Recuerdo cuando lo vi en los entrenamientos. Fue muy agradable, he de reconocerlo. Tuve la sensación de que, después de todos los cambios de un club a otro, todavía había cosas que seguían igual. Aun así no se me ocurrió otra cosa que gritar:
—¡Eh, tú! ¿Me estás siguiendo o qué?
—Por supuesto, alguien ha de asegurarse de que tengas cereales en la nevera.
—Pues esta vez me niego a dormir en un colchón en el suelo de tu casa.
—Si te portas bien, no tendrás que hacerlo.
Me alegré de que Maxwell estuviera en el Inter. Había llegado unos meses antes que yo, pero había tenido una lesión en la rodilla, tuvo que hacer fisioterapia, y tardé un tiempo en verle. No conozco a otro jugador más elegante que él. Es un brasileño agresivo que se atreve a hacer un juego hermosamente elaborado en defensa; me encanta verlo en acción. Sin embargo, a veces me sorprendo de lo bueno que es. La gente tan maja no llega lejos en el fútbol. Hay que ser duro e inflexible, y así era como me veía a mí mismo después de los años que había pasado en la Juventus. Había sido uno de los protagonistas; en el primer año, había contribuido a que consiguiera el título de liga. No solo con los partidos, sino también con mi actitud.
Toda aquella tontería de los brasileños en un rincón y los argentinos en otra se había acabado, mi estatus en el club aumentaba con el paso de los meses. Moratti se había fijado. Me trató bien y se aseguró de que mi familia estuviera bien atendida para que siguiera brillando en el terreno de juego. Volvíamos a ser los primeros en la clasificación. Los tristes años noventa, en los que el Inter no había tenido ningún éxito, habían quedado atrás. Todo había salido como esperaba. El equipo se había motivado después de mi llegada. Mino y yo pensamos que estábamos en buena posición para negociar.
Había que renovar mi contrato y nadie lo hace mejor que Mino. Utilizó todos sus trucos con Moratti. No tengo ni idea de cómo fueron las conversaciones, no estuve presente, pero se rumoreaba que me quería el Real Madrid, por lo que utilizó esa baza para presionarlo. En realidad, tampoco era necesario. La situación había cambiado. Cuando firmé por el Inter estaba desesperado por dejar la Juventus y Moratti se aprovechó. En este negocio siempre se atacan los puntos débiles del contrario. Forma parte del juego. Se le pone un cuchillo en la garganta. Durante las primeras negociaciones, rebajó mi sueldo cuatro veces. En esa ocasión íbamos a desquitarnos. Lo había acordado así con Mino. Moratti ya no tenía ventaja. Dado lo importante que era para el equipo, no podía permitirse perderme y no tardó mucho en decir que me dieran lo que pidiera.
Conseguí un contrato estupendo. Más tarde, cuando se filtró la información, incluso se comentó que era uno de los futbolistas mejor pagados del mundo, pero, en ese momento, no lo sabía nadie. Una de las condiciones que puso Moratti fue que el resultado de las negociaciones se mantuviera en secreto durante seis o siete meses, aunque sabíamos que tarde o temprano saldría a la luz. A pesar de todo, el dinero no parecía lo más importante, sino la conmoción que generó.
La gente te mira de otra forma si te considera el futbolista mejor pagado del mundo. Se enciende otro foco. El público, los otros jugadores, los aficionados y los patrocinadores empiezan a verte con otros ojos… ¿Y qué dicen? Cuando casi se llega a la cima, se sigue subiendo. Es pura psicología. Todo el mundo está interesado en el número uno. Así funciona el mercado. Aunque no creo que haya nadie que merezca esa cantidad de dinero, conocía mi valor en el mercado y había aprendido bien la lección: «No dejes nunca que te vuelvan a engañar como en el acuerdo con el Ajax». También es verdad que los sueldos altos van acompañados de muchas otras cosas, más presión. Tienes que cumplir y seguir brillando.
