Cuando era niño, heredé una bicicleta BMX de mi hermano. La llamé Fido Dido.
Fido Dido era el dibujo de un chico temible con el pelo de punta. Me parecía lo más enrollado del mundo. Después me la mangaron en la piscina de Rosengård; mi padre fue allí con la camisa abierta y remangado. Es del tipo de personas que dicen: «¡Nadie toca a mis hijos! ¡Nadie les roba sus cosas!». Pero, aun así, ni siquiera un tipo duro como él pudo hacer nada. Fido Dido había desaparecido y me quedé destrozado.
Después empecé a mangar bicis. Forzaba los candados. Me convertí en un experto. Pim, pam y la bici era mía. Era el ladrón de bicicletas. Era en lo único que pensaba. Era muy inocente, aunque a veces se me iba de las manos.
Una vez me vestí de negro en plan Rambo, cogí una cizalla enorme y robé una bicicleta del ejército. Fue una gozada. Me encantaba. La verdad es que lo hacía más por placer que por las bicis. Empecé a merodear las casas por la noche, tiré huevos a las ventanas y ese tipo de cosas. Me pillaron muy pocas veces.
En una ocasión tuve un incidente muy embarazoso en los grandes almacenes Wessels, del centro comercial Jägersro. La verdad es que me lo merecí. Un colega y yo entramos con anoraks de plumas en pleno verano —algo de lo más idiota— y debajo llevábamos cuatro raquetas de pimpón y alguna otra cosa que habíamos cogido. «¿Cómo pensáis pagar todo esto?», nos preguntó el guardia de seguridad cuando nos pilló. Saqué seis monedas de diez öre —menos de una corona, el equivalente a unos cinco céntimos— del bolsillo. «Con esto, ¿no?» Pero aquel tipo no tenía sentido del humor y decidí que en el futuro actuaría con más profesionalidad. Creo que al final acabé siendo un pequeño diablillo muy hábil.
De niño era bajo, tenía la nariz muy grande y ceceaba, por lo que tuve que ir a un foniatra. Una mujer vino al colegio y me enseñó a pronunciar la «s», lo que me pareció muy humillante. Imagino que sentí que necesitaba vengarme de alguna forma. Además, era absolutamente hiperactivo. No podía estar quieto un segundo y siempre estaba corriendo. Pensaba que si corría lo bastante rápido no podría pasarme nada malo. Vivíamos en Rosengård, a las afueras de Malmö, en el sur de Suecia; aquella zona estaba llena de somalíes, turcos, yugoslavos, polacos —todo tipo de inmigrantes— y suecos. Los chavales jugábamos a ser matones. Cualquier cosa nos parecía una provocación. Por otro lado, la situación en casa no era fácil, ni mucho menos. Para llegar al apartamento en el que vivíamos había que subir cuatro tramos de escaleras; en mi casa, no nos dábamos abrazos ni hacíamos ese tipo de cosas. Nadie preguntaba: «¿Qué tal te ha ido el día, Zlatan?». Eso no existía. No había ningún adulto que ayudara con los deberes o que preguntara por los problemas que pudiéramos tener. Había que enfrentarse a las cosas solo; si alguien te trataba con crueldad, no valía lloriquear, había que apretar los dientes. Reinaba el caos, había peleas y me llevé una buena ración de tortas y bofetadas. Por supuesto, a veces esperaba un mínimo de compasión de los demás. Un día me caí del tejado de una guardería. Se me puso morado un ojo y corrí a casa berreando, en busca de una palmada en la espalda o alguna palabra cariñosa. Me llevé un tortazo en la oreja.
«¿Qué estabas haciendo en el tejado?»
Nadie dijo: «Pobre Zlatan», sino «¡Idiota! ¿A quién se le ocurre subirse a un tejado? ¡Te voy a dar escondites a ti!». Me quedé horrorizado y me fui pitando. En aquellos tiempos, mi madre no tenía tiempo para consolar a nadie. Se dejaba la piel en el trabajo para darnos de comer, era una auténtica luchadora. No podía enfrentarse a mucho más. Llevaba una vida muy dura y todos teníamos un temperamento endiablado. En casa no había conversaciones civilizadas estilo sueco, como «Cariño, ¿me pasas la mantequilla, por favor?». No, más bien eran tipo: «¡Coge la leche, idiota!». Se daban portazos y mi madre lloraba. Lloraba mucho. Yo la quería. Tuvo que trabajar duro toda su vida. Limpiaba unas catorce horas diarias; de vez en cuando, íbamos con ella a vaciar papeleras para ganarnos una propina. Sin embargo, a veces explotaba.
