Capítulo 28

Le hicieron beber muchas más cosas, algunas amargas, otras de una dulzura empalagosa, y con cada taza que se llevaba a la boca, su mente parecía hundirse en un vacío cada vez más profundo. Los ojos comenzaron a jugarle curiosos trucos; de repente tuvo la impresión de que la tierra se había hundido y de que todo sucedía bajo el agua: las paredes se tambaleaban y las figuras de los eunucos parecían oscilar y ondularse como algas, impulsadas por los remolinos y por el constante flujo de las olas y de la corriente. Las lámparas resplandecían como si fueran piedras preciosas y proyectaban sus brillantes colores en lánguidas cascadas de luz. Garion estaba echado en la plataforma, cerca del diván de Salmissra, absorto, con los ojos llenos de luz y la mente en blanco. Había perdido el sentido del tiempo, el deseo, la voluntad; recordaba de un modo muy vago a sus amigos, pero la certeza de que nunca volvería a verlos sólo le producía una leve sensación de pena, una momentánea melancolía que resultaba casi agradable. Incluso derramó una pequeña lágrima por su pérdida, pero la lágrima cayó sobre su muñeca y brilló allí con tal belleza que se sumió de lleno en su contemplación.

—¿Cómo lo hizo? —preguntó la reina desde algún lugar, detrás de él, con una voz tan maravillosa y musical que su mero sonido conmovió el alma de Garion.

—Tiene poderes —respondió Maas, con un zumbido que ponía nervioso al joven pues vibraba como las cuerdas de un laúd—, poco experimentados y sin control, pero muy fuertes. Tened cuidado con éste, amada Salmissra, puede destruirte sin proponérselo.

—Lo controlaré —dijo ella.

—Tal vez —respondió la serpiente.

—La hechicería requiere voluntad —señaló Salmissra—, y yo lo desposeeré de ella. Tu sangre es fría, Maas, y nunca sentirás el fuego que corre por las venas cuando se bebe oret, athal o kaldiss. Tus emociones también son frías y no entiendes hasta que punto puede utilizarse el cuerpo para esclavizar la voluntad.

Haré que su mente descanse y ahogaré sus poderes con amor.

—¿Amor, Salmissra? —preguntó la serpiente con tono divertido.

—Es una palabra tan útil como cualquier otra —respondió ella—; si lo prefieres, llámalo apetito.

—Eso sí que puedo entenderlo —asintió Maas—, pero no subestimes a este chico ni sobrevalores tus propios poderes. No tiene una mente normal y hay algo en él que no alcanzo a comprender.

—Ya veremos —dijo ella—. Sadi —llamó al eunuco.

—¿Sí, mi reina?

—Llévate al chico. Haz que lo bañen y lo perfumen, pues huele a barco, alquitrán y agua salada. Odio los olores de los alorns.

—Enseguida, eterna Salmissra.

Garion fue conducido a un lugar donde había agua tibia; allí lo desnudaron, lo sumergieron, lo jabonaron y lo volvieron a sumergir. Después untaron su cuerpo con aceites aromáticos y ataron un pequeño taparrabos a su cintura, le cogieron la barbilla con firmeza y le aplicaron colorete en ambas mejillas. Entonces advirtió que la que lo maquillaba era una mujer, y al recorrer el baño con la vista despacio y casi sin curiosidad, vio que, a excepción de Sadi, todas eran mujeres. En el fondo tenía la impresión de que debería sentirse incómodo, tal vez por estar desnudo en presencia de mujeres, pero no podía recordar por qué.

Cuando la mujer terminó de pintarle la cara, Sadi, el eunuco, lo cogió por el brazo y lo guió a través de interminables pasillos oscuros hasta la habitación donde Salmissra, junto a la estatua, se recreaba en su propia contemplación de pie ante el espejo.

—Mucho mejor —dijo ella tras mirar a Garion de arriba abajo con admiración—, es más musculoso de lo que pensaba. Tráelo aquí.

Sadi condujo a Garion ante el diván de la reina y lo empujó con suavidad para que se sentara en los cojines donde había estado Essia.

Salmissra extendió su mano despacio y le acarició la cara y el pecho con sus dedos fríos. Sus ojos claros parecían arder y sus labios se separaron de un modo casi imperceptible. Garion fijó la vista en su brazo pálido. Sobre aquella piel blanca no había ningún rastro de vello.

—Lisa —dijo con aire ausente mientras intentaba concentrarse en esa peculiaridad.

—Por supuesto, Belgarion —murmuró ella—; las serpientes no tienen pelo y yo soy la reina de las serpientes.

Intrigado, el joven levantó la vista despacio y la dirigió a la mata negra y brillante que caía sobre sus blancos hombros.

—Sólo éste —dijo ella mientras se tocaba los rizos con sensual vanidad.

—¿Por qué? —preguntó él.

