Capítulo 25
Durante los días siguientes permanecieron a bordo del barco de Greldik esperando noticias de Seda y del señor Lobo. Ce'Nedra se restableció y apareció en cubierta con una túnica dríada de color pálido que a Garion le pareció sólo un poco menos atrevida que las que usaban las mujeres nyissanas. Cuando le sugirió, bastante cohibido, que debería ponerse algo más, ella se rió de él. Con una testarudez que sacaba a Garion de las casillas, volvió a la tarea de enseñarle a leer y escribir. Se sentaron en un rincón de cubierta a luchar con un aburrido libro de diplomacia tolnedrana. A Garion el estudio se le hacía interminable, pero en realidad tenía una mente despierta y aprendía con asombrosa rapidez. Ce'Nedra era demasiado desconsiderada como para felicitarlo. Sin embargo, parecía aguardar con ansiedad la más mínima equivocación y se deleitaba en ridiculizarlo. Cuando se sentaban juntos, la proximidad de Ce'Nedra, con su perfume suave y persistente, lo distraía, y sudaba tanto por el contacto ocasional con su mano, su brazo o su cadera como por el clima. Acaso como consecuencia de la juventud de ambos, ella era intolerante, y él, obcecado; y como el calor húmedo y pegajoso los volvía malhumorados e irritables, las clases solían acabar en peleas.
Una mañana, cuando se despertaron, un barco nyissano, negro y cuadrangular, amarró en un muelle cercano. Despedía un olor pestilente que el viento transportaba hasta ellos.
—¿Qué es ese olor? —le preguntó Garion a uno de los marineros.
—Esclavos —respondió el marinero con expresión sombría, y señaló al barco nyissano—. En alta mar puedes olerlos a veinte millas de distancia.
Garion miró hacia el horrible barco negro y sintió un escalofrío. Barak y Mandorallen cruzaron la cubierta y se unieron a Garion junto a la baranda.
—Parece un lanchón —dijo con tono de desprecio Barak, refiriéndose al barco nyissano.
Estaba desnudo de cintura para arriba y tenía el torso velludo cubierto de sudor.
—Es un barco de esclavos —le contó Garion.
—Huele como una cloaca —protestó Barak—. Un buen fuego lo mejoraría mucho.
—Un comercio despreciable, Barak —dijo Mandorallen—. Nyissa se ha alimentado de la miseria humana durante innumerables siglos.
—¿Es un muelle drasniano? —preguntó Barak con los ojos entrecerrados.
—No —respondió Garion—, los marineros dicen que todo lo que hay de aquel lado es nyissano.
—Es una vergüenza —gruñó Barak.
Un grupo de hombres con cotas de malla y capas negras saltaron al muelle desde el barco de esclavos y se detuvieron junto a la popa del barco.
—Ay, ay, ay... —se lamentó Barak—, ¿dónde está Hettar?
—Todavía está abajo —respondió Garion—. ¿Qué pasa?
—Mantente alerta por si viene Hettar, esos de ahí son murgos.
Los marineros de cabeza rapada abrieron las compuertas del barco y gritaron con brutalidad unas cuantas órdenes. Una fila de hombres de aspecto deprimido comenzó a subir despacio desde la bodega; tenían collares de hierro en el cuello y estaban unidos entre sí por cadenas.
Mandorallen se sobresaltó y comenzó a maldecir.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Barak.
—¡Arendianos! —exclamó el caballero—. Había oído hablar de esto, pero no lo creía. —¿Hablar de qué?
—Durante años en Arendia ha corrido un terrible rumor —respondió Mandorallen con el rostro pálido por la furia—. Dicen que algunos de nuestros nobles se enriquecen gracias a la venta de criados a los nyissanos.
—Por lo visto es algo más que un rumor —observó Barak.
—Mira —gruñó Mandorallen—, ¿ves el estandarte en la túnica de aquel que va allí? Es el símbolo de Vo Toral. Sabía que el barón Vo Toral era un tremendo despilfarrador, pero nunca pensé que hiciera nada deshonroso. Cuando vuelva a Arendia, lo denunciaré públicamente.
