Capítulo 5

El fuego se había consumido y convertido en una pequeña llama naranja que oscilaba junto a las tiendas. El bosque que rodeaba el claro estaba silencioso. Garion intentaba dormir, pero le latía la cabeza. Por fin, pasada medianoche, dejó de intentarlo, salió de entre las mantas y fue a buscar a tía Pol.

Encima de la niebla plateada había salido la luna y su luz iluminaba la bruma. Mientras elegía el camino a seguir a través del campamento silencioso, el aire parecía brillar.

—¿Tía Pol? —murmuró rozando la puerta de la tienda—. ¿Tía Pol? —repitió un poco mas alto—, soy yo, Garion. ¿Puedo entrar? —No hubo respuesta, ni el más leve sonido. Con cuidado levantó la puerta y espió adentro. La tienda estaba vacía.

Intrigado, incluso un poco alarmado, se volvió y miró alrededor del claro. Hettar montaba guardia no muy lejos de los caballos, cubierto con la capa y con su cara de halcón vuelta hacia el bosque brumoso. Garion dudó un momento y luego se metió con sigilo detrás de las tiendas. Cruzó a través de los árboles y de la niebla delgada y luminosa en dirección al arroyuelo, pensando que si se mojaba la cabeza en el agua fría se sentiría mejor. Estaba a unos cincuenta metros de las tiendas cuando advirtió un leve movimiento entre los árboles, entonces se detuvo.

Un enorme lobo pardo salió de la niebla y se detuvo en el centro de un pequeño espacio abierto entre los árboles. Garion contuvo la respiración y se quedó inmóvil junto a un roble alto y torcido. El lobo se sentó sobre las hojas húmedas, como si se pusiera a esperar a alguien. La bruma luminosa alumbraba detalles que Garion no podría haber visto en una noche común. El cuello y los hombros del lobo eran plateados y su hocico estaba salpicado de manchas grises. Llevaba sus años con gran dignidad y sus ojos amarillos parecían tranquilos y muy sabios.

Garion permanecía inmóvil, sabía que el más mínimo sonido llegaría en un instante a los oídos aguzados del lobo, pero había algo más. El golpe en la cabeza lo había hecho sentir mareado y la extraña neblina iluminada por la luna convertía este encuentro en algo irreal. Descubrió que estaba conteniendo el aliento. Un búho grande y blanco como la nieve bajó en picado, con sus alas espectrales, hasta aquel claro entre los árboles, se apoyó sobre una rama baja, y se quedó allí, mirando al lobo sin parpadear. El lobo pardo le devolvió la mirada con calma. Luego, aunque no había nada de viento, un súbito remolino volvió las imágenes del lobo y del búho borrosas e indistintas. Cuando se aclararon otra vez, el señor Lobo estaba en el centro del claro y tía Pol, con su túnica gris, estaba sentada, bastante serena, sobre una rama encima de él.

—Hacía mucho tiempo que no cazábamos juntos, Polgara

—dijo el anciano.

—Es cierto, padre —levantó los brazos y pasó los dedos a través de su cabello largo y espeso—, casi había olvidado cómo era. —Entonces pareció conmovida por un extraño placer—. Es una noche muy buena para la caza.

—Un poco húmeda —contestó él mientras sacudía un pie. —Encima de los árboles está muy claro y las estrellas están muy brillantes. Es una noche hermosa para volar.

—Me alegro de que te hayas divertido, pero ¿en algún momento recordaste lo que tenías que hacer?

—No seas irónico, padre.

—¿Y bien?

—No hay nadie en los alrededores, excepto algunos arendianos, y casi todos están dormidos.

—¿Estás segura?

—Por supuesto. No hay un solo grolim en veinticinco kilómetros a la redonda. ¿Tú encontraste a los que buscabas?

Lobo asintió.

—Hay un hombre en una de las aldeas cercanas que vigila el camino y les informa cuando aparece alguien a quien vale la pena robar.

—Entonces, ¿son simples ladrones?

—No exactamente. Nos esperaban a nosotros, nos describieron con todo detalle.

—Creo que voy a ir a hablar con ese hombre —dijo ella bastante seria y doblando los dedos en un ademán desagradablemente sugestivo.

—No vale la pena perder el tiempo con eso —le dijo Lobo mientras se rascaba la barba pensativo—, todo lo que podrá decirte es que un murgo le ofreció oro. Los grolims no les dan demasiados detalles a sus mercenarios.

