17. La leyenda de la Niña Azul
RECUERDO que, a partir de aquel día, las cosas se sucedieron muy rápidas.
Encino pasó unos meses en el hospital, casi hasta la llegada del verano. Le salvaron la vida, pero quedó muy desmejorado. Beniche y yo íbamos a verlo a diario, y le llevábamos dulces y revistas de coches, de cine, de juegos de ordenador, de lo que fuera, y el hombre las leía con avidez. Se ve que nunca había visto revisteis como las que le comprábamos. No se cansaba de repetir que, cuando estuviera curado del todo, se iría a vivir a la residencia donde estaba Damián el cabrero. Y es que Damián había ido a visitarlo y habían pasado horas hablando de sus recuerdos y haciendo planes para el futuro.
—Un día, cuando esté bueno y pueda andar, me lleváis a ver a Isla. Pero luego me vuelvo —nos dijo en una ocasión.
—¿Y no añorarás la sierra. Encino? —le pregunté.
—Sí, claro, pero ya soy muy mayor. Si caigo enfermo otra vez, ¿quién me curará? Allí he sido muy feliz, pero ahora debo quedarme aquí abajo —decía, lleno de razón y de sentido común.
Y ahora llega lo bueno: ¡Beniche se vino a casa, a vivir con mamá, con Clam, con Noche y conmigo! Nos costó un poco. No por él; no, que bien lo quería, aunque siempre repetía que era provisional —así decía él, provisional—. Porque aseguraba que, cuando fuera mayor, se volvería a la sierra.
Si digo que nos costó que se quedara fue porque mamá tuvo que rellenar y mover montones y montones de papeles y de autorizaciones y, al final, estábamos tan descorazonados que ya no sabíamos qué hacer. Pero, como digo, todo se solucionó y vivimos los cinco la mar de felices y contentos.
Eugenio venía a cenar a menudo y nosotros íbamos también al piso, a jugar con los compañeros que Beniche dejó allí. Otras veces venían todos ellos a merendar a casa y mi madre, entonces, parecía la mujer más feliz del mundo. Tal vez lo fuera…
El inspector Segura ayudó, tal como prometiera, al hermano y a la sobrina de Encino, que se quedaron de piedra cuando supieron que el carbonero no había muerto en la inundación.
—¿Y ha vivido todos estos años en la sierra? —preguntaba el señor Ortiga, que no se lo podía creer.
Fueron a verlo y la emoción de todos se desbordó que daba gusto.
El inspector agilizó lo de los papeles de la casa y, al final, cuando quedó probado que Encino era el propietario, éste la vendió a unas personas que querían construir un hotel en aquel lugar. Y, con parte del dinero de la venta, compró un piso en la ciudad para Amanda y su padre.
—Venga usted, tío Alfonso, a vivir con nosotros —se ve que le dijo Amanda.
—No, hija, no, que con mi hermano Ernesto ya tienes suficiente trabajo —le contestó Encino, decidido a irse a la residencia con Damián.
Unos días después del rescate de Encino, mamá, Beniche y yo nos habíamos ido a ver a Brisa.
Era un domingo por la mañana. Se acercaba ya el verano y el cielo aparecía surcado por el vuelo de un sinfín de pájaros de todas las especies. Había flores por todas partes y el pueblo de Brisa estaba tan bonito como siempre.
Cuando sucedió lo de Encino, ya la habíamos avisado de todo y le comunicamos que su hermana estaba bien y que tal vez, más adelante, la acompañaríamos a verla.
—¿Y éste quién es? —nos preguntó Brisa al ver a nuestro amigo.
—Es Beniche —respondió mamá—, el niño que ha vivido con Isla en la sierra todos estos años.
—Tengo algo para usted —dijo Beniche, sacándose una carta del bolsillo—. Es de Isla. Me la dio antes de partir.
Brisa se alejó un poco para leerla y, cuando volvió junto a nosotros, estaba sonriente.
—Es verdad que desea verme —dijo.
—¿Quiere que la acompañemos? —le preguntó mamá.
—No hace falta, gracias —contestó Brisa, con algo de misterio en su voz. Luego nos invitó a tomar un refresco y unos dulces.
El inspector Segura, cuando por fin quedó convencido de toda la verdad sobre la historia de Beniche, subió hasta la sierra del Ocaso con una patrulla. Él y sus hombres querían encontrar a Isla y hacerle entender que una persona de su edad no podía quedarse a vivir en aquel lugar.
