12. Una casa en el camino

LA casa que había visto el agente Pérez era un edificio viejo y pequeño, casi al pie mismo de la carretera. De la chimenea salía un hilo de humo negruzco, y se observaba algo de luz a través de una ventana que tenía los cristales rotos.

—Aparque el coche ahí mismo, Pérez —ordenó el inspector, señalando una pequeña entrada ante la casa.

—Sí, señor.

Bajamos todos del coche. Era un atardecer muy frió y un viento helado empezó a soplar desde las montañas.

Mientras nos acercábamos a la casa, me pareció oír algo entre los arbustos, como unas pisadas tenues.

—Allí hay algo —susurré.

—Será algún animal —me tranquilizó Eugenio—. Un gato o una ardilla, vete a saber. Por la noche hay mucha vida en los bosques.

El inspector Segura golpeó la puerta con los nudillos. —¿Hay alguien ahí? —preguntó con autoridad y decisión. Al cabo de unos instantes, la puerta se entreabrió unos centímetros y una voz de mujer inquirió:

—¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren?

—Inspector Fernando Segura y agente Francisco Pérez, de la policía —contestó el inspector, sacándose la placa del bolsillo de la chaqueta—. Abra, por favor.

La mujer tardó unos instantes. Se la oía hablar con alguien en el interior de la casa.

—Pasen —dijo por fin, abriendo tímidamente la puerta y apartándose a un lado.

Por su voz y por los rasgos de su cara, parecía tener más o menos la edad de mi madre. Pero su rostro denotaba mucho cansancio. A pesar de llevar ropas muy viejas, se las veía bastante limpias.

—Por aquí —murmuró, indicándonos una especie de cocina muy grande, con una chimenea enorme a un lado, que desprendía un agradable calorcillo en contraste con el frío de fuera.

Sentado delante del fuego habia un hombre en una silla de ruedas, con una manta sobre las rodillas.

—Es mi padre —indicó la mujer.

El hombre giró la cabeza y nos miró a todos de arriba abajo sin decir ni una palabra.

—Padre, estos señores son de la policía —le explicaba su hija.

—Ya sabía yo que un día u otro llegarían —suspiró el hombre—. ¿No te lo dije. Amanda, que un día vendrían?

—Sí que me lo dijo, padre; sí.

La casa parecía una ruina. Era muy vieja y no tenía cortinas en las ventanas ni apenas muebles, lámparas, sofás o butacas. La luz que habíamos visto provenía de una lamparilla de gas. La humedad manchaba el techo y las paredes. Encima del fuego colgaba una olla que desprendía un fuerte olor a caldo de verduras. A pesar de la pobreza que allí se respiraba, todo se veía limpio y bien colocado.

—¿No tienen electricidad? —preguntó el inspector, mientras echaba una ojeada a la sala sin ningún disimulo.

—Ni electricidad, ni teléfono, ni agua corriente —especificó la mujer—. Suerte que hay un pozo fuera. Y. un poco más arriba, descubrí una fuente.

—¿Y desde cuándo viven aquí? —siguió preguntando el inspector.

—Desde Navidad.

—¿Son ustedes los propietarios?

Padre e hija se miraron con temor.

—Te lo dije. Amanda, te lo dije —repitió el hombre de la silla de ruedas.

—Siéntense, por favor —invitó la mujer—. Creo que hay sillas para todos.

Nos sentamos alrededor de una mesa tan desvencijada como todo lo demás. El hombre dio la vuelta a su silla de ruedas y se acercó a nosotros.

—Sabíamos que vendrían —volvió a su cantilena.

—¿Y cómo lo sabían? —preguntó el inspector, sin entender ni media palabra.

—Aunque por esta carretera ya hace mucho tiempo que no pasa casi nadie —explicó el viejo—, siempre hay algún cazador o algún curioso que se acerca hasta el pie de la sierra. Sabíamos que alguien les diría que habíamos entrado en la casa y que vendrían a echarnos.

—No hemos venido por eso —aclaró el inspector, entendiendo por fin la preocupación de aquellas dos personas.

—¡Ah!, ¿no? —preguntó tímidamente la mujer, mientras exhalaba un suspiro de alivio.

—No. Pero eso no quita para que vuelva a preguntarles si son o no propietarios de esta casa.

—Sí que lo somos, inspector —dijo el hombre—, pero no podemos demostrarlo.

—¿Por qué?

—Porque todos los papeles desaparecieron con la terrible inundación que arrasó Nadie.

«¡Vaya!», pensé. «¡Otra vez el pueblo desaparecido!»

—¿Vivían ustedes en Nadie? —quiso saber el inspector.

—No, señor. Pero un hermano de mi padre, un tío mío, si —explicó la mujer—. Y debió de morir en la tragedia, porque no volvimos a verlo jamás. Mi tío vivía arriba, en Nadie, fiero además tenía esta casa deshabitada. Hacia muchos años que no lo veíamos, porque nosotros vivíamos lejos. No nos han ido bien las cosas, ¿sabe, inspector? Hace medio año, yo perdí el trabajo y mi padre no tiene ninguna pensión. Nos echaron de donde vivíamos, y entonces pensamos en venir aquí. Mi tío no se casó nunca y no tenía más hermanos que mi padre. Por lo tanto, creemos que esta casa es nuestra por derecho, aunque no podamos demostrarlo.

—Yo nací aquí —murmuró el anciano con cierta nostalgia—. Mis padres están enterrados junto a una pequeña ermita que hay en lo alto de una colina, antes de llegar a la sierra del Ocaso. Cuando murieron, mi hermano, que era el mayor, se quedó con la casa, aunque la cerró y se fue a vivir a Nadie. Yo, entonces, fui a buscarme la vida por otros lugares.

