14. La cabaña de Encino
EN el fondo no estaba muy convencido de que acompañar a Beniche hasta Nadie, en medio de la noche, fuera una buena idea. Pero mi amigo ya me había dejado muy claro que, tanto si yo quería como si no, él pensaba ir. Y. puestos a buscar una justificación suficientemente válida, pensé que sería mejor que fuéramos los dos.
—Beniche —lo llamé de nuevo—. Soy yo, Diego.
Y lo zarandeé suavemente.
—Anda, despierta y come algo antes de irnos.
—¿Vienes conmigo? —me preguntó con voz soñolienta.
—Claro, soy tu amigo.
En un santiamén se comió todo lo que le había llevado, aunque dio un poco de tortilla a Noche, que se la tragó casi sin masticar.
—Y ahora, en marcha —dijo con una alegría que era para contagiar valor al más cobarde.
Salimos a la carretera y empezamos a andar. No nos hacía falta la linterna, porque allí el camino no ofrecía ninguna duda y nos bastaba con la luz del firmamento.
—Es mejor que ahorremos las pilas para cuando lleguemos a la sierra —había dicho Beniche con autoridad.
Anduvimos mucho, muchísimo, por la carretera; casi dos horas. Porque yo llevaba reloj y controlaba el tiempo.
—Si me hubieras hecho caso, podríamos haber recorrido todo este tramo en el coche del inspector —le dije.
—No, Diego, el inspector nunca nos hubiera llevado allí.
Cuando llegamos a un puente, Beniche se detuvo y yo lo imité.
—Al otro lado del puente, la carretera queda cortada —dijo—. Antes de la inundación, seguía hasta un poco más arriba.
—Y ahora, ¿qué?
—Empezaremos a subir por el bosque.
Dejamos la carretera, cruzamos un riachuelo y nos adentramos en el bosque.
Allí ya sí tuvimos que encender la linterna. Todo estaba lleno de árboles caídos, rocas, zarzales altos como casas, barrancos… No había camino por ningún lado.
—Noche, ¿por dónde? —preguntaba Beniche a su gata cuando una roca nos cortaba el paso o una zona espesa de zarzas nos impedia continuar.
Entonces, Noche se alejaba y, al cabo de poco, volvía y maullaba levemente.
—Dice que por aquí —me traducía Beniche.
Y así seguimos hasta que empezó a clarear.
—Beniche, está amaneciendo y aún no hemos llegado a ningún sitio —empecé a quejarme.
Estaba cansado y me dolían los pies. Además tenía las manos llenas de arañazos de tanto apartar ramas de árboles y agarrarme a las rocas para subir.
—Ya falta poco —me animaba Beniche—. Pronto encontraremos el río.
—¿Qué rio?
—El que pasa por Nadie. Lo remontaremos y en seguida llegaremos arriba.
—Estoy cansado, Beniche.
—Ya falta poco —repetía él.
Lo que en realidad me pasaba era que empezaba a tener remordimientos. Sí: de pronto, al ver que amanecía, pensé en mamá y en los demás. Se despertarían y se darían cuenta de que yo no estaba. ¡Suerte que al menos les había dejado la nota!
De todos modos, ya que faltaba poco, llegaríamos, hablaríamos con Encino y con Isla, les contaría que habíamos encontrado a Brisa y nos volveríamos a buscarla. Quizá no estuviéramos mucho rato y bajáramos antes que mamá empezara a preocuparse de verdad.
—Veremos a tus amigos y nos volveremos en seguida, ¿verdad. Beniche?
Él se detuvo un momento y me miró con aquellos ojazos azules de mirada tan profunda.
—Yo no. Diego —me dijo con decisión.
—No puedes pasarte la vida aqui arriba —repliqué—. ¿Y tus estudios? ¿Y tu futuro?
—Mi futuro es éste.
Y reanudó la subida por aquella maraña de árboles y rocas.
No pude hacer más que seguirlo.
Al cabo de un rato, salió el sol por detrás de las montañas y se fue elevando por el cielo mientras nosotros continuábamos subiendo.
Hacia mediodía, cuando yo ya estaba a punto de desfallecer de hambre y cansancio, encontramos el río.
