5. Un montón de medicinas
EL sábado amaneció lluvioso y muy frío. Mamá no se levantó hasta cerca del mediodía, y yo me entretuve dibujando, que era, y es todavía, una de mis grandes pasiones.
Poco antes de comer, me llamó Eugenio.
—Hola, Diego —me dijo—. ¿Tienes algún plan para esta tarde?
—Pues no.
—Beniche dice que si quieres venir un rato. Le hemos regalado un juego de estrategia, pero los otros niños han salido y no tiene con quién jugar.
—De acuerdo.
Hacia las cinco, me presenté en el piso. Sólo estaban Beniche y Eugenio.
—Yo tengo que estudiar para un examen que me han puesto el lunes —dijo Eugenio—. Estoy en segundo de Derecho y no me puedo rezagar. Si me disculpáis…
Y se encerró en una salita de estudio que había junto al comedor.
—Vamos a mi habitación —me dijo Beniche.
—¿Dónde están los otros? —le pregunté.
—Fuera, de paseo.
—¿Y por qué no has ido tú?
—Quería jugar contigo.
Me enseñó el juego de estrategia y empezamos a jugar. La gata Noche dormía a los pies de su cama. De cuando en cuando levantaba la cabeza, nos miraba y volvía a dormirse.
Al cabo de un rato, Beniche salió un momento.
—Eugenio está estudiando —dijo muy bajito, al volver.
—Si, ¿y qué?
Sin decirme nada más, se fue a su armario, lo abrió y sacó tres bolsas de plástico llenas de algo que, en un principio, no pude distinguir. Las abrió y esparció todo el contenido por encima de su cama.
—Mira —me dijo.
Y me quedé tan asombrado que, por unos momentos, no supe qué decir.
—¡Santo cielo! —exclamé al final—. ¡Beniche! ¿De dónde has sacado todo esto? ¿Y para qué lo quieres?
Aquello parecía una farmacia ambulante. Había de todo: aspirinas, tiritas, esparadrapo, alcohol, agua oxigenada, supositorios, vendas, un termómetro, jarabes de tres o cuatro clases, un torniquete, pomadas…, ¡qué sé yo!
—Todo esto cura —decía Beniche con los ojos llenos de emoción.
Por un momento, pensé que tal vez Beniche se había asustado en los últimos días, primero con sus anginas y, después, con todos los tropiezos que había tenido en la escuela durante la semana. Y que había ido comprando o almacenando lodo aquello por si acaso. ¡Era tan extraño aquel crío…! Pero me equivocaba.
—Y aún hay más —declaró muy contento.
—¿Dónde?
—Allí, en la escuela.
—¿Has cogido todo esto de la enfermería de la escuela? —No me lo podía creer—. Beniche, si estás enfermo, sólo tienes que decirlo, no tienes por qué cogerlo a escondidas.
—No es para mi.
—¿Para quién es entonces?
—Para Encino y para Isla.
Beniche abría los tubos de las pomadas, se ponía un poco en el dedo y lo olía. Desenroscaba las tapas de los jarabes y los olía también. Jugaba con el termómetro. Deshacía las vendas. Su cara era pura felicidad.
—¿Quién es Encino, Beniche?
—Mi amigo.
—¿Isla también es tu amiga?
—Sí.
—¿Y qué les pasa?
—Que son muy viejos.
Un sexto sentido me decía que debía ir con mucho tacto. Intuía que Beniche estaba a punto de explicarme algo de su gran secreto, y no quería echarlo todo a perder con prisas y preguntéis demasiado directas.
—Es muy bonito eso que haces de preocuparte por tus amigos ancianos —dije muy despacito.
—Tengo que irme. Aún me falta encontrar a Brisa.
—¿Quién es Brisa?
Pero Beniche no me contestaba. Sólo repetía, con voz impaciente, que tenía que marcharse.
—Claro que sí, Beniche, claro que sí —dije intentando ganar tiempo y pensar, entre tanto, qué podía hacer para que mi amigo no se asustase y dejara de hablar.
