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En Rosengård había tres tipos de barrios de viviendas de protección oficial; ninguno era peor que el otro, bueno, el que llamábamos gitano tenía muy mala prensa. Aunque tampoco era que todos los albanos o los turcos vivieran en un solo sitio. Lo importante era el barrio, no el país del que provenían tus padres. Te identificabas con él. El barrio en el que vivía mi madre se llama Törnrosen, que significa «rosa silvestre». Había columpios, zona para niños, un mástil y un campo de fútbol en el que jugábamos todos los días. Aunque a veces no me dejaban participar, era demasiado pequeño. Entonces me enfurecía.

Odiaba que no me dejaran jugar. Odiaba perder. Aun así, ganar tampoco era lo más importante, sino las jugadas bonitas. Se oía decir: «¡Guau! ¡Mira eso!». Se suponía que tenías que impresionar a los otros chicos con tus trucos y jugadas, y había que practicarlas una y otra vez hasta que eras el mejor. A menudo las madres gritaban por la ventana:

—Es tarde. La cena está lista. ¡A casa!

—¡Ahora mismo! —contestábamos, y seguíamos jugando, y podía hacerse muy tarde, llover o montarse una buena, pero seguíamos jugando.

Éramos infatigables. El campo era muy pequeño. Había que ser rápido con la mente y con los pies, sobre todo yo, que era pequeño y enclenque; era fácil hacerme entradas. Aprendí trucos sensacionales. Tenía que hacerlo. Si no, no oía ningún «¡Guau!», y era como si nadie me animara a seguir jugando. A menudo dormía con el balón y pensaba en las jugadas que iba a hacer al día siguiente. Era como una película que no dejara de proyectarse en mi cabeza.

El primer club en el que jugué se llamaba MBI, Malmö Boll & Idrottsförening. Tenía seis años. Jugábamos en un campo de gravilla detrás de unas casetas de color verde, iba a los entrenamientos en bicicletas robadas y seguramente no me portaba muy bien. Los entrenadores me enviaron a casa un par de veces y les grité y solté juramentos. Me decían continuamente que pasara el balón. Aquello me molestaba mucho; me sentía como un pez fuera del agua. En el MBI había niños inmigrantes y suecos, y muchos padres se quejaban de los trucos que había aprendido en el barrio. Les decía que se fueran al cuerno y cambié muchas veces de club hasta que acabé en el FBK Balkan.

En el MBI, los padres suecos se colocaban alrededor del campo y decían: «¡Venga, chicos! ¡Buen trabajo!».

En el Balkan decían: «¡Me voy a follar a tu madre por el culo!». Eran unos yugoslavos enloquecidos que fumaban como carreteros y dejaban las botas en cualquier sitio, y pensé: «¡Estupendo, como en casa! ¡Me encanta este club!». El entrenador era bosnio. Había jugado en las mejores divisiones de Yugoslavia y se convirtió en una especie de figura paternal para nosotros. A veces nos llevaba a casa en coche y me daba unas coronas para que me comprara un helado o algo con lo que matar el hambre.

Me puso en la portería durante un tiempo. No sé por qué. Quizá me había enfadado con el portero y le había dicho que era un inútil, y que hasta yo podría hacerlo mejor. Seguro que fue algo así. Hubo un partido en el que me marcaron un montón de goles y me volví loco. Les grité a todos que eran una mierda, que esa forma de jugar al fútbol era una mierda, que todos eran unos inútiles y que me iba a pasar al hockey sobre hielo.

«El hockey es mucho mejor, idiotas. Voy a ser profesional de hockey. ¡Que os den!»

Se había acabado. Investigué todo lo que pude sobre el hockey y pensé: «¡Mierda!». Se necesitaban un montón de cosas. Un traje protector adecuado costaba una fortuna. Así que lo único que podía hacer era ponerme a trabajar en serio y seguir con esa porquería de fútbol. Dejé de ser el portero, me pusieron en la delantera y jugué de maravilla.

Un día teníamos un partido y no aparecí. Todo el mundo gritaba: «¿Dónde está Zlatan? ¿Dónde está Zlatan?». Faltaban pocos minutos para que empezara; estoy seguro de que el entrenador y mis compañeros querían estrangularme. «¿Dónde está? ¿Cómo es posible que no haya venido a un partido tan importante?». Entonces se fijaron en un tipo que pedaleaba como un loco en una bicicleta robada y que iba directo hacia el entrenador. ¿Iba aquel majara a estrellarse contra él? No, derrapé en la gravilla justo delante de él y salté al campo inmediatamente. Seguro que el entrenador estaba furioso.

