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En noviembre de 2009 jugamos contra el Real Madrid en el Camp Nou. Había descansado quince días. El muslo me había dado problemas y empezaría en el banquillo, lo que no me hizo ninguna gracia. En el fútbol hay pocas cosas como el clásico. La presión es inmensa. Es la guerra. Los periódicos publican suplementos especiales de unas sesenta páginas. La gente no habla de otra cosa. Son los dos equipos más importantes del país, los archienemigos frente a frente.

A pesar de la fractura en la mano y todo el jaleo, a mi llegada había tenido un buen comienzo en la temporada. Había marcado cinco goles en los primeros cinco partidos de la liga; se me había elevado a los altares. Me sentía muy bien y estaba convencido de que era la liga en la que debía estar. El Real y el Barça habían invertido el equivalente a casi dos mil quinientos millones de coronas suecas (unos doscientos setenta millones de euros) en Kaká, Ronaldo y en mí, con lo que habían superado a la Serie A italiana y la Premier League. La Liga estaba en el primer puesto en cuanto a fichajes. Todo iba a ser maravilloso. O eso fue lo que pensé.

Formé parte del grupo incluso en la pretemporada, cuando aún corría con la mano escayolada. La cuestión del idioma no fue fácil y me junté con los compañeros que hablaban inglés: Thierry Henry y Maxwell. Aun así, me llevaba bien con todos. Messi, Xavi e Iniesta son amables y sencillos, increíbles en el terreno de juego y de trato fácil. No son en absoluto del tipo «aquí llego yo, que soy el mejor», ni hacían los desfiles de moda que protagonizan tantos jugadores italianos en los vestuarios. Messi y el resto de los compañeros acudían en chándal y eran muy discretos. Por otro lado, por supuesto, estaba Guardiola.

Me cayó bien. Venía a hablar conmigo después de los entrenamientos. Quería que me integrara en el equipo. Es cierto que en ese club se respira un ambiente especial. Se nota enseguida. Es un colegio, como el Ajax. Pero estaba en el Barça, el mejor equipo del mundo. Creía que iba a encontrar compañeros más engreídos, pero allí todo el mundo era reservado, educado y un jugador más. A veces pensaba que eran superestrellas, pero se comportaban como colegiales. Quizás aquello estaba bien, ¿qué sabía yo? Aun así, imaginaba cómo los habrían recibido en Italia. Los habrían tratado como a dioses.

En ese momento, acataban la disciplina de Pep Guardiola, un antiguo centrocampista catalán. Ganó la liga cinco o seis veces con el Barcelona y se convirtió en capitán del equipo en 1997. Cuando llegué, era su segunda temporada como entrenador del equipo y había tenido mucho éxito. Merecía respeto y pensé que lo lógico era intentar encajar en el grupo. Era algo con lo que estaba familiarizado. Había cambiado de club varias veces y jamás había entrado avasallando o dando órdenes en ninguno de ellos. Tanteé el ambiente para saber quién era fuerte y quién débil, qué bromas se hacían y quiénes solían estar juntos.

Al mismo tiempo, era consciente de mis cualidades. Había pruebas tangibles del impacto que mi mentalidad ganadora podía tener en un equipo y volví a acortar distancias con los compañeros y a bromear. No hacía mucho, en un entrenamiento con la selección sueca, le había dado una patada a Chippen Wilhelmsson para gastarle una broma: no pude creer lo que vi publicado en los periódicos al día siguiente. La gente lo entendió como un ataque. No había sido nada, nada en absoluto. Solemos hacer ese tipo de cosas. Es un juego y algo muy serio al mismo tiempo. Somos un grupo de jugadores que están todo el día juntos y hacemos tonterías para pasar el rato. Nada más. Nos gastamos bromas. Pero en el Barça me aburría. Me volví demasiado bueno y no me atrevía a gritar o estallar en el terreno de juego si lo necesitaba.