Nos pegaba con una cuchara de madera que a veces se rompía; entonces, me mandaba a comprar otra, como si yo tuviera la culpa de que me hubiera pegado tan fuerte. Recuerdo un día en particular. Estaba en la guardería, lancé un ladrillo, rebotó y rompió una ventana. Cuando mi madre se enteró, se puso como loca. Cualquier cosa que supusiera un desembolso de dinero la desquiciaba, y me pegó con la cuchara. Pim, pam, me dolió; quizá la cuchara se volvió a romper, no lo sé. A veces no había ninguna cuchara de madera en casa, así que recuerdo que, en una ocasión, me estuvo persiguiendo con un rodillo de amasar. Conseguí escapar y se lo conté a Sanela.
Sanela es mi única hermana, del mismo padre y de la misma madre. Es dos años mayor que yo, una chica dura. Decidió que íbamos a gastarle una broma a nuestra madre. ¡Por Dios, pegarnos en la cabeza de esa forma! Fuimos al supermercado y compramos tres cucharas por diez coronas (un poco más de un euro) y se las regalamos por Navidad.
No creo que pillara la ironía. No tenía capacidad para ese tipo de cosas. Dedicaba todas sus energías a que hubiera comida en la mesa. En casa éramos un montón, incluidas mis hermanastras (que después desaparecieron de la familia y rompieron todo contacto con nosotros) y mi hermano pequeño, Aleksandar, al que llamábamos Keki. No había suficiente dinero. No había suficiente de nada. Las hermanas mayores cuidaban de nosotros, los pequeños. No habríamos conseguido sobrevivir de otra manera. Comíamos muchos fideos precocinados con kétchup, y en casas de amigos o de mi tía Hanife. Ella vivía en el mismo edificio de apartamentos y era la primera de la familia que había venido a vivir a Suecia.
Mis padres se divorciaron cuando yo todavía no había cumplido dos años; no recuerdo nada de ese tiempo. Menos mal. Por lo que imagino, no fue un buen matrimonio, sino uno muy problemático y turbulento. Se casaron para que mi padre consiguiera un permiso de trabajo; imagino que es normal que todos acabáramos con mi madre. Echaba de menos a mi padre. Le iban mejor las cosas y me divertía más con él. Sanela y yo lo veíamos cada dos fines de semana. A menudo venía en un antiguo Opel Kadett y nos llevaba al parque Pildamm o a Ön, la isla que hay frente a Malmö, y comprábamos hamburguesas y helados. Un día se sintió espléndido y nos compró a cada uno unas Nike Air Max, esas zapatillas de deporte tan enrolladas que cuestan unas mil coronas (unos cien euros). Las mías eran verdes; las de Sanela, rosas. Nadie en Rosengård tenía unas zapatillas parecidas y nos pareció fantástico. Lo pasábamos bien con él y nos daba cincuenta coronas (cinco euros) para una pizza y una Coca-Cola. Tenía un buen trabajo, y solo otro hijo más, Sapko. Era el padre de los fines de semana divertidos.
Después, las cosas se complicaron. Sanela era muy buena corredora, la más rápida de su edad en toda la región de Skåne en los sesenta metros lisos. Mi padre presumía más que un pavo real y la llevaba a entrenar. «Muy bien, Sanela, pero lo puedes hacer mejor», solía decirle. Era su consigna: «Hazlo mejor, hazlo mejor, no te conformes», y esa vez yo estaba en el coche. Al menos es como lo recuerda mi padre, y se dio cuenta enseguida. Algo no iba bien. Sanela estaba muy callada. Hacía esfuerzos por no echarse a llorar.
—¿Qué te ha pasado? —le preguntó.
—Nada —contestó. Entonces le volvió a preguntar y al final se lo dijo.
No es necesario entrar en detalles, es la vida de Sanela. Pero mi padre es como un león. Si algo les sucede a sus hijos, se vuelve loco, sobre todo si se trata de Sanela, su única hija. Se montó un buen lío, con reuniones e investigaciones por parte de los servicios sociales; hubo litigios por la custodia. No entendí muy bien lo que pasaba, iba a cumplir nueve años.
Era otoño de 1990 y me mantuvieron al margen del asunto. Aun así, sabía que pasaba algo. La situación en casa no era agradable. No era la primera vez. Una de mis hermanastras tomaba drogas, duras, y algunas las escondía en casa. Siempre aparecían problemas con ella y con la gente chunga que la llamaba; había mucho miedo de que pasara algo serio. En una ocasión detuvieron a mi madre por tener objetos robados. Unos conocidos le pidieron que les guardara unos collares y lo hizo sin saber de qué se trataba. Eran robados. La policía irrumpió en casa y la detuvo. Tengo un recuerdo muy vago de aquello, de tener una sensación extraña y preguntar dónde estaba mi madre y por qué se había ido.
