13

No tenía ni idea de que la policía había intervenido el teléfono de Moggi. Quizá fue mejor así. La Juventus y el AC Milan competían por el primer puesto en la liga; por primera vez en mi vida, estaba viviendo con alguien. Helena se había exigido demasiado a sí misma. Había estado trabajando para Fly Me en Gotemburgo durante el día y en un restaurante por las noches, al tiempo que estudiaba e iba y venía a Malmö.

Se había esforzado demasiado y su salud se había resentido. Así que le dije: «Se acabó, te vienes conmigo». A pesar de que fue un cambio muy brusco, creo que le pareció una idea bonita. Finalmente, tenía tiempo para descansar.

Me trasladé del apartamento de Inzaghi a otro increíble con techos altos en el mismo edificio de la Piazza Castello. Parecía una iglesia; en la planta baja, había un café llamado Mood en el que hicimos amigos entre sus trabajadores. Nos servían el desayuno. A pesar de que todavía no teníamos hijos, nos acompañaba Hoffa, el doguillo. Aquel perro regordete era genial. Para cenar pedíamos tres pizzas: una para mí, otra para Helena y otra para Hoffa, que se la comía entera, excepto la corteza, sobre la que babeaba; después dejaba trozos por todas partes en la casa. Era nuestro hijo gordito y lo pasábamos muy bien. A pesar de todo, seguíamos proviniendo de mundos completamente diferentes.

En una de las vacaciones familiares, volamos en clase preferente a Dubái. Helena y yo sabíamos cómo comportarnos en los vuelos, pero mi familia era un poco diferente. A las seis de la mañana a mi hermano le apeteció un whisky. Mi madre estaba sentada delante de él. Es estupenda, pero con ella no se puede hacer el tonto. No le gusta que bebamos, algo comprensible cuando se sabe por lo que ha pasado. Se quitó el zapato. Era su forma de solventar el asunto: zapato en mano, le atizó en la cabeza a Keki. Pim, pam. Keki se volvió loco y le pegó también. Eran las seis de la mañana y se había armado un escándalo en clase preferente. Miré a Helena, quería que se la tragara la tierra.

En Turín normalmente iba a los entrenamientos a eso de las diez menos cuarto, pero aquel día se me había hecho tarde; mientras corría por el apartamento, nos pareció oler a humo. Al menos, eso dice Helena, no lo recuerdo. Lo que sí sé es que cuando abrí la puerta para salir había fuego en el umbral. Alguien había dejado unas rosas y les había prendido fuego. En aquel edificio, todos los apartamentos tenían cocina de gas; en la pared del rellano había una tubería de gas. De haberse producido una explosión, aquello podría haber acabado muy mal. Llenamos cubos con agua, apagamos las llamas y deseé haber abierto la puerta treinta segundos antes para haber pillado in fraganti a aquel idiota y haberle dado una buena. ¡Encender fuego en la puerta de una casa! ¡Hay que estar loco! ¡Y con rosas! ¡Rosas!

La policía nunca descubrió quién lo hizo. En aquellos tiempos, los clubs no le daban tanta importancia como ahora a la seguridad, así que olvidamos el incidente. Uno no puede estar preocupado todo el tiempo, tiene otros asuntos en los que pensar. Pasaban cosas a todas horas. Al poco de llegar a Turín, recibí la visita de dos payasos del Aftonbladet.

Fue cuando vivía en el hotel Meridien. El periódico quería mejorar nuestra relación, o eso dijeron. Para ellos suponía un montón de dinero. Mino decidió que había llegado el momento de hacer las paces. Recordad que nunca olvido. Las cosas se me quedan grabadas en la memoria y espero la hora de la venganza, aunque sea diez años después.

Cuando llegaron los periodistas, estaba en mi habitación; creo que cuando bajé ya habían hablado un rato con Mino. En cuanto los vi me di cuenta de que aquello no merecía la pena. ¡Un anuncio personal! ¡Un informe policial falso! ¡Qué vergüenza, Zlatan! Ni siquiera saludé. Me puse aún más furioso. ¿De qué iban? Fui muy duro con ellos. Creo que se llevaron un susto de muerte. Incluso les tiré una botella de agua a la cabeza.