Le entró polvo en los ojos y le salpiqué de barro, pero me dejó jugar… e imagino que ganamos. Éramos un buen equipo. En otra ocasión, me regañó por alguna tontería y estuve en el banquillo toda la primera parte. Nuestro equipo perdía 4-0 ante una banda de esnobs de Vellinge. Éramos los niños morenos contra los pijos; la tensión se cortaba en el aire. Me enfadé tanto que estaba a punto de explotar. ¿Cómo era posible que aquel idiota me tuviera en el banquillo?

—¿Eres tonto? —le dije al entrenador.

—Tranquilo, entrarás enseguida.

Salí en el segundo tiempo y marqué ocho goles. Ganamos 8-5 y me reí de los niños ricos. Y, sí, jugué muy bien. Era un jugador muy técnico. En el campo de fútbol que había cerca de casa de mi madre me había convertido en un maestro a la hora de hacer jugadas inesperadas en espacios muy reducidos. Aun así, me molesta la gente que va por ahí diciendo: «Enseguida me di cuenta de que Zlatan iba a ser muy especial, bla, bla, bla. Le enseñé prácticamente todo lo que sabe hacer. Era mi mejor amigo». Son tontadas.

Nadie dijo nada. Al menos no tanto como lo que cacarearon luego. Ningún club importante llamó a mi puerta. Era un mocoso. No oí: «Deberíamos ser amables con ese pequeño talento». Más bien fue: «¿Quién ha dejado jugar al moreno?». Pero entonces también era inconstante. Podía marcar ocho goles en un partido y no conseguir ninguno en el siguiente.

Me juntaba mucho con un chico llamado Tony Flygare. Teníamos el mismo profesor en las clases comunitarias de sueco. Sus padres eran de los Balcanes y también era un tipo duro. No vivía en Rosengård, pero sí muy cerca, en la calle Vitemöllegatan. Habíamos nacido el mismo año, aunque él en enero y yo en octubre, y se notaba. Él era más grande y fuerte, y estaba mejor considerado que yo como jugador de fútbol. Llamaba la atención («¡Vaya jugador!», decían); me hizo sombra un tiempo. Quizás aquello fue bueno, no lo sé. Tuve que apretar los dientes y pelear aunque fuera el que menos posibilidades tenía. Tal como he dicho, en aquellos tiempos no me conocía nadie.

Era un rebelde, un diablillo y no controlaba mi genio. Seguía poniéndome hecho una furia con los jugadores y los árbitros, y cambiaba de club continuamente. Jugué con el Balkan, volví al MBI, después fui otra vez al Balkan y después al BK Flagg. Era un desastre, nadie quería llevarme a los entrenamientos.

A veces miraba a los padres que veían los partidos desde la línea de banda. Mi padre nunca estaba entre ellos, ni con los yugoslavos ni con los suecos, y no sé muy bien cómo me hacía sentir aquello. Era lo que había. Tenía que cuidar de mí mismo. Me acostumbré a hacerlo. Quizá me dolía, no lo sé realmente. Uno se acostumbra a las circunstancias de su vida. Nunca le di muchas vueltas. Mi padre tenía su forma de ser. Era incorregible. Era fantástico. Era inestable. No podía contar con él, al menos no en la forma en que normalmente se cuenta con un padre. Sin duda, a veces lo deseaba. Pensaba: «¡Joder, ojalá hubiera visto esa fabulosa jugada, ese formidable toque brasileño». Mi padre había temporadas en las que lo tenía totalmente decidido: quería que fuera abogado.

No puedo decir que creyera del todo en esa posibilidad. En los círculos en los que me movía, la gente normalmente no acababa siendo abogado. Hacíamos locuras y soñábamos con ser tipos duros. Tampoco es que tuviéramos mucho apoyo por parte de los padres, no nos decían: «¿Quieres que te explique la historia de Suecia?». Había cerveza y música yugoslava, frigoríficos vacíos y la guerra en los Balcanes. A pesar de todo, a veces mi padre me dedicaba algo de tiempo y hablábamos de fútbol. Entonces me ponía muy contento. Sentía que era mi padre. Nunca olvidaré el día que vino y me dijo muy serio:

—Zlatan, ya va siendo hora de que juegues en un club importante.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué es un club importante?

