2. La gata Noche

AL cabo de unos días, mi madre habló con Ramón, y yo estaba presente.

—Creo que voy a citar a los educadores de Beniche —le dijo.

—¿Para qué?

—Quiero saber cómo se comporta en el piso: si estudia, si juega, si se relaciona con sus compañeros.

—¿No va bien en clase? —le preguntó Ramón.

—No es eso.

—¿Pero va bien o no? —insistió el director.

—Ni fu ni fa. Escucha mucho, es muy obediente, pero lee mal y escribe peor.

Ramón no lo entendía o no quería entenderlo. No era por nada de la escuela por lo que mi madre quería hablar con sus educadores. Necesitaba saber más cosas de Beniche, de su vida, de su pasado, de su origen. Sospechaba que había algo extraño en él. No, no lo sospechaba: lo sabía. Lo sabíamos los dos. Beniche había adivinado lo de las galletas del perro. Cuando, a la mañana siguiente, le pregunté que cómo lo sabía, me dijo que Clam se lo había contado. Y lo dijo así, tan tranquilo, como lo de las palomas peregrinas del patio del colegio que se comieron su bocadillo.

—Ramón —empezó a decir mamá con mucha, muchísima, prudencia—, Beniche habla con los animales.

Nuestro amigo Ramón, el director, estaba revisando los turnos de guardia de los profesores para la hora del recreo. Al oír el comentario prudente y bajito de mamá, dejó lo que estaba haciendo y la miró por encima de sus gafas.

—Y yo hablo con la luna cada noche un ratito, antes de meterme en la cama —dijo muy serio—. Claudia, te advertí que anduvieras con cuidado; te lo advertí, ¿recuerdas?

—Una cosa no tiene nada que ver con la otra —protestó ella—. Primero fue con las palomas. Y el otro día, en casa, con el perro.

—¡Claudia, por favor!

—Pues dime, a ver, ¿cómo sabía que le había cambiado las galletas?

—¿Qué galletas? —Ramón ponía una cara de desconcierto que, si no fuera porque aquello de Beniche incluso me asustaba un poco, me habría echado a reír de buena gana.

—Yo no le dije nada y él supo que había cambiado de marca de galletas para perros.

—Seguro que se lo dijiste y ahora no te acuerdas, Claudia. O quizá se lo dijiste tú, Diego.

—Yo no.

Ramón no quiso saber nada más de perros, palomas ni galletas y, con mucho tacto, nos dio a entender que tenía un poco de trabajo.

—Luego hablaremos —dijo.

Después de las clases, yo tenía un rato libre hasta la hora de comer, y me fui a la biblioteca. Tras consultar un montón de libros de geografía y de mapas, di con Nadie. Aparecía, muy chiquitito, en una esquina de una enciclopedia bastante antigua. Leí que era un municipio muy pequeño, con muy pocos habitantes. Por lo que calculé, estaba a unos cien kilómetros de nuestra ciudad, en medio de la sierra del Ocaso, que son unas montañas muy abruptas, de difícil acceso, llenas de cuevas inexploradas y con un rio que las atraviesa de este a oeste. Cerca de Nadie no hay ningún otro pueblo, y es uno de los parajes más inhóspitos y solitarios de toda la región.

Luego, busqué algún libro más reciente que contara por qué y cómo había sido abandonado Nadie. Sólo encontré uno de hacía tres años, y copié los datos que encontré:

«Nadie: municipio del alto valle del Ocaso, rio que nace en la sierra del mismo nombre y que vierte sus aguas en el pantano de Tierraorégano. Rodeado de picos agrestes y bosques sombríos que dificultan la explotación de la tierra, ya sea para la agricultura o para la ganadería. Habiéndose despoblado paulatinamente a causa de las dificultades para establecer medios de vida y de comunicación adecuados, quedó desierto hace siete años, después de un régimen tenaz de lluvias que hizo desaparecer el único camino que conducía hasta él y derrumbó la mayor parte de las viviendas. Los poco más de quince habitantes que aún subsistían en Nadie se trasladaron a otros pueblos de la región. Actualmente. Nadie y la sierra del Ocaso son una zona totalmente despoblada».

