1. Palomas peregrinas
UNA vez tuve en mi clase un compañero muy especial. Se llamaba Beniche.
Beniche no tenía amigos, porque había llegado después de las vacaciones de Navidad y, además, era algo huraño y esquivo. O eso, al menos, me pareció al principio, porque apenas hablaba con nadie.
Ramón, que entonces era el director de la escuela, le había dicho a mi madre, poco antes de terminar el primer trimestre:
—Claudia, tendrás un alumno nuevo en enero. Me han llamado de Inspección para que lo acojamos, pero no tiene papeles ni nada.
Y es que mi madre es maestra, y justo en aquel año le tocó de tutora en mi clase, la de quinto.
—¿Qué quiere decir que no tiene papeles? —preguntó, un poco asombrada—. La cartilla de la última escuela, el certificado de vacunas, el de nacimiento… Algo tendrá, digo yo.
—No tiene nada.
—¿Nada de nada?
—Un papel amarillento en el que pone que se llama Beniche y que nació en Nadie.
—¿Dónde está eso?
—Ahora, en ninguna parte. El pueblo de Nadie fue abandonado hace diez años. Beniche nació allí y, al cabo de poco, debió de marcharse como todos sus vecinos.
—¿Y dónde ha vivido mientras tanto?
—Es un misterio. Lo encontraron en la calle, solo, hace unas semanas. De momento, vive en un piso tutelado.
—¿No tiene familia?
—No se sabe.
—Pero él, ¿qué cuenta?
—Nada.
Los primeros días, Beniche no jugaba con nadie a la hora del recreo. Nadie, tampoco, iba a llevarlo o a buscarlo a la escuela. Siempre iba solo.
—Diego —me dijo mi madre un día—, ayúdale un poco, ¿quieres?
Ahora, cuando han pasado ya más de diez años de todo aquello, recuerdo a Beniche y me pregunto qué pensaría al principio de todos nosotros aquel chaval larguirucho cuya historia, cuando fuimos conociéndola a pedazos, nos llegó muy dentro. A pesar de su aspecto solitario y taciturno, emanaba ternura, muy especialmente de su mirada, de un azul intenso, como de cielo de marzo.
Pero todo este derroche de ternura secreta no fue comprendido por nadie hasta después de unos meses. Y, entre tanto. Beniche pasaba por ser un crío raro.
Ya desde el primer día que puso los pies en la clase, fue el blanco de las burlas de unos cuantos.
—¡Beniche, caniche, boliche, que se chinche! —le gritó Juanjo al conocer su nombre.
Juanjo había sido elegido delegado de curso aquel año y nunca entendí por qué. Era presumido, orgulloso, mal compañero, mentiroso y cobardica, de esos que tiran la piedra y esconden la mano. Me sabe mal hablar así de alguien que fue compañero mío y alumno de mi madre. Pero es la pura verdad. Y mi madre pensaba lo mismo.
—Juanjo —le advirtió—, Beniche necesita vuestra amistad y vuestro apoyo. Viene de lejos y no conoce a nadie.
—Pues peor para él —le contestó Juanjo, y él y sus compinches se echaron a reír.
—¿Qué quiere decir Beniche, señorita Claudia? —preguntó Mencía, que era una niña algo tímida, no muy agraciada, pero con muy buena cabeza para los estudios.
—Aunque no lo sabemos, es un nombre muy bonito —contestó mi madre—. ¿No es verdad, Beniche?
Beniche la miró con aquellos ojazos casi transparentes, e hizo que sí con la cabeza.
—Beniche es un boliche. Beniche es un boliche —empezó a canturrear de nuevo Juanjo en voz baja.
Y, al cabo de nada, la mayoría coreaba el estribillo.
—¡Basta ya! —gritó mi madre.
Y nos hizo abrir rápidamente el libro de Historia.
Los primeros días que Beniche pasó en la escuela, debieron de parecerle una auténtica tortura. A pesar de los esfuerzos de mi madre para que hiciera amigos, nadie se acercaba a él si no era para burlarse de su nombre o de su aspecto. Porque Beniche era uno de los más altos de la clase, con unos pies grandotes enfundados en unas zapatillas que parecían dos barcos veleros. Era delgado como un farol y la ropa le quedaba corta. Sus pantalones dejaban al descubierto unos tobillos huesudos y torcidos. Las mangas de su jersey apenas le cubrían los codos y, por debajo, le salían los puños de una camisa vieja y descolorida. Tenía el pelo muy rubio, corto por detrás pero largo por delante, con un flequillo que él mismo, cuando se acordaba, se recogía detrás de las orejas. Si no lo hacia, parecía mirar a través de una cortina, como si se escondiera.
Cuando mi madre o yo mismo le preguntábamos cualquier cosa, respondía con una voz apagada, como de susto. En clase, me di cuenta de que escuchaba con muchísima atención; pero, si se le preguntaba algo sobre lo que se había estado explicando, no respondía.
Nunca protestaba por nada. Ni siquiera cuando Juanjo le cogía el bocadillo del desayuno y lo desmigajaba por el patio para que se lo comieran las palomas. Cuando mi madre se enteró, castigó a Juanjo sin recreo durante dos semanas. Pero fue peor todavía. Porque más tarde supimos que Juanjo, un día, esperó a Beniche a la salida de la escuela, le quitó la cartera y la arrojó a la fuente de la plaza. A la mañana siguiente, Beniche tenía los libros y las libretas tan arrugados que parecían salidos de un vertedero de basura.