Después, tras aquel problema con Sanela, mamá volvió a llorar y me distancié. Me quedaba fuera de casa y corría o jugaba al fútbol. Tampoco es que fuera un chico equilibrado o el más prometedor. Solo era uno de los mocosos que daban patadas a un balón. La verdad es que era peor. Tenía unos arrebatos increíbles. Daba cabezazos y gritaba a los compañeros. A pesar de todo, tenía el fútbol. Se me daba bien y jugaba a todas horas en el patio, en la cancha, durante los recreos.
Por aquel entonces, íbamos al colegio Värner Rydén, Sanela a quinto y yo a tercero, y no había ninguna duda sobre cuál de los dos se portaba mejor. Cuando nuestras hermanas se fueron, Sanela tuvo que madurar rápidamente, convertirse en una especie de segunda madre para Keki y ocuparse de la familia. Asumió un montón de responsabilidades. Se portaba bien. No era el tipo de chica que tenía que ir a la oficina del director para llevarse una bronca; por eso me preocupé cuando nos avisaron. Teníamos que ir a ver al director. Bueno, si solo hubiera tenido que ir yo habría sido lo normal, pura rutina. Pero nos había llamado a Sanela y a mí. ¿Había muerto alguien? ¿Qué pasaba?
El estómago empezó a dolerme en cuanto eché a andar por aquel pasillo. Debía de ser finales de otoño o ya en invierno. Estaba preocupado. Cuando entramos, papá estaba sentado junto al director y me puse muy contento. Estar con él equivalía a divertirse. Pero aquello no parecía divertido. El ambiente estaba muy tenso y formal, y empecé a asustarme. A decir verdad no entendí mucho, solo que era algo relacionado con mamá y papá, y que no era bueno, en absoluto. Ahora lo sé. Muchos años después, conforme he ido trabajando en este libro, las piezas del rompecabezas han ido encajando.
En noviembre de 1990, los servicios sociales habían llevado a cabo una investigación y le habían concedido la custodia de Sanela y de mí a mi padre. Consideraban que el ambiente en casa de mi madre no era el adecuado. He de decir que, en realidad, no era por ella. Era otra cosa, pero que el mundo te considere incapaz resulta algo muy duro. Mi madre estaba destrozada. ¿Iba a perdernos? Era un desastre. Lloró y lloró. Sí, nos pegaba con cucharas de madera y nos daba alguna que otra bofetada, y no nos escuchaba y había tenido mala suerte con los hombres y nada funcionaba y todo lo demás, pero quería a sus hijos. Simplemente había crecido con todo en su contra. Creo que mi padre se dio cuenta. Aquella noche fue a su casa.
«No quiero que los pierdas, Jurka», le dijo.
Eso sí, le pidió que cambiara. Mi padre no es de los que bromean en ese tipo de situaciones. Estoy seguro de que dijo frases duras tipo: «Si no mejoras, no volverás a ver a los niños en la vida», y cosas así. No sé muy bien lo que pasó. Sanela estuvo viviendo con nuestro padre unas semanas y, a pesar de todo, yo me quedé con mi madre. Aquello no era una buena solución. A Sanela no le gustaba vivir con mi padre. Sanela y yo lo encontramos un día dormido en el suelo; había latas y botellas en la mesa. «¡Despierta, papá! ¡Despierta!», le gritamos, pero siguió dormido. Pensé que era muy extraño, ¿por qué lo hacía? No sabíamos qué hacer, pero queríamos ayudarle. Quizá tuviera frío. Lo cubrimos con toallas y mantas para que entrara en calor. Aparte de eso, no entendía muy bien qué estaba pasando. Al parecer, Sanela sí lo sabía. Se había fijado en sus cambios de humor, que se enfurecía y gritaba como un loco, y creo que se asustó. También echaba de menos a su hermano pequeño. Quería volver con nuestra madre, mientras que yo deseaba todo lo contrario. Añoraba a mi padre y una noche lo llamé. Estoy seguro de que me notó desesperado. Me sentía solo sin Sanela.
—No quiero estar aquí, quiero vivir contigo.
—Está bien, mandaré un taxi a buscarte.
Los servicios sociales llevaron a cabo más investigaciones. En marzo de 1991, mi madre consiguió la custodia de Sanela; la mía fue para mi padre. Mi hermana y yo nos separamos, pero siempre hemos estado muy unidos. Bueno, para ser más exactos, la verdad es que hemos tenido nuestros altibajos. A pesar de todo, estamos muy unidos. Ahora Sanela es peluquera. A veces la gente que va a su peluquería le dice: «¡Santo Cielo! ¡Te pareces mucho a Zlatan!». Siempre contesta: «¡Ni hablar! Es él el que se parece a mí». Es increíble. Ninguno de los dos lo hemos tenido fácil. Mi padre, Šefik, se había mudado de Rosengård a un apartamento mejor en Värnhemstorget, en Malmö. Sé que tiene un corazón enorme, que moriría por nosotros. Lo que pasa es que las cosas no fueron como había imaginado. Lo había conocido como el padre divertido de los fines de semana que nos compraba hamburguesas y helados.
