Capítulo 12

Al salir de Vo Mimbre, acompañados por dos caballeros con armaduras y por el propio rey Korodullin, los saludó un coro metálico de cuernos desde las almenas de la ciudad. Garion miró hacia atrás y le pareció ver a la baronesa Nerina en un muro sobre la arcada de la puerta, pero no estaba muy seguro. La dama no saludó y Mandorallen tampoco miró hacia atrás. Sin embargo, Garion no estuvo tranquilo hasta que Vo Mimbre estuvo fuera de su vista.

A media tarde llegaron al vado que cruzaba el río Arend para pasar a Tolnedra. El fulgor del sol resplandecía sobre el agua, el cielo tenía un profundo color azul y el viento agitaba los brillantes estandartes de las lanzas de los caballeros. Garion sintió una desesperada ansiedad, una necesidad apremiante de cruzar el río y dejar atrás las cosas terribles que habían sucedido en Arendia.

—¡Adiós, Sagrado Belgarath! —dijo Korodullin a la orilla del río—. Haré lo que me habéis aconsejado, comenzaré los preparativos y Arendia estará lista. Lo juro por mi vida.

—Y yo te mantendré informado de nuestros progresos —dijo el señor Lobo.

—También vigilaré las actividades de los murgos en mi reino —añadió Korodullin—. Si lo que me habéis dicho fuera cierto, y no tengo dudas de que lo sea, los expulsaré de Arendia. Perseguiré a todos y cada uno de ellos hasta echarlos de mis tierras. Haré que sus vidas sean una carga y un pesar para ellos mismos, por haber sembrado la discordia y la rivalidad entre mis súbditos.

—Me parece una buena idea —sonrió Lobo—, los murgos son arrogantes y un poco de pesar de vez en cuando puede enseñarles un poco de humildad. —Extendió la mano para estrechar la del rey—. Adiós, Korodullin. Espero que la próxima vez que nos encontremos, el mundo sea más feliz.

—Rezaré para que así sea —dijo el joven rey.

Luego el señor Lobo guió el camino por las aguas turbulentas y poco profundas del vado. Más allá del río los aguardaba la Tolnedra Imperial y del otro lado de la orilla los caballeros mimbranos los despedían con algarabía al son de los cuernos.

Una vez que cruzaron el río, Garion miró a su alrededor para intentar descubrir alguna diferencia entre Arendia y Tolnedra en el suelo o en la vegetación, pero no parecía existir ninguna. La tierra, indiferente a las fronteras humanas, se extendía inmutable a sus pies.

A unos setecientos metros del río entraron en el bosque de Vordue, un vasto tramo de selva bien conservada que se extendía desde el mar hasta el pie de las montañas del este. Una vez bajo los árboles, se detuvieron a cambiarse de ropas.

—Creo que nos convendría seguir con el disfraz de mercaderes —dijo el señor Lobo, mientras se ponía, con evidente satisfacción, la remendada túnica grisácea y sus zapatos desiguales—. No engañaremos a los grolims, por supuesto, pero si a los tolnedranos que encontremos en el camino. Con los grolims tendremos que utilizar otros métodos.

—¿Hay algún signo del Orbe por aquí? —gruñó Barak mientras guardaba su capa de piel de oso y su casco en uno de los sacos.

—Una pista o dos —respondió Lobo tras mirar alrededor—. Creo que Zedar pasó por aquí hace unas semanas.

—No hemos ganado mucho terreno —dijo Seda al tiempo que se ponía su chaqueta de piel.

—Pero tampoco lo hemos perdido. ¿Nos vamos?

Volvieron a montar y siguieron bajo el sol de la tarde por el camino principal de Tolnedra, que atravesaba el bosque de lado a lado. Después de una legua, aproximadamente, llegaron a un amplio claro donde se levantaba una sólida construcción baja, con paredes de piedra blanqueada y techo rojo. Varios soldados aburridos vagaban alrededor y Garion tuvo la impresión de que sus armas y sus armaduras estaban menos cuidadas que las de los legionarios que había visto antes.