—Deberíamos ocuparnos de él, padre —insistió ella—, no nos conviene que nos espíe y que compre a todos los bandidos de Arendia para que nos persigan.

—Mañana ya no podrá comprar a nadie —contestó Lobo con una risita—, sus amigos piensan tenderle una emboscada en el bosque por la mañana y cortarle la garganta..., entre otras cosas.

—Muy bien. Aun así me gustaría saber quién es ese grolim.

—¿Qué importancia tiene? —Lobo se encogió de hombros—, hay montones de ellos en Arendia, y todos causan tantos problemas como pueden. Saben lo que va a ocurrir tan bien como nosotros, no podemos esperar que se queden tranquilos y permitan que suceda.

—¿No deberíamos detenerlos?

—No tenemos tiempo —dijo él—, es casi imposible hacer entender las cosas a los arendianos. Si nos damos prisa, es probable que lleguemos antes de que los grolims estén listos.

—¿Y si no lo logramos?

—Entonces lo haremos de otro modo. Tengo que alcanzar a Zedar antes de que llegue a Cthol Murgos. Si se interponen demasiados problemas, tendré que ser más directo.

—Deberías haber hecho eso desde un comienzo, padre. A veces eres demasiado delicado.

—¿Vas a empezar otra vez? Siempre tienes la misma respuesta para todo, Polgara. Siempre estás ocupada en componer cosas que se compondrían solas si tú no te metieras y en modificar otras que no deberías modificar.

—No te enfades, padre, y ayúdame a bajar.

—¿Por qué no bajas volando? —sugirió él. —No seas absurdo.

Garion se escabulló entre los árboles cubiertos de musgo; temblaba con violencia al andar.

Cuando tía Pol y el señor Lobo regresaron al claro, despertaron a los demás.

—Será mejor que nos vayamos —les dijeron—, aquí somos vulnerables. El camino es más seguro y me gustaría dejar atrás estos bosques.

Levantaron el campamento en menos de una hora y salieron por el sendero de los leñadores en dirección a la Gran Ruta del Oeste. A pesar de que faltaban unas horas para el amanecer, la niebla bañada por la luz de la luna inundaba la noche con un brumoso resplandor y parecía como si cabalgaran sobre una nube brillante caída entre los árboles oscuros. Llegaron al camino principal y giraron hacia el sur.

—Me gustaría que estuviéramos bastante lejos de aquí cuando salga el sol —dijo Lobo en voz baja—, pero tenemos que tener cuidado de no caer en una emboscada, así que mantened los ojos y los oídos alerta.

Partieron al galope, y cuando la niebla comenzó a tomar un color gris perla, con la llegada de la mañana, ya habían recorrido más de quince kilómetros. De repente, al llegar a una curva pronunciada, Hettar levantó el brazo y les indicó que se detuvieran.

—¿Qué pasa? —preguntó Barak.

—Hay caballos más adelante —contestó Hettar— y vienen hacia aquí.

—¿Estás seguro? Yo no oigo nada.

—Por lo menos cuarenta —contestó Hettar con certeza.

—Allí —dijo Durnik con la cabeza inclinada hacia un lado.— ¿oís?

Todos oyeron un débil sonido tintineante en la neblina, a una distancia considerable.

—Podríamos escondernos en el bosque hasta que pasaran —sugirió Lelldorin.

—Es mejor seguir en el camino —contestó Lobo.

—Permitidme que me encargue de todo —dijo Seda confiado, tomando la delantera—, ya he hecho esto antes.

Continuaron a paso normal. Los jinetes que salieron de entre la bruma estaban vestidos con trajes metálicos, armaduras completas y lustrosas y cascos redondeados con viseras puntiagudas que les conferían el aspecto de gigantescos insectos. Llevaban lanzas largas con gallardetes de colores en la punta, y sus caballos, unas bestias enormes, también tenían armaduras.

—Caballeros mimbranos —gruñó Lelldorin con la mirada apagada.

—Guarda tus sentimientos para ti —le dijo Lobo—; si alguno de ellos te dice algo, hazles creer que eres simpatizante de los mimbranos, como el joven Berentain en la casa de tu tío.

La cara de Lelldorin se endureció.

—Haz lo que te dice, Lelldorin —dijo tía Pol—; éste no es momento para heroicidades.

