Capítulo 13
Atravesar el bosque de Vordue les llevó tres días. Garion, que recordaba los peligros del bosque arendiano, estaba un poco asustado y vigilaba con nerviosismo las sombras ocultas entre los árboles, pero cuando transcurrió la primera jornada sin que ocurriera nada extraordinario, se tranquilizó. El señor Lobo, por el contrario, se ponía de peor humor a medida que avanzaban hacia el sur.
—Están planeando algo. ¡Ojalá lo hicieran de una vez! Odio cabalgar vigilando por encima del hombro a cada paso.
En todo el camino, Garion no tuvo oportunidad de hablar con tía Pol sobre lo que le había sucedido al monje loco de Mar Terrin. Tenía la impresión de que lo evitaba con deliberación, y, cuando por fin logró acercar su caballo al de ella y le preguntó por el incidente, tía Pol le respondió con vaguedades que no consiguieron calmar su ansiedad.
A media mañana del tercer día salieron de entre los árboles y se encontraron en campo abierto. A diferencia de la llanura arendiana, donde había grandes extensiones de tierra yerma, todos los campos tolnedranos estaban cultivados y separados entre sí por pequeños muros de piedra. Aunque todavía faltaba mucho para que hiciera calor, el sol brillaba con fuerza y la tierra removida de los campos, lista para la siembra, era rica y oscura. El camino era ancho y recto, y en él se cruzaron con muchos viajeros. Intercambiaban saludos breves, aunque corteses, y Garion comenzó a sentirse mejor.
Este país parecía demasiado civilizado para el tipo de peligros con que se habían topado en Arendia.
Ya promediaba la tarde cuando llegaron a una ciudad bastante grande donde los mercaderes, vestidos con capas de los más variados colores, los llamaban con súplicas desde los puestos que abarrotaban las calles para que pararan a mirar sus mercancías.
—Parecen desesperados —dijo Durnik.
—Los tolnedranos no pueden soportar que se les escape un cliente —le explicó Seda—; son codiciosos.
Más adelante, presenciaron un incidente en una pequeña plaza. Una media docena de soldados desaliñados y sin afeitar importunaban a un individuo de aspecto arrogante que llevaba una capa verde.
—¡Haceos a un lado! —protestó el hombre con severidad.
—Sólo queremos decirte un par de cosas, Lembor —repuso uno de los soldados con una mirada perversa. Era un hombre delgado y tenía una enorme cicatriz en una mejilla.
—¡Qué idiota! —dijo un transeúnte con una risa irónica—. Lembor se cree tan importante que ya no se molesta en tomar precauciones.
—¿Lo están arrestando, amigo? —preguntó Durnik con amabilidad.
—Sólo por un breve tiempo —dijo el transeúnte.
—¿Y qué le van a hacer? —preguntó Durnik.
—Lo habitual.
—¿Qué es lo habitual?
—Observa y verás. El muy tonto debió salir con sus guardaespaldas.
Los soldados habían rodeado al hombre de la capa verde y dos de ellos le sujetaron los brazos con brusquedad.
—¡Dejadme ir! —protestó Lembor—. ¿Qué creéis que estáis haciendo?
—Acompáñanos sin rechistar, Lembor —ordenó el soldado con la cicatriz en la cara—. De ese modo será mucho más fácil. —Y comenzaron a tirar de él en dirección a una callejuela estrecha.
—¡Socorro! —gritó Lembor desesperado, mientras intentaba zafarse.
Uno de los soldados le dio un puñetazo en la boca y lo arrastraron hasta la callejuela. Se oyó un breve chillido y el ruido de un forcejeo. También les llegaban otros ruidos, unos pocos gemidos, el sonido metálico de acero golpeando los huesos, y por fin un largo y jadeante quejido. Un ancho riachuelo de brillante sangre roja salió de la callejuela y cayó a la cuneta. Unos minutos después los soldados volvieron a la plaza sonrientes mientras limpiaban sus espadas.
—Tenemos que hacer algo —dijo Garion, descompuesto de rabia y horror.
—No —dijo Seda, cortante—. Lo que tenemos que hacer es ocuparnos de nuestros asuntos. No estamos aquí para meternos en problemas de política local.
—¿Política? —protestó Garion—. Eso fue un asesinato deliberado. Al menos deberíamos comprobar si sigue vivo.
—No es muy probable —dijo Barak—; sin duda, seis hombres con espadas son capaces de hacer un buen trabajo.
Otra docena de soldados, de aspecto tan desaliñado como los primeros, entró en la plaza con las espadas desenvainadas.