—Es la aduana —dijo Seda—. Los tolnedranos suelen ponerla lo bastante lejos de la frontera como para no interferir con el contrabando legítimo.

—Estos legionarios tienen un aspecto muy desaliñado —señaló Durnik con tono de reprobación.

—No son legionarios —explicó Seda—, sino soldados del servicio de aduanas, tropas locales.

—Ya veo —dijo Durnik.

Un soldado con el peto oxidado y una lanza corta se cruzó en su camino y levantó la mano.

—Inspección de aduana —anunció con voz monótona—. Su excelencia estará con vosotros dentro de un momento. Podéis dejar vuestros caballos allí —señaló una especie de patio a un lado del edificio.

—¿Tendremos problemas? —preguntó Mandorallen, que se había quitado la armadura y ahora llevaba el traje de malla y el sobreveste con que acostumbraba viajar.

—No —contestó Seda—. El agente de aduanas hará varias preguntas, nosotros lo sobornaremos y seguiremos viaje.

—¿Sobornar? —preguntó Durnik.

—Por supuesto —dijo Seda encogiéndose de hombros—, así son las cosas en Tolnedra. Será mejor que me dejéis hablar a mí, ya he pasado por esto antes.

El agente de aduanas, un hombre fuerte y casi calvo que vestía una túnica de color marrón óxido y un cinturón, salió del edificio de piedra sacudiéndose las migas de la ropa.

—Buenas tardes —dijo con tono profesional.

—Buenas tardes, excelencia —respondió Seda con una breve reverencia.

—¿Qué tenemos aquí? —preguntó el agente al tiempo que miraba los sacos con ojo crítico.

—Soy Radek de Boktor —contestó Seda—, un mercader drasniano, y llevo telas de lana sendaria a Tol Honeth.

Abrió uno de los sacos y sacó el extremo de un tejido gris.

—Tendrás buenas ganancias, respetable mercader —dijo el agente de aduanas señalando la tela—. Ha sido un invierno muy frío y la lana se paga bien. —Varias monedas cambiaron de manos con un ligero sonido metálico. El agente de aduanas sonrió y sus modales se volvieron más relajados—. No creo que sea necesario abrir los sacos —dijo—. Es evidente que eres un hombre de honor, estimado Radek, y no quisiera demorarte.

Seda le dedicó otra reverencia.

—¿Hay algo que deba saber sobre el camino, excelencia? —preguntó mientras volvía a atar el extremo del saco—. He aprendido a confiar en los consejos de los agentes de aduana.

—El camino está bien —dijo el agente—, las legiones se encargan de que así sea.

—Por supuesto, pero ¿hay alguna irregularidad en algún sitio?

—Sería conveniente que no os tratarais con nadie en el camino hacia el sur —recomendó el hombre fornido—. Hay algunos problemas políticos en Tolnedra, aunque estoy seguro de que si demostráis que sólo estáis aquí por negocios, no seréis importunados.

—¿Problemas? —preguntó Seda, un poco preocupado—. No sabía nada.

—Es por la sucesión. En este momento las cosas están un poco revueltas.

—¿Acaso Ran Borune está enfermo? —preguntó Seda sorprendido.

—No —respondió el hombre corpulento—, sólo viejo, y ésa es una enfermedad de la que nadie se recupera. Como no tiene un hijo que pueda sucederle, la dinastía Borune pende de un hilo. Las grandes familias ya están en lucha por ganar posiciones. Por supuesto, todo esto resulta muy caro, y los tolnedranos solemos ponernos nerviosos cuando se trata de dinero.

—¿Acaso no nos pasa a todos? —dijo Seda con una breve risita—. Tal vez me convenga hacer algunos contactos con los círculos más adecuados. ¿Qué familia dirías que está en mejor posición en este momento?

—Creo que nosotros les llevamos una pequeña ventaja a los demás —dijo el agente con presunción.

—¿«Nosotros»?

—Los Vordue. Yo tengo un parentesco lejano con la familia por parte de mi madre. El gran duque Kador de Tol Vordue es la única opción lógica para el trono.