A partir de entonces íbamos a vivir juntos; enseguida me fijé en que su apartamento estaba vacío. Faltaba algo, quizás una mujer. Había un televisor, un sofá, una estantería y dos camas. Nada extra, nada agradable; había latas en las mesas y basura en el suelo. Un día decidió hacer algo y se puso a empapelar, pero solo acabó una pared. Dijo que, al día siguiente, haría el resto, pero nunca lo hizo. Cambiábamos mucho de casa, nunca echábamos raíces. Pero también sentía otro tipo de vacío.
Mi padre era encargado de mantenimiento, hacía unos turnos larguísimos. Cuando volvía a casa, con ese mono lleno de bolsillos para los destornilladores y cosas así, le gustaba sentarse cerca del teléfono o el televisor y que no le molestaran. Estaba en su mundo. A veces se ponía unos cascos y oía música folk yugoslava. Le encanta la música yugoslava. Grabó unas cuantas cintas en las que cantaba él. Cuando está inspirado, resulta muy divertido. Pero entonces pasaba la mayoría del tiempo en su burbuja. Si llamaban mis colegas, les pedía que no lo hicieran.
No podía llevarlos a casa y jamás me daba sus recados. El teléfono no era para mí. Y yo en casa no tenía a nadie con quien hablar, bueno, si era algo serio, tenía a mi padre. Entonces hacía lo que fuera necesario, iba a la ciudad hecho un gallito a arreglar lo que hiciera falta.
Tenía una forma de andar que conseguía que la gente pensara: «¿Quién coño se cree que es?». No le interesaban los asuntos mundanos, como lo que pasara en el colegio, en el campo de fútbol o con mis amigos. Así pues, solo había dos opciones: defenderme yo solo o largarme. Sapko, mi hermanastro, vivió con nosotros un tiempo. De vez en cuando, podía hablar con él. Debía de tener unos diecisiete años. No lo recuerdo muy bien; mi padre lo echó enseguida de allí. Tenían unas peleas horribles. Fue otro episodio muy triste. Nos quedamos mi padre y yo solos. Por así decirlo, cada uno estaba en su rincón, pues lo más extraño de todo era que él tampoco tenía amigos. Se sentaba solo y bebía. No tenía compañía… Y, además, lo más preocupante: nunca había nada en el frigorífico.
Pasaba todo el tiempo fuera jugando al fútbol o montado en bicicletas robadas. Solía volver a casa muerto de hambre. Abría los armarios rezando por que hubiera algo. Pero no, no había nada, solo lo de siempre: leche, mantequilla, una hogaza de pan y, algunos días, zumo (un envase de cuatro litros de una bebida multivitamínica de alguna tienda árabe, porque era la más barata). Por supuesto, lo que no faltaba era la cerveza, seis latas de Pripps Blå o Carlsberg con esas anillas de plástico alrededor. A veces solo había cerveza; el estómago no me paraba de rugir. Es un dolor inolvidable. Preguntadle a Helena. Siempre le digo que el frigorífico ha de estar lleno. Es algo de lo que nunca me libraré. Hace poco, mi hijo Vincent se echó a llorar porque quería comer pasta y todavía se estaba haciendo. Gritaba porque la comida no estaba lista lo suficientemente rápido y me entraron ganas de decirle: «¡Si supieras lo fácil que lo has tenido!».
Abría los cajones y miraba en todos los rincones para buscar un poco de pasta o una albóndiga. Me atiborraba de sándwiches tostados. Devoraba una hogaza de pan entera o iba a ver a mi madre. No siempre me recibía con los brazos abiertos. Era más bien algo como: «¡Vaya, hombre! ¿Zlatan viene también? ¿No le da de comer Šefik?». A veces me soltaba el rollo: «¿Crees que nos sobra el dinero? ¡Nos vas a vaciar la despensa!». A pesar de todo, nos ayudábamos. En casa de mi padre empecé a hacerle la guerra a la cerveza. Tiraba un poco, no toda, porque lo habría notado, pero sí lo que podía.