«Si fuerais de mi barrio, no estaríais vivos», les dije, y quizá me pasé.

Estaba harto y rabioso, y seguramente es imposible explicaros la presión a la que estaba sometido. No solo eran los medios de comunicación, sino los aficionados, los espectadores, los entrenadores, la dirección del club, los compañeros de equipo, el dinero… Tenía que cumplir. Si no marcaba goles, me llegaban reproches por todos lados. Necesitaba desahogarme. Tenía a Mino, a Helena, a los amigos en el equipo, pero también había otras cosas, más sencillas, como mis coches. Me daban una sensación de libertad. En aquellos tiempos, tenía un Ferrari Enzo. Había sido una de mis condiciones en la negociación del contrato. Estábamos Mino, Moggi, Antonio Giraudo, el presidente, Roberto Bettega, que había sido internacional, y yo en una sala discutiendo el contrato. Mino dijo:

—Zlatan quiere un Ferrari Enzo.

Todos se miraron entre sí. No nos habríamos conformado con otro modelo. El Enzo era el último chico malo de Ferrari: el coche más extraordinario que había concebido la empresa. Solo se habían fabricado trescientos noventa y nueve; pensamos que quizás habíamos apuntado muy alto, pero a Moggi y a Giraudo les pareció una petición razonable. Al fin y al cabo, Ferrari pertenece al mismo grupo empresarial que la Juventus. Fue un poco como: «Pues claro que el chaval puede tener un Enzo».

—De acuerdo, le buscaremos uno —contestaron y pensé: «¡Guau, vaya club!».

Por supuesto, no lo consiguieron. Después de firmar, Antonio Giraudo dijo de pasada:

—El coche era el antiguo Ferrari, ¿verdad?

Me quedé de piedra y miré a Mino.

—No, es el nuevo, del que solo han fabricado trescientos noventa y nueve unidades —le aclaró Mino.

Giraudo tragó saliva.

—Creo que tenemos un problema —comentó, y lo teníamos.

Solo quedaban tres coches y había una larga lista de espera en la que aparecían nombres muy conocidos. ¿Qué íbamos a hacer? Telefoneamos al jefe de Ferrari, Luca di Montezemolo, y le explicamos la situación. Era muy difícil, nos aseguró, prácticamente imposible. Al final, cedió. Me conseguiría uno a condición de que no lo vendiera jamás.

«Lo tendré hasta el día en que me muera», contesté. La verdad es que aquel coche me encantaba.

A Helena no le gusta, es demasiado rápido y da demasiados botes para ella, pero a mí me vuelve loco, y no por las razones más obvias. Es enrollado, alucinante, rápido, es como proclamar: «Aquí estoy yo, el tipo que ha triunfado en esta vida». El Enzo me da la sensación de que he de trabajar más duro para merecerlo. Me impide volverme displicente. Cuando lo miro, pienso: «Si no doy la talla, me lo quitarán». Aquel coche se convirtió en otro estímulo, en otro acicate.

Otras veces, cuando necesitaba un aliciente, me hacía un tatuaje. Se convirtieron en una adicción. Siempre quería algo nuevo, aunque no actuaba por impulso. Meditaba todas mis decisiones. Aun así, al principio estaba en contra de ellos, me parecían de mal gusto, pero sucumbí a la tentación. Alexander Östlund me indicó dónde los hacían; lo primero que me tatué fue mi nombre en tinta blanca en la muñeca. Solo se ve cuando estoy moreno. Fue una prueba.

Después me volví más atrevido. Había oído la expresión: «Solo Dios puede juzgarme». Podían escribir lo que quisieran en los periódicos, gritar cualquier cosa desde las gradas, pero no conseguirían desalentarme. «¡Solo Dios puede juzgarme!» Me gustó. Cada uno ha de seguir su camino, así que me tatué esas palabras. También llevo un dragón, porque en la cultura japonesa representa al guerrero, y lo soy.