—Demasiado tarde, Rabbas —rió el soldado de la cicatriz dirigiéndose al jefe de los recién llegados—. Lembor ya no te necesita. Acaba de caer muerto, así que parece que te has quedado sin trabajo.
El individuo llamado Rabbas se detuvo con una expresión sombría. Luego sus facciones se transformaron con una feroz astucia.
—Tal vez tengas razón, Kragger —admitió con voz igualmente grave—, pero es probable que podamos crear algunas vacantes en la guardia de Elgon. Estoy seguro de que él se alegrará de contratar a unos buenos sustitutos.
Comenzó a avanzar mientras blandía su corta espada dibujando un arco bajo y peligroso.
Entonces se oyó el retintín de una marcha y aparecieron unos veinte legionarios en columnas de a dos; golpeaban al unísono con sus botas los adoquines de la plaza y llevaban lanzas cortas en las manos. Se detuvieron delante de los soldados y cada columna se enfrentó a un grupo con las lanzas levantadas. Los caballeros llevaban petos pulidos y brillantes y armas sin mácula.
—Muy bien, Rabbas, Kragger, ya es suficiente —dijo severo el sargento a cargo—. Quiero que os vayáis de esta calle de inmediato.
—Este cerdo ha matado a Lembor, sargento —protestó Rabbas.
—Eso está muy mal —dijo el sargento sin darle demasiada importancia—. Ahora despejad la calle, no va a haber ninguna refriega mientras yo esté de servicio.
—¿No va a hacer nada? —preguntó Rabbas.
—Si —dijo el legionario—, voy a despejar la calle. Ahora, fuera de aquí.
Rabbas se volvió de mala gana y condujo a sus hombres fuera de la plaza.
—También va por ti, Kragger —ordenó el sargento.
—Por supuesto, sargento —dijo Kragger con una sonrisa sarcástica—. De todos modos, ya nos íbamos.
Se había reunido una multitud y cuando los legionarios escoltaron a los desaliñados soldados fuera de la plaza, se oyeron abucheos. El sargento miró a su alrededor con una expresión temible y los abucheos cesaron en el acto.
De repente Durnik lanzó un agudo silbido.
—Allí, al otro lado de la plaza —le indicó a Lobo en un murmullo ronco—. ¿No es Brill?
—¿Otra vez? —La voz de Lobo reflejaba exasperación—. ¿Cómo hace para adelantarse a nosotros todo el tiempo?
—Vayamos a averiguar lo que se propone —sugirió Seda con un brillo en los ojos.
—Reconocería a cualquiera de nosotros que intentara seguirlo —advirtió Barak.
—Dejádmelo a mí —dijo Seda, al tiempo que se apeaba de la silla.
—¿Nos ha visto? —preguntó Garion.
—No lo creo —respondió Durnik—. Está hablando con unos hombres y no mira hacia aquí.
—Al sur de la ciudad hay una posada —dijo enseguida Seda mientras se quitaba la chaqueta y la ataba a su montura—. Os encontraré allí dentro de una hora, más o menos.
Luego el hombrecillo dio media vuelta y desapareció entre la muchedumbre.
Todos desmontaron y guiaron a los animales despacio alrededor de la plaza, lo más cerca posible de los edificios y ocultándose de Brill entre éstos y los caballos.
Garion echó una mirada hacia la callejuela donde Kragger y sus hombres habían arrastrado a Lembor. En un rincón oscuro había un bulto cubierto con la capa verde y grandes salpicaduras de sangre sobre las paredes y los mugrientos adoquines de la callejuela.
Más allá de la plaza la ciudad hervía de excitación y, en algunos casos, de consternación.
—¿Lembor, dices? —le decía un mercader de rostro ceniciento y capa azul a otro de aspecto nervioso—. Imposible.
—Mi hermano acaba de hablar con un hombre que estaba allí —dijo el segundo mercader—. Cuarenta soldados de Elgon lo atacaron en medio de la calle y lo mataron delante de la gente.
—¿Qué será de nosotros? —preguntó el primer hombre con voz temblorosa.
—No sé qué harás tú, pero yo voy a esconderme. Ahora que Lembor está muerto, es probable que los soldados de Elgon nos maten a todos los demás.
—No se atreverían.
—¿Quién va a detenerlos? Me voy a casa.
—¿Por qué habremos escuchado a Lembor? —gimoteó el primer mercader—. Podríamos habernos mantenido al margen de todo este asunto.
—Ya es demasiado tarde para lamentarse —dijo el segundo hombre—. Me iré a casa y protegeré las puertas.