Casi nunca se daba cuenta. Había cerveza en todas partes, en las mesas y en las estanterías; a menudo metía las latas vacías en grandes bolsas negras de basura y las llevaba para que me dieran el importe del envase. Pagaban cincuenta öre (cinco céntimos) por lata. Aun así, a veces conseguía entre cincuenta y cien coronas (cinco y diez euros). Eso eran montones de latas, y me encantaba tener ese dinero. Por supuesto, no era nada divertido y, como todos los chicos en ese tipo de situaciones, aprendí a darme cuenta de qué humor estaba mi padre. Sabía cuándo era mejor no hablar con él. Los días después de que hubiera bebido solían ser muy tranquilos. El segundo día era peor. A veces se enfurecía de repente. Otras, me daba quinientas coronas (cincuenta euros) sin más. En aquellos tiempos, coleccionaba cromos de futbolistas. Comprabas un chicle y te daban tres en un sobrecito. Siempre me preguntaba qué jugadores saldrían, si sería Maradona. La mayoría de las veces me llevaba una buena decepción, sobre todo cuando eran aburridas estrellas suecas que vete a saber quiénes eran. Un día mi padre vino a casa con una caja entera. Fue una auténtica fiesta, los abrí todos y conseguí un montón de jugadores brasileños. A veces veíamos la tele juntos y hablábamos. Aquellos ratos eran extraordinarios.
Otras veces estaba borracho. Recuerdo imágenes horribles. Cuando me hice un poco mayor, me peleaba con él. No me echaba atrás como mi hermano. Le decía que bebía mucho y teníamos unas peleas terribles; lo cierto es que a veces no tenían ningún tipo de sentido. Discutía con él a pesar de que sabía que me amenazaría con echarme de casa y cosas así. Quería demostrarle que sabía defenderme. A veces los gritos eran insoportables.
Eso sí, nunca me puso la mano encima, ni una sola vez. Bueno, en una ocasión me levantó en el aire y me lanzó a la cama, pero porque me había portado mal con Sanela, la niña de sus ojos. En el fondo era la persona más agradable del mundo. Ahora sé que no lo tuvo nada fácil. «Bebe para ahogar las penas», decía mi hermano, pero quizás esa no fuera toda la verdad. La guerra le afectó mucho.
En general, la guerra fue algo muy extraño. Nunca dejaron que me enterara de nada. Levantaron un muro a mi alrededor. Se esforzaron a conciencia. Ni siquiera entendí por qué mi madre y mis hermanas iban de luto. Era algo completamente incomprensible, como una moda repentina. La abuela había muerto en un bombardeo en Croacia; todos expresaban su duelo, excepto yo, porque no me dejaban estar al corriente ni me importaba si la gente era serbia, bosnia o lo que fuera. Mi padre lo pasó peor.
Había nacido en Bijelina, Bosnia, donde había trabajado de albañil. Toda su familia y sus amigos vivían allí… Entonces, de repente, se desató un infierno. Estaban atacando Bijelina, y no era de extrañar que empezara a considerarse musulmán de nuevo. Los serbios invadieron la ciudad y ejecutaron a cientos de musulmanes. Creo que conocía a muchos de ellos; toda su familia tuvo que huir. Los serbios que ocuparon las casas vacías, incluida la de mi padre, reemplazaron a la población de Bijelina. Alguien fue y se la apropió. Ahora entiendo que no me prestara atención cuando se sentaba por la noche para ver las noticias de la televisión o esperaba alguna llamada de su país. La guerra lo extenuó y se obsesionó con estar al corriente de todo lo que pasaba. Se sentaba solo, bebía, se lamentaba, oía música yugoslava…, y yo me ocupaba de estar fuera de casa o de ir a la de mi madre. Mi madre vivía en otro mundo.
En casa de mi padre solo estábamos él y yo. La de mi madre era un circo de tres pistas. Iba y venía gente, se oían voces y ruidos. Se había mudado al quinto piso de otro edificio de apartamentos en la misma calle, a Cronmans Väg 5A, encima de la tía Hanife, o Hanna, como solía llamarla. Keki, Sanela y yo estábamos muy unidos e hicimos un pacto. En casa de mi madre pasaban muchas cosas. Mi hermanastra estaba cada vez más metida en las drogas. Mi madre se sobresaltaba cada vez que sonaba el teléfono o llamaban a la puerta. Era como si pensara: «¡No, por favor! ¿No hemos tenido ya suficientes problemas? ¿Qué pasa ahora?». Envejeció antes de tiempo y se volvió completamente intransigente con todo tipo de sustancias ilegales. No hace mucho me llamó histérica perdida para decirme que había drogas en el frigorífico.
«¡Dios mío, drogas!», pensé, y me puse frenético. Llamé a Keki muy enfadado. «¡Qué narices está pasando! ¡Hay droga en el frigorífico de mamá!» No sabía de qué le estaba hablando, pero después lo entendió. Era snus, tabaco de mascar sueco.
—Tranquila, mamá, solo es snus —le dije.
—Es la misma mierda —contestó.
Aquellos años le dejaron una profunda huella. Estoy seguro de que tendríamos que habernos portado mejor, pero no habíamos aprendido a comportarnos de otra forma. Solo sabíamos ser duros. Mi hermanastra se había ido de casa y entraba y salía de clínicas de desintoxicación, pero siempre volvía a la misma mierda. Al final mi madre rompió todo tipo de contacto con ella o a lo mejor fue una decisión mutua. No conozco los pormenores. En cualquier caso, fue algo muy duro, pero es uno de los rasgos característicos de nuestra familia. Nos gustan los dramas, guardamos rencor y decimos cosas como: «No quiero volver a verte en la vida».
