Todavía no sabía cómo tratarlo. Por supuesto, Mourinho era «The Special One». Incluso entonces. Y ya había oído hablar de él. La gente dice que es muy arrogante y que monta el espectáculo en las ruedas de prensa y dice exactamente lo que piensa. No lo conocía y pensé que sería como Capello, un líder duro, lo que encajaba conmigo. Me gusta ese estilo. Al final estaba equivocado, al menos en parte. Mourinho es portugués y le gusta ser el centro de todo. Manipula a los jugadores como ningún otro entrenador, pero eso es como no decir nada.
Había aprendido mucho de Bobby Robson, el antiguo capitán de Inglaterra. En esos tiempos, Robson entrenaba al Sporting de Lisboa, necesitaba un traductor y contrataron a Mourinho. Era bueno con los idiomas, pero Robson se dio cuenta de que sabía hacer otras cosas. Tenía una mente rápida y pronto empezaron a compartir ideas. Un día le pidió que redactara un informe sobre un equipo contrario. No sé lo que esperaría. ¿Qué iba a saber un traductor? Pero, al parecer, el análisis de Mourinho fue impecable.
Robson estaba sorprendido. Era un tipo que nunca había jugado al fútbol de primer nivel, pero le había entregado el mejor material que jamás había recibido. Debió pensar que había subestimado a aquel traductor; cuando cambió de equipo, se lo llevó con él. Mourinho siguió aprendiendo, no solo detalles y tácticas, sino cuestiones psicológicas también. Finalmente, en 2002, lo contrataron como entrenador en el Oporto. Entonces era un completo desconocido. Para mucha gente seguía siendo el traductor. Tal vez el Oporto era un buen equipo en Portugal.
¡Venga! No era un club importante. El año anterior había acabado en mitad de la tabla de la liga portuguesa… ¿Qué era eso? No mucho. Nadie prestaba atención al Oporto en las competiciones europeas, sobre todo en la Liga de Campeones. Pero Mourinho llegó al club con algo totalmente nuevo: un conocimiento absoluto de los detalles de los equipos contrarios. Por supuesto, yo no tenía ni idea de esas cosas. Me enteré más adelante. En aquellos tiempos, hablaba mucho de las transformaciones en el fútbol, de cuando se ataja el ataque de un equipo y los jugadores han de reagruparse y pasar de atacar a defender.
Esos segundos son cruciales. En esas situaciones, una sola maniobra inesperada o un pequeño error táctico pueden resultar decisivos. Mourinho estudió esos detalles más a conciencia que nadie en su profesión y consiguió que sus jugadores pensaran rápido y de forma analítica. El Oporto se convirtió en un especialista a la hora de aprovechar esos momentos; contra toda predicción, no solo ganó la liga portuguesa, sino que compitieron en la Liga de Campeones contra equipos como el Manchester United o el Real Madrid, clubs en los que un solo jugador cobraba más que toda la plantilla del Oporto. Pero, aun así, Mourinho y sus chicos ganaron el torneo.
Aquello fue una enorme sorpresa. Mourinho se convirtió en uno de los entrenadores más codiciados del mundo. Era el año 2004. El multimillonario ruso Roan Abramovich había comprado el Chelsea y había invertido mucho dinero en el club. Su jugada maestra fue fichar a Mourinho. Pero ¿creéis que lo aceptaron en Inglaterra? Era un extranjero, un portugués. Muchos esnobs y periodistas expresaron sus dudas sobre él. Mourinho en una rueda de prensa les dijo: «No soy un cualquiera. Gané la Liga de Campeones con el Oporto. Soy especial». Esa última frase se quedó grabada.
Mourinho se convirtió en el «The Special One» para la prensa británica, aunque imagino que se utilizaba con sorna, al menos al principio. Aquel tipo puso de los nervios a mucha gente. No solo porque parecía una estrella de cine, sino porque era arrogante. Sabía lo que valía. Y a veces la tomaba con sus competidores. Cuando creyó que Arsène Wenger, entrenador del Arsenal, estaba obsesionado con la formación del Chelsea, dijo que era una especie de voyeur, un tipo que se sienta en casa con unos prismáticos y se dedica a espiar lo que hace la gente. Mourinho siempre desata la polémica, allá donde vaya.
