Capítulo 9
Servicio
Si quiere usted viajar de una ciudad a otra en Kenia, probablemente tendrá que subir en un matatu, un minibús de catorce asientos que constituye la principal forma de transporte a larga distancia del país. Y si sube a bordo de uno, prepárese para lo peor. Un joven al volante de un vehículo que avanza velozmente puede resultar peligroso en cualquier país, pero los keniatas dicen que los conductores de matatu son especialmente desequilibrados. Como sacados de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, hombres de Kenia amables y apacibles se convierten en demonios de mirada salvaje que quebrantan los límites de velocidad y ponen en peligro la vida de sus pasajeros y la suya propia. En parte como consecuencia, Kenia tiene una de las tasas de muertes de tráfico más altas del mundo.1
En los países en desarrollo, los accidentes de carretera matan al mismo número de personas que la malaria. En todo el mundo casi 1,3 millones de personas mueren en accidentes de tráfico cada año, o lo que es lo mismo: las lesiones por accidente de tráfico son la novena causa de muerte en el mundo. La Organización Mundial de la Salud prevé que en 2030 será la quinta causa de mortalidad, por delante del VIH/SIDA, la diabetes, y la guerra y la violencia.2
Países como Kenia promueven una serie de remedios para este problema. Pueden reducir los límites de velocidad, reparar las carreteras peligrosas y dañadas, fomentar el uso del cinturón de seguridad, instalar obstáculos para la velocidad y penalizar a los conductores ebrios. Muchas de estas medidas pueden reducir esos terribles peajes, pero todas requieren fondos públicos o la aplicación con vigilancia, los cuales son escasos.
En un ingenioso estudio de campo, dos economistas de la Universidad de Georgetown, James Habyarimana y William Jack, diseñaron un método para cambiar el comportamiento de los conductores temerarios en Kenia.3 En colaboración con las cooperativas que poseen los vehículos, Habyarimana y Jack reclutaron a 2.276 conductores de matatu. Los dividieron en dos grupos. Los conductores con vehículos cuyas matrículas acababan en un número par se convirtieron en grupo de control. Los que tenían una matrícula acabada en un dígito impar participaron en una única intervención. Dentro de cada uno de los matatus, los investigadores colocaron cinco pegatinas, en inglés y kiswahili (la lengua nacional de Kenia). Algunas de las pegatinas sólo tenían palabras como las siguientes.*

Otras pegatinas presentaban un texto acompañado de «imágenes explícitas y macabras de varias partes del cuerpo».4 Pero todas ellas instaban a los pasajeros a actuar: a implorar al conductor a reducir la velocidad, a quejarse en voz alta cuando realizaba maniobras vertiginosas, y a acobardarle hasta que manejara el matatu con el estilo más suave del Dr. Jekyll en lugar del maníaco Mr. Hyde. Los investigadores denominaron a su estrategia «interrumpir y reprender».
Durante el siguiente año, el equipo descubrió que los pasajeros de matatus con pegatinas eran tres veces más proclives a increpar a los conductores que los de los matatus sin pegatinas. Pero ¿los esfuerzos de esos pasajeros vocingleros lograrían convencer a los conductores o afectarían a la seguridad de sus viajes?
Para averiguarlo, los investigadores analizaron una base de datos de reclamaciones de las compañías de seguros que ofrecían cobertura a los matatus. Los resultados: el total de reclamaciones a las compañías de seguros de los vehículos con pegatinas disminuyeron casi en dos tercios respecto al año anterior. Las reclamaciones por accidentes graves (relacionadas con lesiones o muertes) se redujeron en más del 50 por ciento. Y según entrevistas posteriores que los investigadores realizaron a los conductores, quedó claro que los esfuerzos de persuasión vocal de los pasajeros fueron la razón de ello.5
En otras palabras, añadir unas cuantas pegatinas a los minibuses ahorró más dinero y salvó más vidas que cualquier otro esfuerzo del gobierno keniata. Y el mecanismo que se pone en marcha aquí —las pegatinas que convencen a los pasajeros y éstos al conductor— constituye una buena forma de comprender nuestra tercera y última habilidad: el servicio.
