Capítulo 8

Improvisación

Un soñoliento martes por la mañana, a finales de la primavera, me encuentro en una extraña y comprometedora situación: estoy en el decimocuarto piso de un edificio de oficinas de Manhattan, cara a cara con una mujer que no es mi esposa y mirándola directamente a los ojos.

No me culpes por esta transgresión. Culpa a mis oídos. Como la mayoría de vosotros, he tenido dos buenos oídos durante toda mi vida. Pero como muchos de vosotros, nunca me enseñaron a utilizarlos. Así que he llegado a esta extraña situación, en una reducida sala de conferencias con las ventanas cubiertas de papel marrón, para aprender a utilizarlos. He venido, igual que los trece ejecutivos que me acompañan —procedentes de grandes compañías como el Bank of America, y de empresas digitales de nueva creación con extraños nombres—, a estudiar con una maestra. Se llama Cathy Salit. En 1970, dejó los estudios en octavo grado y abrió su propia escuela en el Upper West Side de Manhattan. Comenzó a ejercer como organizadora comunitaria, luego trabajó como actriz, y después de unos cuantos giros insólitos, llegó a su actual posición de algo así como una especie de entrenadora de ventas.

Dirige una compañía llamada Performance of a Lifetime, que enseña a los miembros del mundo de los negocios la práctica de la improvisación teatral, no para asegurarles actuaciones mal pagadas en gélidos clubs de Greenwich Village, sino para mejorar la efectividad en su trabajo. Y la esencia de sus enseñanzas es escuchar.

Mientras espero a que empiece la sesión de Salit, uno de mis compañeros de curso —lleva gafas y tiene un labio inferior prominente— me pregunta dónde trabajo.

«Soy escritor —le digo, invitándole a la conversación con falso entusiasmo—. Trabajo para mí mismo.»

Se aparta y no vuelve a dirigirme la palabra. Parece que el tipo necesita ayuda para aprender a escuchar. (O quizá yo necesito volver a leer el capítulo sobre la argumentación.)

Así que cuando llega el momento de formar parejas para el primer ejercicio, le evito y me acerco a una esbelta y elegante mujer aproximadamente de mi edad. Es una alta ejecutiva de una gran compañía de cosmética, y tiene la imagen adecuada. Tacones de diez centímetros que apresan delicados pies con las uñas pintadas de gris pizarra. Pantalón caqui y una blusa azul transparente con volantes. Cabello platino recogido en un tirante moño de bailarina.

Permanecemos frente a frente, mi mentón sin afeitar a escasos centímetros de su diminuta nariz de porcelana. Nuestra primera lección, dice Salit, es «el ejercicio del espejo». Miramos a nuestra pareja a los ojos e imitamos todos sus movimientos como si estuviéramos mirándonos en el espejo.

Mi pareja levanta poco a poco la mano derecha, así que yo levanto despacio mi mano izquierda. Ella gira la mano, mostrándome la palma. Yo hago lo propio hasta la misma altura y vuelvo la palma hacia fuera. Tuerce la cabeza hacia la derecha. Yo entonces vuelvo la mía a la izquierda. Levantamos las piernas. Encogemos los hombros. Doblamos las rodillas. Los dos a la vez.

Es terriblemente cercano y un poco incómodo. Verse forzado a esa intimidad con un extraño poco atractivo debe ser insoportable, o eso es lo que me imagino que debe de pensar ella. Entonces Salit toca un timbre —como el del mostrador del Motel Bates— y me llega el turno de llevar la voz cantante. Pongo los brazos en jarras. Sus delgados brazos imitan mi pose. Extiendo mi postura. Ella también. Aprieto todos los dedos juntos y los levanto por encima de mi cabeza. Ella hace lo mismo. Giro el cuerpo hacia la derecha. Ella... Creo que usted ya lo va comprendiendo.

Como vimos en el capítulo 4, la mímica estratégica puede reforzar la toma de perspectiva, pero la imitación que hacemos aquí tiene un propósito diferente: Salit nos enseña técnicas de improvisación teatral, que son cruciales para cualquiera que desee persuadir a los demás.