Tengo tatuada una carpa —el pez que nada a contracorriente—, un símbolo budista que protege del sufrimiento y los cinco elementos: agua, tierra, fuego, aire y madera. Llevo tatuada a mi familia en los brazos, los hombres en el derecho, que representa la fuerza: mi padre, mis hermanos y después mis hijos; y a las mujeres en el izquierdo, más cerca del corazón: mi madre y Sanela, aunque no a mis hermanastras, que abandonaron la familia. En ese momento lo tuve claro, pero después lo medité a fondo y pensé: «¿Quién es familia y quién no?». Aunque eso fue más adelante.

Entonces estaba concentrado en el fútbol. A menudo, a principios de primavera está claro qué equipo va a ganar la liga. Algunos destacan claramente. Sin embargo, aquel año hubo una dura lucha hasta el final. La Juventus y el AC Milan teníamos setenta puntos; los periódicos no se cansaban de escribir sobre aquel asunto. Se mascaba la tragedia. El 18 de mayo íbamos a enfrentarnos en San Siro. Parecía la final de la liga; la mayoría de la gente pensaba que ganaría el Milan y no solo porque jugaban en casa. En el partido de la primera vuelta en Delle Alpi habíamos empatado 0-0. Aun así, el Milan había dominado el partido, mucha gente lo consideraba el mejor equipo de Europa, a pesar de que el nuestro era muy potente. Nadie se sorprendió cuando volvió a disputar la final de la Liga de Campeones. Teníamos todas las de perder; la situación no había mejorado desde nuestro encuentro contra el Inter de Milán.

Fue el 20 de abril, pocos días después de mi hat-trick contra el Lecce. Había recibido grandes halagos. Mino me había advertido que el Inter de Milán me marcaría muy de cerca. Yo era una estrella, el Inter de Milán tendría que bloquearme o ponerme nervioso.

—Si quieres salir vivo, más te vale ir a por todas. Si no, no tendrás ninguna posibilidad —me aconsejó, y contesté de la forma habitual.

—No te preocupes, en las situaciones difíciles me crezco.

Estaba muy nervioso. La Juventus y el Inter de Milán se odian; ese año, el Inter tenía una defensa verdaderamente brutal. Marco Materazzi era uno de ellos. Hasta ese momento, nadie había recibido tantas tarjetas rojas como él en la Serie A. Era famoso por jugar sucio y de forma agresiva. Un año después, en el 2006, adquirió mala reputación mundialmente cuando le dijo algo más que grosero a Zidane en la final del Mundial y este le dio un cabezazo en el pecho. Materazzi insultaba y jugaba duro. A veces le llamaban el Carnicero.

El Inter de Milán también contaba con Iván Córdoba, un bajo pero atlético colombiano, y con Siniša Mihajlović. Este último era serbio, por lo que se había escrito que el partido iba a ser una miniguerra de los Balcanes. Lo que no dejaba de ser una auténtica tontería. Lo que pasa en el terreno de juego se queda en el terreno de juego. Más adelante, Mihajlović y yo nos hicimos amigos en el Inter de Milán; siempre me ha dado igual dónde haya nacido la gente. El tema del origen étnico me importa un bledo. Pensar lo contrario sería ridículo. Mi familia es una gran mezcla: mi padre es bosnio, mi madre es croata, y el padre de mi hermano pequeño es serbio. No, el partido no tenía nada que ver con ese tema.

Mihajlović era muy duro. Era uno de los mejores lanzadores de faltas del mundo e insultaba a todas horas. En un partido de la Liga de Campeones llamó «negro de mierda» a Patrick Vieira, lo que dio pie a una investigación policial y a que se le acusara de proferir insultos racistas. En otra ocasión, le dio una patada y escupió a Adrian Mutu, que acababa de empezar a jugar con nosotros y se le sancionó con ocho partidos. Estallaba como una bomba. Tampoco es que me esté escandalizando, en absoluto. Lo que pasa en el terreno de juego se queda en el terreno de juego. Eso es lo que pienso. Os sorprendería lo que llega a pasar en él. Hay golpes e insultos, es una lucha continua, pero para nosotros es normal y si he mencionado esos incidentes sobre los defensas del Inter de Milán es para que os deis cuenta de que no se les podía tomar a la ligera. Sabían jugar sucio y duro. Enseguida me di cuenta de que no iba a ser un partido normal, sino uno brutal, con insultos y lleno de odio.