Las ventas y las ventas sin vender tratan en última instancia del servicio. Pero el «servicio» no es sólo sonreír a los clientes cuando entran a la tienda o entregar una pizza en menos de treinta minutos, aunque ambas cosas son importantes en el ámbito comercial. La definición de servicio es, en cambio, más amplia, más profunda y más trascendente: mejorar la vida de los demás y, a su vez, mejorar el mundo. En el mejor de los casos, convencer a la gente puede llegar a ser algo más grande y duradero que un simple intercambio de recursos. Y eso es más probable que ocurra si tenemos presentes las dos lecciones subyacentes del triunfo de las pegatinas del matatu: hacerlo personal y hacerlo con un propósito.
Hazlo personal
La vida profesional de los radiólogos es muy solitaria. A diferencia de muchos médicos, que pasan gran parte de su jornada interactuando directamente con los pacientes, los radiólogos suelen trabajar solos en habitaciones poco iluminadas o encorvados frente a un ordenador analizando imágenes de rayos X, escáneres CT y resonancias magnéticas. Este aislamiento puede debilitar el interés por su trabajo de estos médicos altamente especializados. Y lo que es peor, si el trabajo empieza a parecer impersonal y mecánico, puede disminuir su rendimiento.
Hace unos años, un joven radiólogo israelí llamado Yehonatan Turner tuvo una idea para persuadir a sus colegas de profesión de que desempeñaran su labor con mayor interés y destreza. Cuando trabajaba como residente en el Shaare Zedek Medical Center de Jerusalén, Turner decidió, con el consentimiento de los pacientes, fotografiar a unas trescientas personas que acudieron a hacerse una tomografía computarizada. Después elaboró una lista de un grupo de radiólogos, que no sabían nada de su estudio, para realizar un experimento.
Cuando los radiólogos se sentaban en su ordenador y solicitaban el escáner CT de uno de esos pacientes para analizarlo, la fotografía del paciente aparecía automáticamente junto a la imagen. Después de realizar la evaluación, los radiólogos rellenaron un cuestionario. Todos afirmaron sentir «más empatía hacia los pacientes después de ver la fotografía» y ser más meticulosos en su forma de analizar el escáner.6 Pero el verdadero potencial de la idea de Turner se reveló tres meses después.
Una de las habilidades que distinguen a los radiólogos importantes de los mediocres es su capacidad para identificar lo que se denominan «hallazgos incidentales», anomalías que el médico no busca y que no guardan ninguna relación con la dolencia por la que se trataba al paciente. Por ejemplo, supongamos que yo sospecho que me he roto un brazo y voy al hospital a hacerme una prueba de rayos X. La tarea del médico es comprobar si tengo una fractura de cúbito. Pero si también detecta un quiste sin relación alguna cerca del codo, eso es un «hallazgo incidental». Turner seleccionó ochenta y uno de los escáneres acompañados de fotos en los cuales sus radiólogos habían encontrado hallazgos incidentales y los habían presentado de nuevo al mismo grupo de radiólogos tres meses después, sólo que esta vez sin la foto del paciente. (Como los radiólogos leen tantas imágenes cada día, y desconocían por completo el objeto del estudio de Turner, no sabían que ya habían visto esos mismos escáneres.)
El resultado fue sorprendente. Turner descubrió que el «80 por ciento de los hallazgos incidentales no fueron notificados cuando se omitió la fotografía del expediente».7 Aunque los médicos analizaron exactamente la misma imagen que habían escudriñado noventa días antes, en esta ocasión fueron mucho menos meticulosos y exactos. «Nuestro estudio pone el acento en la aproximación al paciente como un ser humano y no como un caso de estudio anónimo», dijo Turner al ScienceDaily. 8
Los médicos, como el resto de nosotros, están en el negocio de la persuasión. Pero para hacer bien su trabajo —es decir, para trasladar a la gente de la enfermedad y la lesión a la salud y el bienestar—, obtienen mejores resultados cuando personalizan. En lugar de considerar a los pacientes como un saco de síntomas, verlos como seres humanos completos ayuda a los médicos en su trabajo y a los pacientes en su tratamiento. Esto no significa que los médicos y las enfermeras deban abandonar las listas de control y los protocolos.9 Más bien significa que una confianza ciega en los procesos y algoritmos que ocultaban al ser humano del otro lado de la transacción es como cometer un error clínico. Tal y como revela el estudio de Turner —y gracias a su trabajo ahora se añaden las fotografías de los pacientes a las citologías cervicales, los análisis de sangre y otros diagnósticos—,10 introducir lo personal en lo profesional puede mejorar los resultados e incrementar la calidad de la atención sanitaria.
