11. Las órdenes del inspector
MIENTRAS esperábamos que el tal Ponce nos trajera el expediente de los desaparecidos de Nadie, le contamos también el poder tan extraordinario que tenía Beniche de hablar con los animales.
—Eso sí que puede que no sean más que cuentos —gruñó el inspector, y nosotros, como lo vimos tan convencido, no insistimos.
—¿Usted cree, inspector, que el relato de Beniche es cierto? —se aventuró a preguntar mamá—. Quiero decir que se haya podido pasar tantos años allí arriba con la gente que tal vez sobrevivió al desastre, con esos vecinos de Nadie que no aparecieron.
—Resulta difícil de creer —contestó el policía—. Pero no es imposible. A veces se han dado casos de personas que sobreviven en la selva con nada. Lo que ya resulta más extraño es que no intentaran volver. No están tan lejos de la civilización, tienen pueblos y ciudades a muy pocos kilómetros, carreteras, teléfonos, policías, de todo. Con un poco de esfuerzo, hubieran podido atravesar los escombros dejados por el temporal y salir de nuevo al mundo, como ha hecho ahora ese crio, si es cierto que lo ha hecho.
—Tal vez no quisieran volver al mundo —dijo mamá—. Brisa me contó que su hermana siempre había sido muy solitaria. Quizá han sabido adaptarse a esa forma de vida y ser felices a su manera. De hecho, a Beniche se le iluminan los ojos cuando habla de sus amigos y de sus bosques.
—Creemos que, para ser feliz, hay que tener de todo —reflexionó el inspector en voz baja—, y a veces nos equivocamos. Pero esto no quiere decir —añadió, alzando la voz y mirándonos fijamente— que todo lo que han descubierto ustedes sea cierto. ¿Me entienden?
—Claro, claro —se apresuró a confirmar Eugenio.
—Es como si un pequeño grupo de personas se hubiera puesto de acuerdo para no volver al mundo, un mundo que tenían casi allí mismo —decía el inspector, de nuevo como si hablara consigo mismo—. Y eso es muy extraño.
Mamá consultaba una y otra vez su reloj. Los minutos pasaban demasiado lentos para nosotros, sentados en aquel pequeño despacho de la comisaria. En cambio, fuera, el tiempo corría veloz. Y sufríamos pensando en Beniche y en las horas que estábamos perdiendo inútilmente.
Por fin llegó Ponce, un muchacho algo tímido, vestido con el uniforme de policía. Traía consigo una carpetilla de color rojo.
—Es lo único que he encontrado, inspector —dijo—. No es mucho, pero no hay nada más.
—De acuerdo, gracias —contestó el inspector, abriendo la carpeta con prisas—. A ver qué tenemos aquí.
Durante unos minutos, consultó en silencio aquella media docena de papeles, timbrados con un sinnúmero de sellos de lodos los colores. Confrontaba datos, anotaba nombres y releía los informes mientras mamá, Eugenio y yo nos moríamos de impaciencia.
—Verán —dijo al fin—, el número de personas desaparecidas, de acuerdo con la información aportada por los supervivientes, coincide con el de su historia. Hablaron de una mujer de unos ochenta años, de nombre desconocido, apodada Isla, que vivía sola en una especie de cueva, algo más arriba del pueblo, y que era considerada como una persona poco sociable y rara. Luego, citaron a una joven que, al parecer, no habían visto nunca, pero decían que vivía en la sierra, sin domicilio estable. Nadie sabía a ciencia cierta quién era ni de dónde venía, aunque se ve que hacia mucho tiempo que se refugiaba por aquellos bosques.
—La Niña Azul —susurré.
—Y un hombre de unos sesenta años —prosiguió el inspector, que no había oído mi comentario—, llamado Alfonso Ortiga Ortiga, apodado Encino, que hacia de carbonero y vivía en una cabaña en el corazón del bosque. Este tal Ortiga, a diferencia de la anciana y de la joven, bajaba a menudo a Nadie, donde tenía buenos amigos con los que charlaba y pasaba el rato.
—¿Y de la pareja extranjera? —preguntó mamá con angustia—. ¿No dice nada?
—Poco. Unos dias antes de los aguaceros, aparecieron un hombre y una mujer. Ella estaba encinta. No hablaban ni una palabra de nuestro idioma, pero por señas dieron a entender que aquello les gustaba mucho y que se quedarían a vivir allí con el niño que estaba a punto de nacer. Se ve que llevaban algo de dinero y tenían la intención de comprarse una casa con un pequeño huerto. Pero en seguida vinieron las lluvias, con ellas la crecida de las aguas, y los supervivientes que nos facilitaron esta información no volvieron a ver jamás a los extranjeros. Suponían que tal vez tuvieron tiempo de ir a un hospital antes del desastre, para que ella diese a luz.
Un denso silencio quedó flotando en el aire después de las últimas palabras del inspector Segura.
—No, no tuvieron tiempo —murmuré—. Encino enterró a los padres de Beniche en el cementerio de Nadie y después recogió al bebé, lo cuidó y, cuando fue un poco mayor, le contó toda la historia.
Y al decir esto me entró una seguridad inmensa, algo que me impulsaba a luchar por mi amigo contra viento y marea.
—Ahora, si me lo permite, me voy a buscar a Beniche —decidí de pronto, levantándome de la silla.