Dio media vuelta y se marchó veloz. El primer hombre lo miró con fijeza y luego él también salió a la carrera.
—Se juegan la vida, ¿verdad? —apuntó Barak.
—¿Y por qué lo permiten las legiones? —preguntó Mandorallen.
—En estos asuntos las legiones mantienen una posición neutral —dijo Lobo—; forma parte de su juramento.
La posada donde Seda los había enviado era un bonito edificio cuadrado rodeado de muros bajos. Amarraron sus caballos en el patio y entraron.
—Podríamos aprovechar para comer, padre —sugirió tía Pol mientras se sentaba a la limpia mesa de roble que había en la luminosa sala de estar.
—Yo sólo iba a... —Lobo miró hacia la puerta de la taberna.
—Ya lo sé —dijo ella—, pero creo que primero debemos comer.
—De acuerdo, Pol —suspiró Lobo.
El posadero les trajo una fuente de chuletas humeantes y gruesas rebanadas de pan negro untadas con mantequilla. Después de lo que había presenciado en la plaza, Garion tenía el estómago un poco revuelto, pero el aroma de las chuletas pronto se impuso. Casi habían terminado de comer cuando entró un hombrecillo zarrapastroso con una camisa de hilo, guardapolvo de cuero y un sombrero harapiento, y sin ninguna ceremonia se acomodó en la mesa. Por alguna razón, su cara les resultaba ligeramente familiar.
—¡Vino! —gritó al posadero—. ¡Y comida!
Escudriñó a su alrededor en la luz dorada que se colaba por los cristales amarillos de la sala.
—Hay otras mesas, amigo —dijo Mandorallen con frialdad. —A mí me gusta ésta —afirmó el desconocido, luego miró a cada uno de ellos por turno y lanzó una inesperada carcajada. Garion contempló atónito cómo la cara del hombre se relajaba y los músculos se movían bajo la piel hasta volver a su posición natural. Era Seda.
—¿Cómo lo has hecho? —preguntó Barak asombrado. Seda le dedicó una sonrisa y luego se llevó las manos a la cara para masajearse las mejillas con las puntas de los dedos.
—Concentración, Barak; concentración y mucha práctica. Sin embargo, me deja las mandíbulas un poco doloridas.
—Supongo que en ciertas circunstancias esa habilidad resultará muy útil —dijo Hettar con suavidad.
—Sobre todo para un espía —dijo Barak. Seda, irónico, le hizo una reverencia.
—¿De dónde has sacado esa ropa?
—La he robado —dijo Seda con un encogimiento de hombros mientras se quitaba el guardapolvo.
—¿Qué hace Brill aquí? —preguntó Lobo.
—Buscar problemas, como siempre —respondió Seda—. Le dice a la gente que un murgo llamado Asharak ofrece una recompensa por cualquier información sobre nosotros. Te describe bastante bien, viejo amigo, aunque de un modo no demasiado halagador.
—Creo que tendremos que ocuparnos de Asharak muy pronto —dijo tía Pol—, está empezando a ponerme nerviosa.
—Hay algo más —dijo Seda mientras se servía una chuleta—. Brill le dice a todo el mundo que Garion es el hijo de Asharak, que nosotros lo hemos secuestrado y que ofrece una gran recompensa por su liberación.
—¿Garion? —preguntó tía Pol, incisiva. Seda asintió.
—La magnitud de la recompensa que ofrece hará que todos los tolnedranos mantengan los ojos bien abiertos —explicó, al tiempo que cogía un trozo de pan.
—¿Por qué a mí? —preguntó Garion, que sentía ya una aguda punzada de temor.
—Para demorarnos —dijo Lobo—. Asharak, sea quien sea, sabe que Polgara se quedaría para rescatarte, y también nosotros, casi con seguridad. De ese modo Zedar tendría tiempo de escapar.
—¿Pero quién es Asharak? —preguntó Hettar entrecerrando los ojos.
—Supongo que un grolim —dijo Lobo—. Sus actividades son demasiado importantes para un vulgar murgo.
—¿En qué se nota la diferencia? —preguntó Durnik.
—No se nota —respondió Lobo—, son muy parecidos. Pertenecen a distintas tribus pero tienen un parentesco más cercano que con cualquier otro de los pueblos angaraks. Cualquiera puede distinguir un nadrak de un thull, o un thull de un malloreano, pero los murgos y los grolims son tan parecidos que no se nota la diferencia.
—Yo nunca he tenido problemas —dijo tía Pol—; sus mentes son muy distintas.