Aunque no todo era boquilla. Cuando llegó al Chelsea, el club no había ganado la Premier League desde hacía cincuenta años. Con él la ganaron dos veces seguidas. The Special One venía a nuestro club y, conociendo su reputación, yo esperaba un mando riguroso desde el principio. Durante la Eurocopa me dijeron que iba a llamarme por teléfono. Me pregunté si había pasado algo.
Solo quería hablar. Quería decirme que se alegraba de que fuéramos a trabajar juntos y que estaba deseando conocerme. No fue nada extraordinario, al menos entonces, pero me lo dijo en italiano. No lo entendí. Jamás había entrenado en un club italiano, pero hablaba el idioma mejor que yo. Lo había aprendido en un tiempo récord —tres semanas, según dicen— y no conseguía seguirle. Entonces empezó a hablar en inglés y lo noté: este tipo se preocupa. Las preguntas que formula son diferentes; después del partido contra España me envió un mensaje de texto.
Recibo mensajes a todas horas, pero aquel era de Mourinho: «Bien jugado», rezaba. Después me dio algunos consejos y, os lo prometo, me quedé de piedra. Nunca había recibido nada parecido. ¡Un mensaje de texto del entrenador! Había jugado con la selección sueca, que no tenía nada que ver con él. Aun así, se implicó. Contesté y me envió más. ¡Mourinho me estaba estudiando! Me sentí apreciado. Quizá, después de todo, no era tan duro y brusco.
Con todo, sabía que había enviado esos mensajes por una razón: para levantarme la moral. Buscaba mi lealtad. Me cayó bien al instante. Congeniamos. Nos entendimos. Enseguida me di cuenta de que trabajaba duro. El doble que todos los demás. Vive y respira el fútbol las veinticuatro horas del día, lo analiza. Jamás he conocido a un entrenador con semejante conocimiento de los equipos contrarios. No es el habitual juegan así o asá, y tienen esta táctica o la otra, y hay que tener cuidado con este o aquel. No, es todo, hasta el mínimo detalle, como qué número de bota calza el tercer portero. Lo controla todo. Es algo que notamos desde el primer momento: este tipo sabe de lo que habla.
Aún tardé en conocerlo. Todavía se estaba disputando la Eurocopa, y después llegarían las vacaciones de verano. No sé qué esperaba. Había visto muchas fotos. Es elegante, está seguro de sí mismo, pero, bueno, me sorprendió. Era un hombre bajo, de hombros estrechos, que parecía pequeño en comparación con los jugadores.
Lo sentí inmediatamente, tenía una vibración especial. Hizo que unos tipos que se consideraban intocables acataran su disciplina. Echaba unas buenas broncas. Se plantaba en medio, solo les llegaba al hombro. Y no les daba ninguna coba, ni un segundo. Iba directo al grano y era absolutamente frío: «A partir de ahora haréis esto y lo otro». ¡Os imagináis! Todo el mundo empezó a prestarle atención y se esforzó por asimilar todos los matices de lo que decía. No es que le tuvieran miedo. No era como Capello. Forjaba lazos personales con los jugadores con los mensajes de texto, los correos electrónicos, su implicación y su conocimiento de nuestra situación respecto a mujeres e hijos. Y no gritaba. Pero la gente le escuchaba igualmente. Todos se dieron cuenta enseguida: este tipo se prepara bien. Trabajaba duro para tenernos listos. Nos animaba antes de los partidos. Era como un teatro, un juego psicológico. Ralentizaba los vídeos de los partidos que habíamos jugado mal y decía:
—Mirad esto. ¡Lamentable! ¡Desesperante! Esos tipos no podéis ser vosotros. Deben de ser vuestros hermanos, vuestros dobles inferiores. —Y asentíamos y le dábamos la razón, avergonzados—. No quiero que juguéis así hoy —continuaba, y pensábamos que ni hablar, que de ninguna forma—. Salid como leones hambrientos, como guerreros.
—Sí, claro. No podemos hacerlo de otra manera —gritábamos.