Se dijeron muchas barbaridades sobre mi familia y mi honor, y respondí contraatacando con dureza. En ese tipo de situaciones, no se puede hacer otra cosa. Si flaqueas, te aplastan. Hay que canalizar la rabia para dar aún más de ti en el campo; mi juego fue muy físico y duro. No iba a ser fácil enfrentarse a Zlatan, ni por un segundo. En aquel tiempo, tenía más fuerza. Ya no era el delgaducho regateador del Ajax. Era más corpulento y más rápido. No era una presa fácil en ningún sentido.

Posteriormente, Roberto Mancini, entrenador del Inter de Milán, dijo: «Cuando ese fenómeno de Ibrahimović juega así, resulta imposible marcarlo».

Y bien sabe Dios que lo intentaron. Me hicieron incontables entradas y respondí con igual dureza. Me mostré indómito. Fui «Il Gladiatore», tal como dijeron los periódicos italianos. A los cuatro minutos de empezar el partido, Córdoba y yo chocamos con la cabeza y caímos al césped. Me levanté grogui. Córdoba sangraba profusamente, se retiró tambaleante y tuvieron que ponerle puntos. Regresó al terreno de juego con un vendaje en la cabeza, pero no nos moderamos, en absoluto. Noté que algo serio se estaba gestando y nos lanzamos miradas asesinas. Era la guerra. Hubo nervios y agresiones. A los trece minutos de partido, Mihajlović y yo caímos al suelo después de un choque.

Durante los primeros segundos, nos quedamos aturdidos sin saber muy bien qué había pasado. Después nos dimos cuenta de que estábamos sentados en la hierba el uno junto al otro; sentimos un subidón de adrenalina. El serbio hizo un gesto con la cabeza y yo contesté fingiendo que le daba un cabezazo. Estoy seguro de que pareció un ademán ridículo, se suponía que era una amenaza, pero moví la cabeza hacia él. Creedme, si le hubiera dado un cabezazo, no se habría levantado. Solo lo toqué para decirle: «¡No voy a ceder, cabrón!», pero Mihajlović se llevó las manos a la cara y se dejó caer. Por supuesto, era puro teatro, quería que me expulsaran. Pero el árbitro, en esa ocasión, ni siquiera me amonestó.

Un minuto después recibí una entrada de Favalli. En general estaba siendo un partido muy bronco, pero estaba jugando bien; participé en casi todos nuestros intentos de marcar gol. A pesar de todo, el portero del Inter, Francesco Toldo, estuvo muy acertado. Hizo una parada tras otra. Ellos sí que marcaron: Julio Cruz de un cabezazo. Intentamos empatar a toda costa. Estuvimos a punto, pero no lo conseguimos. En el ambiente se mascaba la tragedia y la venganza.

Córdoba quería desquitarse conmigo, me dio una patada en el muslo y recibió una tarjeta amarilla. Materazzi intentó ponerme nervioso. Mihajlović continuó con sus entradas y sus insultos. Yo me esforcé. Intensifiqué los ataques, peleé e hice un buen disparo poco antes de que acabara el primer tiempo.

En la segunda parte tiré desde lejos y el balón dio en la parte exterior de la escuadra. Después lancé una falta que Toldo salvó gracias a sus increíbles reflejos.

Seguimos sin marcar. Cuando solo quedaba un minuto, Córdoba y yo volvimos a chocar. Inmediatamente después, con un movimiento reflejo, le di un golpe en la mejilla o en el cuello, no me acuerdo. Pensé que no había sido nada serio, que aquello formaba parte de la lucha en el terreno de juego y el árbitro no lo vio. Pero tuvo consecuencias. Perdimos y lo sentimos mucho. Tal y como estaba la clasificación, aquel partido podía costarnos el scudetto.