Y lo que es cierto de los médicos también se aplica al resto de nosotros. Cualquier circunstancia en la cual tratamos de convencer a otros implica, por definición, a otro ser humano. Sin embargo, en nombre de la profesionalidad, muchas veces descuidamos el elemento humano y adoptamos una postura abstracta y distante. En lugar de ello, deberíamos recalibrar nuestro planteamiento para hacerlo concreto y personal —y no por motivos compasivos, sino por razones prácticas. El problema general de la seguridad en la carretera en Kenia es abstracto y distante. Equipar a los pasajeros individuales para que influyan en el conductor de su propio matatu mientras éste conduce, los convierte en concretos y personales. Leer un escáner de CT sólo en una habitación es abstracto y distante. Leer un escáner CT cuando el paciente te mira desde la foto, lo hace concreto y personal. Tanto en las ventas tradicionales como en las ventas sin vender, obtenemos mejores resultados cuando vamos más allá de resolver un acertijo a servir a las personas.
Pero el valor de la personalización tiene dos vertientes. Una es reconocer a la persona a la que se pretende servir, como cuando recordamos al ser humano que hay detrás del escáner CT. La otra es colocarse personalmente detrás de lo que se intenta vender. He visto este otro aspecto en acción, no en las páginas de un periódico social ni en los pasillos de un laboratorio radiológico, sino en la pared de una pizzería de Washington, D.C.
El año pasado, un sábado por la noche, mi esposa y dos de nuestros tres hijos decidimos visitar un restaurante nuevo, Il Canale, un establecimiento italiano no muy caro que nos habían recomendado unos amigos italianos. Tuvimos que esperar unos minutos antes de ocupar la mesa. Y dado que yo habitualmente padezco un trastorno deambulatorio, di unos cuantos paseos por el pequeño vestíbulo principal. Pero me detuve frente a esta señal enmarcada con una fotografía del propietario del restaurante, Giuseppe Farruggio:

Farruggio, que llegó a Estados Unidos procedente de Sicilia con diecisiete años, es naturalmente un vendedor. Vende antipasti frescos, linguine alle vongole y pizza napolitana certificada a familias hambrientas. Pero con esta señal transforma su oferta de distante y abstracta —en Washington, D.C., sobran los restaurantes de pizza y pasta— a concreta y personal. Y lo hace de una manera especialmente audaz. Para Farruggio, el servicio no significa entregar una calzone en veintinueve minutos. Para él, el servicio es literalmente responder a la petición del cliente.
Cuando comenté con él unas semanas más tarde la respuesta que había obtenido, Farruggio me dijo que, en los dieciocho meses desde que colgara el aviso, sólo había recibido ocho llamadas. Seis eran de personas que querían transmitir sus elogios, o quizá comprobaban que la promesa era real. Dos eran de clientes con quejas, que Farruggio utilizó para mejorar su servicio. (Querido lector, no llame al móvil del señor Farruggio a menos que pase un mal rato en Il Canale, lo cual según mi experiencia no suele ocurrir nunca.) Pero la importancia de su acción no son las llamadas que recibe de los clientes. Es lo que les transmite; a saber, que detrás de la pizza hay una persona y que a esa persona le importa la satisfacción de sus huéspedes. Del mismo modo que colocar una foto junto a un escáner CT cambia la forma en que los radiólogos desempeñarán su labor, exponer su propio rostro sonriente y su número de teléfono encima de la caja registradora cambia la forma en que los clientes experimentan el restaurante de Farruggio. Muchos de nosotros querríamos decir «soy responsable» o «me importa», pero pocos de nosotros estamos tan comprometidos con el servicio a los demás que estamos dispuestos a decir «llame a mi móvil».