—¿Cómo se llaman ustedes? —les preguntó el inspector.

—Yo, Amanda Ortiga Benito, para servirle —respondió la mujer—. Y mi padre, Ernesto Ortiga Ortiga.

¡Ortiga Ortiga!, me sobresalté. ¿Dónde había oído antes este nombre?

—Y el tío de usted, ¿cómo se llamaba?

—Alfonso Ortiga Ortiga. Era carbonero en la sierra.

¡Alfonso Ortiga Ortiga! ¡Claro! ¡El tío de aquella mujer era Encino, el carbonero amigo de Beniche, su salvador y cuidador!

—¿Y no han vuelto a verlo?

—Jamás. Lo más seguro es que se ahogara junto a los que no aparecieron.

Eugenio, mamá y yo nos miramos asombrados. Aquella gente estaba convencida de que su pariente había muerto, y sin embargo, vivía a poca distancia de allí, en la sierra del Ocaso. A poca distancia, pero con una muralla terrible en medio, una barrera natural formada por los escombros que la inundación habia dejado a su paso.

Mamá estaba a punto de decir algo, pero el inspector la miró fijamente y dio a entender con un gesto que era mejor no revelar nada de momento. Estaba clarísimo que deseaba estar seguro de toda la historia de Beniche antes de empezar a dar explicaciones. Si Encino aún vivía, ya habría tiempo de comunicárselo a su hermano y a su sobrina.

—Su padre parece enfermo —dijo el inspector Segura a la mujer, y esta casa no reúne las condiciones necesarias para que vivan en ella.

—No tenemos ningún otro sitio a donde ir.

—Me ocuparé de ello, no tenga cuidado. Y ahora dígame si podemos comer algo y pasar la noche aquí. Le pagaré lo que sea.

—¿Comer? —se extrañó la mujer—. ¿Y pasar la noche?

—Mañana debemos continuar nuestro viaje. Hemos calculado mal la distancia y se nos ha echado la noche encima —repuso el inspector.

—Pues… no sé —dudó la mujer—. No tenemos casi nada. Y de camas, sólo hay dos. Aunque sí tengo unas cuantas mantas.

—Entonces, no se apure —intervino mamá—. Las echaremos aquí mismo, en el suelo, y dormiremos tan tranquilos. Si me dice dónde las guarda, la ayudaré a traerlas.

—Están en la habitación de aquí al lado, encima del armario.

—Pues vamos —decidió mamá, cogiendo a Amanda por el brazo.

Los dos policías, Eugenio y yo nos quedamos en la cocina con el anciano, que empezó a mirarnos con mucha curiosidad.

—¿Y dice que van de viaje? —preguntó—. Esta carretera no lleva a ningún sitio, Muere al pie de la sierra del Ocaso.

—Ya lo sabemos, señor Ernesto —le contestó el inspector.

—¿Y entonces?

—Nada. Que hemos debido de equivocarnos —disimuló el policía.

Mamá y Amanda volvieron con las mantas y las dejaron en un rincón.

—Y ahora, si quiere, la ayudaré a hacer la cena —ofreció mi madre, que con tanto empuje parecía que se hubiera tomado dos cafés seguidos.

—Ya les he dicho que no tenemos casi nada —se excusó Amanda—. Pude conservar una vieja furgoneta que tengo guardada en el corral, y bajo una vez por semana al pueblo más cercano a comprar pan y las cosas más necesarias. Mientras nos queden unos pocos ahorros, podremos vivir más o menos tranquilos. Cuando se terminen, ya veremos.

Se acercó a un armario y sacó una botella de aceite, sal, unos ajos, una lata de tomate, cebollas y patatas.

—Tenemos media docena de gallinas —añadió—. Tal vez hayan puesto algún huevo.

—Eugenio y Diego irán a mirarlo, ¿de acuerdo, chicos? —nos propuso mamá—. Mientras tanto, podemos empezar a pelar patatas y ya verá usted qué tortilla más rica nos sale. Con eso y una taza de este caldo tan bueno que tiene en el fuego, nos apañaremos la mar de bien, no se preocupe.

—¿Está segura? —dudó Amanda.

—Del todo. Ande, dígame dónde guarda los cuchillos y las sartenes.

Eugenio y yo salimos de la casa. El viejo nos había dicho que el gallinero se encontraba en la parte de atrás. Pero estaba todo tan oscuro que no veíamos ni torta. Suerte que llegó el agente Pérez con una linterna que había sacado del coche.

—Qué, muchachos, ¿hay huevos? —preguntó, enfocando los ponederos.

—Creo que sí —dije, acercándome con prudencia a una gallina medio dormida encima de un montoncito de paja.

La eché suavemente de allí y saqué cuatro hermosos huevos blancos.

Eugenio y el agente se habían quedado un poco más atrás, comentando no sé qué del frió y de la soledad de aquel lugar.

Cogí los huevos con cuidado y salí del gallinero.

Cuando acababa de echar la aldaba medio carcomida que cerraba la cerca e impedía que las gallinas se escapasen, oí un ruido casi imperceptible a mi espalda, Al volverme descubrí, asustado, un par de ojos que me observaban fijamente desde la oscuridad.

—Chissst…, no digas nada, por favor —susurró alguien—. Ven.

Y cuando me acerqué medio muerto de miedo, entrevi a Beniche escondido detrás de unos arbustos.

—¡Beniche!

Del susto que me llevé, se me escapó un huevo de las manos. Pero Beniche lo recogió antes que se estrellara contra el suelo.