Los periódicos que habían escrito que era un mal chico y cosas parecidas tenían su parte de culpa. Consiguieron que quisiera demostrar lo contrario y me coloqué en el extremo opuesto. En vez de ser yo mismo, intenté ser alguien superamable. Fue una estupidez. No hay que dejar que te afecten las tonterías que publica la prensa. No fue un comportamiento profesional, lo admito. Aunque tampoco era lo más importante, sino: «Aquí tenemos los pies en el suelo. Somos fabricantes. Trabajamos aquí. Somos personas normales».

Quizá no suene extraño, pero había algo raro en esas palabras. Empecé a preguntarme por qué me las había dicho Guardiola.

¿Pensaba que era diferente? No lo sabía a ciencia cierta, al menos, al principio. Pero no me sentó bien. A veces tenía la impresión de volver a estar en el equipo juvenil del Malmö FF. ¿Era otro entrenador que me veía como un niño de un barrio conflictivo? No había hecho nada, no le había dado un cabezazo a un compañero ni había birlado una bici, nada. No me había comportado de forma tan pusilánime en toda mi vida. Era lo contrario de lo que decían los periódicos. Era el tipo que iba de puntillas a todas partes y que siempre sopesaba cualquier situación de antemano. El antiguo y alocado Zlatan había desaparecido. Era una sombra de mí mismo.

Jamás me había pasado nada parecido, pero no le concedí demasiada importancia. Pensé que la situación se arreglaría y que pronto volvería a ser yo mismo; que todo se calmaría y que quizá solo era mi imaginación o una paranoia. Guardiola no era en absoluto desagradable. Parecía creer en mí. Vio que marcaba goles y lo que significaba para el equipo. Sin embargo, aquella sensación no desapareció. ¿Creía que era diferente?

«Aquí tenemos los pies en el suelo.»

¿No los tenía yo? ¿Era lo que pensaba? No lo entendía, así que intenté no darle más vueltas. Pensé que debía concentrarme y olvidarme del asunto. Aun así, seguía percibiendo malas vibraciones y empecé a extrañarme cada vez más. ¿Era todo el mundo así en ese club? No parecía muy saludable. Todo el mundo es diferente. Aunque algunas veces la gente finge, por supuesto. Pero entonces solo se hacen daño a sí mismos y perjudican al equipo. Con todo, Guardiola había tenido mucho éxito. El club había ganado muchísimos trofeos con él. Eso tenía que elogiarlo: una victoria es una victoria.

Al recordarlo ahora, creo que lo pagué caro. Se echaba a todo el que demostrara tener mucha personalidad. No es de extrañar que Guardiola tuviera problemas con jugadores como Ronaldinho, Deco, Eto’o, Henry y conmigo. No somos gente «normal». Para él suponíamos una amenaza; por eso intentaba librarse de nosotros, algo muy complicado. Odio ese tipo de cosas. Si no se es una persona normal, no hay por qué convertirse en una. A la larga no beneficia a nadie. Joder, si hubiera intentado ser como los jugadores del Malmö FF, no habría acabado donde estoy ahora. Escuchar, no escuchar: esa es la clave de mi éxito.

No le funciona a todo el mundo, pero a mí sí. Guardiola no lo entendió. Pensó que podía cambiarme. En su Barça todo el mundo tenía que ser como Xavi, Iniesta y Messi. Tal como he dicho, no tuve ningún problema con ellos. Me parecía fantástico estar en el mismo equipo. Los buenos jugadores me estimulan y los observo de la misma forma que he hecho con todos los grandes talentos: pensando si puedo aprender de ellos, si puedo esforzarme más.

Solo hay que ver de dónde proceden. Xavi entró en el Barcelona cuando tenía once años, Iniesta con doce, y Messi con trece. Los moldeó el club. No conocían nada más y estoy seguro de que les vino bien. Era su mundo, pero no el mío. Yo provenía de fuera, tenía mi personalidad. Daba la impresión de que no encajaba en el pequeño mundo de Guardiola. Tal como he dicho, en aquel noviembre solo era una sensación. Entonces mis problemas eran menos complicados.

