Se produjo un gran alboroto. Recuerdo algo, más bien dos cosas, que Maxi me dijo después. La primera fue divertida, me preguntó por qué me miraba todo el mundo. Intenté explicarle la situación y le contesté que porque jugaba al fútbol, la gente me veía en la televisión y creía que era bueno. Después me sentí orgulloso, como un padre enrollado. Pero la situación dio un giro completamente inesperado. Nos lo contó la niñera.
Maxi había preguntado por qué le miraba todo el mundo, algo que le ocurría constantemente en aquellos tiempos, sobre todo cuando llegamos a Milán. Y lo que fue aún peor, añadió que no le gustaba que lo hicieran. Como si estuviera diciendo que era sensible. ¿Iba a sentirse diferente también? Odio que los niños crean que se les diferencia. Me recuerda demasiado mi infancia: «Zlatan no es de aquí. Es esto, es lo otro». Todo eso sigue presente en mí.
Intenté pasar todo el tiempo que pude con Maxi y con Vincent. Son tremendos. No fue fácil. Me volvían loco.
Después de hablar con los periodistas fuera del Camp Nou, fui a casa con Helena.
Imagino que no esperaba tener que cambiar de casa tan pronto. Seguro que le habría gustado quedarse, pero sabe mejor que nadie que, si no me siento a gusto en un terreno de juego, me marchito. Esa situación afecta a toda la familia, así que le dije a Galliani que quería ir a Milán con Helena, los niños, el perro y Mino. Galliani asintió y contestó que sí, que fuéramos todos. Evidentemente había preparado algo especial, por lo que subimos a uno de los aviones privados del club y nos fuimos de Barcelona. Recuerdo la llegada al aeropuerto Linate de Milán. Fue como si hubiera aterrizado Obama. Había ocho Audi negros esperándonos y habían colocado una alfombra roja por la que avancé con Maxi en los brazos.
Unos pocos y escogidos periodistas, de Milan Channel y de Sky, me entrevistaron durante unos minutos; al otro lado de la valla había cientos de aficionados que gritaban. Fue fantástico. Lo noté en el ambiente, el club llevaba mucho tiempo esperando algo así. Hacía cinco años, cuando Berlusconi reservó una mesa para él y para mí en el Ristorante Giannino, la gente pensó que el trato se había cerrado e hicieron todo tipo de preparativos, incluso un anuncio en la página web del club. Un punto de luz sobre fondo negro estallaba con grandes efectos sonoros y mi nombre aparecía en un palpitante y explosivo titular, seguido de las palabras: «Finalmente nuestro».
Fue una locura. Cuando llegué, volvieron a poner noticias parecidas, pero no habían previsto el interés que suscitaron y la página se colapsó. Se bloqueó. En el aeropuerto, conforme pasaba por delante de las vallas, la gente gritaba: «¡Ibra, Ibra!».
Subimos a los Audi y atravesamos la ciudad. Fue caótico. ¡Zlatan había aterrizado! Nos persiguieron coches, motos y cámaras de televisión. Disfruté mucho. Noté que me subía la adrenalina. Me di cuenta, aún más, del agujero negro en el que había estado en el Barça. Fue como si me hubieran tenido encarcelado y después me hubieran recibido con una fiesta al otro lado de los muros de la cárcel. Sentí en todas partes que el Milan me había estado esperando, que querían que me hiciera cargo del equipo. Iba a conseguir que volvieran a ganar trofeos. Esa sensación me encantó.
Habían acordonado la calle del Boscolo Hotel, en el que nos íbamos a alojar. En los alrededores, los vecinos gritaban y saludaban. En el interior, el personal, colocado en fila, nos hizo una reverencia. En Italia los futbolistas son como dioses. Nos instalaron en la suite deluxe. Enseguida nos dimos cuenta de que todo estaba muy bien organizado. Es una de las tradiciones más arraigadas del club. A decir verdad, estaba temblando. Quería jugar. Ese mismo día, el AC Milan se enfrentaba al Lecce en el partido inaugural de la Serie A. Le pregunté a Galliani si me dejaría jugar.
Era imposible, el papeleo no estaba acabado. Aun así, fui al estadio. Me iban a presentar durante el descanso. Jamás olvidaré aquella sensación. Preferí no entrar en los vestuarios para no molestar a los jugadores mientras se preparaban. Al lado había una sala, en la que esperé con Galliani, Berlusconi y otros peces gordos.
—Me recuerdas a un jugador que tuvimos en tiempos —dijo Berlusconi.
