querían deshacerse de todo lo que había pertenecido a la época Moggi, incluidos sus cutres vestuarios. Por mi parte, seguí yendo a entrenar. Tenía que ceñirme a mi estrategia. Tuve una sensación extraña. Nadie me consideraba ya parte del equipo. Al menos me di cuenta de algo positivo: la Juventus no iba a pelear por mí con tanta intensidad como antes.

¿A quién le interesa un tipo que no muestra ningún interés y que se dedica a jugar con una PlayStation?

Todavía faltaba un largo camino por recorrer y la cuestión seguía siendo: ¿AC Milan o Inter? Tendría que haber sido una elección fácil. Hacía diecisiete años que el Inter no ganaba la liga, ya no era un gran equipo. Sin embargo, el AC Milan era uno de los clubs con más éxito en Europa, en todos los torneos. «Por supuesto que deberías ir al AC Milan», me decía Mino. Yo no estaba tan seguro. El Inter era el antiguo club de Ronaldo y parecía estar muy interesado en mí. Pensé en lo que me había dicho Braida en las montañas: «Todavía no eres una estrella». El AC Milan tenía un equipo más potente, pero seguía inclinándome por el Inter. Quería unirme al más débil.

—Muy bien —aceptó Mino—. Pero recuerda que en el Inter te enfrentas a un desafío completamente distinto. Allí no te regalarán ningún campeonato.

No quería que me regalaran nada. Deseaba desafíos y responsabilidad. Me di cuenta de lo que supondría entrar en un club que no había ganado la liga desde hacía diecisiete años y asegurarme de que lo hacía conmigo. Aquello me colocaría en un nivel completamente distinto. Tal como he dicho, todavía no había nada seguro; antes teníamos que arreglar una cuestión. Había que abandonar el barco que se hundía y afrontar lo que pasara después.

Como consecuencia del escándalo, el AC Milan tenía que clasificarse para la Liga de Campeones. El club era uno de los favoritos en el torneo, pero como los tribunales le habían penalizado restándole puntos, tenía que enfrentarse al Estrella Roja de Belgrado. El primer partido se disputó en San Siro, en Milán. Para mí también fue un partido importante. Si el Milan entraba en esa competición, el club tendría más dinero para comprar jugadores. Adriano Galliani, vicepresidente del AC Milan me había dicho: «Vamos a esperar el resultado y después volveremos a hablar».

Hasta entonces, el Inter se había mostrado más interesado, aunque tampoco había sido fácil negociar con ellos. Es propiedad de Massimo Moratti, un pez gordo, un magnate del petróleo. Aparte de ser el dueño del equipo, olía mi desesperación y había rebajado la oferta en cuatro ocasiones. Siempre pasaba algo. El 18 de agosto estaba en el apartamento de la Piazza Castello en Turín.

El partido entre el AC Milan y el Estrella Roja de Belgrado empezaba a las nueve menos cuarto. No lo estaba viendo, tenía otras cosas que hacer. Kaká le hizo un pase a Filippo Inzaghi, que marcó el 1-0, lo que alivió en parte la tensión en el club. Al poco sonó el móvil. Había estado recibiendo llamadas todo el día, sobre todo de Mino. Me contaba todas y cada una de las fases del proceso. En ese momento me dijo que Silvio Berlusconi quería reunirse conmigo. Me puse de pie, no solo por quien era, sino porque aquello demostraba que estaban realmente interesados en mí. Aun así, seguía sin verlo claro. Prefería el Inter, pero también caí en la cuenta de que aquella conversación no iba a perjudicarnos exactamente.

—¿Podemos aprovecharnos? —pregunté.

—Pues claro —contestó Mino.

Acto seguido llamamos a Moratti, al que, si hay algo que le gusta es poder hacerle un buen corte de mangas al AC Milan.

—Solo queríamos decirle que Ibrahimović va a cenar con Berlusconi en Milán —le dijo Mino.

—¿Qué?

—Ha reservado mesa en el Ristorante Giannino.

—¡Y un cuerno! —masculló Moratti—. Voy a enviar a alguien a casa de Zlatan ahora mismo.

Envió a Marco Branca, director deportivo del Inter de Milán. Era un tipo muy joven y delgado; cuando llamó a la puerta un par de horas más tarde, me enteré de otro detalle sobre él. Era uno de los mayores fumadores que he conocido en mi vida. Fue de un lado a otro del apartamento; en un momento, llenó un cenicero con colillas. Estaba estresado. Le habían encargado cerrar el trato antes de que Berlusconi tuviera ocasión de ajustarse la corbata y saliera a cenar al Giannino. No era de extrañar que estuviera frenético. Iba a birlarle un trato al hombre más poderoso de Italia, nada menos. Y Mino se aprovechó de la situación. Le gusta meter presión a sus contrincantes. Según él, los suaviza. Se produjeron varias llamadas en las que se habló de distintas cantidades. Era mi contrato. Eran mis condiciones. Mientras tanto, los minutos pasaban y Branca no paraba de fumar un cigarrillo tras otro.

—¿Aceptas? —preguntó.

Le pregunté a Mino.

—Acepta —me recomendó.

—Ok, trato hecho —dije.

Branca empezó a fumar aún más, llamó a Moratti y me fijé en lo nervioso que estaba.

—¡Zlatan ha aceptado! —exclamó.

Era una buena noticia, muy importante. Lo noté en el tono de su voz. Aun así, no había acabado todo. Los clubs tenían que negociar sus condiciones. ¿Por cuánto me venderían? Era un juego completamente nuevo. Si la Juventus me perdía, al menos ganaría una buena cifra. Pero todavía no se había acordado nada. Moratti me llamó.

—¿Estás contento? —me preguntó.

—Mucho.

—Entonces, encantado de darte la bienvenida —dijo, y estoy seguro de que entendéis por qué suspiré aliviado.

Toda la incertidumbre de la primavera y el verano se había disipado en un instante; lo único que faltaba por hacer era que Mino llamara a la dirección del AC Milan. Sin duda, Berlusconi ya no querría cenar conmigo. No íbamos a hablar del tiempo precisamente y, si había oído bien, acababan de fastidiarle el plan al AC Milan, y la directiva se estaría preguntando qué demonios había pasado. ¿Iba a jugar Ibra en el Inter?

—A veces las cosas pasan muy rápido —dijo Mino.

Al final me compraron por veintisiete millones de euros. Fue el traspaso más caro ese año en la Serie A; incluso me anularon la multa que tenía que pagar por haber estado jugando con la PlayStation en la concentración. Mino la hizo desaparecer como por arte de magia. Moratti dijo a la prensa que mi traspaso había sido tan importante como el de Ronaldo, lo que me llegó al corazón. Estaba listo para el Inter. Aun así, antes tenía que ir a una convocatoria de la selección sueca en Gotemburgo. Ahora lo que quería era tener un viaje agradable antes de que las cosas se pusieran serias.