—Dentro de nada, estaremos en Nadie —gritó Beniche alborozado.
Aquellas aguas eran espléndidas, limpias, con reflejos de un verde oscuro en el centro y azul en las márgenes.
—Beniche, ¡esto es precioso! —me admiré.
—Pues espera a ver lo de arriba.
El río alternaba rápidos salvajes, furiosos, con tramos en los que el agua se amansaba dócilmente, formando como piscinas de una belleza increíble. A contraluz veíamos un gran número de peces plateados nadando tranquilamente.
Siguiendo la orilla del río, avanzábamos más rápidos que cuando subíamos campo a traviesa por la ladera de la montaña. Y es que aquel lugar parecía un jardin.
—Es como si alguien se entretuviera en quitar las piedras y las ramas para que todo quede más bonito y mejor arreglado —observé.
—Son las mujeres del agua —me contestó Beniche con la mayor naturalidad del mundo—. Les gusta que en su mundo todo sea bello.
Aunque me costara creerlo, era evidente que alguien cuidaba de aquellos parajes. Porque en nada se parecían a lo que habíamos visto antes.
Al cabo de poco, encontramos los restos de un puente.
—Aquí murieron mis padres —dijo Beniche con voz emocionada—. Y allí está Nadie —exclamó mientras señalaba con el dedo un pequeño claro en el bosque.
A medida que nos acercábamos, íbamos viendo lo que en otro tiempo habían sido las casas de Nadie. Había cerca de veinte, alineadas a lo largo de un par de calles que confluían en lo alto, en una plazuela. Pero todo, absolutamente todo, estaba en ruinas.
—¡Qué pena! —lamenté.
—Yo siempre lo he visto así —dijo Beniche—. Pero Encino cuenta que, antes del desastre, era muy bonito y muy tranquilo.
Anduvimos por una de las calles y vi que, dentro de las casas, entre los escombros, todavía se vislumbraban algunos muebles, cuadros, ropas, útiles de cocina y cosas así. Cuando llegamos arriba, a la pequeña plaza, me quedé boquiabierto.
Ante nosotros se extendía el paisaje más hermoso que nunca había contemplado. Allí no había árboles, y parecía como si, desde un balcón, pudiéramos ver el mundo. A nuestros pies se veía el bosque que acabábamos de atravesar, con todo el revoltijo de naturaleza muerta, arrastrada por las aguas. Pero a lo lejos podían divisarse las carreteras, los pueblos, otras montañas, campos cultivados, incluso un pequeño aeropuerto.
—¡Pero si está aquí mismo! —exclamé.
—¿Qué quieres decir? —se sorprendió Beniche.
—Que si alguien hubiera querido reconstruir este pueblo, no le habría costado nada. Con sólo limpiar el bosque y trazar un camino… No es el fin del mundo ni mucho menos.
Ante nosotros se abría todo lo que he dicho, y a nuestras espaldas continuaba el bosque, alzándose hacia lo más alto y recóndito de la sierra.
—Encino, Isla y la Niña Azul viven ahí arriba —me indicó Beniche al observar que miraba hacia allí.
—¿Y nunca bajan a Nadie?
—No.
La verdad es que el pueblo daba mucha pena. Y a ellos, que lo habían conocido antes que fuera destruido, debía de dolerles más.
—Vámonos —decidió Beniche de pronto—. No podemos perder más tiempo.
Me señaló un pequeño sendero que subía recto hasta lo alto de la sierra.
—Por aquí —dijo.
Anduvimos un buen trecho, siempre ascendiendo por la orilla del río, que, a veces, se precipitaba en gargantas muy profundas. Beniche me contó que en una de ellas fue donde la Niña Azul casi se ahoga.
—Suerte tuvimos de las mujeres del agua —rememoró.
Al cabo de un buen rato, mi amigo me dijo:
—Ya llegamos —y nos alejamos del rio para adentrarnos más en el bosque.
De pronto, al pie mismo de una encina que parecía una catedral, de tan alta y majestuosa, apareció una cabaña hecha de ramas y troncos, que tenía por puerta una especie de cortina andrajosa de mil colores desvaídos.
—Mi casa —murmuró Beniche.
Y echó a correr hacia la cabaña.