Sabía a quién se refería, pero no lo dije.
—¿A quién?
—A uno que sabía hacerse cargo de las situaciones por sí mismo.
Por supuesto, estaba hablando de Van Basten. Después me dio la bienvenida al club y subimos al palco. Por motivos de protocolo, teníamos que estar sentados con dos butacas de separación. Siempre pasaban muchas cosas alrededor de ese hombre. Entonces todo parecía bastante calmado, si se compara con lo que pasó luego. Dos meses después, el circo que rodeaba a Berlusconi se hundió y se oyeron rumores sobre chicas jóvenes y casos judiciales. Sin embargo, en ese momento, parecía contento y sentí buenas vibraciones. La gente volvía a gritar mi nombre y bajé al campo. Habían extendido una alfombra roja y colocado un stand. Esperé en la línea de banda durante lo que me pareció una eternidad. El estadio era un hervidero. San Siro estaba a rebosar, aunque fuera agosto, en plenas vacaciones de verano. Salí al campo. El clamor me envolvió. Fue como volver a ser niño otra vez. No hacía mucho que había estado en el Camp Nou en la misma situación. Avancé en medio de una gran ovación y de aplausos. La alfombra roja estaba llena de niños, choqué los cinco con todos ellos y subí al podio.
«Ahora lo vamos a ganar todo», dije en italiano. El clamor aumentó.
El estadio vibraba. Me entregaron una camiseta con mi nombre, pero sin número. Todavía no me habían asignado uno. Me habían ofrecido varios, pero ninguno me había parecido muy bueno; había posibilidades de que me adjudicaran el once, el que llevaba Klass-Jan Huntelaar. El holandés estaba en la lista de traspasos, pero, como todavía no lo habían vendido, tuve que esperar. En cualquier caso, ya había empezado. A partir de entonces iba a asegurarme de que el AC Milan ganara su primer scudetto en siete años. Iba a comenzar una nueva era de gloria. Era lo que había prometido.
Helena y yo teníamos guardaespaldas. Tal vez haya gente que piense que es un lujo innecesario, pero no lo es. En Italia siempre se desata la histeria alrededor de las estrellas del fútbol. La presión es increíble, habían sucedido algunas cosas desagradables. Y no me refiero al fuego en la puerta de casa en Turín. Cuando estaba en el Inter, iba a jugar un partido en San Siro y Sanela vino a vernos. Helena y ella fueron al estadio en nuestro nuevo Mercedes. En los alrededores se había producido un atasco caótico. Helena apenas avanzaba y la gente a su alrededor se percató de quién era. Un tipo montado en una Vespa pasó a su lado demasiado rápido y golpeó el retrovisor.
Helena no supo si había sido intencionado o no. Abrió la ventanilla para ajustarlo y entonces vio algo con el rabillo del ojo: otro tipo con un casco de bicicleta corría hacia ella. Entonces se dio cuenta de que pasaba algo, de que era una trampa. Intentó cerrar la ventanilla, pero como el coche era nuevo y no estaba familiarizada con los controles, no le dio tiempo. Aquel tipo le golpeó en la cara.
Aquello degeneró en una violenta escaramuza, el Mercedes chocó contra el coche que había delante y el tipo intentó sacarla por la ventanilla. Por suerte, Sanela estaba allí y sujetó a Helena. Fue una locura, un tira y afloja a vida o muerte. Finalmente, Sanela consiguió meter a Helena dentro del coche. Se recuperó como pudo.
Le dio una patada en la cara a aquel cabrón desde un ángulo imposible, y llevaba unos tacones de diez centímetros de altura. Debió de dolerle de lo lindo; se echó a correr. La gente se había congregado alrededor del coche, reinaba el caos. Helena estaba magullada.
Aquello pudo haber acabado muy mal. Por suerte, ha habido pocos incidentes como este. Esa es la verdad. En cualquier caso, necesitábamos protección. El primer día, mi guardaespaldas, un buen tipo, me llevó al Milanello, las instalaciones del club en las que se hacían los entrenamientos.