El comité disciplinario de la liga italiana examinó las imágenes del puñetazo a Córdoba y me sancionó con tres partidos. Fue un auténtico desastre. Iba a perderme la lucha final por el campeonato, incluido el partido decisivo contra el AC Milan el 18 de mayo. Pensé que se me había tratado de forma injusta. «No se me ha juzgado limpiamente», comenté a los periodistas. Después de todo lo que había recibido, me castigaban a mí.

Fue duro de aceptar. Además, si se tiene en cuenta lo importante que era para el equipo, supuso un tremendo golpe para el club. La dirección apeló y llamó a Luigi Chiappero, su abogado estrella. En tiempos había defendido a la Juventus de acusaciones de dopaje; en esa ocasión mantuvo que no solo el golpe formaba parte de la lucha por el balón, sino que había recibido ataques e insultos durante todo el partido. Incluso contrató a una persona que leía los labios para que analizara lo que me había dicho Mihajlović. Pero no fue fácil, había pronunciado la mayoría de sus insultos en serbocroata, por lo que Mino salió al estrado y aseguró que las palabras de Mihajlović eran demasiado groseras como para repetirlas y que mencionaban a mi familia y a mi madre.

—Raiola no es más que un chef de pizzas —replicó Mihajlović.

Mino no lo había sido nunca. Había ayudado en otros menesteres en el restaurante de sus padres.

—Lo mejor de la respuesta de Mihajlović es que demuestra lo que todo el mundo sabía de antemano: es tonto —contestó—. Ni siquiera niega que estuviera provocando a Zlatan. Es un racista, ya ha dado muestras de ello anteriormente.

Se armó un escándalo. Hubo un intercambio de acusaciones. Luciano Moggi, que nunca se asustaba de nada, insinuó que era víctima de una conspiración. Mediaset, la empresa de Berlusconi, envió a los cámaras que habían grabado el puñetazo. Berlusconi era el dueño de AC Milan. ¿Acaso no habían llegado esas imágenes con una rapidez sorprendente al comité disciplinario? Incluso Giuseppe Pisanu, ministro del Interior, hizo algún comentario al respecto. Hubo una gran polémica en los periódicos todos los días.

Nada de todo aquello ayudó. La sanción se confirmó; no podría jugar el partido decisivo contra el AC Milan. Había sido mi mejor temporada y no había nada que deseara más que seguir en ella y ganar la liga. Tendría que ver el encuentro desde la grada. Fue duro aceptarlo. La presión era insoportable y continuó apareciendo basura por todas partes; no solo sobre mi sanción, sino por todo tipo de cosas. Se armó un gran escándalo.

Estábamos en Italia. La Juventus implantó el silenzio stampa, nadie estaba autorizado a hablar con los medios de comunicación. Nada —ninguna nueva polémica sobre mi sanción— podía interferir en la preparación para la recta final del campeonato. Todo el mundo tuvo que cerrar el pico y concentrarse en el partido, considerado uno de los más importantes del año en Europa. En ese momento, la Juventus y el AC Milan tenían sesenta y siete puntos. Era emocionante. El encuentro se había convertido en el principal tema de conversación en Italia; casi todo el mundo estaba de acuerdo, incluso las casas de apuestas, en que el AC Milan era el favorito. Se habían vendido ochenta mil entradas. El AC Milan jugaba en casa, y yo, que era el jugador clave del rival, estaba sancionado, al igual que Adrian Mutu. Zebina y Tacchinardi estaban lesionados. No contábamos con nuestro mejor equipo, mientras que el Milan tenía una magnífica alineación, con Cafú, Nesta, Stam y Maldini en la defensa, Kaká en el centro del campo y Filippo Inzaghi y Shevchenko en la delantera.

Tuve un mal presentimiento. No me gustó que los periódicos publicaran que mis rabietas podrían costarnos la liga: «Necesita controlarse, calmarse». Se oían tonterías de ese estilo a todas horas, incluso Capello las decía. Me sentía fatal por no poder participar.