—Y la niña esa que dicen que está con ella, tampoco —concluyó el inspector.
Pero no las encontraron. Ni vieron tampoco a ninguna mujer del agua.
Una tarde que fui a visitar a Encino yo solo porque Beniche estaba resfriado, le pedí que me hablara de la Niña Azul.
—No sé cuánto hace que vive en los bosques —me dijo—. Ya estaba allí cuando yo me establecí en Nadie, pero no llegué a verla hasta que pasó lo de la inundación. En el pueblo siempre se hablaba de ella como si fuera un fantasma. Se sabía que existia, pero nadie la había visto. Creo que sólo la hemos conocido Isla, Brisa. Beniche y yo. Bueno, y las mujeres del agua.
—Pero ¿quién es? ¿De dónde vino? ¿Isla lo sabe?
—Creo que sí.
—¿Y no te lo contó nunca?
—Me contó lo que ahora te diré, Diego. Verás… ¿Te han contado alguna vez una leyenda?
—Sí, en la escuela, muchas veces. Además mamá tiene un libro de leyendas y, cuando era pequeño, me leía alguna.
—Una leyenda —prosiguió Encino— es una historia que se cuenta desde hace mucho tiempo y que tiene una parte de verdad y otra de fantasía. Pero nadie sabe exactamente cuál es la verdad y qué es lo imaginado. ¿Me entiendes?
Asentí con la cabeza.
—Pues bien. Se ve que hace muchos, muchísimos años, vivió un brujo en la sierra del Ocaso. Pero no era bueno como la bruja Isla, que sólo hace cosas buenas, sino que era muy malo y se dedicaba a amargarles la vida a los habitantes de la sierra.
Les enviaba granizo cada dos por tres para que no pudieran recoger la cosecha. Provocaba terribles incendios para que se murieran los rebaños. Echaba rocas por la ladera del monte para destruir las casas de la gente. Secaba los ríos y hacía desaparecer las fuentes para que los habitantes de la sierra, sin agua, se fueran de allí. Quería la montaña para él solo, porque era muy egoísta. El brujo de Ocaso, que era como se le conocía, tenía una hija preciosa, rubia como el oro, amable y de buen corazón. La niña había heredado los poderes de su padre. Pero cuentan que un día se negó a secundar sus fechorías. «Si tengo que ser como tú», se ve que le dijo, «no quiero crecer». El hechicero se enfadó mucho. ¡Su propia hija se rebelaba contra él! «Pues si no quieres, no crecerás», le contestó muy enfadado. «Pero nadie te querrá, porque tu aspecto será horrible». Y le echó un maleficio para que fuera siempre niña y, además, le tiñó el pelo de azul.
—Pero si ese color es precioso —repliqué.
—Ya lo sé. Pero el brujo creyó que, de esa manera, la obligaría a ayudarlo en sus disparates y, cuando la tuviera convencida, desharía el hechizo porque, en el fondo, la quería con locura.
—¿Y qué pasó luego, Encino?
—Nada, que el brujo de Ocaso se murió al poco tiempo, antes de deshacer el hechizo que habia echado sobre su hija, y la niña se quedó asi para siempre.
—¿Y tiene poderes todavía?
—Algunos sí. Isla me dijo que fue la Niña Azul quien hizo venir a las mujeres del agua al río.
—¿Para qué?
—Para tener al rio contento y que nunca más volviera a desbordarse de aquella manera que causó tanto daño.
—Así que ella es buena…
—Sí, muy buena. Ésa es la leyenda de la Niña Azul, y nadie sabe con certeza cuánto hay de verdad y cuánto de mentira en ella.
—Pero la Niña Azul existe. ¡Yo la he visto!
—Y yo. Pero tal vez sea un espejismo. Tal vez no sea más que un retazo de cielo de la sierra o un charquito de agua azul del río. Nunca lo sabremos.
Fuera como fuese, me dije, la historia, aunque algo triste, era bonita. Y si las leyendas tenían que ser así, ¡qué le íbamos a hacer!
Un día del verano, Beniche, Eugenio, mi madre y yo subimos hasta la sierra. Beniche quería ver a Isla y cerciorarse de que estaba bien.
—Verás la cueva donde vive —me decía emocionado—. Es casi tan grande como media ciudad y está llena de pasadizos secretos.
