8. Un cachorro rubio

LAS cosas, a veces, suceden de manera bien extraña: buscando a Brisa habíamos encontrado al viejo loco huido de Nadie.

—Se llama Damián y llegó de Cinabrio con una cadera rota —nos contó la recepcionista de la residencia, cuando le preguntamos por aquel hombre que se nos había acercado en el aparcamiento.

¡Era Damián el cabrero, el hombre del cual nos habia hablado la mujer de Cinabrio!

Ahora vivía en aquella residencia de ancianos y nos había oido preguntar por la hermana de Isla.

—Brisa vive en Nadie —insistía.

Mamá se le acercó.

—¿Por qué no nos sentamos un ratito? —preguntó cogiéndole del brazo, y lo llevó hasta un banco del jardín del asilo.

—Como quiera, pero mi información tiene un precio —repuso Damián, acentuando su picara sonrisa.

—¿Cuánto? —le preguntó mamá.

—Un pollo asado.

—¿Cómo dice?

—Bien tostadito y con unas patatitas tiernas. ¡Ah! Y una botella de vino tinto.

Era cerca de mediodía y, dentro de la residencia, habíamos percibido un olor inconfundible a sopa de verduras.

—El trato es bueno, pero la comida pobre —se excusó el hombre.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo mamá—. Ahora nos cuenta eso que sabe y luego voy y le compro su pollo asado.

Damián cojeaba aparatosamente, y para andar, tenía que apoyarse en unas muletas. Pero su aspecto general era bueno, sano y alegre. Llevaba un albornoz gris muy grueso y calzaba unas pantuflas de cuadritos rojos y verdes.

—Brisa vive en Nadie —repitió imperturbable.

—No, señor Damián —le cortó mamá—. Brisa ya no está en Nadie.

El hombre cerró los ojos e hizo como si pensara muy profundamente. Al cabo de un rato, se dio con la palma de la mano en la frente y exclamó:

—¡Claro, claro! Se fue. Brisa se fue.

—¿Adónde?

—A la ciudad. Era joven y bonita, ¡mmmmm…! —suspiró el hombre—. Isla era fea, pero Brisa era bonita. Y la bonita se fue y no volvió.

—¿Dónde está ahora? —insistió mamá.

—En la ciudad, ya se lo he dicho. ¿Y mi pollo?

Pensé que seria inútil hablar más tiempo con aquel anciano que confundía las cosas. Pero mamá no lo creía asi.

—Hábleme de sus cabras —le pidió con mucha habilidad.

—Mis cabras… —murmuró el anciano, cerrando los ojos—. Se ahogaron. Tenía cuatro, tres blancas y una negra. Bajó el agua y se las llevó. El cabrero ya no tenía cabras, ni casa, ni nada. Y se fue.

—A Cinabrio —puntualizó mamá.

—A Cinabrio, sí.

Sus ojos, por unos momentos, denotaron un gran pesar.

—¿Y la niña? —preguntó mamá de pronto.

—Se quedó allí —respondió el cabrero siguiendo la conversación.

—¿Y el cachorro?

«¡Qué astuta es mamá!», pensé. Desde el primer momento había sospechado que aquel cachorro podía no ser un cachorro de animal, sino un niño.

—Tan sólo tenía dos días —suspiró el hombre—. Rubio como el sol, igual que la mujer. ¡Pobre cachorro! Quise cogerlo de las manos del hombre en el último momento…

—¿Qué hombre? —interrumpió mamá, muy nerviosa.

—El hombre y la mujer cayeron al agua y el cachorro lloraba. Yo también me caí al agua, y las cabras. Luego ya no oí más el llanto del cachorro. Todo era agua y me fui rio abajo. Las mujeres me quisieron dar la mano y no llegaban…

—¿Qué mujeres, Damián? ¿Qué mujeres quisieron tenderle la mano?

—Las que viven en el agua, las que llegaron con las lluvias. Eran bonitas y jóvenes, y reían.

—¿Y Encino? ¿Y la bruja Isla? ¿Y la Niña Azul?

—No lo sé, no los vi. Están en Nadie. Nadie es bonito.

—Nadie ya no existe —le dijo mamá dulcemente.

Pero el hombre no la escuchaba. Proseguía su relato, tejiendo los restos de un recuerdo, o de una fantasía, con una terrible claridad.

—Nadie es bonito y el hombre lo sabía. Le decía a la mujer: «Cuando nazca el niño, nos quedaremos aquí». O eso me parecía, porque hablaban muy raro.