—No creo que lo conozca —dijo Seda.

—Es un hombre excelente —dijo efusivo el agente—; un hombre fuerte, valiente y prudente. Si la elección se basara en los méritos, al gran duque Kador se le daría el trono por unanimidad. Pero por desgracia la elección está en manos del Consejo de Asesores.

—¡Ah!

—Así es —asintió el agente con amargura—. No me creerías si te contara la magnitud de los sobornos que piden algunos de estos hombres por su voto, respetable Radek.

—Supongo que es una oportunidad que sólo se presenta una vez en la vida —replicó Seda.

—Yo no niego a ningún hombre el derecho a un soborno decente y razonable —protestó el corpulento agente—, pero algunos de los miembros del Consejo se han vuelto locos de codicia. Por más alto que sea el cargo que obtenga en el nuevo gobierno, me llevará años recuperar lo que ya me he visto forzado a contribuir; y lo mismo ocurre en todo el territorio de Tolnedra. Los hombres de bien se arruinan de modo inexorable entre los impuestos y estas suscripciones de emergencia. Uno no puede permitir que aparezca una lista sin su nombre, y sale una lista nueva todos los días. Los gastos están llevando a todo el mundo al borde de la desesperación y en las calles de Tol Honeth los hombres se matan entre sí.

—¿Tan mal están las cosas? —preguntó Seda.

—Peor de lo que puedas imaginar —dijo el agente—. Los Horbit no tienen suficiente dinero para conducir una campaña política, así que han comenzado a envenenar a los miembros del Consejo. Gastamos millones para comprar un voto y al día siguiente nuestro hombre cae muerto con la cara amoratada; en consecuencia, necesitamos gastar más millones para comprar a su sucesor. Me están destruyendo, yo no tengo carácter para meterme en política.

—Es terrible —se compadeció Seda.

—Si al menos Ran Borune se muriera —se lamentó el agente, desesperado—. Ahora tenemos el control, pero los Honeth son más ricos que nosotros y si se unen para apoyar a un candidato, comprarán el trono delante de nuestras propias narices. Y mientras tanto Ran Borune se queda en su palacio, donde malcría a ese pequeño monstruo que llama hija y se rodea de tantos guardias que ni el asesino más valiente osaría atentar contra él. A veces creo que se propone vivir para siempre.

—Paciencia, excelencia —aconsejó Seda—. Cuanto más suframos, mayor será la recompensa final.

—Si es así, algún día seré muy rico —suspiró el tolnedrano—. Pero ya te he retenido bastante, respetable Radek. Te deseo que llegues pronto a Tol Honeth y que el tiempo sea frío para que suba el precio de la lana.

Seda saludó con formalidad, volvió a montar y condujo al grupo al trote fuera de la aduana.

—¡Qué alegría volver a Tolnedra! —exclamó efusivo el hombrecillo con cara de hurón cuando ya no podían oírlo desde la aduana—. Me encanta el olor a engaño, corrupción e intrigas.

—Eres un mal hombre, Seda —dijo Barak—. Este lugar es una letrina.

—Claro que lo es —rió Seda—, pero no es aburrido, Barak. Tolnedra nunca resulta aburrida.

Cuando caía la tarde llegaron a una pulcra ciudad tolnedrana y se quedaron a pasar la noche en una posada maciza bien cuidada, donde la comida era buena y las camas estaban limpias. A la mañana siguiente se levantaron temprano y después del desayuno salieron del patio hacia las calles adoquinadas bajo la peculiar luz plateada que alumbra poco después del amanecer.

—Un buen lugar —aprobó Durnik al tiempo que miraba las blancas paredes de piedra y el techo de tejas rojas—, todo está limpio y ordenado.

—Es un reflejo de la mente de los tolnedranos —explicó el señor Lobo—. Prestan mucha atención a los detalles.

—No es una mala cualidad —apuntó Durnik. Lobo estaba a punto de contestar cuando dos hombres con túnicas marrones salieron de una oscura calle lateral.