Las ventas y el teatro tienen mucho en común. Ambos requieren agallas. Los vendedores cogen el teléfono y llaman a desconocidos; los actores salen al escenario y se enfrentan a la audiencia. Ambos invitan al rechazo: para los vendedores, portazos, llamadas ignoradas y un montón de negativas; para los actores, una audición fallida, un público poco receptivo, una crítica mordaz. Y ambos han evolucionado en trayectorias comparables.

El teatro, por ejemplo, siempre se ha apoyado en los guiones. Los actores interpretan el material a su manera, pero la obra les indica lo que deben decir y, en muchos casos, cómo y dónde decirlo. Los pioneros de la venta en Estados Unidos quisieron imitar el planteamiento de la escena teatral. Uno de los titanes, John H. Patterson, fundador de la National Cash Register Company (NCR) a finales de 1800, exigió a todos los vendedores de la compañía que se aprendieran de memoria un guión. Con el tiempo, como relata el historiador empresarial de la Universidad de Harvard Walter Friedman, estos guiones se hicieron más detallados, transformándose de un texto básico llamado «Cómo vender Cajas Registradoras Nacionales» en un manual de ventas de casi doscientas páginas.1 Las pormenorizadas instrucciones, según Friedman, se centraban «no sólo en lo que debían decir los vendedores, sino también en lo que tenían que hacer mientras hablaban», rematado por las instrucciones en escena en versión de NCR. Los monólogos creados por la compañía estaban salpicados de asteriscos «que indicaban que el vendedor tenía que señalar el producto al que se refería». Por ejemplo: Mire, señor, esta caja registradora* marca las entradas. La indicación* de la transacción aparece en este cristal*.2 Patterson y su equipo llegaron a crear un Libro de reclamaciones, de forma que si los clientes planteaban preguntas o problemas, sus vendedores podían responder con frases ya ensayadas.

El proceder de NCR —escribir cuidadosos minidramas dirigidos a un final feliz para el vendedor— dominó las ventas en todo el mundo durante la mayor parte del siglo XX. Y aún forma parte del paisaje moderno, con organizaciones de ventas que diseñan procesos elaborados y frases probadas por la audiencia para guiar a sus actores hasta el telón final. Los guiones funcionan bien en entornos estables y predecibles, cuando los compradores tienen opciones mínimas y los vendedores poseen la máxima información. Pero esas circunstancias, como hemos visto, son cada vez más raras. Un Libro de reclamaciones aprendido de memoria tiene escaso valor cuando la compañía ya ofrece una lista de «Preguntas frecuentes» en su página web y cuando, en cualquier caso, los clientes pueden confirmar la veracidad en sus redes sociales.

Aquí el teatro ofrece una cierta orientación sobre lo que viene a continuación. Durante cientos de años, salvo por el payaso o mimo ocasional, la mayoría de las representaciones teatrales contaban con actores que recitan de memoria frases escritas por otra persona. En efecto, hasta 1968, la oficina del Lord Chamberlán tenía que leer y aprobar todas las obras antes de que pudieran ser representadas en el Reino Unido, y enviaba inspectores a los teatros para asegurarse de que los intérpretes se atenían al texto aprobado.3

Pero hace unos cincuenta años, dos innovadores comenzaron a cuestionar la confianza ciega en los escritos. La primera fue Viola Spolin, una estadounidense que en los años cuarenta y cincuenta desarrolló una serie de juegos —primero para niños, después para actores profesionales— centrados en mejorar los personajes, los discursos y las escenas. En 1963, escribió un libro, Improvisación dramática, que incorporaba estos ejercicios y que se convirtió rápidamente en el eje de los programas teatrales. Gracias a su hijo, Paul Sills, que continuó con la actividad familiar, sus ideas finalmente dieron origen a la actualmente legendaria compañía Second City, cuyos alumnos (desde John Belushi a Stephen Colbert o Tina Fey) han remodelado el espectáculo popular estadounidense con su dominio de las actuaciones cómicas en tiempo real fuera del guión.