Recuerdo un día que fui a ver a mi hermana, la del problema con las drogas, a su apartamento. Creo que era mi cumpleaños. Había comprado unos regalos. Era amable, a pesar de todo lo que le pasaba. Después, cuando intenté ir al baño, dio un salto y me frenó. Me gritó que no entrara; después fue hacia allí y lo limpió. Sabía que algo no iba bien, que guardaba algún secreto. Pasaban muchas cosas como esa. Aunque, tal como he contado, me las ocultaban, a pesar de que yo también tenía mis historias, las bicicletas y el fútbol, y mis sueños de ser Bruce Lee o Mohamed Ali. Quería ser como ellos.
Mi padre tenía un hermano en la antigua Yugoslavia. Su nombre era Sabahudin, aunque todos lo llamaban Sapko, el nombre que le pusieron a mi hermano mayor. Sabahudin era boxeador, muy bueno. Peleó para el club de boxeo Radnički en la ciudad de Kragujevac, ganó el campeonato de Yugoslavia con ese club y entró en la selección nacional. Después, en 1967, a los veintitrés años y recién casado, fue a nadar al Neretva, un río con corrientes muy fuertes. Creo que también tenía algún problema de corazón o de pulmones. Se ahogó. Os podéis imaginar la situación. Fue un golpe muy duro para la familia y mi padre se obsesionó. Grababa en vídeo todos los combates importantes, y no solo los de Sabahudin, sino los de Alí, Foreman y Tyson. Además, no dejaba escapar ninguna película de Bruce Lee y Jackie Chan.
Era lo que veíamos en el televisor. En lo que a nosotros respectaba, la televisión sueca no existía. No nos interesaba en absoluto. Cuando vi la primera película sueca, tenía veintiún años. No conocía a ningún famoso o deportista sueco importante, como Ingemar Stenmark. Pero a Alí sí que lo conocía. ¡Él sí que era una leyenda! Había hecho las cosas a su manera sin importarle lo que dijera la gente. Nunca se justificaba, algo que nunca he olvidado. Era un tío enrollado. Quería ser como él y lo imitaba en cosas como en lo de «Soy el mejor». En Rosengård había que ser duro. Si alguien te provocaba —lo mínimo es que te llamaran marica—, no te podías acobardar.
A pesar de todo, la mayoría de las veces no nos peleábamos. Tal y como solíamos decir, donde se come no se caga. Era más bien Rosengård contra todos los demás. Miraba y gritaba a los racistas que desfilaban todos los años el 30 de noviembre para conmemorar la muerte del rey Carlos XII de Suecia, el rey guerrero. Y una vez, en el Festival de Malmö, vi una turba de Rosengård, unos doscientos, persiguiendo a un tipo. Para ser sincero, no fue nada agradable. Pero como era gente del barrio me uní a ellos. No creo que el tipo se creyera muy listo. Éramos unos gallitos enloquecidos, todos. A veces no era tan fácil ser duro.
Cuando mi padre y yo vivíamos cerca del colegio Stenkula, me quedaba en casa de mi madre hasta tarde y después tenía que atravesar un largo túnel que pasa por debajo de una carretera. Unos años antes, habían atracado a mi padre allí y le habían dado una paliza, por lo que acabó en el hospital con un neumotórax. Me acordaba a menudo, a pesar de no querer hacerlo, por supuesto. Cuanto más intentaba olvidarlo, más presente lo tenía. En la misma zona había unas vías férreas y una carretera. También había un callejón horrible, algunos arbustos y dos farolas: una a la entrada del túnel y otra a la salida. El resto estaba a oscuras y daba mucho miedo. Las farolas se convirtieron en mis puntos de referencia. Corría como un loco entre los dos puntos de luz con el corazón desbocado pensando que seguramente habría algún tipo chungo en el túnel, como los que habían atacado a mi padre. Durante toda la carrera, pensaba frenéticamente que si corría lo bastante rápido no pasaría nada. Siempre llegaba a casa sin aliento, ni de lejos como Mohamed Alí.
En otra ocasión, mi padre nos llevó a Sanela y a mí a nadar a Arlöv; después fui a ver a un amigo. Cuando estaba a punto de irme, empezó a llover torrencialmente. Volví a casa pedaleando como un idiota; llegué tambaleándome, empapado de pies a cabeza. Entonces vivíamos en Zenitgatan, bastante lejos de Rosengård. Lo pasé mal. Temblaba y me dolía el estómago. Era un dolor horrible. Sufrí un ataque y me asusté.