¿Iba a jugar? ¿Jugaría bien después de haber estado de baja?

La presión se volvió insoportable conforme se acercaba el clásico en el Camp Nou. El chileno Manuel Pellegrini era el entrenador del Real Madrid. Se especulaba con que, si el Madrid no ganaba, puede que lo despidieran. Se hablaba de Kaká, de Cristiano Ronaldo, de Messi, de Pellegrini, de Guardiola y de mí. Se hacían muchos comentarios de tal tipo contra tal otro. La ciudad hervía de expectación. Llegué al estadio en el Audi del club y entré en el vestuario. Guardiola iba a empezar con Thierry Henry en punta, Messi en la banda derecha e Iniesta en la izquierda. Era de noche, el campo estaba bañado por la luz de los focos y se veían incontables flashes de cámaras en las gradas. Lo notamos enseguida, el Real Madrid estaba más motivado. Crearon más oportunidades. A los veinte minutos, Kaká hizo un elegante y hábil regate, y le pasó el balón a Cristiano Ronaldo, que se había desmarcado. Estaba en una posición perfecta, pero falló. Nuestro portero, Víctor Valdés, paró el disparo con el pie. Un minuto después, Higuaín volvió a atacar por parte del Madrid. El tiro pasó cerca, muy cerca. Hubo muchas ocasiones de gol, estábamos jugando demasiado estáticos y teníamos problemas con los pases. El equipo empezó a ponerse nervioso y los aficionados abucheaban, sobre todo a Casillas, portero del Madrid, por perder tiempo en los saques de puerta. El Madrid seguía dominando y tuvimos mucha suerte de acabar 0-0 en la primera parte.

Al empezar la segunda parte, Guardiola me pidió que calentara. Tuve una buena sensación. Los espectadores gritaron y corearon mi nombre. Aquel clamor me envolvió y devolví el aplauso para darles las gracias. En el minuto cincuenta y cinco, sustituí a Thierry Henry. No había estado sin jugar mucho tiempo, aunque tenía esa sensación, quizá porque me había perdido un partido de la Liga de Campeones en la fase de grupos contra el Inter de Milán, mi antiguo equipo. Pero había vuelto. A los diez minutos, el brasileño Daniel Alves recibió un balón en la banda derecha. Alves es muy hábil e hizo un pase largo rápidamente. Hubo cierta confusión en la defensa del Madrid. Y, en ese tipo de situaciones, yo no dudo: corrí hacia el área y, cuando el balón llegó, aceleré.

Me desmarqué, hice una volea con el pie izquierdo y, ¡bum!, lo envié directo a la red. El estadio entró en erupción como un volcán. Lo sentí en todo el cuerpo: nada podía pararme. Quedamos 1-0. Fui el ganador del partido y recibí muchos elogios. Nadie cuestionaba que hubiera costado lo que había costado. Estaba entusiasmado.

Después vinieron las vacaciones de Navidad. Fuimos al norte de Suecia, estuve conduciendo una moto de nieve y me lo pasé bien. También fue un momento crucial. A partir del día de Año Nuevo, todo lo que me había parecido difícil durante el otoño empeoró y ya no era yo mismo. Así me sentía. Me había convertido en un Zlatan diferente, inseguro; cada vez que Mino tenía una reunión con los directivos del Barça le preguntaba:

—¿Qué piensan de mí?

—Que eres el mejor delantero del mundo.

—Me refiero personalmente, como persona.