El segundo innovador fue Keith Johnstone, un británico que trabajó durante años en el Royal Court Theatre de Londres. Cuando se cansó del teatro convencional, también diseñó su propio conjunto de técnicas de interpretación más flexibles y menos tradicionales. Y en 1979 escribió el que muchos consideran un trabajo pionero en el campo, Impro: Improvisación y el teatro. (Los fundadores de Palantir, una compañía que mencioné en el capítulo 2, piden a todos sus empleados que lean Impro antes de incorporarse a su trabajo.)

Alentando a los directores y a los intérpretes a reconocer las virtudes de saltarse el guión, Spolin y Johnstone ayudaron a convertir la improvisación en una forma predominante de espectáculo. Las ventas y las ventas sin vender se desarrollan siguiendo un camino similar, porque las condiciones estables, simples y seguras que propicia el guión han dado paso a las condiciones dinámicas, complejas e impredecibles que favorecen la improvisación.

Bajo el aparente caos de la improvisación hay una estructura ligera que te permite trabajar. Comprender esa estructura te puede ayudar a mover a otros, especialmente cuando una toma de perspectiva inteligente, una positividad contagiosa y tu brillante encuadre no alcanzan los resultados deseados. En esas circunstancias y en muchas otras, obtendrás mejores resultados si observas tres reglas esenciales de la improvisación teatral: (1) escuchar las ofertas; (2) decir «Sí, y»; (3) hacer quedar bien a tu pareja.

1. Escuchar las ofertas

La improvisación teatral no es totalmente ajena al mundo de los negocios. Académicos de la talla de Keith Sawyer, de la Universidad de Washington, Mary Crossan, de la Universidad de Ontario Occidental, y Patricia Ryan Madson, de la Universidad de Stanford, han estudiado sus dimensiones y aplicado sus conceptos a la administración de empresas, la innovación y el diseño.4 Pero la mayoría de los expertos no han estudiado la improvisación en el ámbito de las ventas, aunque, como dice un joven erudito, los vendedores expertos en improvisar «generan ideas, incorporan cambios rápida y fácilmente, y comunican de forma eficaz y convincente durante las presentaciones comerciales».5

Una razón de esta omisión podría ser un legado centenario de formación en ventas. Desde los tiempos de los guiones cuidadosamente planificados de NCR, los vendedores han recibido instrucción para «superar las objeciones». Si el cliente no quiere comprar, nuestro trabajo es darle un giro: convencerle de que los problemas que plantea no existen o carecen de importancia. Superar las objeciones es una etapa en todo proceso formal de ventas, el cual normalmente consiste en «buscar contactos», «clasificar los contactos» y «realizar la presentación», y eso va justo antes del «cierre». Pero ahora que las ventas han cambiado radicalmente, la propia idea de darle la vuelta a la gente podría ser menos valiosa, y quizá menos viable, que nunca.

En la improvisación teatral no cabe la superación de las objeciones porque se fundamenta en un principio diametralmente opuesto. «La herramienta básica de la improvisación —afirma Salit— es escuchar las ofertas.»

El primer principio de la improvisación —escuchar las ofertas— se basa en la sintonización: dejar que nuestra perspectiva llene la perspectiva de otra persona. Y para dominar este aspecto de la improvisación, tenemos que replantear nuestra comprensión del hecho de escuchar y de qué constituye una oferta.

Por el tiempo que dedicamos cada día a escuchar —según algunos cálculos, una cuarta parte de las horas de vigilia—6 es notorio lo mucho que descuidamos esta habilidad. Como escribió el filósofo estadounidense Mortimer Adler hace treinta años:

¿Es que han enseñado a alguien a escuchar? Qué sorprendente es la suposición general de que la capacidad para escuchar es un don natural para el cual no se requiere ninguna preparación. Qué extraordinario es el hecho de que en todo el proceso educativo no se realice el menor esfuerzo para ayudar a los individuos a escuchar adecuadamente.7

No es de extrañar, por tanto, que tan pocas personas sepan escuchar. Para muchos, lo opuesto a hablar no es escuchar. Es esperar. Cuando los demás hablan, normalmente dividimos nuestra atención entre lo que dicen en ese momento y lo que dirán después, y acabamos haciendo una mediocre labor en ambos sentidos. Y algunos profesionales, incluidos los que están en el negocio de la persuasión, ni siquiera se molestan en esperar. En un estudio rutinario, los investigadores descubrieron que los médicos interrumpen a la mayoría de los pacientes en los primeros dieciocho segundos de la visita, lo que muchas veces impide que el paciente describa lo que le llevó a la consulta.8