Entonces llegó mi padre. Por supuesto, es como es, y el frigorífico estaba vacío y había bebido mucho. Pero cuando se trata de algo importante, no hay nadie como él. Llamó a un taxi, me levantó en la única posición en que había conseguido ponerme, como una especie de gamba, y me llevó al coche. En aquellos tiempos pesaba poquísimo y mi padre era grande y fuerte. Estaba fuera de sí. Volvía a ser un león y le gritó a la conductora: «Es mi hijo, lo es todo para mí, a la mierda el código de circulación. Pagaré las multas, lo arreglaré con la policía», y es lo que hizo la taxista. Se saltó dos semáforos en rojo y llegamos al Hospital General de Malmö. Por lo que entendí, la situación era crítica. Me tenían que poner una inyección en la espalda. Mi padre había oído alguna tontería sobre gente que se quedaba paralítica después; imagino que arremetió contra todo el personal. Si algo salía mal, arrasaría la ciudad.
Finalmente se calmó, me tumbé sobre el estómago sollozando y me pusieron la inyección en la columna. Resultó que tenía meningitis; la enfermera corrió las cortinas y apagó la luz. Tenía que estar completamente a oscuras, me dieron medicación y mi padre me veló al lado de la cama. A las cinco de la mañana me desperté y la crisis había pasado. Sigo sin saber qué la causó, quizá no me cuidaba lo suficiente.
No llevaba una dieta muy equilibrada que digamos. En aquellos tiempos, era pequeño y enclenque. Aun así, en cierta forma, debía de ser fuerte. Me olvidé de aquel incidente y seguí con mi vida. En vez de quedarme en casa deprimido, busqué algo que me animara. Pasaba todo el tiempo fuera de casa. Estaba casi fuera de mí. Al igual que mi padre, podía explotar y decir cosas como: «¿Quién narices te has creído que eres?». Fueron unos años difíciles, ahora lo sé. Mi padre tenía altibajos. A menudo parecía distraído o furioso. De vez en cuando, me soltaba: «¡Quiero que vuelvas a casa a tal hora!» o «¡Más te vale no hacerlo!».
En el mundo de mi padre, si eras un tío de verdad y te pasaba algo malo, tenías que aguantar y portarte como un hombre. No se tenía en cuenta la teoría del «nuevo hombre», no se decía «Me duele el estómago, estoy un poco deprimido». Ni hablar.
Aprendí a apretar los dientes y a sobrellevarlo, pero también comprendí cosas sobre el sacrificio, no lo olvidéis. Cuando compramos una nueva cama para mí en IKEA, mi padre no podía pagar el envío. Le habría costado otras quinientas coronas o algo así. Cargó con el colchón durante todo el camino —una locura—, kilómetro tras kilómetro. Yo iba tras él, cargado con las patas. Apenas pesaban, pero, aun así, no conseguí mantener su ritmo.
—Tranquilo, papá. Espera.
Siguió andando. Tenía aspecto de todo un macho; a veces iba a las reuniones escolares de padres vestido de vaquero. Todo el mundo se preguntaba quién era. La gente se fijaba en él. Le respetaban y los profesores no se atrevían a quejarse de mí tanto como habían pensado. Seguramente intuían que era mejor tener cuidado con aquel tipo.
La gente siempre me pregunta qué habría hecho de no ser futbolista. No tengo ni idea. Quizás hubiera acabado siendo un delincuente. En aquellos tiempos se cometían muchos delitos. Tampoco es que nos dedicáramos a robar, pero pasaba de todo. No solo me dedicaba a trajinar con las bicicletas. Entrábamos y salíamos de grandes almacenes; me ponía bastante hacerlo. Me encantaba llevarme todo lo que podía; me alegro de que mi padre no se enterara nunca. Hay que obrar honradamente y todo ese rollo… Nada de robar, ni hablar. Se habría armado la de Dios.
El día que nos pillaron en los grandes almacenes Wessels con los plumas puestos, tuve bastante suerte. Habíamos robado objetos por valor de mil cuatrocientas coronas (unos ciento sesenta euros). Era algo más que las acostumbradas golosinas. Tuvo que venir a recogernos el padre de mi amigo; cuando llegué a casa, conseguí romper aquella carta en la que se decía que habían sorprendido a Zlatan Ibrahimović robando. Estaba enganchado y seguí haciéndolo. Sí, las cosas podrían haberse puesto muy feas.
Lo que sí puedo asegurar es que nunca hubo drogas. Estaba completamente en contra. No solo vaciaba las cervezas de mi padre, sino que tiraba los cigarrillos de mi madre. Odiaba todas las drogas y venenos; la primera vez que me emborraché y vomité en las escaleras como cualquier adolescente, tenía diecisiete o dieciocho años. Desde entonces no me he emborrachado muchas veces; solo en una ocasión perdí el conocimiento, fue en una bañera, después de conseguir el primer scudetto con la Juventus. Fue culpa del traidor de Trézéguet, que me incitó a tomar unos cuantos chupitos.