Antes jamás me había preocupado. Ese tipo de cosas no me habían importado nunca. Mientras jugara, la gente podía decir lo que quisiese. Pero, de repente, empezaba a afectarme. Eso demostraba que no estaba bien. La confianza en mí mismo cayó en picado y me sentí cohibido. Apenas celebraba los goles que marcaba. No me atrevía a enfadarme y eso no es bueno, en absoluto. Me reprimía y no soy una persona muy sensible. Soy duro. He pasado por mucho. Aun así, notar miradas y oír comentarios día tras día de que no estaba encajando o que era diferente, saca de quicio. Era como volver al pasado, a los años antes de que triunfara. La mayoría de los casos no merece la pena mencionarlos, eran pequeños detalles, como miradas, comentarios, cambios de conversación, cosas de las que nunca me había preocupado hasta entonces. Estoy acostumbrado a que me den palos. Es la forma en que crecí. Pero, en ese momento, tenía la sensación de ser el hijo adoptivo en esa familia, alguien que no pertenecía a ella. Estaba hecho un lío.

La primera vez que intenté encajar sentí que me hacían el vacío. Por si eso fuera poco, tuve un problema con Messi. ¿Os acordáis del primer capítulo? Messi era la gran estrella. En cierta forma, era su equipo. Era tímido y educado, no cabía duda. Me caía bien. Pero en ese momento estaba allí, también destacaba en el terreno de juego y había entusiasmado a los aficionados.

Debió de parecerle que me había colado en su casa y que me había metido en su cama. Le dijo a Guardiola que ya no quería jugar en la banda, sino en el centro. Me aislaron en la delantera, ya no recibía balones. La situación en la que había estado en otoño se invirtió. Ya no era el que marcaba goles, ese era Messi. Fui a hablar con Guardiola. La directiva me había estado presionando para que lo comentara con él y arreglara la situación.

¿Y cómo fue? Desencadenó una guerra y me dio la espalda. Dejó de hablarme. Dejó de mirarme. Daba los buenos días a todos, pero a mí no me decía nada. Me sentí muy incómodo, me duele tener que contarlo, pero así fue. Me gustaría decir que me dio igual. ¿Qué me puede importar una persona que recurre a la intimidación? Estoy seguro de que esa hubiera sido mi actitud en otro momento. Pero entonces no me sentía fuerte.

Aquella situación me hundió. No fue agradable. Tener un jefe con semejante poder que, conscientemente, no te hace caso acaba por afectarte. Con el tiempo no fui el único que lo notó. Algunos compañeros se fijaron y preguntaron qué estaba pasando, a qué venía todo aquello.

Me dijeron que tenía que hablar con él, que no podíamos seguir así.

Pero no lo hice, ya había hablado con él suficientes veces. No tenía intención de arrastrarme ante él, así que apreté los dientes y empecé a jugar bien otra vez, a pesar de mi posición en el campo y del desastroso ambiente en el club. Tuve una buena racha y marqué cinco o seis goles, pero Guardiola seguía igual de distante. Ahora sé que no debería de haberme sorprendido.

No se trató nunca de mi juego, sino de mí como persona. Los pensamientos se arremolinaban en mi cabeza día y noche. ¿Era por algo que había dicho o hecho? ¿Tengo un aspecto raro? Repasé mentalmente nuestra relación, los detalles, los encuentros, pero no conseguí encontrar nada. Me había quedado callado, me había aburrido muchísimo y seguí preguntándome si habría sido por esto o lo otro. Así que no, no solo respondí con rabia.

También pensé en mis errores, no podía quitármelo de la cabeza. Guardiola no cedía. Su actitud no era solamente desagradable, sino también poco profesional. Todo el equipo se resintió; la dirección estaba cada vez más preocupada. Guardiola estaba a punto de malograr la mayor inversión del club y teníamos a la vista partidos importantes en la Liga de Campeones. Nos íbamos a enfrentar al Arsenal en su casa. Mientras tanto, la situación tensa entre el entrenador y yo continuaba. Estoy seguro de que hubiera preferido prescindir de mí. Con todo, seguramente no quería llegar hasta tal extremo y empecé el partido en la delantera, con Messi.