Por esta razón, el curso de Salit pone el acento en ralentizar el paso y callar como vía para aprender a escuchar. También aprendimos esto en otro ejercicio llamado «silencio asombroso», en el cual me emparejaron con un importante ejecutivo de la televisión, unos diez años mayor que yo. Las reglas: una persona tiene que revelar a la otra alguna cosa importante para ella. La otra persona tiene que mantener el contacto visual todo el tiempo y responder después, pero tiene que aguardar quince segundos antes de pronunciar una palabra.

El ejecutivo abre su corazón más de lo esperado. Me explica que después de treinta y dos años de trabajo sin tregua, se cuestiona si lo que hace actualmente es lo que debería hacer para siempre y si no será hora de retirarse de la jungla de fieras de los medios de comunicación neoyorquinos. Se le llenan los ojos de lágrimas al hablar, lo cual me incomoda aún más que cuando hacía el tonto con la vicepresidenta de cosméticos de los taconazos.

Cuando terminó, yo tuve que responder. Pero no de inmediato. Empecé a contar mentalmente los segundos. Quince. Catorce. Trece. No romper el contacto visual. Doce. Once. Qué agonía. Diez. ¿Cuándo terminará esta locura?

Y acabó. Pero esos quince segundos se me hicieron absurdamente largos, como en el ejercicio previo, tan desagradablemente íntimo. Y eso es lo que quiere Salit. Escuchar sin un cierto grado de intimidad no es realmente escuchar. Es pasivo y transaccional, y no activo y comprometido. El auténtico acto de escuchar es un poco como conducir por una carretera bañada por la lluvia. La velocidad mata. Si quieres llegar a tu destino, es mejor que aminores y pises ocasionalmente el freno. La idea final, afirma, descorchando una pequeña botella de Zen en la estrecha sala de conferencias al término de la sesión, es «escuchar sin ideas preconcebidas».

Esto es lo que hace que la improvisación teatral funcione. Imagina una escena entre dos actores. El primero, sentado en una silla, con las manos posadas en un volante invisible, dice a su compañero: «Asegúrate de cerrar la puerta con llave.» El segundo actor no tenía ideas preconcebidas. Sólo escuchaba. Su tarea en esa situación, dice Salit, es «tomar cualquier cosa que alguien diga como una oferta con la que puede hacer algo». El volante invisible y la directriz «Asegúrate de cerrar la puerta con llave» constituyen una oferta. El segundo actor tiene que aceptarla y basarse en ella. Quizá sea un pasajero de un taxi. Quizá es un niño en el asiento trasero del vehículo familiar. Quizá tiene un brazo roto y no alcanza la cerradura. Pero su capacidad para escuchar sin ideas preconcebidas es lo que permite que el ejercicio siga adelante.

Cuando escuchamos de esta nueva forma, más íntima, empezamos a oír cosas que antes nos habrían pasado por alto. Y si escuchamos de este modo cuando tratamos de convencer a otros, nos damos cuenta en seguida de que lo que exteriormente parecen objeciones muchas veces son ofertas disfrazadas.

Veamos un ejemplo sencillo. Supón que estás reuniendo dinero para una organización benéfica y le pides a tu cuñado que contribuya con 200 dólares. Él podría decir que no, pero previsiblemente no se limitara a soltarlo sin más. Es más probable que diga algo así como: «Lo siento, no puedo darte doscientos dólares». Eso es una oferta, pues quizá pueda darte una cantidad inferior. O a lo mejor te dirá: «No, no puedo dártelos ahora mismo». Eso también es una oferta. El movimiento obvio es ajustarse al «ahora mismo» y preguntar cuál sería un momento más adecuado. Pero toda la frase es una oferta: quizá pueda contribuir a su obra benéfica de otra manera, por ejemplo, como voluntario. «Las ofertas llegan en todas las formas y tamaños», explica Salit. Pero la única manera de escucharlas es cambiar tu modo de escuchar, y luego cambiar tu forma de responder.