—¿Y de qué servirá? —preguntó Barak.
—Se verá forzado a desafiarme —dijo Mandorallen sombrío— y probaré su villanía con su sangre.
—Siervo o esclavo, ¿cuál es la diferencia? —preguntó Barak encogido de hombros.
—Esos hombres tienen derechos —sentenció Mandorallen—, y su señor está obligado a protegerlos y a cuidar de ellos, pues nuestro voto de caballeros nos compromete a hacerlo. Esta vergonzosa transacción mancha el honor de todos los caballeros respetables de Arendia y no descansaré hasta segar la vida miserable de ese malvado barón.
—Es una idea interesante —asintió Barak—. Tal vez vaya contigo.
Hettar subió a cubierta y Barak se le acercó de inmediato y comenzó a hablarle en voz baja mientras le sujetaba un brazo con firmeza.
—¡Hacedlos saltar un poco! —ordenó con crueldad uno de los murgos—. Quiero ver si son mansos.
Un nyissano de hombros anchos desenroscó un látigo y comenzó a azotar con destreza las piernas de los hombres encadenados. Los esclavos comenzaron a saltar como locos sobre el muelle, junto al barco.
—¡Cerdos! —maldijo Mandorallen y se sujetó a la baranda hasta que sus nudillos quedaron blancos.
—Tranquilo —le aconsejó Garion—, tía Pol dice que tenemos que pasar inadvertidos.
—¡No puedo tolerarlo! —gritó Mandorallen.
La cadena que unía a los esclavos entre si era vieja y estaba oxidada. De repente, uno de los esclavos tropezó, se soltó un eslabón y el hombre quedó en libertad. Con la agilidad propia de su desesperación, se puso en pie de un salto, dio dos pasos rápidos y se arrojó a las tenebrosas aguas del río.
—¡Por aquí, señor! —le gritó Mandorallen al esclavo que nadaba.
El corpulento nyissano se rió con crueldad y señaló al esclavo que se escapaba.
—¡Mirad! —les dijo a los murgos.
—¡Detenlo, idiota! —le gritó uno de los murgos—. Pagué mucho oro por él.
—Es demasiado tarde —replicó el nyissano con una sonrisa perversa—, mirad.
De repente el esclavo gritó y desapareció de la vista. Cuando volvió a salir a la superficie, su cara y sus brazos estaban cubiertos de las sanguijuelas largas y pegajosas que infestaban las aguas del río. El hombre gritaba e intentaba librarse de ellas, pero en sus esfuerzos por hacerlo, arrancaba trozos de su propia carne.
Los murgos comenzaron a reír y a Garion le pareció que su mente estallaba. Hizo un gran esfuerzo de concentración, señaló el muelle con la mano más allá de su propio barco y dijo:
—¡Ve hacia allí!
Entonces sintió una enorme agitación, como si una descomunal marea surgiera de su cuerpo y, casi sin sentido, se apoyó sobre Mandorallen. El ruido dentro de su cabeza era ensordecedor.
El esclavo, cubierto de serpenteantes sanguijuelas y todavía retorcido de dolor, apareció de pronto en el muelle. Entonces Garion sintió que lo embargaba una poderosa sensación de cansancio, y si Mandorallen no lo hubiera cogido se habría caído al suelo.
—¿Adónde fue? —preguntó Barak, quien aún miraba hacia el sitio donde estaba el esclavo un momento antes—. ¿Se hundió?
Sin decir palabra, Mandorallen señaló con una mano temblorosa al esclavo, que yacía sobre el muelle drasniano luchando débilmente por su vida, a unos veinte metros de la proa de su barco.
Barak miró al esclavo y luego otra vez hacia el río. El hombretón parpadeó sorprendido.
Una barca pequeña con cuatro nyissanos a los remos salió del otro muelle y se dirigió hacia el barco de Greldik. Un murgo alto estaba de pie en la proa con expresión de enfado en su cara llena de cicatrices.
—Tenéis algo de mi propiedad —gritó por encima de las aguas—. Devolvedme al esclavo de inmediato.