¿Me dio alguna instrucción? No. Tuve que apañármelas solo. Estábamos en el Emirates. Era un encuentro importante. Como es habitual en Inglaterra, tenía en contra a los espectadores y a los periodistas. Se dijeron muchas tonterías, como que nunca marcaba contra equipos ingleses. Ofrecí una rueda de prensa y, a pesar de todo, intenté ser yo mismo. Les dije que esperaran, que iban a ver.

Pero con ese entrenador no fue fácil. Salté al césped y el juego comenzó con mucha dureza. La velocidad era tremenda. Guardiola desapareció de mi mente. Fue como por obra de magia. No creo que nunca haya jugado tan bien en un partido. Es cierto que desaproveché algunas oportunidades. Disparé directamente al portero del Arsenal. Tenía que haber marcado entonces, pero no lo hice. En el descanso íbamos 0-0.

Pensé que Guardiola me iba a sustituir, pero me dejó jugar. Apenas comenzada la segunda parte, recibí un pase largo de Piqué y me interné a toda velocidad. Tenía un defensa al lado, el portero salió y el balón rebotó. Entonces le hice una vaselina y el balón entró. Fue el 0-1. Diez minutos más tarde, Xavi me hizo un pase muy bonito y salí disparado como una flecha. En aquella ocasión no fue una vaselina, sino un trallazo. Disparé con todas mi fuerzas para conseguir el 0-2. Parecía que teníamos el partido encarrilado. Había jugado de maravilla. ¿Y qué hizo Guardiola? ¿Lo celebró? Pues no: me sustituyó. ¡Una decisión muy inteligente! A partir de entonces, el equipo se vino abajo y el Arsenal consiguió empatar 2-2 en los últimos minutos.

Durante el partido no había notado nada, pero después sentí molestias en la pantorrilla. El dolor empeoró. Me llevé un buen disgusto. Había recuperado la forma física, pero por culpa de aquello me perdería el partido de vuelta contra el Arsenal en casa y el clásico de aquella primavera. No recibí ningún apoyo de Guardiola, sino más bien rechazo. Si entraba en una sala, él se iba. Ni siquiera quería estar cerca de mí. Ahora, al recordarlo, me parece un desastre.

Nadie entendía lo que estaba pasando, ni la dirección ni los jugadores ni nadie. Hay algo extraño en ese hombre. Tal como he dicho, ni envidio su éxito ni estoy diciendo que no sea buen entrenador en otros aspectos. Pero debe de tener problemas muy serios. No sabe tratar a personas como yo. Quizá sea algo tan sencillo como miedo a perder su autoridad. Ese tipo de cosas tampoco son tan inusuales. Hay entrenadores que tienen cualidades, pero no saben cómo tratar a los jugadores con mucha personalidad y lo solucionan excluyéndolos. En otras palabras, son unos líderes cobardes.

En cualquier caso, nunca me preguntó por mi lesión. No se atrevió. De hecho, ni me habló antes de la semifinal de la Liga de Campeones contra el Inter de Milán. Actuó de forma muy extraña y todo salió mal. Mourinho tenía razón, no fuimos nosotros los que ganamos ese trofeo, sino él. Después Guardiola me trató como si fuera culpa mía. Entonces es cuando se avecinó la tempestad.

En cierta forma, asusta sentir que has de sacar todo lo que has estado reprimiendo. Me alegré de tener a Thierry Henry a mi lado. Me entiende y nos gastábamos bromas. Aquello atenuó la presión e impidió que la situación me afectara más. ¿Qué otra cosa podía hacer? Por primera vez, el fútbol no era lo más importante en mi vida. Concentré mi atención en Maxi, Vincent y Helena; esa temporada, estuve más cerca de ellos. Me alegro de haberlo hecho. Mis hijos significan mucho para mí. Esa es la verdad.