El inspector Segura se quedó con la boca abierta al advertir mi decisión. Palabra que se quedó así. Eugenio y mamá se levantaron también. Ya no podíamos más.
—No se puede llegar a Nadie —insistió el inspector.
—Nos da lo mismo —repuso Eugenio—. Si Beniche ha pasado, nosotros también.
—Si lo encontramos, tendrá que volver a la ciudad —puntualizó el policía—. No podemos dejar a un niño en medio del bosque, al cuidado de personas ancianas y medio salvajes.
—Eso ya lo veremos —dijo mamá, encaminándose hacia la puerta.
—Señora, tiene que ponerse a mis órdenes —exclamó el inspector, levantándose de su asiento con mucha rapidez.
—¿Y cuáles son esas órdenes? —le preguntó mamá con mirada desafiante.
El hombre dudó. Repasó los papeles de la carpeta roja, me miró, miró a mamá, a Eugenio, y luego dijo:
—Ordenaré que nos preparen un coche para ir a Nadie ahora mismo.
Suspiramos profundamente. ¡Por fin el inspector Segura se había decidido a hacer algo práctico!
Durante unos minutos estuvo hablando por los tres teléfonos, dando órdenes, pasando informes, comunicando su viaje, preguntando y respondiendo. Después cogió la carpeta con el expediente de Nadie, colocó bien unos cuantos papeles de encima de su mesa y nos dijo, mirándonos fijamente:
—Vámonos.
A la puerta de la comisaría nos esperaba un coche negro con un policía al volante.
—El agente Pérez nos llevará hasta la sierra del Ocaso —nos explicó el inspector—. Suban.
Mamá, Eugenio y yo nos metimos en la parte de atrás y el inspector se acomodó al lado del agente.
Pronto salimos de la ciudad y cogimos la carretera que nos había de llevar hasta Nadie. Eran cerca de las cuatro de la tarde y había poco tráfico.
Al cabo de un rato, al pasar por un pequeño pueblo, con una gasolinera y un restaurante al pie mismo de la carretera, el inspector se volvió y nos preguntó:
—¿Ya han comido?
—No —dijo mamá—, pero no importa.
—Quizá para usted no, pero este crío —y me miró mientras lo decía— no puede saltarse la comida. Pérez, pare aquí mismo.
—Sí, señor.
El comedor del restaurante estaba casi vacío. Encargamos bocadillos y refrescos para todos.
—Rápido, por favor —pidió mamá a la camarera—. Tenemos prisa.
—En seguida, señora.
Mientras comiamos, Eugenio preguntó al inspector:
—¿Qué haremos con Beniche cuando lo encontremos?
—Tú lo has dicho, muchacho —contestó el inspector Segura—. Primero tenemos que encontrarlo.
—Pero usted dijo antes que debería volver a la ciudad.
—Y sigo pensando lo mismo —insistió el inspector en un intento de zanjar la cuestión, al menos de momento.
Poco después volvíamos a estar en la carretera, rumbo a Nadie. Viajábamos en silencio, y sólo de cuando en cuando, ante un cruce de carreteras, el agente Pérez preguntaba:
—¿Por dónde, señor?
Y el inspector Segura, que tenía un mapa abierto sobre sus rodillas, respondía:
—Por aquí.
Yo no podía dejar de pensar en mi amigo Beniche. Me asaltaban un montón de preguntas. ¿Habría encontrado el camino de su mundo? ¿Habría llegado ya? ¿Querría quedarse en la sierra con sus amigos o decidiría volver a la ciudad con nosotros? ¿Y si un día Encino se moría y Beniche se quedaba sin nadie que le cocinara o le narrara cuentos? ¿Lo querría Isla en su cueva entonces o tendría que pasarse la vida arriba y abajo de los bosques, como la Niña Azul? ¿Y si también se moría Isla?
Me iba preguntando todo esto cuando, de pronto, el inspector exclamó:
—¡Ahí la tienen, la sierra del Ocaso!
Fue al salir de una curva muy pronunciada, en una carretera estrecha flanqueada por pinos oscuros, que seguíamos desde hacía un buen rato. La sierra del Ocaso se alzaba imponente como una gran muralla, su silueta recortada sobre un cielo de color violáceo.
—¡Qué mal hemos calculado el tiempo! —se lamentó el inspector.
—¿Por qué? —le preguntó mamá.
—El sol está muy bajo y pronto oscurecerá. No podemos quedarnos toda la noche aquí, buscando a un niño que quién sabe por dónde anda.
Aunque la sierra estaba todavía un poco lejos, se vislumbraban montones de árboles caídos, retorcidos y secos al pie de las montañas, en un amasijo escalofriante de troncos, rocas y tierra removida. Había muchas raíces que se alzaban como manos crispadas hacia el cielo.
—¿Entienden ahora por qué es imposible que nadie viva ahí? —dijo el inspector.
Anochecía muy deprisa, y nos dimos cuenta de que el inspector tenía razón: no podíamos aventurarnos en aquel laberinto a punto de caer la noche. Pero, entonces, ¿para qué habíamos hecho el viaje?
Y cuando más desconcertados y confusos estábamos, sin decidir si seguíamos adelante o nos volvíamos, el agente Pérez observó:
—Allí hay una casa, señor.
El inspector Segura le ordenó que dirigiera el coche hasta ella.