—¿De dónde venían, Damián, aquel hombre y aquella mujer que tuvieron al niño rubio?

—De lejos.

Sonó fuerte la campana que llamaba a comer. Los ancianos y ancianas que tomaban el sol por el jardín se levantaron lentamente. Unos se despidieron de los familiares o amigos que habían ido a verlos. Otros, ayudados por las enfermeras, se encaminaban hacia el interior.

—Mi pollo —reclamó Damián, con los ojos muy abiertos.

Mamá me dijo que fuera hasta un restaurante que habíamos visto un poco más abajo y me dio dinero.

—Compra un pollo, una botella de vino y unos dulces, anda.

—El vino, que sea tinto —especificó el hombre.

Me lo pusieron todo en una bolsa de papel. Damián la cogió con fuerza, aferrándose a ella, aspirando el olor con los ojos cerrados.

—Mmmmmm…

Y se fue cojeando, con sus muletas y su bolsa de comida.

Antes de desaparecer por la puerta principal, se volvió y nos saludó con la mano.

—Pobre hombre —comenté.

—No está tan loco como creen los de Cinabrio —observó mamá.

—No te creerás su historia, ¿verdad?

—¿Y por qué no?

Volvimos a casa, y durante el viaje, apenas hablamos. Yo también quería creerme la historia de Damián el cabrero, pero tenía miedo. Miedo de refugiarme en una ilusión y luego, en el momento de descubrir que, ciertamente, en Nadie ya no vivía ningún ser humano y todo lo que nos contaban el viejo y Beniche era pura fantasía, darme de narices contra la cruel realidad. Y las cosas dieron un vuelco, porque veía a mamá tan ilusionada con aquello, que me sabía mal. Tenía que quitarle la ilusión de la cabeza como fuera.

—Mamá, todo esto es muy absurdo —le aseguré, mientras ponía la mesa para comer.

—¿El qué, hijo?

—Que un bebé de dos días pueda vivir durante diez años en la cabaña de un carbonero y que una bruja le enseñe a leer y a escribir. Todo eso no puede ser más que un montón de coincidencias de dos personas que se refugian en sus sueños.

—¿Y que los dos nos hablan a la vez de Isla, de las mujeres del agua, de la Niña Azul y de todo lo demás? No, Diego, no. No son sólo coincidencias. Cuando encontremos a Brisa, ya verás como todo se esclarece.

Mi madre estaba cada vez más confiada y a mi, por el contrario, me nada una angustia muy grande. Recordaba lo que Eugenio me había dicho el día en que Beniche nos contó su historia. Por más que yo lo quisiera, papá no aparecía por las mañanas para llevarme a la escuela. Por más que quisiéramos recuperar a los amigos de Beniche y devolverlo a su lugar, no estaba nada claro que existieran aquellas gentes ni los sitios donde habitaban. Quizá Beniche había vivido en Cinabrio o en los alrededores y había oído alguna vez la historia que contaba Damián. Entonces, como era tierna y bonita, la hizo suya…, y nada más.

Un día, a la hora del recreo, se lo pregunté.

—Beniche, ¿conoces a Damián?

—¿Damián? ¿Quién es?

—Vivió en Nadie —le dije.

—¿Era el que tenía las cabras? —me preguntó cándidamente.

—¿Lo conoces? —insistí.

—No, pero Isla me hablaba a menudo de él. Se ve que, de joven, había estado enamorado de Brisa y casi se vuelve loco de pena cuando ella abandonó el pueblo para irse a la ciudad —me contestó con la mayor naturalidad del mundo.

¡Era inaudito! Las piezas encajaban como en un rompecabezas. Toda la historia quedaba completa, bien explicada, coherente. Sólo que seguía pareciendo imposible. ¿Cómo había podido sobrevivir Beniche allí arriba, lejos del mundo, sin las más mínimas condiciones de vida? Parecía un sueño. O un cuento.

—Un cuento, sí —me dijo Eugenio el dia que le conté nuestra entrevista con Damián.

—No te crees nada, ¿verdad? —quise saber.

—Prefiero ser prudente —me contestó muy pensativo.

—Damián dice que habia un niño en Nadie, un bebé recién nacido.

—Damián puede estar bastante loco —dijo.

Una tarde, después de merendar, mientras hacía los deberes en mi habitación, sonó el teléfono y oí que mamá respondía. Al cabo de un rato entró en el cuarto. Lucía una brillante sonrisa y le temblaban las manos.

—¡Hemos encontrado a Brisa! —dijo, y pegó un brinco de alegría.