—Un buen equipo, Zlatan. Uno de los grandes, como el Malmö FF.

Creo que no le entendí.

¿Qué le parecía tan especial en el Malmö FF? No sabía nada sobre qué merecía la pena y qué no. Conocía el club, había jugado contra ellos con los Balkan, así que pensé: «Si mi padre lo dice, ¿por qué no?». No sabía dónde estaba su estadio ni, en realidad, ningún otro sitio de la ciudad. Malmö no quedaba muy lejos, pero era otro mundo. No empecé a ir al centro ni conocí el ambiente de la ciudad hasta que tuve diecisiete años. Pregunté cómo se iba al campo de entrenamiento y tardé unos treinta minutos en llegar en bicicleta, con el equipo en una bolsa de plástico de supermercado. Por supuesto, estaba nervioso. En el Malmö FF eran serios. No tenía nada que ver con el resto de los equipos, en los que simplemente se iba y se jugaba. Allí había que hacer pruebas y ganarse el puesto. Enseguida me di cuenta de que no era como el resto de los jugadores. Estaba listo para recoger mis cosas y volver a casa.

Sin embargo, el segundo día un entrenador, un tal Nils, me dijo:

—Bienvenido al equipo.

—¿En serio?

Tenía trece años. En el club había otros dos extranjeros, uno de ellos era Tony. Los demás eran suecos, muchos de las zonas ricas de la ciudad. Me sentí como un marciano y no solo porque mi padre no tuviera una casa grande y lujosa ni viniera nunca a los partidos. Hablaba de forma diferente. Regateaba con el balón, me ponía hecho una furia y me llovían las críticas. Una vez me sacaron una tarjeta amarilla por gritar a mis compañeros.

—Eso no se puede hacer —señaló el árbitro.

—Tú también puedes irte al cuerno —bramé antes de irme.

Los suecos echaban humo. Los padres querían que me expulsaran del equipo. Por enésima vez pensé: «Me importan un pito. Me iré a otro equipo o aprenderé taekwondo. Es mucho más enrollado. El fútbol es una mierda». El idiota del padre de un compañero de equipo redactó una petición: «Zlatan ha de abandonar el club». La firmó todo tipo de gente. La pasaban a escondidas y decían: «Zlatan no encaja en el equipo, hay que echarlo. Firme aquí, bla, bla, bla».

Era una locura. Vale, me había peleado con el hijo de aquel padre. Me había hecho un motón de entradas sucias y en una respondí. La verdad es que le di un cabezazo. Después lo sentí. Fui en bicicleta al hospital y le pedí perdón. Fue una estupidez, lo reconozco, pero redactar una petición… ¡Por Dios! El entrenador, Åke Kallenberg, miró el papel y dijo: «¿Qué majadería es esta?».

Lo rompió en pedazos. Åke era un buen tipo. Bueno, hasta cierto punto. Cuando jugaba en el equipo júnior me dejó en el banquillo durante casi un año. Como todo el mundo, pensaba que regateaba demasiado, gritaba a los compañeros, tenía mal carácter, mostraba una actitud equivocada y todo lo demás. En aquellos años aprendí algo muy importante. Si un tipo como yo quería que se le respetara, tenía que ser cinco veces mejor que los Leffe Persson o como se llamaran. Tenía que entrenar diez veces más, si no, no tendría ninguna oportunidad. No en este mundo. No si se era un ladrón de bicicletas.

Por supuesto, después de aquel incidente, debería de haber entrado en vereda. Quería hacerlo. No era totalmente incorregible. El campo de entrenamiento estaba a una distancia considerable —más de seis kilómetros— y a menudo tenía que ir andando. A veces, la tentación era muy grande, sobre todo si veía una bicicleta que me molara. Una vez vi una amarilla con unas cestas muy grandes y pensé: «¿Por qué no?». Me monté en ella y empecé a pedalear suavemente. Al cabo de un rato, algo me llamó la atención. Las cestas eran muy extrañas. Entonces caí en la cuenta, era la bicicleta de un cartero. Llevaba la correspondencia del barrio, así que me bajé y la dejé a poca distancia de donde la había cogido. No quería birlar también las cartas de los vecinos.