El estilo de Farruggio de personalizar la experiencia es característico de muchos vendedores de éxito. Brett Bohl, director de Scrubadoo.com, que vende uniformes médicos, envía una nota escrita a mano a cada uno de los clientes que compran uno de sus productos.11 Tammy Darvish, la vendedora de coches que conocimos en el capítulo 3, da la dirección de correo electrónico personal a todos sus clientes, y les dice: «Si tiene alguna pregunta o duda, póngase en contacto conmigo personalmente». Y ellos así lo hacen. Y cuando les responde, los clientes saben que ella está allí para ofrecer su servicio.
Hazlo con un propósito
Los hospitales estadounidenses no son tan peligrosos como los matatus keniatas, pero son mucho menos seguros de lo que usted cree. Cada año, aproximadamente 1 de cada 20 pacientes hospitalizados contrae una infección en un hospital de Estados Unidos y la cifra resultante es pasmosa: 99.000 muertes anuales y un coste superior a los 40.000 millones de dólares al año.12 La forma más económica de evitar estas infecciones por parte de médicos, enfermeras y otros profesionales de la sanidad es lavarse regularmente las manos. Pero la frecuencia con que se lavan las manos en los hospitales estadounidenses es increíblemente baja. Y muchas de las tentativas para conseguir que la gente se lave las manos más a menudo han sido tristemente poco eficaces.
Adam Grant, el profesor de Wharton cuya investigación en ambiversión presenté en el capítulo 4, decidió tratar de hallar una manera mejor de convencer a las personas que trabajan en los hospitales para cambiar su proceder. En un estudio desarrollado en colaboración con David Hofmann, de la Universidad de Carolina del Norte, Grant probó tres planteamientos diferentes de esta venta sin vender. Los dos investigadores fueron a un hospital estadounidense y obtuvieron permiso para colocar letreros junto a 66 de los dispensadores de jabón y gel desinfectante del hospital durante dos semanas. Una tercera parte de esas señales apelaban a la protección de la salud de los propios profesionales:
LA HIGIENE DE LAS MANOS
EVITA QUE CONTRAIGAS ENFERMEDADES.
Una tercera parte de ellos enfatizaba las consecuencias para los pacientes, es decir, el propósito de la función del hospital:
LA HIGIENE DE LAS MANOS EVITA
QUE LOS PACIENTES CONTRAIGAN ENFERMEDADES.
El último tercio de las señales incluía un eslogan con gancho y servía como condición de control:
GEL IN, WASH OUT. 13
Los investigadores pesaron las cargas de jabón y gel al principio del período de dos semanas y otra vez al final para comprobar la cantidad utilizada por los empleados. Cuando tabularon los resultados, descubrieron que la señal más efectiva, con diferencia, era la segunda. «La cantidad de producto para la higiene de manos consumida en los dispensadores con la señal de las consecuencias para el paciente fue significativamente mayor que la cantidad utilizada de los dispensadores con la señal de las consecuencias personales [...] o la señal de control», concluyeron Grant y Hofmann.14
Intrigados por los resultados, los investigadores decidieron probar la solidez de sus descubrimientos al cabo de nueve meses en diferentes unidades del mismo hospital. Esta vez sólo utilizaron dos señales —la de las consecuencias personales (la higiene de las manos evita que contraigas enfermedades) y la de las consecuencias para el paciente (la higiene de las manos evita que los pacientes contraigan enfermedades). Y en lugar de pesar las cargas de jabón y desinfectantes, reclutaron personal del hospital para convertirlos en sus espías. Durante un período de dos semanas, estos colaboradores, a los cuales no se explicó la naturaleza del estudio, registraron de forma encubierta las veces en que médicos, enfermeras y personal sanitario se enfrentaban a una «oportunidad para la higiene de las manos» y si realmente se lavaban las manos cuando se les presentaba la oportunidad. De nuevo, la señal de las consecuencias personales no tuvo el menor efecto. Pero la señal que apelaba a un propósito incrementó la higiene de las manos en un 10 por ciento en conjunto, y significativamente más en el caso de los médicos.15
Señales inteligentes por sí solas no eliminan las infecciones que se contraen en los hospitales. Como ha indicado el cirujano Atul Gawande, las listas de control y otros procesos pueden ser muy efectivos en este frente.16 Pero Grant y Hofmann desvelaron algo igualmente crucial: «Nuestros descubrimientos sugieren que los mensajes de salud y seguridad no deberían centrarse en uno mismo, sino más bien en el grupo destinatario que se percibe como el más vulnerable».17
Destacar la importancia del propósito es uno de los métodos más poderosos —e ignorados— de persuadir a los demás. Aunque muchas veces suponemos que los seres humanos están motivados principalmente por su propio interés, numerosos estudios han mostrado que todos hacemos cosas también por lo que los expertos en ciencias sociales llaman razones «prosociales» o «autotrascendentes».18 Eso significa que no sólo debemos servir personalmente, sino que también deberíamos pulsar en el deseo innato ajeno de servir. La personalización funciona mejor cuando además se hace con un propósito.