Sanela y yo también éramos muy estrictos con Keki. No podía fumar ni beber; si lo hacía, se las vería con nosotros. Teníamos una relación muy especial con nuestro hermano pequeño.
Lo cuidábamos. Para las cuestiones más delicadas hablaba con Sanela. Para asuntos más serios me preguntaba a mí. Le defendía y asumía la responsabilidad. Tampoco es que fuera un santo ni era amable con mis amigos y compañeros de clase. Era agresivo y hacía el tipo de cosas que ahora me enloquecerían si alguien se las hiciera a Maxi o a Vincent. Es verdad. No olvidemos que ya entonces tenía dos facetas.
Era disciplinado e impetuoso, y se me ocurrieron teorías muy profundas al respecto. Mi consigna era que tenía que estar a la altura de lo que predicaba y no solo decir: «Soy fantástico, ¿y tú quién eres?». No, por supuesto que no —no hay nada más vulgar—, pero tampoco quería actuar y hablar con el excesivo comedimiento de las estrellas suecas. Quería ser sensacional y vacilar al mismo tiempo. Tampoco es que creyera que iba a ser una superestrella. ¡Por Dios!, era de Rosengård. Quizá por eso mismo soy un poco diferente.
Era pendenciero, un poco loco, pero también tenía carácter. No siempre llegaba a tiempo al colegio. Me costaba levantarme por las mañanas —aún me cuesta—, pero hacía los deberes, al menos algunas veces. Las matemáticas eran muy fáciles. Pim, pam, y sabía la respuesta. Era un poco como en el campo de fútbol. De repente, veía las imágenes y las soluciones. Aun así, no sabía demostrar cómo había dado con esas soluciones, por lo que los profesores pensaban que había copiado. No era exactamente un alumno del que esperaran buenos resultados. Más bien era el que echaban de clase. Pero sí que estudiaba. Empollaba antes de los exámenes y al día siguiente lo olvidaba todo. No era mal chico, sino que me costaba estarme quieto y lanzaba gomas de borrar y cosas así. Era un culo inquieto.
Fueron años difíciles. Cambiábamos de casa constantemente, no sé por qué. Nunca estuvimos más de un año en el mismo sitio, y los profesores se aprovecharon. Decían que tenían que trasladarme a los colegios de la zona en que viviera, pero no por atenerse al reglamento, sino porque les brindaba la oportunidad perfecta para librase de mí. Cambié de colegio muy a menudo y me costó hacer amigos. Mi padre tenía los turnos de guardia, su guerra, su bebida y un tinnitus agudo en los oídos, como si oyera un zumbido continuo, y yo cada vez me ocupaba más de mí mismo y evitaba preocuparme por el caos que reinaba en mi familia. Siempre pasaba algo. La gente de los Balcanes es muy dura. Mi hermana, la que tenía problemas con las drogas, había roto todo contacto con mi madre y el resto de la familia, aunque supongo que no fue una decisión inesperada, después de todas las broncas por las drogas y todos aquellos centros de rehabilitación. También se apartó a mi otra hermanastra. Mi madre la borró; no sé por qué. Algo pasó con un novio, un tipo de Yugoslavia. Discutió con ella y mi madre se puso de parte del tipo; mi hermanastra flipó y tuvo una pelotera terrible con ella, algo que no le convenía en absoluto. Aun así, no debería de haberse convertido en un asunto tan grave.
No era la primera vez que había una trifulca en mi familia. Mi madre tenía su orgullo y estoy seguro de que ella y mi hermanastra llegaron a un punto muerto. Algo que veo en mí. Yo tampoco olvido. Recuerdo una entrada sucia durante muchos años. Recuerdo el daño que me ha hecho la gente y les guardo rencor. En aquella ocasión se le fue de las manos.
En casa de mi madre solía haber cinco niños, pero, de repente, solo quedábamos tres: Sanela, Alecksandar y yo, y no había vuelta atrás. Era como si se hubiera grabado en piedra. Nuestra hermanastra ya no formaba parte del grupo, y pasaron los años. Se había ido. Después, a los quince años, su hijo llamó a mi madre. Mi hermanastra había tenido un hijo o, en otras palabras, un nieto para mi madre.
—Hola, abuela —la saludó, pero mi madre no quiso saber nada.
—Lo siento —contestó, y simplemente colgó.
Cuando me lo contaron, no podía creerlo. Se me hizo un nudo en el estómago. Es muy difícil describir lo que sentí. Quise que se me tragara la tierra. Eso no se hace, nunca. Somos demasiado orgullosos, cosa que arruina nuestras relaciones. Me alegro de haber tenido el fútbol.