Sin embargo, eso me gustaba. Quería esa presión. Me estimulaba. A mitad de temporada había marcado diez goles. La gente estaba histérica y gritaba: «¡Ibra, Ibra!». En febrero parecía que teníamos asegurada la liga otra vez. Los aficionados pensaban que nada podía pararnos. Entonces empecé a tener problemas con una rodilla. Intenté no prestarle atención y pensar que no era nada, pero el dolor no cesaba, sino que iba a peor. Acabamos primeros de grupo en la Liga de Campeones; teníamos otro frente que también parecía muy prometedor.
En el partido de octavos nos enfrentamos al Liverpool, en Anfield; noté que la lesión me limitaba. Hicimos un juego desastroso y perdimos 2-0. Después del encuentro, el dolor fue insoportable y no pude aplazarlo más. Me hice un reconocimiento médico y me dieron el resultado enseguida. Tenía un tendón de la rodilla, la prolongación del cuádriceps, el músculo del muslo, inflamado.
En el partido de liga contra la Sampdoria me quedé en el banquillo. No parecía importante ni para el equipo ni para mí. La Sampdoria no es el Liverpool. Los compañeros se las apañarían sin mí. Habíamos tenido una increíble racha de victorias seguidas. Incluso habíamos batido el récord de partidos consecutivos ganados en la Serie A.
Pero nuestro juego se estancó. Fue uno de los primeros síntomas de que algo empezaba a ir mal y parecía que íbamos a perder. Hernán Crespo nos salvó con un cabezazo en los últimos minutos. Quedamos 1-1 por los pelos, pero seguimos empeorando. Tras la lesión —fuera la causa o no—, perdimos ímpetu. Empatamos contra la Roma 1-1 y perdimos contra el Nápoles. Me fijé en Mancini y en el resto de los compañeros. Parecían preocupados. Tenía que volver a jugar. No podíamos perder la ventaja en la liga. Me enviaron a seguir un tratamiento. Necesitaba ponerme en forma rápidamente. Poco después, el 18 de marzo de 2008, me alinearon contra el Reggina.
Era el penúltimo clasificado; es discutible si era necesario que interviniera en ese partido. Tenía dolores. Me inyectaron calmantes para poder jugar; el Reggina no debería de habernos planteado ningún problema. Pero el equipo estaba nervioso. Su confianza se había esfumado durante mi ausencia. La Roma y el AC Milan se nos habían acercado semana a semana en la liga. Imagino que por eso mismo Mancini no quiso arriesgarse. Habíamos pasado de ser una máquina imparable a sentirnos inseguros cuando nos enfrentábamos a los últimos equipos de la clasificación. No pude negarme, sobre todo porque el médico dijo que estaba bien, aunque estuviera presionado. En cierta manera, esa rodilla no me pertenecía.
La directiva era dueña de mi carne y de mis huesos, por así decirlo. En cuanto futbolista, eres como una naranja. El club la exprime hasta que se queda sin jugo y después la vende. Puede que suene duro, pero así es. Forma parte del juego. Pertenecemos al club y no estamos en él para que nuestra salud mejore, sino para ganar; en ocasiones, los médicos no saben a qué atenerse. ¿Deberían ver a los jugadores como pacientes o como mercancía del club? Al fin y al cabo, no trabajan en un hospital, forman parte del equipo. Y después estás tú. Puedes hablar e incluso gritar que no estás bien y que tienes dolores. Nadie conoce tu cuerpo mejor que tú mismo.
La presión es intensa y normalmente prefieres jugar y olvidarte de las consecuencias. Es un riesgo que asumes. Quizá hoy pueda ser útil, pero a la larga es contraproducente para el club y para mí. Te haces esas preguntas continuamente. ¿Qué hago? ¿A quién hago caso? ¿A los médicos, que son más cautelosos, o al entrenador, que normalmente te elige y solo piensa en el próximo partido y dice: «¿A quién le importa mañana? Asegúrate de que ganamos hoy»?
