16. El reencuentro

LA Niña Azul no decía nada. Andaba delante de mí y, cuando dudaba qué camino tomar, miraba fijamente a Noche. La gata, entonces, maullaba suavemente, echaba a correr, desaparecía y volvía al cabo de poco, maullando más fuerte.

Así fuimos atravesando el bosque, despacio, con dificultades, desandando a veces algún trecho.

Al llegar a un punto junto al río, la Niña Azul se detuvo. Estábamos en un recodo tranquilo y sombrío, salpicado sólo por pequeños rayos de sol que se deslizaban entre el espeso follaje. De pronto me pareció oír unas risas lejanas y, casi al mismo tiempo, observé un ligero burbujeo en medio del agua. Entre las burbujas surgieron dos cabezas de mujer y luego los brazos, como si emergieran del fondo.

—¡Cáspita! —exclamé asombrado—. ¡Pero si son las mujeres del agua!

La visión apenas duró un instante. Supongo que se asustaron al ver que la Niña Azul estaba acompañada por alguien a quien no conocían. Desaparecieron de nuevo entre las aguas, a la velocidad del rayo, y no volví a verlas más.

Antes de irnos. Isla nos había dado un cesto con algo de fruta y un poco de pescado hervido. Cuando empecé a sentir que no había comido nada en todo el día, pedí a la Niña Azul que se detuviera.

—Tengo hambre —le dije.

La Niña Azul me miró contrariada, pero se paró y se sentó en una roca. Le ofrecí unas cuantas nueces y las cogió con algo de temor.

Mientras comía, yo miraba sin disimulo a aquel ser tan extraordinario. Era imposible calcular su edad. Su rostro parecía muy joven, y también su aspecto general. Pero Brisa ya la había conocido, y de ello hacía muchísimos años.

—¿De dónde viniste? —le pregunté al cabo de un rato.

Pero la Niña Azul miró hacia otro lado, como si no me oyese.

—¿Cómo es que tienes ese pelo tan azul?

Ella, entonces, se acarició suavemente el pelo.

—¿Te gusta? —me preguntó.

Me sobresalté. Era la primera vez que oia su voz, y sonaba dulce, melodiosa.

—Cuando nací, no era así —dijo con nostalgia.

—¿Cómo era?

—Rubio como el sol.

—¿Cuántos años tienes?

—No lo sé. Muchos.

—Pero no eres vieja.

—No quiero serlo.

Toda ella era un misterio, un enorme misterio que tal vez nunca nadie descubriría del todo. Quizás únicamente Isla lo conocía; pero, si ella no quería, jamás sería revelado.

Di un poco de pescado a la gata, que se relamió de gusto.

No llevaba reloj, pero me di cuenta de que el sol ya iniciaba su declive hacia el horizonte. Pronto oscurecería, y debíamos encontrar a alguien antes que cayera la noche.

—Tenemos que llegar a la carretera —apremié a la Niña Azul—. Vámonos.

Ella se había levantado de un salto y oteaba con atención el bosque que se extendía a nuestros pies.

—Viene alguien —dijo.

Era cierto. Mezcladas con el susurro del viento, se oían voces todavía lejanas.

—Yo me vuelvo —dijo la Niña Azul—. Ya has llegado adonde querías.

—No puedes dejarme aquí —protesté—. Quién sabe cuánto falta todavía para la carretera.

—Ellos te lo dirán —repuso la Niña Azul, señalando el lugar de donde provenían las voces.

—No te vayas —supliqué.

Pero era inútil. La Niña Azul ya empezaba a subir hacia la sierra, con Noche pegada a sus talones.

—Los encontrarás en seguida —me gritó desde lo alto de una roca inmensa… Y desapareció.

Y de pronto sentí, no sé bien por qué, un tremendo vacío interior. Quizás porque sabía que no formaba parte de aquel mundo, por más que empezara a entenderlo y amarlo. No lo sé.

La cuestión es que no tuve mucho tiempo de pensar en ello porque, al cabo de unos minutos, vi aparecer, por detrás de un enorme tronco, los rostros sofocados de Eugenio y el agente Pérez.

—¡Diego! —gritó Eugenio al verme.

El agente se volvió hacia la pendiente por donde habían subido y empezó a llamar con voz de trueno:

—¡Inspector! ¡Señora…! ¡Hemos encontrado a Diego! ¡Está aquí!

—¿Dónde está mamá? —le pregunté a Eugenio.

—Ya llega. Ella y el inspector vienen un poco más rezagados. ¡Mira que no sube ni nada, esta sierra del Ocaso! ¿Y se puede saber dónde estabas, listo? Si te cuento lo que ha sufrido tu madre…

—Le dejé una nota. Lo siento.

—Lo siento, lo siento…

—Anoche encontré a Beniche y lo acompañé hasta su cabaña. Encino está muy malo. Creo que se muere.

Eugenio se quedó con la boca abierta.

—¿No estarás soñando, hijo? —me preguntó el agente Pérez—. Quizás te ha dado el sol más de la cuenta y has cogido una insolación de padre y muy señor mío.