Me iban a hacer los reconocimientos médicos habituales. Milanello está a casi una hora de Milán; cuando llegamos, había aficionados en la puerta. Sentí el peso de todas las tradiciones de aquel club y saludé a las leyendas del equipo: Zambrotta, Nesta, Ambrosini, Gattuso, Pirlo, Abbiati, Seedorf, Inzaghi, Pato (el joven brasileño) y Allegri, el entrenador, que acababa de llegar del Cagliari y no tenía mucha experiencia, pero parecía bueno. A veces, cuando se es nuevo en un equipo, se te cuestiona. Hay que hacerse un hueco en la jerarquía, como si los compañeros recelaran de que fueras a comportarte como una estrella. Sin embargo, allí sentí inmediatamente que me respetaban. De hecho, quizá no debería contar esto, pero algunos jugadores me dijeron después que mi llegada había sido un gran incentivo para ellos, que los había sacado de las sombras. En los últimos años, el AC Milan no solo había atravesado un mal momento en la liga, sino que hacía mucho tiempo que no era el mejor equipo de la ciudad.
El Inter había dominado desde que llegué en 2006 con la actitud que había aprendido de Capello: «Los entrenamientos son tan importantes como los partidos. No se puede entrenar con delicadeza y ser combativo en el juego. Hay que luchar todo el tiempo; si no, os las veréis conmigo». Bromeé con los compañeros, los animé, tal como había hecho de forma espontánea en todas partes, excepto en el Barçaa. En cierta forma, me recordó a los primeros días en el Inter. Los jugadores parecían pedir que les guiase y pensé que la balanza iba a inclinarse de nuevo. Fui a los entrenamientos muy motivado, tal como había hecho antes de estar en el Barcelona. Protesté, grité, me burlé de los que se equivocaban y la gente me decía: «¿Qué está pasando? Hacía tiempo que no veíamos a los jugadores tan animados».
En el equipo había otro fichaje nuevo. Se llamaba Robson de Souza, pero todo el mundo lo llamaba Robinho. Había participado en su contratación. Cuando todavía estaba en el Barcelona, Galliani me preguntó:
—¿Qué te parece Robinho? ¿Puedes jugar con él?
—Es un futbolista excelente. Tráigalo y el resto se arreglará solo.
El club pagó dieciocho millones de euros por él, fue una compra que se consideró barata. El prestigio de Galliani aumentó. Nos había conseguido a Robinho y a mí a precio de ganga. No hacía mucho el Manchester City había desembolsado el doble por Robinho. Su adquisición entrañaba algún riesgo. Era un prodigio que se había descarrilado ligeramente. En Brasil no hay otro dios como Pelé, que en los años noventa estaba al frente de las categorías juveniles del Santos. Era el club en el que había jugado prácticamente toda su carrera y hacía años que atravesaba una mala racha. La gente soñaba con que iba a descubrir un nuevo supertalento, pero no muchos creían que realmente lo conseguiría. Un nuevo Pelé, un nuevo Ronaldo, el tipo de jugador que aparece contadas veces en cien años. Incluso en los primeros entrenamientos, Pelé se quedó impresionado. Dicen que pidió tiempo muerto, se acercó a aquel delgado y necesitado niño que había en el campo y le dijo: «Estoy a punto de echarme a llorar. Me recuerdas a mí mismo».
Ese era Robinho, un chaval que creció y se convirtió en la gran estrella que todos ansiaban, al menos al principio. Lo vendieron al Real Madrid y después llegó al Manchester City, pero en los últimos tiempos había tenido muy mala prensa. Se armó un gran escándalo a su alrededor. Nos hicimos amigos en el AC Milan. Los dos habíamos crecido en circunstancias difíciles y nuestras vidas guardaban cierta similitud. Se nos había criticado porque regateábamos mucho. A mí me encantaba su técnica. Aun así, a veces perdía la concentración en el terreno de juego y hacía demasiadas florituras cerca de la línea de banda.
Solía comentárselo. Estaba encima de todo el equipo. Antes de mi primer partido fuera de casa contra el Cesena rebosaba energía. Os podéis imaginar la publicidad que se le dio. Los periódicos publicaron páginas y páginas al respecto: iba a demostrar lo que significaba para mi nuevo club.
Arriba estábamos Pato, Ronaldinho y yo, una delantera solida. Robinho empezó en el banquillo. Pero fue inútil. Estaba muy acelerado, como en los primeros tiempos en el Ajax. Quería demasiado y acabamos con muy poco. Al finalizar la primera parte, perdíamos 2-0 ante el Cesena. Y eso que éramos el AC Milan. Era una locura y estaba enfadado y desquiciado en el campo. No salía nada. Me esforcé todo lo que pude. Hacia el final de los noventa minutos nos pitaron un penalti a favor. Quién sabía, quizá podríamos darle la vuelta al partido. Iba a lanzarlo yo, me eché hacia atrás, tiré y el balón dio en el poste. Perdimos. ¿Y cómo creéis que me sentí? Tuve que pasar un control antidopaje después del encuentro y entré en la sala tan furioso que destrocé una mesa. El encargado de realizar el control estaba aterrorizado.