—¡Alto! —ordenó el jefe de la columna, bajando su lanza hasta que la punta de acero quedó a la altura de sus cuerpos—. Que se adelante uno para que yo pueda hablar con él. —El tono del caballero era apremiante.

Seda se acercó al hombre vestido de metal con una sonrisa aduladora.

—Nos alegramos de verlo, caballero —mintió con desenvoltura—; anoche unos bandidos nos tendieron una emboscada y temíamos por nuestras vidas.

—¿Cuál es vuestro nombre? —preguntó el caballero levantando su visera—. ¿Y quiénes son los que os acompañan?

—Soy Radek de Boktor —contestó Seda con una reverencia, al tiempo que se quitaba la gorra de terciopelo—, un comerciante de Drasnia de camino a Tol Honeth con telas sendarias, con la esperanza de llegar al mercado de invierno.

El caballero lo miró con expresión de sospecha.

—Vuestro grupo parece demasiado grande para una tarea tan simple, respetable comerciante.

—Aquellos tres son mis sirvientes —dijo Seda y señaló a Barak, Hettar y Durnik—, el viejo y el chico sirven a mi hermana, una viuda de recursos propios que me acompaña para visitar Tol Honeth.

—¿Y qué hay del otro? —insistió el caballero—. Me refiero al asturio.

—Es un joven noble que viaja a Vo Mimbre a visitar a unos amigos y ha consentido con amabilidad en indicarnos el camino a través del bosque.

Las sospechas del caballero parecieron diluirse un poco. —Vos mencionasteis ladrones, ¿dónde ocurrió la emboscada?

—Unos quince kilómetros atrás. Nos atacaron cuando acabábamos de levantar las tiendas para pasar la noche. Logramos vencerlos, pero mi hermana se asustó mucho.

—En esta provincia de Astur abundan las rebeliones y los bandidos —dijo el caballero con firmeza—. Mis hombres y yo tenemos la misión de reprimir estos desmanes. Ven aquí, asturio.

Los orificios nasales de Lelldorin temblaron, pero se adelantó obediente.

—Decidme vuestro nombre.

—Mi nombre es Lelldorin, caballero. ¿En que puedo serviros?

—Los ladrones de quiénes habla vuestro amigo, ¿eran plebeyos o nobles?

—Eran siervos, señor —contestó Lelldorin—, brutos y harapientos. Sin duda huidos de sus señores para dedicarse a la delincuencia en el bosque.

—¿Cómo podemos esperar que los siervos se sometan y cumplan con su deber, cuando los mismos nobles se levantan contra la corona?

—Tenéis razón, señor —asintió Lelldorin con una expresión de pena un poco exagerada—. ¡Cuántas veces he dicho lo mismo a los que hablan de la opresión mimbrana y de su petulante arrogancia! Sin embargo, mis llamadas a la razón y al respeto obediente hacia vuestra majestad, nuestro rey y señor, son recibidas con burlas y frío desprecio —suspiró.

—Vuestra sabiduría os honra, joven Lelldorin —aprobó el caballero—, pero por desgracia debo deteneros a vos y a vuestros compañeros para verificar ciertos detalles.

—¡Caballero! —protestó Seda con energía—. Un cambio de clima podría disminuir el valor de mis mercancías en Tol Honeth. Le ruego que no me demore.

—Lo lamento, pero es necesario, mi buen mercader —contestó el caballero—. Astur está llena de agitadores y conspiradores y no puedo permitir que nadie la atraviese sin una escrupulosa investigación.

Se oyó cierta agitación al fondo de la columna de mimbranos. Unos cincuenta tolnedranos enfilados de uno en uno, con resplandecientes petos bruñidos, cascos con plumas y capas carmesí, cabalgaban lentos junto a la columna de los caballeros.

—¿Cuál es el problema? —preguntó amablemente el comandante de la legión, un hombre delgado y pálido de unos cuarenta años, y se detuvo a pocos pasos del caballo de Seda.

—No necesitamos la ayuda de las legiones en este asunto —dijo el caballero con frialdad—. Nuestras órdenes proceden de Vo Mimbre, nos han enviado para restablecer el orden en Astur e interrogábamos a estos viajeros con ese fin.

—Tengo un gran respeto por el orden, caballero —respondió el tolnedrano—, pero la seguridad del camino es mi responsabilidad. —Miró inquisitivo a Seda.