—¡Cuidado! —gritó el que iba detrás—. ¡Se ha vuelto loco! El hombre que iba delante se agarraba la cabeza y su cara tenía una mueca de horror indescriptible. Fue directo hacia el caballo de Garion y éste dio un respingo, extendió el brazo derecho e intentó empujar a aquel loco de ojos desorbitados fuera de su camino. Sin embargo, en cuanto tocó la frente del hombre, sintió una descarga en la mano que le llegó hasta el hombro, una especie de cosquilleo, como si de repente su brazo fuera enormemente fuerte. Luego resonó en su mente un poderoso rugido y el individuo se desplomó con los ojos en blanco, como si el leve roce de Garion hubiese sido un golpe colosal.

Barak llevó su caballo entre Garion y el hombre caído.

—¿Qué significa esto? —le preguntó al hombre con túnica marrón que corría detrás, sin aliento.

—Somos de Mar Terrin —respondió el hombre—. El hermano Obor no podía soportar más a sus fantasmas, así que me dieron permiso para traerlo a casa hasta que recobrara la lucidez. —Se arrodilló junto al individuo caído—. No era necesario que le pegaras tan fuerte —le dijo a Garion en tono acusador.

—No lo hice —protestó Garion—, sólo lo toque. Creo que se ha desmayado.

—Tienes que haberle pegado —dijo el monje—, mira las marcas en su cara.

En la frente del hombre había una horrible herida sangrante.

—Garion —dijo tía Pol—, ¿harás lo que te diga sin hacer preguntas?

—Bueno —asintió Garion.

—Bájate del caballo, acércate al hombre que está en el suelo y pon la palma de tu mano sobre su frente. Luego pídele disculpas por lo sucedido.

—¿Estás segura de que no es arriesgado, Polgara? —preguntó Barak.

—No habrá problemas. Haz lo que te digo, Garion.

Garion, titubeante, se acercó al hombre caído, se agachó y puso la palma de la mano sobre la herida. Volvió a sentir una descarga, pero esta vez era muy diferente a la anterior. Los ojos del loco se aclararon y parpadeó.

—¿Que ocurrió? —Su voz sonaba normal y la herida de su frente había desaparecido.

—Ya ha pasado todo —dijo Garion sin saber muy bien por qué—; has estado enfermo, pero ahora estás bien.

—Vuelve aquí, Garion —dijo tía Pol—, su amigo se ocupará de él.

Garion volvió a su caballo embargado por un montón de sentimientos confusos.

—¡Es un milagro! —exclamó el segundo monje.

—No lo creas —le reconvino tía Pol—. El golpe curó la mente de tu amigo, eso es todo. A veces sucede.

Pero ella y el señor Lobo intercambiaron una larga mirada que confirmaba que había ocurrido algo más, algo inesperado.

Dejaron a los dos monjes en medio de la calle y siguieron su camino.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Durnik, con expresión de asombro.

—Polgara tuvo que usar a Garion —respondió el señor Lobo tras encogerse de hombros—, no había tiempo para hacerlo de otro modo.

Durnik no parecía convencido.

—No lo hacemos muy a menudo —explicó Lobo—. Meterse en otra persona resulta un poco engorroso, pero a veces no tenemos otra elección.

—Pero Garion lo curó —objetó Durnik.

—Hay que hacerlo con la misma mano que dio el golpe, Durnik —dijo tía Pol—. Por favor, no hagas tantas preguntas.

Sin embargo, la voz seca en la mente de Garion se negaba a aceptar aquellas explicaciones y le decía que el poder no había venido de afuera. Examinó la señal de la palma de su mano con cara de preocupación; por alguna razón, ahora parecía diferente.

—No pienses en ello, cariño —dijo tía Pol en voz baja mientras se dirigían al sur por el camino principal, tras abandonar la ciudad—. No hay razón para preocuparse, después te lo explicaré todo.

Luego, mientras los pájaros saludaban al sol naciente con su canto, ella extendió el brazo y cerró con firmeza la mano de Garion con sus dedos.