Jugué contra el Reggina y Mancini demostró que tenía razón, al menos a corto plazo. Marqué mi decimoquinto gol, contribuí a la victoria del equipo. Aquello nos dio un respiro. Pero también implicó que el club quería que jugara el partido siguiente y el siguiente, y acepté. ¿Qué otra cosa podía hacer? Me pusieron más inyecciones, tome más calmantes y no dejé de oír y de sentir que me necesitaban, que no podían permitirse que descansara. No los culpo. Tal como he dicho, no era un paciente, era el líder del equipo desde que había llegado al club y se decidió que también jugaría en el partido de vuelta contra el Liverpool, que era muy importante, para el equipo y para mí.
La Liga de Campeones se había convertido en una obsesión para mí. Quería ganar ese maldito torneo. Como habíamos perdido en el partido de ida, nos mentalizamos para obtener una gran victoria y poder pasar. Lo intentamos todo. Trabajamos duro, pero nuestro juego no parecía cuajar y yo no estaba en plena forma. Desperdicié muchas oportunidades. Además, a los cincuenta minutos expulsaron a Burdisso.
Estábamos desesperados. Tuvimos que esforzarnos aún más, pero no sirvió de nada. Cada momento que pasaba lo sentía más: «No estoy bien. Me duele demasiado. Me estoy destrozando». Al final salí cojeando con un dolor terrible en la rodilla, nunca lo olvidaré.
Los aficionados visitantes me abuchearon y me insultaron. Cuando se está lesionado, uno siempre se pregunta si debería seguir jugando o retirarse. ¿Cuánto se está dispuesto a sacrificar por un partido? No porque se sepa, no hay forma de saberlo. Es como la ruleta. Hay que apostar y esperar no perderlo todo: una temporada entera, cualquier cosa. Había permanecido en el terreno de juego porque era lo que quería el entrenador y porque pensé que podía hacer algo por el equipo. El resultado fue que mi lesión empeoró y perdimos 0-1. Me había jugado la salud, no había recibido nada a cambio y los hinchas ingleses me estaban gritando. Nunca me he llevado muy bien con la prensa ni con los espectadores ingleses, que en ese momento me llamaban «prima donna quejica» y «el jugador más sobrevalorado de Europa». Normalmente, ese tipo de comentarios me estimulan. Como cuando aquellos padres firmaron la petición para librarse de mí. Peleo más duro para demostrar a esos cabrones que están equivocados. Sin embargo, en esa ocasión no tenía fuerzas para contraatacar. Me dolía la rodilla. Además, el equipo estaba abatido. Todo había cambiado. La armonía y el optimismo habían desaparecido. Los periodistas escribieron que al Inter le pasaba algo. Entonces Roberto Mancini anunció que abandonaba el club. Después se retractó. De repente, ya no se iba y la gente empezó a desconfiar de él. ¿Qué quería? Un entrenador no puede cambiar de idea de esa forma: me quedo, no me quedo. No es nada profesional. Seguimos perdiendo puntos.
Éramos líderes de la liga, pero la ventaja que llevábamos al resto de los equipos iba reduciéndose. Solo conseguimos empatar contra el Génova y perdimos en casa contra la Juventus. Ese partido también lo jugué. Fui un idiota, no supe decir que no. Después la rodilla me dolía tanto que apenas podía andar. Recuerdo que bajé a los vestuarios y me entraron ganas de destrozarlo todo, le grité a Mancini y me volví loco. Hasta allí había llegado. Necesitaba descansar y hacer fisioterapia. Tuve que olvidarme del drama en la liga, no podía ayudarlos. No tenía opción. Me vi obligado a abandonar. Creedme, no fue fácil. Fue una mierda.
Estás sentado y los otros salen a entrenar. Vas al gimnasio y por la ventana contemplas a tus compañeros en el campo. Es como ver una película en la que tendrías que estar, pero en la que no te dejan participar. Se sufre. Es una sensación que duele más que la lesión y decidí abandonar ese circo. Me fui a Suecia. Era primavera y hacía muy buen tiempo, pero no lo disfruté lo más mínimo.