En otra ocasión, me levantaron la bici que había robado y que había dejado fuera del estadio. Había una larga caminata hasta casa, estaba hambriento e impaciente, y birlé una que había cerca del vestuario. Forcé el candado como de costumbre; recuerdo que era muy bonita y que me gustó mucho. Después tuve cuidado de aparcarla un poco lejos para que su dueño no la viera. Tres días más tarde convocaron una reunión con todo el equipo. Ya había tenido algún disgusto por cosas parecidas. Las reuniones solían implicar que había algún problema y que nos soltarían un sermón, por lo que empecé a pensar en todo tipo de explicaciones, tipo: «No he sido yo, ha sido mi hermano». No podía decir otra cosa, porque la reunión tenía que ver con la bicicleta del segundo entrenador

Preguntaron si alguien la había visto. No, nadie la había visto. Yo tampoco. En ese tipo de situaciones, nunca se dice nada. Así son las cosas. Te haces el tonto: «Vaya, es una pena. Lo siento. A mí también me robaron una bicicleta una vez».

Aun así, me preocupé. ¿Qué había hecho? Y qué mala suerte, la bicicleta del segundo entrenador… Se supone que a los entrenadores hay que respetarlos. Eso era lo que pensaba. O, para ser más exactos, se supone que tienes que escucharlos y aprender lo que enseñan sobre el juego por zonas, las tácticas y demás. Pero, al mismo tiempo, no escucharles y seguir regateando con el balón y hacer jugadas. Escuchar, no escuchar, esa era mi actitud. Pero ¿birlarles la bici? No me pareció que formara parte del juego. Me puse nervioso y fui a hablar con el segundo entrenador: «Esto, pasa algo. He cogido su bici prestada. Ha sido un caso de emergencia. No volverá a ocurrir. Se la devolveré mañana».

Le ofrecí la sonrisa más avergonzada que fui capaz de esbozar; creo que funcionó. En aquellos tiempos, sonreír me ayudó mucho y cuando me metía en algún lío contaba algún chiste. Tampoco era tan fácil. No era solamente la oveja negra, si desaparecía un chándal todo el mundo me acusaba a mí. Y con razón, pues era lo que había pasado. No tenía ni un duro. Mientras que el resto de los compañeros llevaban las últimas botas de fútbol Adidas o Puma de piel de canguro. Las primeras que compré en un supermercado barato me costaron 59,90 coronas (unos seis euros y medio): las habían colocado en una estantería junto a los tomates y la verdura. Así eran las cosas. Nunca tenía nada con lo que presumir.

Cuando el equipo jugaba fuera de casa, muchos de mis compañeros llevaban dos mil coronas para sus gastos. Yo tenía unas veinte (unos dos euros), y eso después de que mi padre ni siquiera hubiera pagado el alquiler para que pudiera ir. Prefería que lo desahuciaran a que tuviera que quedarme en casa. Aquello era todo un detalle por su parte. Aun así, nunca estaba a la altura de los demás.

—Ven, Zlatan, vamos a comer una pizza y una hamburguesa. Compraremos esto y lo otro —decían.

—No, no tengo hambre. Me quedo fuera.

Intentaba darles evasivas y, al mismo tiempo, parecer enrollado. No era nada divertido. Tampoco suponía un gran problema, pero sí algo nuevo, y estaba empezando un periodo de mi vida en el que no me sentía seguro de mí mismo. No es que quisiera ser como los demás. Bueno, quizás un poco. Deseaba aprender cómo se comportaban, el protocolo, por llamarlo así. Pero la mayoría del tiempo era yo mismo. Podría decirse que esa era mi arma. Conocía a chicos de barrios del extrarradio como el mío que fingían que eran pijos. Por mucho que lo intentaban, nunca funcionaba, así que pensé en hacer lo contrario, lo haría a mi manera y mucho mejor. En vez de decir «solo tengo veinte coronas», diría «no llevo nada en efectivo, ni un penique». Eso era mucho más enrollado. Más sofisticado. Era un tipo duro de Rosengård, era diferente. Aquello se convirtió en mi seña de identidad, me gustaba cada vez más y no me importaba nada no conocer en absoluto a los ídolos de los chicos suecos.