—Es un secreto —rió ella—. Tal vez algún día te lo desvele. ¿Te gustaría?

—Supongo que sí.

—Dime, Belgarion —dijo ella—, ¿te parezco hermosa? —Sí.

—¿Cuántos años dirías que tengo? —preguntó, y abrió los brazos para que él pudiera contemplar su cuerpo a través de la fina gasa de su vestido.

—No lo sé —respondió Garion—; eres mayor que yo, pero no demasiado vieja.

Los ojos de la reina reflejaron una ligera expresión de fastidio.

—Adivina —le ordenó con severidad.

—Tal vez treinta —decidió él confuso.

—¿Treinta? —repitió despavorida. Se giró con rapidez hacia el espejo y examinó su rostro con atención—. Eres ciego, ¡idiota! —le gritó sin levantar la vista del espejo—. Ésta no es la cara de una mujer de treinta años, sino de veintitrés o, como mucho, veinticinco.

—Lo que tú digas —asintió él.

—Veintitrés —repitió con firmeza—, ni un día más de veintitrés.

—Por supuesto —dijo él con dulzura.

—¿Me creerías si te dijera que tengo sesenta? —preguntó con una súbita mirada hostil.

—No —negó Garion—, no lo creería; sesenta, no.

—¡Qué encantador eres, Belgarion! —suspiró ella con una expresión reblandecida.

Los dedos de la reina volvieron a concentrarse en la cara de Garion, la tocaron, la frotaron y la acariciaron. De repente, sobre la piel pálida del cuello y del hombro desnudo de Salmissra empezaron a aparecer extrañas manchas de colores; un leve sarpullido verde y púrpura que se movía, latía, primero se hacía muy visible y luego se desvanecía. Sus labios se abrieron otra vez y su respiración se volvió más agitada. Las manchas se extendieron por el torso, debajo del vestido transparente, y los colores se mezclaron bajo la piel.

Maas se acercó a rastras y sus ojos apagados se despertaron de pronto con una peculiar expresión de adoración. El vívido patrón de colores de su propio cuerpo era tan similar al que ahora aparecía en la piel de la reina que, al acariciarle el hombro con sus anillos zigzagueantes, resultaba imposible determinar el límite entre la mujer y la serpiente.

Era obvio que si Garion no hubiese estado medio atontado, se habría apartado de la reina. Sus ojos descoloridos y su piel moteada eran propios de un reptil, en tanto que su expresión lujuriosa reflejaba un espantoso apetito. A pesar de todo, la reina despertaba una extraña atracción y Garion no podía evitar sentirse cautivado por su evidente sensualidad.

—Acércate, Belgarion —le ordenó con suavidad—. No voy a hacerte daño —agregó mientras sus ojos se regocijaban ante la idea de poseerlo.

No muy lejos de la plataforma, Sadi el eunuco se aclaró la garganta.

—Adorada reina —anunció—, el emisario de Taur Urgas quiere hablar contigo.

—¿Quieres decir Ctuchik? —preguntó Salmissra, un tanto disgustada. Luego un pensamiento pareció cruzar por su mente y sonrió con malicia. Las manchas desaparecieron de su piel—. Haz pasar al grolim —le ordenó a Sadi.

El eunuco hizo una reverencia y se retiró. Un instante después, volvió con un individuo con la cara llena de cicatrices y las ropas de un murgo.

—Demos la bienvenida al emisario de Taur Urgas —cantó un eunuco.

—Bienvenido —respondió el coro.

«Ahora ten cuidado —dijo la voz en la mente de Garion—. Éste es el mismo hombre que vimos en el puerto.»

Garion miró mejor al murgo y lo reconoció.

—Salud, eterna Salmissra —dijo el grolim con formalidad, y dedicó una reverencia primero a la reina y luego a la estatua que había detrás—. Taur Urgas, rey de Cthol Murgos, envía sus saludos al espíritu de Issa y a su servidora.

—¿Y no hay saludos de Ctuchik, Sumo Sacerdote de los grolims? —preguntó ella con los ojos brillantes.

—Desde luego —respondió el murgo—, pero ésos suelen darse en privado.

—¿Vienes aquí en representación de Taur Urgas o de Ctuchik? —inquirió ella y volvió a contemplarse en el espejo.

—¿Podemos hablar en privado, alteza? —preguntó el grolim. —Estamos en privado —respondió ella.

—Pero... —balbuceó con la mirada puesta en los eunucos arrodillados en la habitación.

—Son mis criados personales —dijo ella—; una reina nyissana nunca se queda sola, ya deberías saberlo.

—¿Y ése? —preguntó el grolim señalando a Garion. —También es un siervo, aunque de otro tipo.

—Como quieras —asintió el grolim y se encogió de hombros—. Te saludo en nombre de Ctuchik, Sumo Sacerdote de los grolims y discípulo de Torak.