Todo esto nos devuelve al ejercicio del espejo con la ejecutiva de la empresa de cosméticos. Lo que todos nosotros hacíamos en esa sesión era aceptar una oferta. No teníamos la opción de objetar. («¡De ningún modo, señorita, no voy a hacer eso con el codo!») Y una vez aceptadas esas reglas, entramos en un extraño aunque armónico baile. Finalmente, cuando suena el timbre para que cambiemos de nuevo los papeles, nuestras acciones eran tan suaves que alguien de fuera probablemente no sabría decir quién dirigía y quién imitaba. Ése es el objetivo del primer principio de la improvisación. Como dijo Johnstone, «los buenos improvisadores parecen tener telepatía; todo parece establecido previamente. La razón es porque aceptan todas las ofertas realizadas».9

2. Di «Sí, y»

El «océano de rechazo» al que nos enfrentamos cada día en las ventas y las ventas sin vender arrastra innumerables negativas hasta nuestras costas. Pero nosotros también devolvemos muchas con la marea que se retira, dándonos una negativa a nosotros mismos con mayor frecuencia de la que imaginamos. La improvisación teatral insta a los actores a comprobar este comportamiento, y a decir en su lugar «Sí y».

Como un alfarero que aprende a colocar la arcilla en el torno o un jugador de tenis que ensaya cómo empuñar la raqueta, decir «Sí, y» es una habilidad fundamental de los artistas para improvisar. Este segundo principio de la improvisación depende de la flotabilidad, en particular, de la cualidad de la positividad.

Pero la positividad en este sentido es más que evitar un no. Y es más que simplemente decir sí. «Sí, y» conlleva una fuerza particular, que resulta mucho más clara cuando la contrastamos con su diabólico gemelo: «Sí, pero».

Prácticamente todas las clases de improvisación incluyen una variación del siguiente ejercicio. Éste no lo practicamos durante las sesiones de Salit, pero ella me lo enseñó cuando visitó mi oficina unos meses después. El ejercicio consiste en dos personas que planean una reunión hipotética, por ejemplo, un encuentro de compañeros del instituto. Alguien realiza una propuesta: por ejemplo, «Vamos a celebrar la reunión del instituto en Las Vegas». Cada comentario posterior de ambos participantes tiene que empezar por «Sí, pero». Normalmente suele transcurrir así:

«Vamos a celebrar la reunión del instituto en Las Vegas.»

«Sí, pero eso va a ser demasiado caro para algunos.»

«Sí, pero entonces sólo irán las personas que estén realmente interesadas.»

«Sí, pero algunos de nuestros compañeros no son aficionados a las apuestas.»

«Sí, pero se pueden hacer muchas más cosas además de jugar al blackjack

«Sí, pero incluso sin apostar, no es un lugar muy adecuado para que la gente vaya con su familia.»

«Sí, pero las reuniones son mucho mejores sin niños.»

«Sí, pero si la gente no encuentra con quién dejar a los niños, no irá.»

El proceso de planificación da vueltas y vueltas, pero nada —ni nadie—se mueve.

Entonces los participantes toman una ruta alternativa, en la que la destructiva conjunción «pero» se sustituye por su hermana más integradora: «y». Esta versión podría discurrir así:

«Vamos a celebrar la reunión del instituto en Las Vegas.»

«Sí, y si es demasiado caro para algunos podemos reunir dinero y organizar el viaje por carretera.»

«Sí, y si nos damos prisa, podemos reservar un bloque de habitaciones en un hotel que haga descuento para grupos.»

«Sí, y para las familias con hijos y para los que no les guste el juego, podríamos organizar actividades para el día.»

«Sí, y si somos bastantes, podríamos hacer un fondo común para costear un canguro y así los padres podrían salir solos una noche.»

«Sí, y los que quieran pueden ir a un espectáculo juntos.»

En lugar de hundirse en una espiral de frustración, «Sí, y» asciende en una espiral que abre posibilidades. Cuando uno se detiene, tiene muchas opciones, no un sentido de inutilidad.