Quizá fuera por este incidente, o quizá fueron sus ojos, su mirada tan especial, entre el desconcierto y un cierto dolor, que mi madre y yo adivinábamos profundo y secreto, por lo que un día nos lo llevamos a casa.
—¿Quieres conocer a nuestro perro, Beniche? —le había preguntado mamá.
—Antes tengo que llamar al piso.
—Pues llama.
Fuimos al despacho del director, y, mientras Beniche llamaba, oi que Ramón le decía a mi madre:
—Claudia, ten cuidado.
—¿Qué quieres decir?
—Que te conozco.
—Sólo le enseñaré el perro.
—Ya.
Ramón conocía a mi madre desde hacía muchísimo tiempo y sabía que no le importaba nada, al contrario, preocuparse más de la cuenta por niños como Beniche. Luego, sufría por ellos y lo pasaba fatal. Creía que ella sola podía arreglar el mundo y cuando veía que no, que le era imposible, se hundía.
Ramón, que además de ser el director era un buen amigo nuestro, me dijo una vez que, si mamá hacía todo aquello, era para sentirse más útil y olvidarse de su dolor. Y es que hacia cinco años que papá había muerto en un accidente de tráfico y ella aún tenía la pena muy viva. Casi, casi como yo.
—No deberías preocuparte tanto por la vida de los demás —le decía Ramón aquella tarde en que habíamos decidido enseñarle el perro a Beniche—. Tienes que mirar más por ti misma.
—¿Y qué tiene eso que ver con Beniche?
—Tú sabrás.
Metimos al niño en el coche, después que le dieran permiso desde el piso, y mamá le preguntó si quería merendar.
—Podemos pararnos en cualquier panadería.
—No, gracias.
—¿Por qué dejabas que Juanjo te cogiera el bocadillo? ¿Por qué no te oponías? —le preguntó mamá al cabo de un rato.
—Las palomas tenían hambre.
—Las palomas siempre encuentran algo para picotear —repliqué yo—. No necesitaban tu bocadillo para nada.
Beniche miró unos instantes por la ventanilla del coche y después dijo:
—Aquellas palomas no eran como éstas —y señalaba unas palomas grises, callejeras, que revoloteaban ante la fachada de una iglesia—. Aquéllas venían de lejos. Eran palomas peregrinas.
Y lo dijo con mucha seguridad.
—¿Cómo lo sabes? —le pregunté, algo asombrado por aquella respuesta tan categórica.
—Porque me lo dijeron.
—¿Quién?
—Las palomas.
Llegamos a casa y, asi que hube abierto la puerta, el perro se abalanzó sobre mí como siempre. Pero en seguida se dio cuenta de que había alguien más. Olfateó a Beniche de arriba abajo y le lamió la mano.
—Le gustas —le dije.
—¿Cómo se llama?
—Clam.
—¿Qué significa?
—Nada en concreto. Resulta de unir Claudia y Martín.
—¿Quién es Martín?
—Mi padre.
—¿Y dónde está? —preguntó, mirando por todos lados.
—Se murió.
Y se me hizo un nudo en el estómago, como siempre que hablaba de papá. Creo que Beniche se dio cuenta, porque me dijo muy serio:
—Yo tampoco vivo con mis padres.
—¿Quieres hablarme de ellos? —aprovechó mamá, pensando que tal vez quisiera contarnos algo que aún no había contado a nadie.
—No —contestó, y se fue corriendo a jugar con Clam.
Pasamos una tarde muy hermosa.
Beniche y yo jugamos mucho rato con el perro, lanzándole juguetes que luego él nos devolvía. Más tarde, mamá nos pidió que la ayudáramos a hacer un pastel, y Beniche se divirtió de lo lindo amasando la harina, la mantequilla, los huevos, el azúcar. Después vimos un poquito la televisión, mientras nos comíamos un buen trozo de tarta.
Poco a poco, oscurecía. Nos daba pena tener que llevar a Beniche al piso. Aunque no lo dijéramos, mamá y yo estábamos a gusto con él y nos dábamos cuenta de que también él se sentía feliz.
Y había algo más: yo quería conocer cosas sobre Beniche, sobre su vida, su familia, su pueblo. En varias ocasiones había intentado que me contara algo, aunque fuera un pequeño detalle. Pero era inútil.
—Vine de lejos —decía solamente, si mi curiosidad me llevaba a preguntarle sobre cuándo y cómo había aparecido en la ciudad.
Hacia las ocho, lo acompañamos al piso.
—¿Quieres que suba? —le preguntó mamá, una vez que llegamos ante su casa.
—No hace falta, gracias.
—¿Volverás otro día?
—Sí.
Bajó del coche y desapareció rápidamente en el portal. Pero volvió a salir corriendo.
—¡Claudia! —gritó.
—¿Qué sucede, Beniche?
—A Clam no le gustan las galletas que le compras ahora. Prefería las otras.
Nos quedamos de piedra. ¿Cómo sabía Beniche que mamá había cambiado las galletas del perro?
—Dice que son demasiado dulces —añadió.
Y desapareció de nuevo.