Veamos un ejemplo del estudio. Un equipo de investigadores británicos y neozelandeses realizaron hace poco un par de experimentos muy ingeniosos en otro contexto de ventas sin vender. Distribuyeron aleatoriamente a los participantes en tres grupos. Uno leyó información sobre la razón por la que compartir el coche es beneficioso para el medio ambiente (los investigadores denominaron a éste el «grupo autotrascendente»). Otro leyó argumentos sobre la razón por la que compartir el coche ahorra dinero a la gente (éste era el «grupo del interés personal»). El tercero, el grupo de control, leyó información general sobre los viajes en coche. Después, los participantes rellenaron unos cuantos cuestionarios que no guardaban ninguna relación con el estudio para ocupar su tiempo. Al terminar, se les pidió que destruyeran todos los documentos que tuvieran en su poder. Y para ello tenían dos opciones: una papelera con un rótulo visible para los residuos comunes y otra claramente rotulada como papelera para reciclar. La mitad de los miembros del segundo y tercer grupos —el de «interés personal» y el de control— reciclaron los papeles. Pero en el primer grupo «autotrascendente», esta proporción aumentó casi al 90 por ciento.19 La simple discusión del propósito en un ámbito (compartir el coche) movió a la gente a comportarse de forma diferente en el segundo (reciclaje).
Además, el estudio de Grant ha revelado que el propósito estimula el rendimiento no sólo en esfuerzos como el fomento de la higiene de las manos y el reciclaje, sino también en las ventas tradicionales. En 2008, llevó a cabo un estudio fascinante en un centro de llamadas de una importante universidad estadounidense. Cada noche, los empleados realizaban llamadas a alumnos para recaudar dinero para el centro. Según la costumbre de los psicólogos sociales, Grant organizó aleatoriamente a los recaudadores en tres grupos. Después dispuso unas condiciones laborales idénticas, salvo para los últimos cinco minutos antes de su relevo.
Durante dos noches consecutivas, un grupo leyó historias de personas que habían trabajado previamente en el centro de llamadas, en las que explicaban que el trabajo les había enseñado habilidades muy útiles para las ventas (quizá sintonización, flotabilidad y claridad). Éste fue el «grupo del beneficio personal». Otro —el «grupo del propósito»— leyó historias de alumnos de la universidad becados con el dinero recaudado por este centro de llamadas, que describían cómo les habían ayudado esas becas. El tercer grupo era el de control, que leyó historias que no tenían nada que ver ni con el beneficio personal ni con el propósito. Después del ejercicio de lectura, los trabajadores pasaron a coger el teléfono, aunque se les advirtió de que no comentaran las historias que acababan de leer a las personas a las que intentaban convencer para que donaran fondos.
Al cabo de unas semanas, Grant analizó sus cifras de ventas. El grupo del «beneficio personal» y el de control obtuvieron aproximadamente la misma cifra de compromiso y reunieron prácticamente la misma cantidad de dinero que en el período previo al ejercicio de lectura de casos. Pero los miembros del grupo del propósito iban a toda marcha. Habían duplicado con creces «el número de compromisos semanales conseguidos y también la cantidad de donativos semanales recaudados».20
Tomad nota, instructores de ventas. Este ejercicio de lectura de cinco minutos había doblado con creces la producción. Las historias habían convertido el trabajo en algo personal; su contenido le había dado un propósito. Y esto es lo que significa servir: mejorar la vida de los demás y, de paso, mejorar el mundo. Ésa es la esencia del servicio y el secreto último de convencer a los demás.