Por la noche, ya en casa, le conté a mamá todo lo que había descubierto.

—¿Dónde estarán los antiguos habitantes de Nadie? —se preguntó, muy pensativa—. Quizá si diera con alguno de ellos, podría conseguir detalles de la familia de Beniche. Aunque, ¿por qué no investigan también los responsables de Asuntos Sociales, que son quienes se han hecho cargo del niño? ¿O tal vez se están moviendo ya para esclarecer tanto misterio? ¡Qué dolor de cabeza! Diego, tráeme una aspirina, por favor.

A la mañana siguiente. Beniche no fue a clase.

Por la tarde, mamá llamó al piso donde vivía.

—No es nada, pero parece que está algo resfriado —me contó luego—. ¿Qué te parece si vamos a hacerle una visita?

Al salir de la escuela, compramos un buen trozo de bizcocho de chocolate y una bolsa llena de caramelos de todos los colores.

—Por teléfono me ha parecido que había un montón de críos —se justificó mamá.

El piso de Beniche era amplio, luminoso y agradable. Los muebles, aunque sencillos, estaban bien conservados y llenos hasta los topes de juguetes, de libros, de fotografías y de todo. Por cualquier parte salían niños de distintas edades.

—Ahora son ocho —nos dijo el educador de turno, que se llamaba Eugenio y parecía muy joven—. Pero hay sitio para doce.

Eran niños y niñas sin padres, o con padres con problemas, que no podían atenderlos adecuadamente. Algunos de ellos eran hermanos.

—Siempre que podemos, intentamos mantener juntos a los hermanos —iba explicando Eugenio.

Un niño hada los deberes en la mesa del comedor, ayudado por una de las niñas mayores. Otro lloraba porque no quería ir a la ducha. Había dos que ayudaban a la cocinera a preparar la cena.

—Tal vez todo esto os parezca algo caótico —se disculpaba Eugenio—. Pero hay un orden y siempre…

—Es precioso; de verdad, precioso… —le interrumpió mamá, mirando con cara embobada a aquel revoltijo de niños.

Y yo, que me la conozco y no quería llegar a casa con ocho niños más a cenar, dije rápidamente:

—¿Dónde está Beniche? ¿Podemos verlo?

—Está en su habitación, venid.

Beniche estaba acostado, hojeando un libro con muchas ilustraciones. En su habitación había otras tres camas que en aquel momento estaban hechas y desocupadas.

—¿Beniche? —dije.

—¡Diego! —exclamó.

Y me alegré de verdad, porque parecía que estaba realmente contento de verme.

—¿Qué le pasa a mi Beniche? —preguntó mamá, acercándose a la cama.

—No sé —dijo él.

—No tiene fiebre ni nada —explicó Eugenio—. Pero por la mañana lo hemos llevado al médico y dice que tal vez sean unas anginas a punto de salir.

—Nada, nada. Le dais un poco de leche caliente con mucha miel y, en dos días, a la escuela otra vez —dictaminó mamá.

Entonces, algo se movió por debajo de las sábanas. Y, en unos segundos, asomó la cara de un gato. ¡Un gato de verdad!

—¡Beniche! —se enfadó un poco Eugenio—. Te dije que en la cama no.

—Yo no he sido. Ha subido ella.

Era una gata preciosa, toda negra, con un pelo suave y brillante y un par de ojos amarillos que parecían mirarlo y saberlo todo.

—Se llama Noche —dijo Beniche.

—La encontró perdida en la calle y nos la trajo —comentó Eugenio—. No pudimos negarnos porque, además, es muy limpia. Se ha convertido en la mascota de los chicos, aunque a quien prefiere es a Beniche.

Nos quedamos un rato en la habitación, contándole cosas de la escuela y de Clam. Mamá le habia llevado unos cuantos ejercicios y le explicó cómo se hacían.

—Si te encuentras bien, los haces y, si no, no. ¿De acuerdo?