—Soy Radek de Boktor, capitán —dijo Seda—, un comerciante drasniano en camino a Tol Honeth. Tengo documentos, Si queréis mirarlos.

—Los documentos pueden falsificarse con facilidad —declaró el caballero.

—Así es —asintió el tolnedrano—, pero para ganar tiempo tengo por costumbre aceptar todos los documentos como válidos. Un comerciante drasniano con mercancías en sus sacos tiene una razón legítima para pasar por la Ruta Imperial, caballero. No hay motivo para detenerlo, ¿verdad?

—Nosotros pretendemos acabar con el pillaje y con la rebelión —afirmó el caballero con vehemencia.

—Acabad con ello —dijo el capitán—, pero fuera de la ruta, si no os importa. Según los tratados, la Ruta Imperial es territorio tolnedrano. Lo que hagáis cincuenta metros más allá, en el bosque, es asunto vuestro, pero lo que ocurre en este camino es asunto mío. Estoy seguro de que ningún caballero tolnedrano desearía humillar a su rey violando un acuerdo solemne entre la corona de Arendia y el emperador de Tolnedra, ¿verdad? —El caballero lo miró indefenso—. Creo que debes continuar tu viaje, buen hombre —dijo el tolnedrano a Seda—. Estoy seguro de que todo Tol Honeth espera impaciente tu llegada.

Seda le sonrió, le dedicó una extravagante reverencia desde su montura, luego hizo un gesto a los demás y todos cabalgaron lentamente junto al encolerizado caballero mimbrano. Después de que pasaran, los legionarios cerraron filas en medio del camino, con lo que evitaron cualquier intento de persecución.

—Ése si que es un buen hombre —dijo Barak—. En general, los tolnedranos no me caen muy bien, pero éste es diferente.

—Démonos prisa —dijo el señor Lobo—, preferiría no volver a encontrarme con esos caballeros después de que se vayan los tolnedranos.

Partieron al galope y dejaron atrás a los caballeros en plena discusión acalorada con el comandante de la legión, en el medio del camino.

Aquella noche se hospedaron en un hostal tolnedrano de gruesos muros y, acaso por primera vez en su vida, Garion se bañó sin necesidad de la insistencia, ni siquiera la sugerencia, de su tía Pol. A pesar de que no había tenido oportunidad de participar de forma activa en la lucha de la noche anterior, se sentía como si estuviera manchado de sangre o de algo peor. Nunca antes se había percatado de la forma grotesca en que los hombres podían mutilarse en una batalla. La visión de un hombre vivo con las tripas o los sesos afuera le había hecho sentir una profunda vergüenza al advertir que los más íntimos secretos del cuerpo humano pudieran quedar al descubierto de una forma tan grosera. Se sentía sucio. Se quitó la ropa en el baño frío y también, sin pensarlo, el amuleto que el señor Lobo y tía Pol le habían regalado, luego entró en la bañera llena de vapor, donde frotó su cuerpo con un cepillo duro y jabón, con más fuerza de la que hubiese requerido la más escrupulosa obsesión por el aseo personal.

Durante los días siguientes se dirigieron hacia el sur a paso constante, se detuvieron cada noche en los hostales tolnedranos que se hallaban distribuidos de modo uniforme por el territorio, donde la presencia de los recios legionarios les recordaba que el poder de la Tolnedra Imperial garantizaba la seguridad de los viajeros que buscaban allí cobijo.

Sin embargo, seis días después de la pelea en el bosque, el caballo de Lelldorin quedó cojo. Durnik y Hettar, bajo la supervisión de tía Pol, se pasaron varias horas calentando cataplasmas en un pequeño fuego junto al camino y aplicándolas a la pata del animal, mientras Lobo se enfurecía por la demora. Cuando el caballo estuvo en condiciones de continuar, todos advirtieron que no podrían llegar al hostal antes de que anocheciera.

—Bueno, viejo Lobo —dijo tía Pol después de que volvieran a montar—, ¿qué hacemos ahora? ¿Seguimos la cabalgada durante la noche o volvemos a acampar en el bosque?

—Aún no lo he decidido —contestó Lobo, cortante.

—Si no recuerdo mal, hay una aldea cerca de aquí —dijo Lelldorin, ahora montado en un caballo algario—. Es un sitio humilde, pero creo que tiene una especie de posada.

—Eso suena fatal —dijo Seda—. ¿Qué quieres decir exactamente con «una especie de posada»?