Beniche empezó a ponerlo todo otra vez en las bolsas. Mi cabeza iba a cien por hora. ¿Quiénes eran aquellas personas? ¿Dónde vivían? Pensé que tal vez Beniche los habia conocido en la calle, unos vagabundos, no sé, un par de ancianos que lo recogieron en su viaje, que quizá le dieron cobijo unos dias… ¿Y Brisa? ¿También era una anciana? ¿Adónde tenía que ir para encontrarla?
—¿Lo hacías adrede, lo de ir a la enfermería? —le pregunté.
—El primer día, no —dijo, mientras cerraba las bolsas.
¡Claro! ¡En aquel momento lo entendí todo! ¡Las disculpas ante Juanjo eran verdaderas! Beniche había descubierto aquel arsenal de medicinas el día del corte en la mano y para volver, porque la enfermería siempre está cerrada con llave, tenía que hacerse nuevamente el herido. O hacer que le hiriesen de verdad.
—Vamos, vamos —me apremiaba.
Y ya se iba hacia la puerta, cargado con las tres bolsas.
—Beniche, ¿dónde están tus amigos?
—En Nadie.
¡En Nadie!
Tenía que hacer algo rápidamente.
—Oye, Beniche, ¿y si se lo decimos a Eugenio? Es mayor que nosotros y sabrá qué tenemos que hacer con todo esto.
—Yo sé lo que tengo que hacer. Debo encontrar a Brisa y luego, ir a Nadie con ella y con los remedios.
—Beniche —le dije muy desplació y muy suavemente—. Nadie está desierto, todos se fueron.
—No, quedan Isla y Encino. Y también están la Niña Azul y la mujeres del agua.
Lo decía con tanta seguridad, con tanta pasión en la voz y en la mirada, que me dio mucha pena. ¿Quién era realmente aquel niño venido de no se sabía dónde? ¿Quiénes eran Encino, Isla, la Niña Azul y las mujeres del agua? ¿Formaban parte de sus sueños? Aquellos nombres parecían salidos de un cuento de hadas. Pero Beniche era real. Extraño, pero real.
—No te muevas, que voy a buscar a Eugenio —le dije.
—¿Para qué?
Entonces pasó algo asombroso. Noche se levantó de un salto y maulló dos o tres veces.
—No, no hace falta —le dijo Beniche mirándola fijamente—. Diego es mi amigo.
Pero Noche maulló nuevamente y, en un momento, se puso agazapada ante la puerta. ¡Estaban hablando! ¡Beniche y Noche estaban hablando! Hasta aquel instante, sólo habia deducido que Beniche hablaba con los animales. Pero ahora tenía la certeza absoluta.
—No, Noche —insistía Beniche—. Diego es mi amigo.
Y entonces la gata volvió a su rincón.
—¿Qué te decia? —pregunté a Beniche con un suspiro.
—Que no me fiara. No quería dejarte salir.
—Sólo iba a buscar a Eugenio —me excusé.
—¿Me ayudarás a buscar a Brisa?
—Primero tenemos que contárselo todo a Eugenio.
Beniche parecía pensárselo. Luego, dijo con gesto de conformidad:
—Bueno.
Y me fui corriendo para avisar al educador.
—¡Eugenio, ven! —grité, abriendo la puerta del pequeño estudio con tanto ahinco que casi se sale de los goznes.
Él se asustó, claro, no era para menos.
—¿Qué ocurre, Diego? —dijo levantándose de un salto—. ¿Te encuentras mal? ¿Le ha ocurrido algo a Beniche?
—No, no, nada de eso. Beniche está bien y yo también —empecé a decir muy rápido—. Está hablando de Nadie, dice que tiene que ir, que dejó a unos amigos muy ancianos y por eso ha estado robando los medicamentos de la enfermería de la escuela, para llevárselos por si se ponen enfermos. También habla de otra gente, de una Niña Azul y unas mujeres del agua. Y de una brisa, o no sé qué, que tiene que encontrar. Parece como si estuviera soñando, como si se lo inventara, pero lo dice tan convencido, con tanto realismo, que se lo cree de verdad.
—Vamos —dijo Eugenio, echándome un brazo por los hombros.
Y nos fuimos los dos a hablar con Beniche.