Un solo pensamiento ocupaba mi mente, volver a estar en forma. Fui a que me viera el médico de la selección sueca. Recuerdo que se sorprendió. ¿Cómo podían haberme dejado jugar tanto tiempo tomando calmantes? Solo faltaban dos meses para la Eurocopa, que se celebraría en Suiza y Austria. Mi participación pendía de un hilo.
Me había exigido demasiado y estaba hecho polvo. Tenía que hacer todo lo que pudiera por volver a estar en forma. Llamé a Rickard Dahan, el fisioterapeuta del Malmö FF. Lo conocía de cuando jugué en el club. Empezamos a trabajar duro juntos. Entonces, alguien me habló de un médico.
Vivía en el norte, en Umeå. Volé allí, me puso unas inyecciones que mataron unas células en el tendón de la rodilla y mejoré. Aun así, seguía sin estar en forma. Era inútil y estaba furioso e irritable. No era agradable estar cerca de mí. En la liga, las cosas continuaban complicadas. Mis compañeros podían asegurarse el scudetto si ganaban contra el Siena, con solo una victoria acabaría todo. Patrick Vieira marcó el 1-0 y los aficionados empezaron a bailar y cantar. Parecía que el resultado se iba a mantener a pesar de todo. Mario Balotelli, el joven talento que me había sustituido, marcó otro gol. Aquello no podía acabar mal, no contra un equipo como el Siena.
Sin embargo, nos marcaron un gol… y después otro. Cuando faltaban diez minutos, el resultado era 2-2; la tensión se respiraba en el ambiente. Entonces Materazzi cayó al suelo: penalti. La gente temblaba. Solo teníamos que marcarlo. Todo estaba en juego. En aquellos tiempos, normalmente los penaltis los tiraba Julio Cruz, un argentino. Pero a Materazzi, un tipo temperamental y con autoridad (todo el mundo en el campo lo sabe), le dio igual y decidió tirarlo él. Imagino que les pareció bien a todos. Tenía treinta y cuatro años, era un veterano y había estado en el Mundial. Sin embargo, lo tiró fatal. El portero lo paró y los hinchas gritaron angustiados y furiosos, estoy seguro de que lo entendéis. La sensación era de desastre absoluto, pero si alguien podía superarla ese era Materazzi. Es como yo. El odio y la venganza le estimulan. Seguro que no fue fácil.
Los ultras estaban furiosos y agresivos; los medios de comunicación parecían indignados. Nadie en el club estaba funcionando bien. Mientras perdíamos nuestra oportunidad, la Roma había ganado al Atalanta y se nos acercaba. Parecían estar en buena racha. El campeonato estaba llegando a su fin. Por supuesto, estábamos superpreocupados.
Habíamos tenido el scudetto a nuestro alcance; la mayoría de la gente pensó que habíamos desaprovechado la ocasión. Yo seguía lesionado y la ventaja de nueve puntos se había reducido a uno. No me extraña que tantos aficionados pensaran que lo teníamos todo en contra, incluso los dioses. Se notaba un gran recelo. Aquello no era bueno. Se oía decir: «¿Qué le ha pasado al Inter? ¿Por qué no juega bien?».
El caso es que perdimos o empatamos contra el Parma. La Roma ganó al Catania; lo lógico, pues el Catania estaba en los últimos puestos de la clasificación. Fallamos en el último momento y perdimos lo que creíamos tener en el bote. Había vuelto a Milán, pero todavía no me había recuperado. Aquello no ayudó. Oía continuamente, más que nunca, que Ibra tenía que jugar, que me necesitaban. La presión era inmensa. Jamás había experimentado algo así. Llevaba seis semanas en tratamiento y no estaba en forma para jugar un partido. El último que había jugado había sido el 29 de marzo. En ese momento, era mediados de mayo y todo el mundo sabía que no estaba al cien por cien.
