9. La isla de ningún mar

LA llamada telefónica era del Colegio de Médicos. Una tal doctora Brisa había ejercido la medicina en un pueblo pequeño, no muy lejos de allí. Hacía al menos veinte años que se había retirado, por eso no la encontraban.

—Se ve que ya es muy mayor. Sigue viviendo en el pueblo, pero apenas sale de su casa. Tengo la dirección. El sábado iremos a hacerle una visita —me dijo mamá muy animada.

Entre tanto, Beniche volvía a impacientarse.

—Me lo prometiste —no paraba de decirme—. Me prometiste que me acompañarías a Nadie si no encontrábamos a Brisa.

—Vamos a ir, Beniche, de verdad —le aseguraba yo.

—¿Cuándo?

—Pronto.

—¿Mañana?

—Pronto, pronto.

No le dije que habíamos encontrado a Brisa. Mamá me había aconsejado que no le contara nada hasta no haber hablado con aquella mujer.

El sábado, muy temprano, mamá y yo nos fuimos al pueblo donde vivía Brisa. Por el camino vimos muchos cerezos en flor.

—Es la primavera, ¿no la hueles? —me decía mamá, que estaba exultante.

—Mamá, tranquila —le aconsejé—. A lo mejor. Brisa no se acuerda de nada o no es la mujer que buscamos.

—Lo será, ya verás como lo es.

El pueblo de Brisa se desparramaba por una llanura recoleta, a la orilla de un rio de aguas tranquilas. Estaba rodeado de frutales y de huertas bien cuidadas. Las casas eran blancas, de planta baja, con jardincillos cercados por vallas de madera. En medio del pueblo se alzaba el campanario de la minúscula iglesia. Las calles estaban empedradas y había geranios rojos por todas partes, pese a que casi era invierno todavía. En las afueras del pueblo vimos un inmenso convento, rodeado por una alta pared de piedra por encima de la cual asomaban las ramas de, por lo menos, una docena de mimosas en flor.

—¡Qué preciosidad! —exclamó mi madre.

Tanto el pueblo como el paisaje que lo envolvía parecían sacados de un libro de cuentos.

Todo era demasiado bonito, demasiado irreal, pensé. Y, por unos momentos, me pareció que toda la historia que estábamos viviendo era también irreal.

Preguntamos por Brisa a unos hombres que estaban sentados en un banco de la plaza, y nos señalaron una casa en el extremo de una calle, junto a las huertas.

—Si la primera vez no contesta, vuelvan a llamar —nos dijeron—. Es muy anciana y no oye bien.

Pero no tuvimos que llamar ni nada, porque estaba afuera, en el jardín, regando unas violetas. Un gatito siamés le seguía los pasos y jugaba con las lagartijos, que, algo adormecidas aún por el sueño hibernal, empezaban a asomarse por las grietas de la fachada.

—Buenos días —la saludó mamá desde el otro lado de la valla.

—¿Le gustan las violetas? —preguntó la anciana con voz muy dulce.

—Me encantan.

Ella dejó la regadera en el suelo y se acercó a nosotros.

—¿Qué desean?

Tenía el pelo todo blanco y unos cuantos mechones se le escapaban por debajo de una gorra azul. Iba vestida con unos tejanos anchos y un jersey negro con tachuelas de colores. Era muy delgada y bastante alta. Pese a su edad avanzada, lucía un aire juvenil muy simpático.

—¿Es usted la doctora Brisa?

—Para servirla.

—Nos gustaría hacerle unas preguntas.

—¿Preguntas? ¿Sobre qué?

—Sobre Isla.

Entonces nos miró con dureza. Me sorprendió mucho aquel cambio de actitud.

—¿Una isla de qué mar? —preguntó disimulando.

—No es una isla de ningún mar —replicó mamá—. Es una mujer llamada Isla.

—No sé de qué me habla. Y, si me disculpan, tengo trabajo.

E hizo ademán de retirarse.

—¡Espere, por favor! —exclamé—. Tal vez la felicidad de un niño dependa de lo que usted nos cuente.

La mujer reflexionó un momento y volvió hacia nosotros.

—No los conozco de nada, no sé quiénes son, no sé qué pretenden —nos espetó con voz de reproche.

—Ya se lo ha dicho mi hijo —la interrumpió mamá—. Estamos buscando el origen de un niño, de Beniche.

—No conozco a ningún Beniche.

—Nació en Nadie y lleva meses buscándola.

—¿A mí? ¿Para qué?

—Porque Isla quiere verla.

La anciana miró al cielo y suspiró profundamente. El gatito siamés se frotaba contra sus piernas.

—¿Oyes esto, Bicho? —le preguntó, agachándose para acariciarlo—. Isla quiere verme. Tiene gracia.

Luego, se volvió hacia nosotros y su mirada me dio un poco de miedo.

—¿Con qué derecho vienen aquí a meterse en mis asuntos, a recordarme cosas de mi vida que ya tenía olvidadas?

Mamá y yo nos miramos sin saber qué decir.

—Las personas, un día, cogen el camino que más les conviene, ¿no es cierto? —prosiguió—. Pues yo, una vez, decidí dejar todo aquello porque me ahogaba, a pesar de saber que nunca más podría volver.

—Pero Nadie no desapareció hasta hace diez años —replicó mamá—. Usted pudo volver tantas veces como quisiera, si se lo hubiese propuesto.

—Se ve que no conoce a Isla —respondió Brisa.