—La servidora de Issa saluda a Ctuchik de Rak Cthol —respondió con formalidad—. ¿Qué desea de mi el Sumo Sacerdote grolim?

—El chico, alteza —dijo el grolim sin rodeos.

—¿A qué chico te refieres?

—Al que le has robado a Polgara y ahora se sienta a tus pies.

—Presenta mis disculpas a Ctuchik —rió con sarcasmo—, pues eso es imposible.

—No es conveniente denegar las peticiones de Ctuchik —le advirtió el grolim.

—Es aún menos conveniente hacer peticiones a Salmissra en su propio palacio —respondió ella—. ¿Qué está dispuesto a ofrecer Ctuchik a cambio del chico?

—Su eterna amistad.

—¿Para qué quiere amigos la reina de las serpientes?

—Entonces, oro —ofreció el grolim, disgustado. —Conozco el secreto del oro rojo de los angaraks —afirmó ella—, y no quiero convertirme en su esclava, así que guárdate tu oro, grolim.

—¿Me permites advertirte que estás jugando a un juego muy peligroso, alteza? —dijo con frialdad—. Ya te has convertido en enemiga de Polgara, ¿puedes darte el lujo de enemistarte también con Ctuchik?

—No le tengo miedo a Polgara —respondió ella—, ni tampoco a Ctuchik.

—La valentía de la reina es admirable —apuntó él con sequedad.

—Esto comienza a hartarme. Mis condiciones son muy simples: dile a Ctuchik que tengo al enemigo de Torak y que lo retendré a no ser que... —se interrumpió.

—¿A no ser que qué, alteza?

—Si Ctuchik intercediera ante Torak por mi, podríamos llegar a un acuerdo.

—¿Qué clase de acuerdo?

—Entregaré al chico a Torak como regalo de bodas. —El grolim parpadeó—. Si Torak me convierte en su esposa y me concede la inmortalidad, le daré a Belgarion.

—Todo el mundo sabe que el dios dragón de Angarak está dormido —objetó el grolim.

—Pero no dormirá para siempre —aseguró Salmissra en tono contundente—. Los sacerdotes de Angarak y las hechiceras de Aloria tienden a olvidar que la eterna Salmissra es tan capaz como ellos de leer las señales del cielo. Dile a Ctuchik que Belgarion estará en sus manos el mismo día en que yo me case con Torak. Hasta entonces, el chico es mío.

—Le daré tu mensaje a Ctuchik —dijo el grolim con una reverencia fría y formal.

—Entonces, vete —respondió ella con un gesto afectado. «Así que ésas tenemos —dijo la voz en la mente de Garion una vez que el grolim se hubo retirado—. Debí haberlo imaginado.» De pronto Maas, la serpiente, levantó la cabeza, con el cuerpo ondulante y los ojos encendidos. —¡Cuidado! —siseó.

—¿Del grolim? —rió Salmissra—. No tengo nada que temer de él.

—No hablo del grolim —respondió Maas—, sino de éste —y lengüeteó en dirección a Garion—. Su mente está despierta.

—Eso es imposible —replicó ella.

—Sin embargo, lo está. Creo que tiene algo que ver con el amuleto que lleva al cuello.

—En tal caso, quítaselo —le ordenó a la serpiente.

Maas bajó la lengua hacia el suelo y se deslizó por el borde del sofá en dirección a Garion.

«Quédate muy quieto —dijo la voz interior de Garion—. No intentes resistirte.»

Algo atontado, Garion observó cómo la cabeza puntiaguda se le acercaba, ondulante, mientras su lengua se movía nerviosa. El joven se inclinó despacio hacia delante y la serpiente rozó con la nariz el amuleto de plata que pendía de su cuello.

En cuanto el reptil entró en contacto con el amuleto, éste produjo una brillante chispa azul. Garion volvió a sentir aquella familiar agitación, ahora muy controlada y concentrada en un solo punto. Maas retrocedió y la chispa se desprendió del amuleto, voló por el aire y pegó el disco de plata a la nariz del reptil. Entonces sus ojos se arrugaron y comenzó a salir humo de su nariz y de su boca entreabierta.

Poco después, la chispa desapareció y el cuerpo de la serpiente muerta se retorció de forma espasmódica sobre el lustroso suelo de piedra.

—¡Maas! —chilló Salmissra.

Los eunucos se arrastraron lejos de las salvajes convulsiones del cuerpo de la serpiente.

—¡Mi reina! —gimió desde la puerta un funcionario con la cabeza rapada—. ¡Es el fin del mundo!

—¿Qué? —preguntó Salmissra tras apartar los ojos de las convulsiones de la serpiente.

—¡Se ha escondido el sol y el día está tan oscuro como si fuera de noche! ¡Todos los habitantes de la ciudad están locos de pánico!