—Si.

Nos despedimos de Beniche y de todo el mundo. La cocinera intentaba explicar a los chicos que el bizcocho y los caramelos que les habíamos llevado eran para después de cenar.

Eugenio nos acompañó hasta la puerta. Una vez en el rellano, mamá le comentó que Noche era preciosa. Entonces me pareció que Eugenio quería contarnos algo, pero que no sabía por dónde empezar.

—¿Pasa algo? —se alarmó mi madre—. ¿Está más enfermo de lo que nos has dicho?

—No, no, no es nada de eso… Sólo que, en fin, no sé si vais a pensar que estoy loco o qué, pero…

—Habla de una vez, hombre —se impacientó mamá.

—Ya que he visto que os tiene tanta confianza… El otro día yendo a vuestra a casa y hoy, en fin, vuestra visita, que parece que le ha alegrado mucho… Esto es bueno para Beniche. No tiene a nadie. Le va bien hacer amigos como vosotros.

—Es que es un encanto —alabó mamá.

Eugenio calló de pronto. Y cuando habló de nuevo, fue para decir de corrido:

—Beniche habla con Noche y se entienden. Lo he comprobado mil veces. Es asombroso.

Nos contó lo de Noche creyendo que íbamos a tomarlo por loco.

—Se lo he dicho a poca gente —comentó—, y todos me han insinuado que estoy como un cencerro. Pero yo lo he visto con mis propios ojos y lo he oido con mis propias orejas. Beniche le dice: «Noche, ¿dónde está mi libro de lectura, que no lo encuentro?». Y la gata va, lo encuentra y se lo lleva. El otro día, el pobre animal no comía ni nada. Estaba echada en un rincón del comedor y daba pena. Beniche se acercó, estuvo un rato junto a ella y después me dijo: «Eugenio, a Noche le duele una muela, dice que le demos un calmante». Y yo le hice una infusión de tomillo, que he oído que va muy bien para las infecciones bucales.

—Va de maravilla —dijo mamá, como si hacer una infusión de tomillo para un gato fuera la cosa más normal del mundo.

Eugenio estaba un poco desconcertado.

—¿No os sorprende que Beniche hable con su gata? —nos preguntó al ver que no poníamos cara rara ni nada parecido.

—Hombre, después de haberlo visto hablar con las palomas del patio de la escuela y con nuestro perro, la verdad, no, no nos sorprende nada —repuso mamá.

—Es tan especial ese crío… —murmuró Eugenio—. Es como un misterio.

—¿No sabes de dónde viene? —preguntó mamá.

—Nadie lo sabe. Lo encontraron en la calle poco antes de Navidad. Iba descalzo y muy andrajoso. Apenas hablaba. Sólo traía consigo un papel con su nombre y un dibujo.

—¿Un dibujo? —exclamamos mamá y yo al mismo tiempo. No sabíamos nada de aquel dibujo, sólo del papel con el nombre.

Eugenio se metió de nuevo en el piso y, al cabo de un rato, volvió a salir con un papel tan amarillento como en el que estaba anotado el nombre de Beniche.

—¿Qué es? —pregunté al verlo.

Parecía hecho por alguien que no dominaba muy bien la técnica del dibujo, tal vez un niño pequeño, muy pequeño, o, por el contrario, alguien muy mayor. Unos cuantos palotes torcidos trazaban una especie de cuadrado con una cruz en medio. Delante había como unas cajitas pequeñas con ruedas.

—Y Beniche, ¿qué cuenta de esto? —preguntó mamá.

—Nada. Pero lo he visto enseñándoselo a Noche —contestó Eugenio.

Antes de irnos, nos contó que alguien del Ayuntamiento, juntamente con la policía, había estado investigando de dónde podía haber salido Beniche. Pero se ve que descubrieron que Nadie estaba deshabitado desde hacía mucho tiempo, y no encontraron más pistas del chico en ninguna parte.

Nos despedimos de Eugenio con la sensación de que Beniche ocultaba un gran secreto, tan grande que le era imposible compartirlo.