Con todo, el equipo estaba muy motivado. La rabia por lo que había pasado parecía infundir fuerza a los jugadores. En el minuto veintiséis de la primera parte, Del Piero estaba regateando por la banda izquierda. Gattuso, el jugador más sacrificado del Milan, salió al corte: el balón salió despedido por los aires hacia atrás, pero Del Piero lo recuperó. Después hizo una chilena, el balón entró en el área y David Trézéguet cabeceó: gol. Pero quedaba mucho partido por delante.

El AC Milan aumentó la intensidad. A los once minutos de la segunda parte, Inzaghi se quedó solo frente a la portería. Disparó, Buffon despejó y el balón fue a parar otra vez a Inzaghi. Tuvo otra oportunidad, pero Zambrotta desvió el disparo y el balón se estrelló contra el poste.

Los dos equipos tuvieron una oportunidad tras otra. Del Piero disparó al larguero y Cafú reclamó un penalti. Pasaban cosas continuamente, pero el resultado siguió igual. Ganamos 0-1. De repente, éramos los que teníamos ventaja. Al poco me levantaron la sanción. El 15 de mayo de 2005 nos enfrentábamos al Parma en casa, en el estadio Delle Alpi. La presión era enorme: no solo porque era mi regreso después de la sanción. Las principales revistas deportivas me habían elegido como tercer mejor delantero de Europa, después de Shevchenko y Ronaldo, e incluso se rumoreaba que quizá me concederían el Balón de Oro.

En cualquier caso, infinidad de miradas estaban puestas en mí, sobre todo después de que Capello dejara en el banquillo a Trézéguet, el héroe en el partido contra el Milan. Sentí que tenía que estar a la altura. Debía ir a por todas, hasta cierto punto, claro está. No podía tener ningún arrebato ni recibir sanción alguna, me lo habían dejado muy claro. Todas las cámaras me enfocarían; cuando salté al terreno de juego, oí que los aficionados gritaban: «¡Ibrahimović, Ibrahimović, Ibrahimović!».

Sus cánticos atronaban a mi alrededor. Estaba ansioso por saltar al terreno de juego. Marcamos. Ganábamos 1-0. En el minuto veintitrés, tras un tiro libre de Camoranesi, el balón me llegó por alto dentro del área. A veces se me había criticado por no cabecear lo suficientemente bien, a pesar de mi altura.

En aquella ocasión lo hice con todas mis fuerzas y el balón entró. Fue fantástico: había vuelto y, pocos minutos antes de que finalizara el partido, en uno de los marcadores electrónicos del campo apareció la noticia de que el Lecce había empatado 2-2 contra el AC Milan. Parecía que el scudetto sería nuestro.

Si ganábamos al Livorno en la siguiente jornada, nos aseguraríamos el campeonato. Al final ni siquiera fue necesario. El 20 de mayo, el AC Milan perdió contra el Parma 3-1 y nos proclamamos campeones. La gente lloraba en las calles de Turín. Recorrimos la ciudad en un autobús descubierto. Apenas podíamos avanzar. Había gente por todas partes y todo el mundo cantaba, vitoreaba y gritaba. Me sentí como un niño pequeño. Salí a cenar y después fui de fiesta con todo el equipo. No bebo muy a menudo, tengo muy malos recuerdos al respecto, pero en aquella ocasión me desmelené.

Habíamos ganado el título y fue una locura. Ningún sueco lo había conseguido desde Kurre Hamrin con el Milan en 1968. No cabía duda de que había contribuido a la consecución del título. Me eligieron mejor jugador extranjero de la liga y mejor jugador de la Juventus. Era mi scudetto personal y bebí y bebí. Trézéguet me incitaba: «¡Más vodka, más chupitos!». Es francés y muy estirado, pero le gustaría ser argentino (nació en Argentina). Se desató. El vodka fluía, no había forma de resistirse y me puse como una cuba. Cuando llegamos a casa en la Piazza Castello, todo me daba vueltas. Pensé que con una ducha se me pasaría, pero no fue así.

En cuanto movía la cabeza, el mundo entero se movía con ella. Finalmente me quedé dormido en la bañera. Me despertó Helena, que se echó a reír. Le pedí que no dijera ni una palabra.