4. La botella de cristal

DIMOS las gracias a aquella gente de Orégano y nos encaminamos hacia Cinabrio, el pueblo del superviviente de Nadie. No sabíamos su nombre porque la mujer del bar no lo recordaba. Pero nos dijo que Cinabrio era todavía más pequeño que Orégano y seguro que, preguntando por el vecino llegado de Nadie, lo encontraríamos.

Sin embargo, no ocurrió así. Aunque sí lo conocían en Cinabrio.

—Se llama Damián —nos contó una mujer que salía de comprar el pan en la única tienda que había en el pueblo—, pero nosotros le llamamos el cabrero porque se ve que en Nadie tenía cuatro cabras que se le ahogaron cuando pasó lo de las lluvias. Vive allí.

Y nos señaló una casa pequeña como un trastero, adosada a la iglesia. Más que una casa, parecía un corral.

—Pero no hace falta que vayan porque no está —añadió la mujer—. Se lo llevaron hace un mes a operarlo de la cadera. Se cayó del tejado cuando intentaba poner bien unas tejas, y se la rompió.

—¿Y en qué hospital está? —preguntó mamá.

—Pues no lo sé. Lo siento.

—¿Volverá? —le pregunté a la mujer.

—No creo. El hombre necesitará cuidados, digo yo. Y aquí no tiene a nadie. Lo más seguro es que lo internen en algún asilo.

—Lo buscaremos —dijo Eugenio, muy convencido—. Se llama Damián… ¿qué más?

—No lo sé. Nadie lo sabe, si quiere que le diga la verdad. Además, está algo loco, no sé si me entienden —parloteaba la mujer, que tenía muchas ganas de hablar, a pesar del frío y del viento—. Contaba unas cosas de su pueblo…

—¿De Nadie? —quise saber—. ¿Qué contaba?

—Cosas…, cosas raras, historias de mujeres jóvenes que vivían en los manantiales y de una bruja… ¡Qué sé yo! Ya les digo que no anda bien de la cabeza.

«Pues estamos apañados», pensé. Si estaba un poco ido, aunque lo encontráramos, no nos iba a servir de nada.

—También hablaba no sé qué de una niña —siguió contando la mujer.

—¿Una niña? —preguntó mamá, llena de interés—. ¿No se confunde usted, no sería un niño?

La mujer la miró un poco disgustada.

—Señora, quien está mal de la cabeza es el cabrero, no yo. Yo sé muy bien lo que me digo. Hablaba de una niña. De un niño no, porque se ve que en Nadie no había niños. Ni niñas tampoco.

—Entonces, esa niña que dice… —insinuó Eugenio.

—Nada, que se lo inventa. ¿No les digo que está algo loco? Apareció aqui justo después de los aguaceros, hará unos diez años; llegó solo y diciendo todas esas tonterías. Ha intentado volver a Nadie varias veces, pero no se puede.

—¿Y por qué quería volver? —pregunté.

—Decía no sé qué de un cachorro, una cria… Tal vez tenía alguna cabra a punto de parir y le quedó esa idea en la cabeza.

«¡Qué lástima que estuviera enfermo el cabrero!», pensé. A pesar de su locura, podría habernos dado alguna pista, seguro. Había vivido en Nadie hasta el último momento y quizá recordara algo relacionado con Beniche. Pero, por el momento, no sabíamos dónde encontrarlo.

Por si acaso, Eugenio le dio su dirección y su número de teléfono.

—Le agradecería que me llamara si vuelve el cabrero o si sabe algo de él.

—No tenga cuidado, que lo haré.

Volvimos a casa un poco descorazonados, la verdad. Habíamos estado muy cerca de descubrir algo, aunque fuera una pequeña pista, pero al final estábamos casi, casi como al principio.

—Como al principio no —replicó mamá cuando se lo comenté.

—¿Qué quieres decir?

—Ya verás cómo aparece el cabrero y nos dice qué es eso del cachorro.

—¿Y de qué nos sirve a nosotros saber si su cabra estaba a punto de tener un cabritillo?

—Quizá no se refiera a ningún cabritillo. Puede que el cachorro fuera un niño.

Mamá no me quiso decir nada más; pero, al darme las buenas noches, su cara reflejaba una secreta esperanza.

El lunes, Beniche volvió a la escuela.

—¿Cómo te encuentras? —le pregunté en cuanto lo vi.

—Bien, gracias.

Seguía tan poco explícito como siempre, como si le costara encontrar las palabras para expresarse. Miraba y lo observaba todo con mucha atención, eso sí, y también escuchaba, pero no hablaba ni jugaba a nada en la hora del recreo. Muchas veces se pasaba el rato sentado en un rincón y mirando el cielo. Eso si no iba Juanjo a molestarlo, a mofarse de cualquier cosa, de su nombre o de sus ropas.