Desde luego hay innumerables ocasiones en la vida para decir «No». Sin embargo, cuando se trata de convencer a los demás, la mejor postura por defecto es el segundo principio de la improvisación. Y sus beneficios se extienden más allá de las ventas y las ventas sin vender.

«“Sí, y” no es una técnica», sentencia Salit. «Es una forma de vida».

3. Haz quedar bien a su pareja

En el verano de 2012, fallecieron dos gigantes del campo de la persuasión. Roger Fisher, que murió en agosto de ese año poco después de cumplir los noventa, era profesor en la facultad de Derecho de Harvard y un diplomático especialista en solucionar problemas por su cuenta. En 1981 fue coautor de Obtenga el sí, el libro más influyente que se ha escrito jamás sobre negociación. La contribución más notable de Fisher fue el concepto de «negociación basada en principios», que proponía que el objetivo de la negociación no debería ser conseguir la rendición de la parte contraria, sino, en la medida de lo posible, ayudarla a ganar. Esta idea, que rápidamente pasó a conocerse de forma abreviada como «ganar-ganar», transformó los estudios jurídicos y empresariales. Hasta entonces, muchos consideraban la negociación como un juego de suma cero, donde las partes competían por la mayor tajada de un pastel determinado. Pero la obra de Fisher instaba a los jóvenes estudiantes de leyes y empresariales, y a los miembros no tan jóvenes de las empresas, a replantear esos encuentros como juegos de suma positiva, en los que la victoria de una persona no dependía de la derrota de la otra. Si cada parte pasa por alto la posición de la otra por sus intereses reales e inventa opciones para el beneficio mutuo, las negociaciones podrían concluir fructíferamente para ambas partes.

El segundo gigante, que murió justo seis semanas antes que Fisher, a la edad de setenta y nueve años, trasladó la esencia de la idea de Fisher a un público más amplio. En 1989, Stephen R. Covey escribió Los 7 hábitos de la gente altamente efectiva, del que vendió más de de 25 millones de ejemplares. El hábito 4 de la lista de Covey es el «Pensar en ganar-ganar». Establecer este hábito no es fácil, reconocía, porque «la mayoría de la gente ha sido programada a fondo desde su nacimiento en la mentalidad de ganar-perder». Pero la única forma de influir verdaderamente en otros es adoptar «una aptitud mental y una actitud que busquen de continuo el beneficio mutuo en todas las interacciones humanas».10

Gracias a la influencia de Fisher y Covey, «ganar-ganar» se ha convertido en un elemento fundamental de las organizaciones de todo el mundo, aunque muchas veces más en la teoría que en la práctica. Una explicación de la desconexión entre la palabra y la acción se remonta a la perturbación a la que me referí en el capítulo 3. En condiciones de asimetría informativa, los resultados suelen ser ganar-perder. Después de todo, cuando yo sé más que tú, puedo conseguir lo que quiero y derrotarte. Y como la asimetría de la información era la condición que definió las ventas durante mucho tiempo, nuestra memoria muscular a menudo nos lleva en esa dirección. Pero con el surgimiento de la igualdad informativa (o, al menos, algo cercano a ella), esos instintos, desarrollados para un entorno diferente, nos pueden conducir por un camino equivocado. Cuando vendedores y compradores están igualados, pugnar por ganar-perder raramente conduce a la victoria de una de las partes, y muchas veces acaba en perder-perder.

La improvisación constituye una forma de refrescar nuestro pensamiento: un método que comparte la cosmovisión de Fisher y Covey, pero que la reorienta en una época en que muchos de nosotros nos hemos vuelto insensibles a «ganar-ganar» por haberlo oído con frecuencia, pero haberlo experimentado raramente. En la marca teatral de Cathy Salit y Second City, los intérpretes deben seguir esta regla: haz quedar bien a tu pareja. Los artistas de la improvisación han comprendido hace tiempo que ayudar a su compañero en su actuación ayuda a que ambos creen una escena. Hacer que tu pareja se luzca no te hace desmejorar a ti; en realidad, hace que tu apariencia mejore. Rompe el concepto mental binario, uno-otro, de suma cero, y lo sustituye por una cultura de la generosidad, la creatividad y la posibilidad. Este tercer principio de la improvisación —haz quedar bien a tu pareja— exige claridad, y la hace posible: la capacidad de desarrollar soluciones que nadie había imaginado previamente.