A veces hacíamos de recogepelotas en los partidos de los primeros equipos. En una ocasión, el Malmö FF jugaba contra el IFK Göteborg —es decir, era un partido muy importante— y mis compañeros se pusieron como locos; querían conseguir autógrafos de las estrellas, en especial de un portero llamado Thomas Ravelli, que era su mayor ídolo por haber parado unos penaltis en el Mundial. No había oído hablar de aquel tipo, aunque no lo confesé. No quería hacer el ridículo. También había visto el Mundial, pero al ser de Rosengård, los suecos me importaban un pito. Me había interesado más por los brasileños como Romario o Bebeto y gente así, y lo único que me interesaba de Ravelli eran sus pantalones. Pensé en dónde podría birlar unos iguales.

Una vez nos enviaron a vender tarjetas BingoLotto para sacar dinero para el club. No tenía ni idea de qué era eso. Jamás había oído hablar de tipos como Loket, el presentador del programa de la lotería en televisión. Iba de puerta en puerta en nuestro barrio diciendo: «Hola, me llamo Zlatan. Perdone que le moleste. ¿Quiere comprar un boleto de lotería?».

Para ser sincero, era un completo inútil. Vendí uno, y aún menos pude hacer con los calendarios de adviento que nos entregaron. Es decir, cero, por lo que al final mi padre tuvo que comprarlos todos. Aquello no era justo. No podíamos permitírnoslo y tampoco necesitábamos más basura en casa. Poder abrir todas las ventanitas en noviembre no me hizo especialmente feliz. Era ridículo. No entiendo cómo es posible que se envíe a niños a, en el fondo, pedir limosna.

En aquel club, los nacidos en Malmö en 1980 y 1981 éramos un grupo fantástico. Estaba Tony Flygare, Gudmunder Mete, Matías Concha, Jimmy Tamandi, Markus Rosenberg…, yo. Había gente muy buena e hice grandes progresos, pero seguía habiendo quejas, mayormente por parte de los padres. No se daban por vencidos. «Ahí está —decían—, regateando otra vez. No encaja en el equipo.» Me ponía furioso. ¿Quién narices se creían que eran para juzgarme? Hay gente que dice que en esos tiempos me planteé la posibilidad de abandonar el fútbol. No es verdad. Lo que sí pensé seriamente fue en cambiarme de club. No tenía un padre a mi lado que me defendiera o me comprara ropa cara. Tenía que cuidar de mí mismo; y había padres suecos con hijos esnobs por todas partes explicando en qué me equivocaba. Por supuesto, me sentía fatal y estaba impaciente. Quería acción, más acción. Necesitaba algo nuevo.

Jonny Gyllensjö, el entrenador del equipo juvenil, se enteró y lo comentó en el club. «Venga, no todo el mundo puede venir con el pelo engominado. Estamos a punto de perder a nuestro mayor talento», dijo. Redactaron un contrato. Mi padre lo firmó. Me pagaban mil quinientas coronas (unos ciento sesenta euros). Por supuesto, me pareció maravilloso. Una gozada. Me esforcé más. Tal como he dicho, no era del todo incorregible. A veces incluso escuchaba lo que me decían.

Practiqué cómo bajar el balón con la menor cantidad de toques posible. He de confesar que no era un experto. Tony acaparaba toda la atención; me empapé de su conocimiento para ser al menos tan bueno como él. En Malmö, a los chicos de mi edad les gustaban los brasileños y sus jugadas. Nos picábamos con eso. Era un poco como estar en el barrio de mi madre otra vez; cuando empezamos a tener acceso a ordenadores, descargábamos todo tipo de fintas, los regates que hacían Ronaldo y Romario. Después los practicábamos hasta dominarlos. Rebobinábamos un montón de veces. «¿Cómo lo hacen? ¿Cómo consiguen hacer ese pequeño movimiento?», nos decíamos.

Sabíamos cómo tocar el balón, pero parecía que los brasileños lo rozaban con el pie y lo practicábamos una y otra vez hasta que aprendíamos a hacerlo y podíamos utilizarlo en los partidos. Todos lo hacíamos, pero yo fui más lejos. Profundicé más. Era más preciso en los pequeños detalles. Para ser sincero, me obsesioné.