Por cierto que, aquel lunes, Juanjo se pasó una barbaridad.

Como siempre. Beniche estaba en su rincón, siguiendo con la vista el vuelo de una partida de gorriones que hacían acrobacias desafiando al viento helado. Juanjo se le aproximó despacio por detrás. Lo vi porque, justo en aquel momento, también yo me acercaba para proponerle venir a jugar con Clam por la tarde.

Juanjo llevaba en la mano una botella con agua. Se veía clarísimo que quería echársela por encima a Beniche, aprovechando su distracción. Y con la mañana tan fría que hacía, podía coger un resfriado de padre y muy señor mió.

—¡Beniche! —grité—. ¡Apártate!

El chaval se volvió al oírme, con tan mala pata que Juanjo, quien ya había llegado junto a él, tropezó y le echó el agua por encima con botella de vidrio y todo. ¡El muy bestia!

La botella se rompió y Beniche, al querer parar el golpe, puso la mano y se hizo un pequeño corte. En seguida empezó a salirle sangre, y el profesor que estaba de guardia en el patio, alertado por mis gritos, acudió y lo acompañó a la enfermería.

Al cabo de un rato, cuando ya estábamos otra vez en clase, Beniche llegó con un pequeño vendaje en la mano. Mi madre, que estaba dándonos clase de Lengua, obligó a Juanjo a pedirle perdón públicamente. Le costó lo suyo. Decía que no habia sido intencionado, que le llevaba agua por si tenía sed. ¡Pero qué mentiroso y majadero! ¡Lástima que fuera nuestro delegado de curso!

Al final masculló, muy rápido y bajito:

—Beniche, lo siento.

Y se volvió deprisa a su sitio.

Pero, aunque entonces no entendí el motivo, observé un fugaz destello de satisfacción en los ojos de Beniche.

Durante los días que siguieron, pasaron unas cuantas cosas extrañas.

El martes, Beniche tuvo que ir de nuevo a la enfermería. Esta vez porque Juanjo le dio un pisotón que casi le salta la uña del dedo gordo.

—¡Juanjo! —se enfadó mamá—. ¿Otra vez?

—Ha sido sin querer, señorita, le aseguro que esta vez ha sido sin querer.

El miércoles, Beniche recibió un puñetazo de Juanjo en la cara. También fue a la hora del recreo y, por lo que contaron algunos testigos, Beniche estaba en el centro de una pelea enlabiada entre Juanjo y un par de chavales de sexto.

—¡No me peleaba con Beniche! ¡No me peleaba con Beniche! Él se puso en medio, aún no sé por qué —repetía Juanjo, a punto de llorar, cuando mamá le dijo que ya estaba bien de tanta persecución al pobre Beniche, y que le iban a abrir expediente.

Beniche terminó de nuevo en la enfermería, esta vez con un ojo morado.

El jueves, en la clase de gimnasia, cuando Beniche se disponía a tomar carrerilla para dar un triple salto, se cayó de bruces al suelo y se torció un tobillo. Alguien contó que Juanjo estaba por allí cerca y que le echó la zancadilla. Pero, una vez más, Juanjo aseguró que no había sido él.

Se llevaron a Beniche nuevamente a la enfermería y le pusieron un vendaje en el pie, aunque el profesor que lo atendió dijo que apenas era nada.

El viernes, mamá destituyó a Juanjo como delegado.

—Lo siento, pero me has decepcionado. No te mereces el cargo —le reprochó, muy seria, y nombró en su puesto a Mencía, que hasta entonces había sido la subdelegada.

Pero entonces llegó la sorpresa.

Beniche se levantó de su silla y habló. Y si lo cuento así es porque era tan extraordinario que Beniche dijera tantas palabras juntas, que nadie se lo podía creer.

—Juanjo no tiene la culpa de nada —aseguró muy despacio y mirando fijamente a mamá—. Soy muy torpe y siempre me meto donde no debo. Me sabe mal hacer daño a Juanjo. Lo siento.

—¡Pero qué dices, hombre! —casi se enfadó mi madre—. ¿Acaso no te das cuenta de cómo te trata? La botella de cristal, el pisotón, la zancadilla… Un poco más y esta semana acabas en el hospital.

—Sólo tiene la culpa de lo de la botella y el corte en la mano —insistió Beniche—. De lo otro, no.

Pero, aun así, Juanjo dejó de ser nuestro delegado. Y todos nos quedamos tranquilos.