—¿Por qué no vienes a buscarlo, murgo? —respondió Barak al tiempo que soltaba el brazo de Hettar.
El algario cogió un largo bichero y fue hacia un extremo del barco.
—¿No se me molestará? —preguntó el murgo con desconfianza.
—¿Por qué no te acercas y lo discutimos? —sugirió Barak con cortesía.
—Me estáis privando del derecho a mi propiedad —protestó el murgo.
—En absoluto —replicó Barak—. Aunque tal vez haya una pequeña cuestión legal en el asunto: este muelle es drasniano y como en Drasnia no está permitida la esclavitud, ese hombre ya no es un esclavo.
—Traeré a mis hombres —dijo el murgo—, y si es necesario, nos llevaremos al esclavo por la fuerza.
—Entonces tendremos que considerarlo una invasión al territorio alorn —le advirtió Barak con una falsa expresión de pena—. En ausencia de nuestros primos drasnianos, estaríamos obligados a tomar medidas para defender su muelle. ¿Tú qué crees, Mandorallen?
—Vuestras conclusiones son de lo más exacto, señor —respondió Mandorallen—. Según la tradición, los hombres honorables están obligados a defender el territorio de sus amigos en su ausencia.
—Ahí tienes —le dijo Barak al murgo—, ya ves cómo son las cosas. Mi amigo es un arendiano, por lo tanto es del todo imparcial en este asunto; por consiguiente, creo que deberíamos aceptar su interpretación de los hechos.
Los marineros de Greldik se habían subido al cordaje y colgaban de las sogas como monos enormes de aspecto malicioso que esgrimían sus armas y le sonreían al murgo.
—Hay otra forma de hacerlo —dijo el murgo con tono maligno.
Garion percibió una fuerza que empezaba a crecer y un leve zumbido en su cabeza. Entonces apoyó las manos sobre la baranda de madera que tenía delante y se levantó. Se sentía muy débil todavía, pero se armó de valor e intentó recobrar las fuerzas.
—Ya es suficiente —dijo tía Pol en tono contundente tras subir a cubierta seguida de Ce'Nedra.
—Sólo teníamos una pequeña discusión legal —se disculpó Barak con aire inocente.
—Sé lo que hacíais —lo cortó ella con ojos furiosos. Miró a través del río hacia el murgo—: Será mejor que te vayas —le dijo.
—Primero tengo que llevarme algo —repuso el hombre desde el bote.
—Yo en tu lugar me olvidaría de ello.
—Ya veremos —dijo él, luego se irguió y comenzó a murmurar algo para si mientras sus manos se movían con rapidez en una suerte de complicados gestos.
Garion tuvo la impresión de que un viento lo empujaba hacia atrás, pero el aire estaba completamente calmo.
—Asegúrate de hacerlo bien —le aconsejó tía Pol con calma—, si olvidas la más mínima parte, te explotará en la cara.
El hombre del bote se quedó helado y frunció la frente con un gesto de preocupación; en ese instante el extraño viento que empujaba a Garion se detuvo. Pero enseguida el murgo comenzó a mover los dedos en el aire otra vez con cara de concentración.
—Se hace así, grolim —dijo tía Pol.
Hizo un ligero movimiento con la mano y Garion sintió una súbita corriente, como si el viento que lo empujaba hubiese empezado a soplar en dirección contraria. El grolim levantó los brazos y se tambaleó hacia atrás hasta caer en el fondo de su bote, que, como si le hubiesen dado un fuerte empujón, se desplazó varios metros hacia atrás. Poco después, el murgo intentó levantarse, con los ojos muy abiertos y pálido como un cadáver.
—Vuelve con tu amo, cerdo —le espetó tía Pol con severidad—, y dile que te azote por no haber aprendido tus lecciones como se debe.
El grolim intercambió unas rápidas palabras con los nyissanos que llevaban los remos y éstos giraron el bote de inmediato y remaron hacia el barco de los esclavos.
—Teníamos una bonita pelea en puerta, Polgara —protestó Barak—. ¿Por qué has tenido que estropearla?