—Cálmese, cálmese.
—Mira, no me digas lo que tengo que hacer, a no ser que quieras acabar como la mesa.
Aquello no fue nada amable, él no tenía la culpa de nada. Con todo, esa era la actitud con la que había ido al Milan. Cuando perdíamos, lo veía todo rojo. En esos momentos, es mejor dejar que destroce todo lo que encuentre. Hervía de rabia. Me alegré cuando los periódicos se cebaron conmigo al día siguiente; hablaron muy duramente en sus crónicas sobre mi actuación. Lo merecía. Apreté los puños. La situación no mejoró en el siguiente partido ni en el siguiente, aunque marqué mi primer gol contra el Lazio y parecía que íbamos a ganar. Entonces, en los últimos minutos, dejamos que nos empataran. En esa ocasión, no hubo control antidopaje.
Fui directo a los vestuarios. Había una pizarra blanca en la que el entrenador solía dibujar las tácticas del partido. Le di una patada con todas mis fuerzas, salió disparada como un cohete y le dio a un compañero.
«¡No juguéis con fuego, es peligroso!», bramé. La habitación se sumió en el silencio porque imagino que todo el mundo entendió a qué me refería: se suponía que teníamos que ganar y no podíamos dejar que nos metieran un gol al final del partido. No podíamos seguir así.
En cuatro partidos, solo habíamos conseguido cinco puntos. El Inter iba el primero en la clasificación, como siempre. Cada vez sentía más la presión. Seguíamos en el Boscolo Hotel, en el que poco a poco nos habíamos acomodado. Helena, que se había mantenido al margen de la atención pública, concedió su primera entrevista. Fue para la revista Elle. Se armó un gran revuelo. Todo lo que comentó sobre nosotros apareció en titulares. Si yo había dicho cosas completamente anecdóticas, como que desde que conocí a Helena comía menos albóndigas y pasta, en los periódicos se convertía en una declaración de amor por mi mujer. Me di cuenta de que estaba cambiando. A pesar de que siempre me había gustado ser el centro de atención, empecé a mostrarme más retraído y esquivo.
No me gustaba tener demasiada gente a mi alrededor. Tratamos de llevar una vida tranquila. Nos quedábamos en el hotel. Al cabo de unos meses, nos mudamos a un apartamento que nos había cedido el club en el centro. Estaba bien, pero no teníamos nuestros muebles ni nuestros objetos personales. Tal como he dicho, era bonito, pero impersonal. Por las mañanas, el guardaespaldas me esperaba en el vestíbulo y nos íbamos a Milanello. Desayunaba antes de entrenar, almorzaba al acabar y después me ocupaba de las relaciones públicas, hacían fotos y cosas así. Como siempre en Italia, pasaba poco tiempo con la familia. Nos alojábamos en hoteles en los partidos fuera de casa y nos encerrábamos en Milanello antes de los que jugábamos en Milán. Entonces empecé a tener esa sensación.
En casa me estaba perdiendo muchas cosas, Vincent crecía y cada vez hablaba más. Era de locos. Maxi y Vincent habían viajado tanto que sabían tres idiomas: sueco, italiano e inglés.
Mi vida entraba en una nueva fase. A menudo pensaba en qué haría cuando acabara mi carrera y Helena recuperara la suya. A veces deseaba que llegara ese tiempo; otras no.
Aun así, no perdí la motivación. Enseguida encontré mi lugar en el terreno de juego. Fui el mejor en siete u ocho partidos seguidos. De este modo, regresó el antiguo éxtasis y la histeria. Volví a oír «¡Ibra, Ibra!» por todas partes. En los periódicos apareció un fotomontaje en el que da la impresión de que llevo a cuestas a todo el AC Milan. Ese era el tipo de noticias que se publicaban. Estaba más cotizado que nunca.
Sin embargo, a esas alturas había algo que sabía mejor que otros compañeros: en el fútbol puedes ser un dios un día, y, al siguiente, no valer nada. Nuestro partido más importante en la liga ese otoño se aproximaba: el derbi Milán-Inter en San Siro. No había duda alguna de que los ultras me odiarían. La presión fue en aumento. Además, tuve algún problema con un compañero. Se llamaba Oguchi Oneywu, un estadounidense grande como una casa. Le comenté a un amigo del equipo que seguro que iba a pasar algo serio, que lo notaba.