En 1970, un antiguo y oscuro ejecutivo de sesenta y seis años, de nivel medio de AT&T, llamado Robert Greenleaf escribió un ensayo que inició todo un movimiento. Él lo bautizó como «El sirviente como líder», y en unas cuantas decenas de páginas dio la vuelta a las filosofías empresariales y el liderazgo político dominantes. Greenleaf argumentaba que los líderes más eficaces no eran los heroicos comandantes a cargo, sino que eran los individuos tranquilos y humildes cuyo propósito era servir a los que estaban nominalmente por debajo de ellos. Greenleaf llamó a esta idea «liderazgo de servicio» y explicaba que el orden de esas dos palabras contenía la clave de su significado. «El líder-sirviente es en primer lugar sirviente —escribió—. Convertirse en un líder-sirviente comienza por el sentimiento natural del deseo de servir, servicio ante todo. Después, la elección consciente nos lleva a la aspiración de dirigir».21
La propia idea de los líderes que se subordinan a los seguidores, de invertir la pirámide tradicional, incomodó a muchas personas, pero la filosofía de Greenleaf entusiasmó a muchas más. Los que la adoptaron aprendieron a «no causar daño», a responder «a cualquier problema escuchando primero», y a «aceptar y empatizar» en lugar de rechazar. Con el tiempo, compañías tan diversas como Starbucks, TD Industries, Southwest Airlines y Brooks Brothers incorporaron las ideas de Greenleaf a sus prácticas de gestión. Las escuelas empresariales añadieron a Greenleaf a sus bibliografías y programas. Las organizaciones sin ánimo de lucro y las instituciones religiosas presentaron sus principios a sus miembros.
Lo que contribuyó a que el liderato de servicio arraigara no fue sólo que muchos de los que lo probaron lo encontraran efectivo. También fue que el enfoque expresaba sus convicciones latentes sobre otras personas y sus aspiraciones más profundas para ellos mismos. La forma de liderar de Greenleaf era más difícil, pero también más transformadora. Como él mismo lo expresó, «la mejor prueba, y la más difícil de gestionar, es ésta: ¿crecen como personas los que reciben el servicio? Cuando lo reciben, ¿se hacen más sanos, más sabios, más libres, más autónomos, más proclives al servicio ellos también?»22
Ha llegado el momento de la visión de las ventas de Greenleaf. Llamémosle venta de servicio. Comienza con la idea de que los que convencen a los demás no son manipuladores, sino sirvientes. Sirven primero y venden después. Y la prueba —que, como la de Greenleaf, es la mejor y más difícil de gestionar— es ésta: si la persona a la que trata de venderle algo está de acuerdo en comprarlo, ¿mejorará su vida? Cuando la interacción concluya, ¿el mundo será un lugar mejor que al principio?
La venta de servicio es la esencia de la persuasión hoy día. Pero, en cierto sentido, siempre ha estado presente en aquellos que han sabido garantizar a las ventas su debido respeto. Por ejemplo, Alfred Fuller, el hombre cuya compañía dio a Norman Hall su improbable vocación, afirmó que, en un momento decisivo de su propia carrera, se dio cuenta de que su trabajo era mejor —en todos los sentidos de la palabra— cuando servía primero y vendía después. Empezó a pensar en sí mismo como un reformador cívico, un benefactor de las familias y «un cruzado contra las cocinas insalubres y las casas con una limpieza deficiente». Admite que parece un poco tonto. «Pero el vendedor que triunfa debe sentir un cierto compromiso con el hecho de que su producto ofrece a la humanidad un beneficio tan altruista como el dinero al vendedor.» Un vendedor eficaz no es un «mercachifle, que sólo actúa movido por el lucro», afirmó. El auténtico «vendedor es un idealista y un artista».23
Y lo mismo se aplica a la persona auténtica. Entre las cosas que distinguen nuestra especie de las demás está nuestra combinación de idealismo y talento artístico, nuestro deseo de mejorar el mundo a la par que ofrecerle algo que no sabe que le falta. Convencer a los demás no requiere que descuidemos otros aspectos más nobles de nuestra naturaleza. Hoy en día exige que los abracemos. Empieza y acaba por recordar que vender es humano.