—En la primera batalla tenéis que ser así —nos exhortaba, y se daba con el puño en la palma abierta de la mano—. Y en la segunda batalla…
Entonces le daba una patada al sujetafolios, lo mandaba al otro extremo de la habitación. Nosotros notábamos un subidón de adrenalina y salíamos como animales rabiosos. Hacía cosas así todo el tiempo, tenía detalles inesperados que nos motivaban. Cada vez notaba más que es una persona que lo da todo por el equipo. Así que yo quería darlo todo por él. Era una de sus cualidades. La gente está dispuesta a matar por él. Aunque no todo eran charlas motivadoras. También podía hundirte con pocas palabras.
Por ejemplo, entraba en el vestuario y decía con voz gélida: «Hoy no has hecho nada, Zlatan, cero. No has conseguido nada». En esos casos, no le contestaba con gritos.
No me defendía, no porque fuera un cobarde o le respetara demasiado, sino porque sabía que tenía razón. No había hecho nada, y a Mourinho le importa un pimiento lo que hayas hecho el día anterior o el de antes. Para él solo cuenta el presente, el ahora: «¡Salid y jugad al fútbol!».
Recuerdo un partido contra el Atalanta. Al día siguiente, iba a recibir el premio al mejor jugador extranjero y al mejor jugador en la Serie A, pero íbamos perdiendo 2-0 al final de la primera parte. Había pasado desapercibido durante todo ese tiempo. Mourinho vino a verme a los vestuarios.
—Así que mañana te van a dar un premio, ¿eh?
—Esto…, sí.
—¿Sabes lo que vas a hacer cuando te lo entreguen?
—¿Qué?
—Te avergonzarás. Te pondrás rojo. Te darás cuenta de que no has ganado nada. La gente no puede recibir premios cuando juega tan mal. Tendrás que donar ese premio a un museo o a alguien que lo merezca más que tú —me soltó.
Pensé que se lo iba a demostrar, que vería que lo merecía, que esperara a la segunda parte. Poco importaba que notara sangre en la boca. Iba a destacar otra vez.
Ese tipo de situaciones se producían todo el rato. Me ponía por las nubes y me hundía. Era un maestro a la hora de manipular al equipo y había algo que realmente me molestaba: la expresión de su rostro cuando jugábamos. Poco importaba lo que hiciera o los goles que marcara, siempre se mostraba frío. Jamás vi un esbozo de sonrisa en su semblante ni le vi hacer un gesto, era puro hielo. Daba la impresión de que no hubiera pasado nada, de que se hubiera detenido el juego en el centro del campo, y eso que entonces jugaba de maravilla. Hacía cosas impresionantes, pero siempre ponía cara de entierro.
Recuerdo un partido contra el Bolonia. En el minuto veinticuatro, Adriano, un brasileño, regateó por la banda izquierda y avanzó hacia la línea de gol. Dio un pase que resultó demasiado bajo para rematarlo de cabeza y demasiado alto para hacer una volea. Yo estaba rodeado en el área. Di un paso adelante y rematé de tacón. Fue como un golpe de kárate, pam, directo a la red. Fue una locura. Más adelante lo eligieron gol del año. Los espectadores se volvieron locos, la gente se puso de pie, gritó y aplaudió, incluso Moratti en el palco de honor. Pero ¿qué hizo Mourinho? Se quedó quieto con las manos en los costados, con expresión pétrea. «¿Qué le pasa a ese hombre? —pensé—. Si no reacciona ante cosas como esta, ¿qué le motiva?»
Lo comenté con Rui Faria, nuestro preparador físico, también portugués y mano derecha de Mourinho. Los dos habían ido juntos de club en club y se conocían a la perfección.
—Explícame una cosa —le pedí un día.
—Sí, claro.
—He marcado goles esta temporada que ni siquiera yo sé cómo entraron. No creo que Mourinho haya visto nunca nada parecido; sin embargo, se queda como una estatua.
—Tómatelo con calma, colega. Él es así. No reacciona como el resto de nosotros.
Quizá fuera cierto. Aun así, decidí que conseguiría que se emocionara, aunque tuviera que hacer un milagro. Lograría que vibrara.