—Diego —intervino Eugenio con suavidad—, quedamos en que todavía no sabíamos si era verdad o no toda esa historia.

—¡No estoy soñando ni me ha dado el sol más de la cuenta! —me enfadé—. ¡Y esa historia es la pura verdad! Allí arriba hay un hombre muy enfermo y tenemos que ayudarlo.

—Ningún médico puede subir hasta aquí, ni tampoco una ambulancia —objetó Pérez.

—Pues un helicóptero —dije.

—¡Anda que no pides tú nada! —exclamó el agente.

Cuando apareció mamá, corrió hacia mí y me estrujó entre sus brazos.

—¡Diego, esto no se hace! Marcharte así, sin más…

—Lo siento, mamá. —Y repetí toda mi aventura, esta vez añadiendo mi encuentro con Isla, la Niña Azul y las mujeres del agua: la ayuda de Noche y la descripción del pueblo de Nadie y la cabaña de Encino—. Todo es verdad, todo.

Mamá, Eugenio y los dos policías quedaron tan asombrados que no pudieron decir nada durante unos momentos. Hasta que, por fin, les pedí que hicieran algo.

—No es que no te crea, hijo —empezó a decir el inspector Segura—, pero debes comprender que, antes de movilizar a alguien, tengo que asegurarme de que todo lo que dices es cierto. Quiero ver con mis propios ojos a ese tal Encino.

—Pues síganme, que ya empiezo a conocerme el camino —dije con mucha decisión.

Cuando llegamos a la cabaña de Encino, los colores del atardecer nos mostraron un paisaje increíble. Todo estaba tranquilo y hermoso, como salido de un cuadro.

—¡Pero qué preciosidad! —exclamó mi madre.

El viejo carbonero estaba tal como lo habíamos dejado, echado en la cama, muy quieto y con la respiración alterada. Beniche se encontraba a su lado, poniéndole paños húmedos en la frente. Noche dormía a los pies de la cama. A Isla y a la Niña Azul no se las veía por ningún sitio, aunque, poco antes de llegar, entre la penumbra, me había parecido verlas salir precipitadamente de la cabaña. Tal vez desconfiaran de tantos extraños juntos.

El inspector Segura hizo un reconocimiento rápido a Encino.

—Este hombre tiene una gran infección por todo el cuerpo —dijo—. Vamos a ver si el radioteléfono funciona aquí arriba.

Sargento, mire si entre las bolsas que trajo el chico hay algo para bajar la fiebre.

—Sí, señor.

El teléfono del inspector funcionaba, aunque con alguna interferencia. Pidió un helicóptero y un médico, que, al cabo de una hora justita, ya estaban allí.

En medio de un gran estrépito, el helicóptero aterrizó no lejos de la cabaña. Yo sufría por Isla, por la Niña Azul y por las mujeres del agua, que seguramente estarían asustadas ante semejante trajín.

Del helicóptero bajó un médico que reconoció a Encino durante un buen rato, mientras los demás esperábamos fuera.

—Ese hombre está muy enfermo —dijo cuando al fin salió de la cabaña—. Si no lo llevamos pronto a un hospital, tal vez no lo cuente.

—Bien —decidió el inspector—. Todos a bordo ahora mismo. Ya han oído al médico.

Beniche me miró con ojos asustados.

—Quiero estar con Encino pero, a la vez, no quiero dejar este sitio, ni a Isla ni a la Niña Azul —me susurró.

—Ven con nosotros —lo animé—. Y cuando Encino esté bien, ya hablaremos. ¿Qué te parece?

—Pero antes quiero despedirme de Isla y de la Niña Azul.

—No tenemos tiempo de ir a la sierra a buscarlas.

—Están ahí —me dijo, señalando dos formas oscuras escondidas entre los árboles, no muy lejos de donde estábamos todos.

—Pues ve, anda.

Y Beniche se perdió en las sombras del atardecer, corriendo hacia sus dos amigas.

Entre tanto, el médico y el agente Pérez colocaron a Encino en una camilla y, ayudados por Eugenio y el piloto, lo llevaron hasta el helicóptero.

—Y ahora, ¿dónde está el chaval? —preguntó el inspector mirando por todas partes—. No podemos dejarlo aquí. Ya saben lo que pienso. Éste no es buen sitio para que crezca un niño. ¡Dios santo, todavía no entiendo cómo ha podido pasar diez años en esta selva!

—Porque lo han cuidado de maravilla —dije.

Beniche no tardó en llegar. Observé que tenía los ojos húmedos. Tal vez había llorado un poco al despedirse de Isla y de la Niña Azul. Pero no lo vi triste.

—Isla me ha dicho que no abandone a Encino —me dijo en un susurro—. Y que volvamos los dos a verla cuando esté bueno.

Nos metimos todos en el helicóptero, incluso Noche, y, al cabo de nada, volábamos hacia la ciudad. Mientras nos elevábamos, se me pasó por la cabeza que, para Encino, aquel viaje significaba, además de su salvación, el reencuentro con el mundo, Y no estaba muy seguro de si aquello le gustaría.