—El señor de estas tierras es más bien avaro —contestó Lelldorin—, sus impuestos son tremendos y a la gente le queda muy poco dinero para sí. La posada no es buena.

—Tendremos que arriesgarnos —dijo Lobo, y se puso al frente a un galope rápido.

A medida que se acercaban a la aldea, las grandes nubes comenzaron a aclarar y el sol se asomó en un débil reflejo. La aldea era aún peor de lo que las palabras de Lelldorin les había inducido a imaginar. En los lodazales de las afueras se amontonaba media docena de mendigos harapientos, chillando y con las manos extendidas en actitud implorante. Las casas eran sólo vulgares chozas y despedían el humo de los fuegos miserables que encendían adentro. Cerdos raquíticos hozaban en las calles de barro y despedían un olor hediondo.

Una procesión fúnebre avanzaba con dificultad sobre el barro en dirección al cementerio, al otro lado de la aldea. El cadáver, cargado sobre una tabla, estaba envuelto en una harapienta manta marrón, y los sacerdotes encapuchados y con túnicas ostentosas de Chaldan, el dios arendiano, entonaban un antiguo himno con muchas referencias a la guerra y a la venganza, pero pocas al consuelo. La viuda, que seguía el cortejo con un niño sollozante en su regazo, tenía la cara inexpresiva y la mirada apagada.

La posada olía a cerveza rancia y a comida podrida. El fuego había destruido un extremo de la sala común y el techo bajo de vigas se hallaba chamuscado y ennegrecido. El agujero de la pared estaba oculto con un trozo de lona podrida, la chimenea que había en medio de la habitación humeaba y el posadero, un hombre de facciones duras, era un tipo hosco. Para la cena les ofreció unos cuencos de gachas aguadas, una mezcla de cebada y nabos.

—Encantador —dijo Seda con sarcasmo, e hizo a un lado su bol sin siquiera probar su contenido—. Me has sorprendido, Lelldorin. Tu pasión por corregir injusticias parece haber olvidado este sitio. ¿Puedo sugerir que en tu próxima cruzada incluyas una visita al señor de estas tierras? Creo que hace tiempo que merece un linchamiento.

—No me había dado cuenta de que estuvieran tan mal —contestó Lelldorin en voz baja.

Miró a su alrededor como si viera ciertas cosas por primera vez. En su cara expresiva se reflejaba un espantoso horror.

Garion, con el estómago descompuesto, se puso en pie.

—Voy a salir —dijo.

—No demasiado lejos —advirtió tía Pol.

Afuera el aire estaba algo más limpio y Garion caminó con cautela en dirección a las afueras de la aldea.

—Por favor, señor —imploró una niña pequeña de ojos enormes—, ¿tenéis un trozo de pan?

Garion la miró impotente.

—Lo siento.

Rebuscó en su ropa, por si encontraba algo para darle, pero la niña comenzó a llorar y se fue.

En el campo lleno de estacas, más allá de las calles hediondas, un chico harapiento de edad aproximada a la de Garion tocaba la flauta mientras vigilaba a unas pocas vacas raquíticas. La melodía era conmovedora y pura, aunque pasaba inadvertida entre las chozas bajo los rayos oblicuos del sol pálido. El chico vio a Garion, pero no dejó de tocar. Aunque no hablaron, sus ojos se encontraron en una especie de sombrío reconocimiento.

En el límite del bosque y el campo, un hombre con ropas oscuras montado en un caballo negro salió de entre los árboles y se sentó a mirar la aldea. Aquella figura oscura le resultaba siniestra y vagamente familiar. Por alguna razón, Garion pensó que debía reconocer al jinete, pero aunque rebuscó en su mente, no logró recordar su nombre. Siguió mirando a aquella figura durante un largo rato y notó, de un modo casi inconsciente, que aunque el jinete y su caballo estaban bajo la luz del crepúsculo, no proyectaban ninguna sombra. En lo más profundo de su mente algo lo inducía a gritar, pero se quedó absorto en la contemplación. No le contaría nada a tía Pol ni a los demás, porque en realidad no había nada que contar; en cuanto volviera la espalda, se olvidaría de todo.

La luz comenzaba a palidecer y Garion sintió un escalofrío, así que volvió a la posada con la dolorosa melodía de la flauta elevándose hacia el cielo sobre su cabeza.