—No querrás quedarte, ¿verdad? —me inquieté.
—No, por ahora, no —me contestó muy firme, aunque adiviné algunas dudas en su corazón.
Una vez más, Noche nos hizo de guía para subir por la montaña. Al pasar por Nadie, Beniche quiso enseñarme la tumba de sus padres, ya que la otra vez, con las prisas, se le olvidó. Vimos el pino enorme bajo el cual reposaban y dejamos unas flores encima de las dos piedras que Encino había colocado en su día para señalar el lugar.
Cuando llegamos a la cueva de Isla no vimos a nadie. La recorrimos arriba y abajo, durante mucho rato, llamándola a gritos. Pero todo parecía abandonado. Fuimos también a la cabaña de Encino, por si se había decidido a vivir allí, que era más confortable. Pero no estaba. Tampoco vimos a la Niña Azul por ningún lado, ni a ninguna mujer del agua.
—¿Dónde estarán todas? —se preguntaba Beniche con la voz ahogada por la tristeza—. ¿Y si ya se han dormido para siempre?
Volvimos a casa algo desconcertados y sin saber dónde buscar.
Pero, al cabo de unos dias, recibimos una carta de Brisa. En ella nos contaba que había subido hasta Nadie a buscar a su hermana Isla. Le costó convencerla, pero al fin se la llevó a su pueblo, a vivir con ella. Y se ve que allí había encontrado su lugar, porque se sentía la mar de feliz regando las violetas y hablando con Bicho, el gatito siamés. Le contestamos en seguida con otra carta y mamá les prometió que iríamos a visitarlas muy pronto.
Y ésta es toda la historia de Beniche, el niño de Nadie, y sus amigos de la sierra del Ocaso.
Han pasado ya diez años.
En este tiempo, Beniche y yo hemos crecido. Terminamos los estudios en la escuela y luego nos matriculamos en el instituto. Yo estoy ahora en la universidad, estudiando para ingeniero. Hace dos años, Beniche hizo las maletas y se fue a recorrer el mundo por su cuenta. Nos escribe a menudo para contarnos dónde se encuentra, si trabaja, si estudia, cómo vive. No le van mal las cosas. Tiene mucha facilidad para los idiomas y, además, se hace querer.
El inspector Segura, en estos diez años, y a instancias de Beniche, no ha parado de buscar sus verdaderos orígenes, escribiendo a las embajadas y poniéndose en contacto con la Interpol. La pista más fiable que ha encontrado arranca de Dinamarca, donde es posible que Beniche tenga algunos parientes. Pero esto lo sabemos desde hace muy poco. Cuando mi amigo se ponga de nuevo en contacto con nosotros, se lo comunicaremos.
También durante esos años fuimos con frecuencia a ver a Isla y a Brisa. Isla murió hace cuatro inviernos y Brisa, en la primavera pasada. Fueron felices hasta el último momento, con sus flores y sus recuerdos.
Encino y Damián son muy mayores, pero aquí alegran la vida de sus compañeros y compañeras en la residencia de ancianos donde viven. Una vez al mes, mi madre y yo vamos a visitarlos, y nunca nos olvidamos de llevarles un pollo asado, una botella de vino tinto y unos dulces.
La sierra del Ocaso sigue igual que ha estado en estos últimos veinte años, con su naturaleza atormentada y sus caminos borrados. Nadie ha hablado de reconstruir el pueblo de Nadie ni de rehacer los senderos. Antes que Beniche se fuera, subimos alguna vez. Pero nunca más volvimos a ver a la Niña Azul ni a las mujeres del agua.
Sin embargo, el día en que murió Brisa, después del funeral, unos vecinos suyos quisieron acompañarnos hasta un recodo del río que daba la vuelta al pueblo.
—Las dos hermanas venían a menudo a pasar el rato a este sitio —nos dijeron—. Recogían hierbas y plantas para sus remedios medicinales y echaban comida a los peces. Desde que se acostumbraron a venir aquí, el rio está más azul que nunca y la orilla más preciosa, llena de flores y limpia como un jardín.
¿Tal vez la Niña Azul y las mujeres del agua bajaron de la sierra del Ocaso hasta el pueblo de Brisa para no tener que separarse de sus amigas? Me temo que nunca lo sabremos. Pero me gusta pensar que fue así. Y a Beniche, cuando se lo conté, también le gustó.