7. Buscando a Brisa
EUGENIO y yo nos fuimos al comedor. Eran cerca de las siete y, a través de las ventanas, veíamos caer la lluvia. La calle estaba casi desierta, sólo unos cuantos coches circulaban con las luces encendidas. El farol de la esquina estaba apagado.
—¿Quieres un poco de chocolate caliente? —me ofreció Eugenio.
Sin esperar mi respuesta, se fue a la cocina y oí cómo trasteaba un rato. Después volvió con un par de tazas de chocolate humeante y una fuente de bizcochos.
—Toma…
Me venía de perlas aquella merienda caliente y dulce. Y es que, después de oír a Beniche, me había quedado una extraña sensación. Me sentía algo descorazonado, triste, impotente. Quería encontrar a Brisa y acompañarla hasta Nadie para hacer feliz a Isla, aun sin conocerla. Era como si la historia de Beniche fuera algo mía también. No conocía Nadie, ni la sierra del Ocaso, ni el puente chico, ni el pequeño cementerio donde dormían los padres de Beniche, tampoco el pino que daba piñas para encender el hogar de Encino, pero cerraba los ojos y lo veía todo como si estuviera allí mismo. Y también veía a la vieja Isla; a la Niña Azul, que no quería hacerse mayor y a aquellas mujeres del manantial que buscaban peces para mis amigos…
—¡Diego! —exclamó Eugenio—. Que se te derrama el chocolate.
Tenía en la mano un bizcocho que goteaba encima del mantel.
—Lo siento.
—Come, anda.
Eugenio también parecía desconcertado.
—¿Qué haremos? —le pregunté—. ¿Lo acompañaremos a Nadie o buscaremos a Brisa?
—No corras tanto, Diego. Beniche nos ha contado todo eso, pero no sabemos si es cierto.
Me quedé asombrado. ¡Eugenio dudaba! ¡Eugenio no se creía nada de la historia de Beniche!
—¿No le crees? —quise saber, un poco enfadado por su desconfianza.
—No es eso. Es que se trata de una historia tan…, tan irreal, tan mágica… No sé, Diego, no sé…
—No costaría nada ir hasta allí y buscar a esas personas que dice. Hablaríamos con ellas y seguro que entonces sabríamos dónde encontrar a Brisa.
—No se puede llegar a la siena del Ocaso —opuso Eugenio.
—Pero Beniche conoce el camino.
—Tal vez sólo crea que lo conoce.
—Qué quieres decir, ¿que se lo ha inventado todo? Pero ¿para qué? ¿Qué sacaría Beniche de contar todo eso si no fuera verdad?
Me iba alterando por momentos, y Eugenio se dio cuenta.
—A veces —empezó a decir muy despacio—, suplimos con la fantasía los vacíos que tenemos en nuestra vida. Un niño abandonado, sin afecto, sin nadie a quien querer, puede inventarse una historia así para no sentirse tan solo. ¿Me entiendes, Diego?
—Sí, creo que sí.
Yo también, a veces, cuando antes de dormirme pensaba en mi padre, imaginaba que nos encontraríamos a la mañana siguiente, que me acompañaría a la escuela como antes hacia y que, por la tarde, iríamos a pasear por el parque con Clam, los dos solos, los dos juntos, y echaríamos comida a las palomas. Imaginaba también que en verano viajaríamos a la playa, como hacíamos todos los veranos antes de aquel absurdo accidente de coche que se lo llevó para siempre. Y que jugaríamos entre las olas de aquella playa de arena blanca y caliente. Y que luego, en Navidad, montaríamos juntos el árbol y le pondríamos muchas, muchísimas luces.
—Ya te entiendo —le dije luego.
Yo tenía a mi madre y nos queríamos con locura. Pero era cierto que había un vacio muy grande en nuestras vidas.
—Beniche sólo tiene un papel con su nombre y el nombre de Nadie, un dibujo y ese relato tan fantástico —prosiguió Eugenio, muy pensativo—. No tiene nada más.
Acabé de tomar los bizcochos y el chocolate, y entonces me dijo:
—Vete a casa. Diego, y no te preocupes por Beniche, que todo se arreglará. Ya lo verás.
Cuando llegué a casa, debía de tener una cara muy rara porque mi madre, nada más verme, se alarmó.
—¿Te has resfriado, Diego? Estás pálido y tienes los ojos brillantes.
—No.
—¿Acaso te has peleado con Beniche?
—¿Con Beniche? No, no.
—Entonces, ¿qué te pasa?
Me vinieron ganas de abrazarla fuerte, muy fuerte. Y lo hice.
—¡Diego! —Mi madre no estaba acostumbrada a aquellos arrebatos de ternura. Me hacía mayor, y no sé qué nos pasa cuando nos hacemos mayores, que cada vez nos cuesta más hacer cosas de ésas.
—Echo de menos a papá —suspiré.
—Ya lo sé, cielo. Yo también.
Me separé un poco de ella y la miré a los ojos.
—¿Tú te montas películas con papá? —le pregunté a bocajarro.
Y la mujer se asustó, claro, porque, ahora que lo pienso, mi pregunta fue la mar de estúpida.