Gracias a esas jugadas destacaba y seguí regateando, por mucho que los padres y entrenadores refunfuñaran. No, no me adapté. O, para ser más precisos, lo hice y no lo hice. Quería ser diferente. Aunque también quería hacer lo que decían los entrenadores y seguí mejorando. A veces no era fácil. En ocasiones, resultaba agotador; estoy seguro de que la relación que mantenían mi madre y mi padre me afectaba. Tenía que sacar fuera mucha mierda.

En el colegio contrataron a una profesora de refuerzo solo por mí. Me enfadé mucho. Sí, era un follonero. Quizás el peor, pero ¡una profesora de refuerzo! ¡Por favor! Saqué sobresaliente en Arte y notable en Inglés, Química y Física. No era un drogueta. Apenas había dado una calada a un cigarrillo. Solamente era un chico inquieto que había hecho un montón de estupideces; sin embargo, la gente seguía diciendo que necesitaba ir a un colegio de educación especial. Querían apartarme y me sentía un completo marciano. Era como si una bomba hubiera empezado la cuenta atrás en mi interior. ¿He de mencionar que era muy bueno en Educación Física? Quizás en el aula no estaba muy concentrado y me costaba estarme quieto, sentado con un libro, pero también podía concentrarme cuando hablábamos de mover un balón o un huevo.

Un día estábamos jugando al hockey sala; la profesora de refuerzo vino a ver el partido. La tenía al lado todo el tiempo, era como una lapa. Estaba que echaba chispas. Preparé un tiro magistral y le di en toda la cabeza. Se quedó atónita y se limitó a mirarme. Después llamaron a mi padre. Querían hablar con él sobre ayuda psiquiátrica, un colegio especial y esa clase de historias, justo el tipo de cosas de las que no se debe hablar a mi padre. Nadie puede decir nada malo sobre sus hijos, sobre todo si son profesores que se dedican a perseguirlos. Se puso hecho una furia y fue al colegio con actitud de vaquero: «¿Quién se creen que son para hablar de ayuda psiquiátrica? ¡Ustedes son los que tendrían que estar en el manicomio! ¡Todos ustedes! ¡A mi hijo no le pasa nada! ¡Es un buen chaval y pueden irse a la mierda!».

Era un yugoslavo loco y estaba en su elemento. Poco después, la profesora de refuerzo se fue —la verdad, no me extrañó—, y las cosas mejoraron un poco. Volví a tener confianza en mí mismo. Aun así, simplemente recordarlo, «¡una profesora de refuerzo solo para mí!», me pone furioso. No cabe duda de que no era un ángel. Pero no se puede marcar a los niños de esa forma, simplemente no se puede.

Si alguien tratara a Maxi o a Vincent como si fueran diferentes, fliparía. Os lo prometo. Sería peor que mi padre. Ese tipo de tratamiento especial sigue dentro de mí y no me gusta nada. Vale, a la larga me hizo más fuerte. No lo sé. Me volví más combativo. Sin embargo, a corto plazo, me arruinó. Un día tenía una cita con una chica; en esos tiempos, no me sentía muy seguro de mí mismo con ellas. El chico con la profesora de refuerzo a su lado a todas horas no suena nada enrollado. Cuando le pedí el número de teléfono, estaba sudando.

Había una chica muy atractiva delante de mí y apenas conseguí balbucir:

—¿Quieres que quedemos después de clase?

—Sí, claro —contestó.

—¿Qué te parece en Gustav?

Gustav es la plaza Gustav Adolf, entre el centro comercial Trianglen y la plaza Stortorget, en el centro de Malmö. Al parecer le gustó la idea. Sin embargo, cuando llegué, no estaba. Me puse nervioso. No era exactamente mi terreno y me sentía incómodo. ¿Por qué no había ido? ¿Ya no le gustaba? Pasó un minuto, dos, tres, diez y, finalmente, no pude aguantarlo más. Fue una auténtica humillación.

«Me han dado plantón. ¿Quién va a querer salir conmigo? Bueno, que le den. Voy a ser una estrella del fútbol», pensé, y me fui. Fue una estupidez. El autobús que había tomado la chica iba con retraso. El conductor había parado para fumarse un cigarrillo o algo así. Apareció al poco de haberme ido y se enfadó tanto como yo.