Nadie pensó en ello. No los culpo, en absoluto. Estaba considerado el jugador más importante del Inter. Además, en Italia, el fútbol es más importante que la propia vida, sobre todo en situaciones como esa. Hacía años que no había habido tanta tensión en la liga hasta el último momento. Se enfrentaban Milán y Roma, las dos ciudades más grandes, cara a cara, y la gente apenas hablaba de otra cosa. Si se encendía la televisión, todo eran programas de deportes que mencionaban mi nombre constantemente. Ibra por aquí, Ibra por allá. ¿Había alguna posibilidad de que jugara? ¿Podría? ¿Estaba en forma después de estar tanto tiempo de baja? Nadie lo sabía. Todo el mundo hablaba de lo mismo. Los aficionados parecían suplicar que los ayudara.
No me resultó fácil pensar en mi salud y en la inminente Eurocopa. No conseguía apartar de mi mente el partido contra el Parma; si salía, veía mi foto en las primeras páginas de los periódicos con titulares que rezaban: «Hazlo por el equipo y por la ciudad». Recuerdo que Mancini vino a hablar conmigo. Fue pocos días antes de que el equipo saliera de viaje. Roberto Mancini es un poco esnob. Le gustan los trajes ostentosos, los pañuelos y ese tipo de cosas, pero nunca he tenido nada en su contra, en absoluto. Sin embargo, desde su giro de ciento ochenta grados en el club, su estatus se había venido abajo. Está claro, te vas o no te vas. Lo que no puedes es decir que te vas y luego quedarte. Aquello molestó a mucha gente. El club necesitaba estabilidad, no incertidumbre sobre lo que fuera a hacer el entrenador. En ese momento, Mancini tenía que luchar por conservar su cargo. Y lo necesitaba. Se acercaba su día más importante como entrenador y nada podía salir mal. No me sorprendió que la expresión de su cara fuera tan seria.
—¿Sí?
—Sé que tu lesión no se ha curado del todo.
—No.
—La verdad es que no me importa —confesó.
—Supongo que es lo más acertado.
—Estupendo. Tengo intención de alinearte para el partido contra el Parma, digas lo que digas. Puedes jugar desde el principio o empezar en el banquillo, pero te necesito allí. Tenemos que ganar.
—Lo sé, quiero jugar.
Era lo que más deseaba. No quería estar fuera cuando se estaba decidiendo el scudetto. Es el tipo de cosas que uno no quiere tener en la conciencia. Era mejor estar dolorido unas semanas o unos meses que perderse un encuentro como ese. Era cierto que no sabía nada de mi forma física. No tenía ni idea de cómo respondería la rodilla en un partido o si sería capaz de entregarme al cien por cien. Quizá Mancini se percató de mis dudas y no quiso que lo malinterpretara.
Envió a Mihajlović para que hablara conmigo. ¿Lo recordáis? Nos la teníamos jurada cuando jugaba en la Juventus. Le di un cabezazo o insinué que se lo daba, y me dijo de todo. Aquello era agua pasada. Lo que pasa en el terreno de juego se queda en el terreno de juego; a menudo, me he hecho amigo de gente con la que me he peleado, quizá porque somos parecidos. No lo sé. Me gusta rodearme de guerreros, y Mihajlović era un matón. Siempre hacía lo que fuera para ganar. En esos tiempos, se había retirado; ahora era el segundo entrenador de Mancini. La verdad es que hay pocas personas que me hayan enseñado tanto como él a la hora de lanzar un tiro libre.
Era un experto. Había marcado más de treinta goles con tiros libres en la Serie A. Era un buen tipo. Era grande e iba despeinado. Fue directamente al grano.
—Ibra.
—Sé lo que quieres.
—Vale, pero hay algo que has de saber. No tienes que entrenar. No tienes que hacer nada. Pero has de estar presente contra el Parma y ayudarnos a traer a casa el scudetto.
—Lo intentaré.
—No lo intentarás, lo harás —aseguró antes de que bajáramos del autobús.