—¿Qué quiere decir?

Entonces la mujer, después de dudarlo unos instantes, nos invitó a entrar en su casa.

—Siéntense… ¿Quieren tomar algo?

—No, gracias.

Ella se sentó en una butaca tapizada de terciopelo verde. A través de las ventanas, sin cortinas, podíamos admirar el paisaje casi primaveral del entorno. La salita donde estábamos era muy sobria, sin demasiados muebles ni cuadros. Había un agradable aroma a limpio y a fresco.

El gato se acurrucó en el regazo de la anciana y no se movió mientras su ama nos narraba su extraordinaria historia.

Isla y Brisa habian nacido en Nadie hacía muchísimos años: Brisa, ochenta y dos; Isla, casi noventa. Se criaron con su abuelo, porque sus padres habían muerto cuando ellas eran unas chiquillas. El abuelo fue quien les enseñó los secretos de las plantas, el lenguaje del viento y de los animales, el conocimiento de la vida en los bosques.

—Era medio brujo —recordaba Brisa— y sabía hacer pociones mágicas, que aprendía de unos libros que había heredado de su padre y éste del suyo y asi hasta seis generaciones, que nosotros supiéramos. A Isla le gustaba imitarlo, pero a mi no. Yo quería huir de aquel lugar tan solitario, tan apartado de todo, donde apenas llegaba nunca nadie de fuera. Quería conocer a jóvenes de mi edad, ciudades bonitas; quería divertirme, trabajar y estudiar. También quería curar a la gente, pero de otra manera. Y, un día, me fui. Al cruzar el puente, Isla, que no quería que me marchara, me gritó: «¡Nunca más podrás volver!». Y me echó un maleficio.

—Pero eso es imposible —opuso mamá—. Esas cosas no suceden.

—Cuando todavía era joven, intenté volver varias veces —siguió contando Brisa sin hacer caso del comentario de mi madre—; no para quedarme, pero sí para visitar a mi hermana. A pesar del rencor que ella mantenía hacia mí por haberla abandonado, yo sentía deseos de volver a verla y abrazarla, de abrazar al abuelo, de ver el pueblo donde había nacido y crecido, a las gentes que vivían en él. Pero, el primer día que lo intenté, se me estropeó el coche y tuve que darme la vuelta. Otro, me rompí una pierna al cruzar el río. Y en otra ocasión, me mordió un gato salvaje cuando ya estaba a punto de llegar. Quedé sin sentido, del dolor y de la sangre que perdí. Cuando me desperté, estaba en un hospital. Entonces decidí que, si Isla no quería verme, no me vería. E hice todo lo posible para olvidarla.

Brisa cerró los ojos y suspiró profundamente.

—Años más tarde —dijo al cabo de unos instantes—, me enteré de lo de la inundación y supe que Nadie había desaparecido a causa de la crecida de las aguas. Supuse que Isla había muerto en ella, porque no estaba entre los supervivientes.

Nos miró con la misma dureza que hacía un rato en el jardín.

—¿Y ahora dicen que todavía vive y que quiere verme? —preguntó con severidad—. No me lo creo.

—Se ve que sus remedios ya no curan tanto como antes. También tiene miedo de morirse. Un día, Encino se puso enfermo y no sabía qué darle —le explicó mamá.

—Encino… —murmuró Brisa—. Mi buen Encino.

—¿Lo conoce?

—Era carbonero en la sierra. Cuando me fui, aunque era casi un niño todavía, ya trabajaba como un hombre. Creí que también estaba muerto.

Entonces mamá le contó lo que sabíamos. Que, después de la inundación, sólo Isla. Encino, la Niña Azul y Beniche se quedaron en la sierra, olvidados de todos, junto a las mujeres del agua.

—¿Qué mujeres? —preguntó Brisa, sorprendida.

—Unas que llegaron con la avenida de las aguas.

—A ésas no las conocí.

—¿Y a la Niña Azul? —pregunté yo.

—Sí, a la Niña Azul, si. No me digan que todavía vive.

—Damián el cabrero nos dijo que sí —le respondió mamá.

—¡Damián, el cabrero! —exclamó—. ¿También se quedó en la sierra?

—No, está en un asilo.

—Damián pretendía casarse conmigo —recordó Brisa—. Le dije que, si tanto me quería, me acompañara a la ciudad, que juntos emprenderíamos una nueva vida. Me respondió que no, que no quería abandonar a sus cabras. Ya lo ven: prefirió a sus bestias antes que a mí.

Y se echó a reír.

—No me arrepiento de nada —declaró tras una pausa—. Sólo me sabe mal que Isla no entendiera mis deseos de encontrar otra clase de vida.

—Ahora puede volver y abrazarla de nuevo —le dije.

Brisa no respondió en seguida.

Lentamente, se levantó y fue hasta la ventana.

—¿Es feliz allí arriba? —preguntó luego.

—Beniche dice que sí —contesté.

Brisa suspiró. Con la punta del dedo índice, dibujó algo invisible en el cristal de la ventana.

—Mi hermana es una isla de ningún mar —dijo sin volverse—. Le ha tocado vivir en un tiempo de incomprensión. Pudo haberse adaptado al mundo, como yo, aprovechando nuestros conocimientos y nuestros poderes, pero no quiso. De todas formas, me alegra que haya sido feliz en su refugio.

Cuando volvió la cabeza y nos miró, dos lágrimas asomaban en los ojos de la anciana.