—A ver si creces de una vez —dijo ella con brusquedad. Luego se volvió hacia Garion con los ojos encendidos de furia y el mechón blanco de su frente al rojo vivo—: ¡idiota! Te niegas a recibir cualquier tipo de instrucción y luego te lanzas como un toro furioso. ¿Tienes la más mínima idea de la conmoción que causa una translocación? Has alertado a todos los grolims de Sthiss Tor de nuestra presencia aquí.
—Se estaba muriendo —protestó Garion con un gesto impotente hacia el esclavo que yacía en el muelle—. Tenía que hacer algo.
—Ha muerto en cuanto ha tocado el agua —dijo ella de forma contundente—. Míralo.
El esclavo estaba rígido y arqueado en una postura de mortal agonía, con la cabeza torcida hacia atrás y la boca abierta. Era evidente que estaba muerto.
—¿Qué le ha pasado? —preguntó Garion, que de repente sentía nauseas.
—Las sanguijuelas son venenosas y paralizan a sus víctimas para poder comérselas sin que las molesten. Las picaduras le provocan un paro cardíaco. Por lo tanto, nos has delatado a los murgos para salvar a un hombre muerto.
—¡Cuando lo hice no estaba muerto! —gritó Garion—. ¡Estaba pidiendo ayuda! —agregó más furioso de lo que nunca había estado en su vida.
—No había forma de ayudarlo —replicó ella con una voz fría, incluso cruel.
—¿Qué clase de monstruo eres? —le preguntó él con los dientes apretados—. ¿Acaso no tienes sentimientos? Tú lo hubieses dejado morir, ¿verdad?
—No creo que sea el momento ni el lugar adecuado para discutir eso.
—¡Sí! Este es el momento apropiado, ahora mismo, tía Pol. Ni siquiera eres humana, ¿lo sabías? Has dejado de ser humana hace tanto tiempo que ni siquiera recuerdas dónde ocurrió. Tienes cuatro mil años y nuestras vidas pasan como un simple parpadeo de tus ojos. Para ti sólo somos un entretenimiento, una hora de diversión. Nos manipulas como si fuésemos títeres para pasar el rato. Pues bien, yo estoy cansado de que me dirijas, así que tú y yo hemos terminado.
Tal vez hubiera ido más lejos de lo que pretendía, pero la furia lo había desbordado y las palabras habían salido de su boca sin que pudiera detenerlas.
Ella lo miró; su cara estaba pálida como si él acabara de pegarle, pero enseguida recuperó la compostura.
—¡Niño estúpido! —dijo con una voz aterradora por su serenidad—. ¿Terminar, tú y yo? ¿Cuándo comprenderás todo lo que he tenido que hacer para traerte a este mundo? Has estado a mi cuidado durante más de mil años, he soportado angustias, carencias y dolor más allá de lo que tú puedas empezar a comprender, y todo por ti. He vivido cientos de años en la pobreza y en la mugre; he dejado a una hermana a la que amaba más que a mi vida; he afrontado todos los peligros y me he consumido en la desesperación docenas y docenas de veces, todo por ti. ¿Y tú crees que para mí ha sido una diversión, un vano entretenimiento? ¿Crees que la clase de cuidados que te he prodigado durante mil años se consigue con tanta facilidad? Tú y yo nunca terminaremos, Belgarion. ¡Jamás! Si es necesario, seguiremos juntos hasta el fin de nuestros días, pero nunca terminaremos, me debes demasiado como para eso.
Se hizo un espantoso silencio. Los demás, impresionados por la intensidad de las palabras de tía Pol, se quedaron inmóviles. Luego los miraron, primero a ella y después a él. Sin agregar una palabra más, Polgara dio media vuelta y volvió a bajar a la bodega.
Garion miró indefenso a su alrededor y de pronto se sintió terriblemente avergonzado y solo.
—Tenía que hacerlo, ¿verdad? —preguntó sin dirigirse a nadie en particular y no demasiado seguro de lo que quería decir.
Todos lo miraron, pero ninguno respondió a su pregunta.