A pesar de todo, no pude librarme del ambiente del club. Finalmente, la furia que seguía latente en mi interior saltó. Tras un partido contra el Villarreal, le grité a Guardiola en los vestuarios. Vociferé acerca de sus huevos y de que se había cagado ante Mourinho. Os lo podéis imaginar. Fue la guerra, él contra mí. Guardiola, la asustadiza persona que pensaba demasiado las cosas, que ni siquiera podía mirarme a la cara o darme los buenos días, contra mí, que me había mostrado callado y precavido por mucho tiempo. Por fin había estallado y volvía a ser yo mismo.

No fue un juego, en absoluto. En otro lugar, con otra persona, no habría acabado tan mal. Ese tipo de salidas de tono no tienen importancia para mí, ya sean mías o de mi contrario. Son las situaciones con las que crecí. Para mí son completamente normales y muchas veces han acabado bien. Vieira y yo nos hicimos amigos después de una bronca tremenda. Pero con Pep…, lo supe al instante.

No iba a enfrentarse. Me evitó totalmente. No podía dormir pensando en ese asunto. ¿Qué iba a pasar? ¿Qué debía hacer? Una cosa estaba clara, era como en el equipo juvenil Malmö FF: se me consideraba diferente. Así que tenía que jugar aún mejor. Ser tan bueno que ni siquiera Guardiola pudiera dejarme en el banquillo. Ya no tenía intención de intentar convertirme en otra persona, ni hablar. Que le dieran. «Aquí somos así. Aquí somos gente normal»: cada vez me daba más cuenta de lo inmaduras que eran esas palabras. Un buen entrenador sabe cómo tratar diferentes personalidades. Forma parte de su trabajo. Un equipo funciona bien con distintos tipos de personas. Algunas son duras y otras son como Maxwell o como Messi y el resto.

Guardiola no iba a aceptar lo que había pasado y pensó que tenía que desquitarse conmigo. Se notaba en el ambiente y, al parecer, no le importaba que fuera a costarle muchos millones al club. Íbamos a jugar el último partido de la liga. Me dejó en el banquillo. No esperaba menos de él. De repente, quiso hablar conmigo y me pidió que fuera a su despacho en el estadio. Fue por la mañana. En las paredes había camisetas y fotos de él. Ese tipo de cosas. El ambiente era gélido. No habíamos hablado desde el incidente de después del partido contra el Villarreal. Él también estaba nervioso. Movía los ojos de un lado a otro.

No posee una autoridad natural, no tiene carisma. Si no se sabía que era el entrenador de un equipo importante, nadie se fijaba en él cuando entraba en algún sitio. En aquel momento, se le notaba inquieto. Estoy seguro de que estaba esperando que dijera algo, pero no lo hice. Esperé.

—¿Y bien? —empezó a decir. Ni siquiera me miró a los ojos—. No sé muy bien qué quiero hacer contigo la próxima temporada.

—Ok.

—Lo que pase depende de ti y de Mino. Eres Ibrahimović, no un tipo que juega cada tres partidos, ¿no?

Quería que dijera algo. Lo noté. Pero no soy idiota. Lo sé muy bien, en esas situaciones el que más habla es el que sale peor parado. Así que mantuve la boca cerrada. No moví ni un músculo. Me quedé quieto. Entendí que quería comunicarme un mensaje, aunque no estaba claro cuál. Parecía que quería librarse de mí y aquello no carecía de importancia. Era la mayor inversión que había hecho el club en toda su historia. Aun así, me quedé callado. No hice nada.

Entonces volvió a repetir:

—Todavía no sé qué quiero hacer contigo la próxima temporada. ¿Qué dices? ¿No tienes nada que comentar?

No lo tenía.

—¿Eso es todo? —Fue lo único que dije.

—Sí, pero…

—Gracias —dije antes de salir.

Imagino que le parecí arrogante y duro. Al menos, así quería que me viera. Sin embargo, en mi interior echaba chispas. Una vez fuera, llamé a Mino.