—Eso nos lo pone mucho más fácil —comentó Barak con frialdad—. Sólo tendremos que abrirle la cabeza al próximo murgo que encontremos, y tú nos enseñas la diferencia.
—Últimamente has pasado demasiado tiempo con Seda —afirmó tía Pol con acritud— y empiezas a hablar como él.
Barak miró a Seda y le hizo un guiño.
—Dejémoslo aquí y veamos si podemos salir de la ciudad sin complicaciones —dijo Lobo—. ¿Hay alguna callejuela trasera para salir de este lugar? —le preguntó a Seda.
—Por supuesto —dijo Seda, aún comiendo.
—¿La conoces bien?
—¡Por favor! —Seda parecía algo ofendido—, por supuesto que la conozco bien.
La callejuela por donde Seda los condujo era estrecha, estaba desierta y olía bastante mal, pero los llevó a la salida sur de la ciudad y pronto estuvieron otra vez en la ruta.
—No vendría mal que nos apresuráramos un poco —dijo Lobo.
Clavó los talones en las ancas del caballo y salió a todo galope. Cabalgaron hasta bien entrada la noche. La luna, de aspecto abultado y enfermizo, se levantaba lenta sobre el horizonte y llenaba la noche de una luz pálida que desvaneció los colores. Por fin Lobo se detuvo.
—En realidad no tiene sentido cabalgar toda la noche —dijo—. Salgamos del camino y durmamos unas horas. Mañana saldremos temprano, esta vez quiero adelantarme a Brill.
—¿Allí? —sugirió Durnik señalando un bosquecillo que apenas se vislumbraba a la luz de la luna, no muy lejos del camino.
—Servirá —decidió Lobo—. No creo que necesitemos hacer fuego.
Penetraron en el bosquecillo con los caballos y sacaron las mantas de los sacos. La luz de la luna se filtraba entre los árboles y le daba un aspecto moteado al suelo cubierto de hojas. Garion tanteó con los pies hasta encontrar un sitio plano, se envolvió en las mantas, y después de dar unas cuantas vueltas, se quedó dormido.
De repente se despertó sobresaltado, encandilado por la luz de una media docena de antorchas. Alguien le apretaba el pecho con un enorme pie y le apoyaba con firmeza la punta de una espada en la garganta.
—¡Que nadie se mueva! —ordenó una voz ronca—. ¡Mataremos a cualquiera que haga un movimiento!
Garion se quedó rígido de pánico y la punta de la espada se afirmó aún más en su garganta. Volvió la cabeza hacia ambos lados y vio que todos sus amigos estaban sujetos del mismo modo. A Durnik, que hacía guardia, lo sostenían entre dos rudos soldados y le habían puesto un trapo en la boca.
—¿Qué significa esto? —exigió saber Seda.
—Ya te enterarás —dijo con brusquedad el que mandaba al grupo—. Coged sus armas.
Mientras gesticulaba, Garion observó que le faltaba un dedo de la mano derecha.
—Aquí hay algún error —dijo Seda—. Soy Radek de Boktor, un mercader, y ni yo ni mis amigos hemos hecho nada malo.
—¡Ponte en pie! —ordenó el soldado de cuatro dedos ignorando las objeciones del hombrecillo—. Si cualquiera de vosotros intenta escapar, mataremos a todos los demás.
—Te arrepentirás de esto, capitán —dijo Seda mientras se incorporaba y se acomodaba la gorra—. Tengo amigos muy poderosos en Tolnedra.
—Eso a mi no me importa —afirmó el soldado mientras se encogía de hombros—. Yo recibo órdenes del conde Dravor y él me dijo que os apresara.
—Muy bien —dijo Seda—. Entonces vayamos a ver al conde Dravor. Aclararemos esto ahora mismo. No hay necesidad de que vayáis blandiendo vuestras espadas, pues os acompañaremos sin resistencia. Ninguno de nosotros hará nada que pueda poneros nerviosos.
—No me gusta tu tono, mercader —dijo el soldado de cuatro dedos mientras sus facciones se ensombrecían bajo la luz de la antorcha.
—No te pagan para que te guste mi tono, amigo —dijo Seda—, sino para que nos escoltes hasta la residencia del conde Dravor. Ahora será mejor que marchemos. Cuanto antes lleguemos allí, más pronto podré darle un informe completo de tu conducta.
—Coged sus caballos —gruñó el soldado.
Garion se volvió hacia tía Pol.
—¿No puedes hacer nada? —le preguntó en voz baja.
—¡Silencio! ¡No habléis! —rugió el soldado que los había capturado.
Garion, impotente, contempló la espada que le apuntaba al pecho.