—Quiero decir si sueñas que vuelve y que nos vamos los tres de paseo, o de viaje; no sé, si a veces piensas que su ausencia es sólo temporal y que cualquier día, cuando menos lo esperemos…
—Diego —me interrumpió mamá con mucha decisión, pero también con mucha ternura—, papá no volverá. Pero eso no quiere decir que no lo recordemos cada día, cada momento. Hagamos lo que hagamos, estoy convencida de que está siempre con nosotros.
—No me entiendes —protesté.
—Creo que sí —dijo—. Pero explícame lo que te pasa, anda.
—Es Beniche.
Y se lo conté todo. También le dije que Eugenio dudaba de su relato y sospechaba que tal vez todo fuera pura invención suya para no reconocer que estaba solo en el mundo.
Creí que mamá se lo tomaría igual que Eugenio, que también dudaría y todo eso; pero, ante mi sorpresa, empezó a preguntarme cosas muy concretas:
—¿Y hablaba de mujeres del agua y de una bruja?
—Sí.
—¿Y de una niña?
—Sí, también de una niña.
Mi madre se estaba alterando por momentos. Paseaba por el Comedor de un lado a otro, repetía mis palabras, se hacía preguntas, se contestaba a sí misma, miraba por la ventana, volvía a mi lado, retocaba la posición de un cuadro torcido, se mordía las uñas, arreglaba nerviosamente el ramo de margaritas y claveles que tenía encima de la mesa… Y de pronto se paró, me miró fijamente y me dijo:
—Diego, tal vez Beniche no se invente nada. ¿Recuerdas lo que nos contó aquella mujer de Cinabrio? Decía que el cabrero suele hablar de una bruja, de mujeres jóvenes que viven en los manantiales, de una niña… ¿Lo recuerdas. Diego? —Yo asentí con la cabeza—. Tenemos que encontrar a este tal Damián, cueste lo que cueste. Aunque esté loco, su historia puede reforzar la de Beniche. Y también tendríamos que ponernos a buscar a Brisa —añadió—, la hermana de la bruja Isla.
—Pero no sabemos en qué ciudad está, y el país es muy grande —repliqué.
—Lo intentaremos.
Y a la mañana siguiente no, porque era domingo, pero el lunes muy temprano, antes de irnos a la escuela, mamá llamó al Colegio de Médicos. Les contó por encima una historia muy verosímil, inventada pero creíble, de una pariente lejana a la que tenía que encontrar urgentemente. Sabía de ella que era médico y ejercía en algún hospital de algún sitio. Y que sólo conocía su nombre: Brisa.
—Será difícil, señora —le contestaron, al parecer, desde el otro lado del teléfono.
—Les pagaré lo que sea.
—No se trata de eso. Es que, con unos datos tan escasos, tal vez nos lleve mucho tiempo. Y ello contando con que la encontremos, que no está nada claro.
—Pero ¿lo intentarán?
—Lo intentaremos, si.
Cuando le contamos a Eugenio que seguíamos la pista de Brisa, él no se manifestó muy conforme.
—A mí me parece que la historia de Beniche tiene muchos puntos oscuros —argumentó—. Y no creo que, siguiéndola, le hagamos un bien al chico. Tal vez seria mejor que, poco a poco, fuera olvidándose de todo eso y nosotros lo ayudáramos a crecer en un mundo más real. Con el tiempo superará esas fantasías. Será lo mejor para todos, especialmente para él.
Pero mamá y yo no compartíamos su punto de vista. Por ello decidimos seguir adelante.
Le conté a Beniche que mamá estaba buscando a Brisa.
—Y si no la encuentra, ¿iremos a Nadie? —me preguntó muy esperanzado.
—La encontrará, ya lo verás.
Con mis palabras esperanzadas. Beniche se tranquilizó un poco. No volvió a simular más accidentes ni enfermedades, y parecía más atento en clase.
Entre tanto, mi madre no paraba de dar la lata a los del Colegio de Médicos.
—¿No han encontrado a mi pariente todavía?
—No, señora. Lo sentimos mucho, pero no se apure, que seguimos buscando.
Además se pateó por su cuenta todos los hospitales, clínicas y pequeñas residencias sanitarias de las ciudades y pueblos de, por lo menos, cien kilómetros a la redonda. Más no, porque no daba abasto.
—¿No tendrán ahí, por casualidad, una doctora que se llame Brisa?
—No, no, señora.
Y asi pasamos todo un mes, visitando aquellos sitios los sábados, los domingos e incluso las tardes de algún día entre semana.
Hasta que un sábado por la mañana, en la residencia de ancianos de un pueblo de la comarca, después de oír por enésima vez que allí no había ninguna doctora Brisa, cuando ya casi nos metíamos en el coche para irnos, se nos acercó un anciano.
—Yo sé dónde está Brisa —dijo con una sonrisa pícara bailándole en sus pequeños y lacrimosos ojos.
—¿La conoce usted? —preguntó mamá muy agitada—. ¿Dónde está? ¿Dónde podemos encontrarla?
—En Nadie.
Y nos quedamos de piedra.