Para ilustrar este principio, Salit nos indica que busquemos una nueva pareja. La mía es una amable mujer de unos cuarenta y tantos que trabaja para una gran compañía de servicios financieros. Para este ejercicio, llamado «tengo curiosidad», tenemos que escoger una cuestión polémica que se preste a contrastar posiciones favorables y contrarias (¿debería ser legal la marihuana?, ¿habría que abolir la pena de muerte?). Cada uno escoge un bando, y luego uno trata de convencer al otro de su punto de vista. La otra persona debe responder, pero aquí está la dificultad: sólo con preguntas. Las preguntas tienen que ser verdaderos filtros, no opiniones encubiertas (¿te preocupa que los únicos que comparten tu punto de vista sean imbéciles?). Tampoco pueden ser preguntas de sí-no (tengo razón, ¿no es verdad?). Si su pareja quebranta cualquiera de las reglas —realizando una afirmación o una pregunta prohibida—, hay que hacer sonar el timbre para comunicar esta violación a todo el grupo.

Yo empiezo en el papel de interrogador, y mi pareja saca a relucir una postura de una olvidada polémica política estadounidense que justo saltó a las portadas el día de nuestro seminario.

Yo respondo a su primera reivindicación con un evasivo «¿De veras?», que técnicamente es una pregunta aunque no exactamente fiel al espíritu del ejercicio. Así que me recupero y hago una pregunta de verdad.

Ella responde ampliando su argumento.

Recordando la importancia de aminorar el ritmo, hago una pausa, respiro, y comienzo mi pregunta con «Pero ¿y qué hay de...?»

Un poco mejor.

Ella pasa a otra línea de argumentación.

En seguida, sin darme cuenta siquiera de lo que digo, jadeo: «¡Estarás de broma!»

¡Ring!

Cuatro minutos de juego y ya tengo una penalización.

Ahora es su turno para preguntar. Tal vez por haber visto mi deficiente actuación, ella se desenvuelve de manera más ágil. Cuando yo proponía un argumento, su primera respuesta —cada vez— era «¡Qué interesante es esa cuestión!». La maniobra le daba tiempo para pensar en una pregunta, pero también hacía girar la veleta en una dirección más amigable. Y cuando ella planteaba una pregunta, yo tenía que parar un momento, pensar y ofrecer una respuesta inteligente.

La idea aquí no es ganar. Es aprender. Y cuando ambas partes contemplan su encuentro como una oportunidad para aprender, el deseo de derrotar a la otra parte pugna por encontrar el oxígeno que necesita. Las interpelaciones, cuya fuerza hemos visto tanto en el monólogo interior interrogativo como en la argumentación eficaz, cambian las reglas para el compromiso y, por lo tanto, la naturaleza de la propia interacción. La conversación se parece más a una danza y menos a un combate de lucha libre. Eso es algo que el fundador de Fuller Brush, Alfred Fuller, intuyó años antes incluso de que se inventara la improvisación. «No discuta nunca —escribió—. Ganar una discusión es perder una venta.»11

Hacer quedar bien a tu pareja, la persona a la que le vendes algo, ha pasado a ser más decisivo que en la época de Fuller. En aquel tiempo, los vendedores poco escrupulosos no tenían que preocuparse demasiado por si los compradores quedaban mal. Los compradores muchas veces no tenían ningún otro sitio al que acudir, ni nadie a quién informar. Hoy día, si la gente está descontenta, puede informar al mundo entero. Pero si haces que la gente quede satisfecha, también pueden comunicárselo al mundo.

«En la improvisación, nunca hay que intentar que alguien haga algo. Eso es coacción, no creatividad —dice Salit—. Tú haces ofertas y aceptas ofertas, y surge una conversación, una relación, una escena y otras posibilidades.»

Tal y como ocurre en la improvisación, sucede en las ventas y en las ventas sin vender. Si entrenas a tus oídos a escuchar ofertas, si respondes a los demás con «Sí, y», y si intentas siempre hacer quedar bien a tu pareja, surgirán nuevas posibilidades.

Vender es humano
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