Capítulo 27
Estaban en una especie de corredor largo y Garion podía divisar el suelo de baldosas con bastante claridad. Lo llevaban boca abajo entre tres hombres, y su cabeza se sacudía y se balanceaba sobre el cuello de un modo desagradable. Tenía la boca seca y aquel olor dulce y espeso que impregnaba el pañuelo seguía allí. Levantó la cabeza e intentó mirar a su alrededor.
—Está despierto —dijo el que le sujetaba el brazo.
—Por fin —murmuró otro—. Le has dejado el paño en la nariz demasiado tiempo, Issus.
—Yo sé lo que hago —repuso el primer hombre—. Bájalo. ¿Puedes ponerte de pie? —le preguntó Issus a Garion.
Los cortos pelillos de su cabeza rapada parecían cerdas. Tenía una gran cicatriz que iba de la frente a la barbilla, pasando por la cuenca vacía de uno de sus ojos, y llevaba una bata mugrienta.
—Levántate —le ordenó con voz sibilante.
Lo tocó con un pie. Garion intentó levantarse, pero sus rodillas no lo sostenían y tuvo que apoyarse en la pared húmeda y cubierta de musgo.
—Cogedlo —les dijo Issus a los demás.
Estos agarraron los brazos de Garion y lo llevaron a rastras por el largo pasillo detrás del tuerto. Al final del corredor, entraron en una estancia abovedada que no parecía una habitación, sino más bien una amplia superficie abierta que hubiera sido techada. El alto techo estaba sostenido por enormes columnas esculpidas y pequeñas lámparas de aceite colgaban de largas cadenas o reposaban sobre estantes de piedra tallados en los pilares. Varios grupos de hombres con túnicas multicolores iban de aquí para allá en un estado de lánguido letargo.
—Tú —Issus increpó a un joven regordete con ojos soñolientos—, dile a Sadi, el jefe de los eunucos, que tengo al chico.
—Díselo tú —le respondió el muchacho con voz aguda—, yo no recibo órdenes de gente como tú, Issus. —El se acercó al joven y le cruzó la cara de una bofetada—. ¡Me has pegado! —se quejó el muchacho y se llevó una mano a la boca—. Me has hecho sangrar el labio, ¿lo ves? —añadió con su mano extendida para enseñarle la sangre.
—Si no haces lo que te digo, te cortaré tu gordo pescuezo —le dijo Issus con un tono severo y cruel.
—Le contaré a Sadi lo que me has hecho.
—¡Adelante!, y una vez allí aprovecha para decirle que tengo al chico que quería la reina.
—¡Eunucos! —exclamó con desprecio uno de los hombres que sostenían a Garion.
—Tienen sus ventajas —dijo el otro con una risa ronca.
—Traed al chico —ordenó Issus—, a Sadi no le gusta que le hagan esperar.
Empujaron a Garion más allá de la zona iluminada, hasta donde unos hombres que tenían un aspecto miserable, con el pelo y la barba desgreñados, estaban sentados en el suelo y encadenados entre sí.
—Agua —gimió uno de ellos—, ¡por favor! —agregó con una mano extendida en actitud de súplica.
Issus se detuvo y miró al esclavo con asombro.
—¿Cómo es que éste todavía tiene lengua? —le preguntó al guardia que los vigilaba.
—Aún no hemos tenido tiempo de ocuparnos de eso —respondió el guardia encogiéndose de hombros.
—Pues hazte tiempo —le ordenó Issus—; si uno de los sacerdotes lo escucha hablar, te interrogarán y no te gustará.
—No temo a los sacerdotes —dijo el guardia, aunque miró con nerviosismo por encima de su hombro.
—Pues deberías temerles —le aconsejó Issus—. Y da de beber a estos animales, muertos no servirán para nada —añadió y comenzó a guiar a los hombres que llevaban a Garion a través de la oscuridad entre dos columnas, pero de repente se detuvo otra vez—. ¡Sal de mi camino! —le gritó a algo que había entre las sombras, y aquella criatura se empezó a mover de mala gana. Garion advirtió con repulsión que se trataba de una serpiente—. Vete con las demás —le dijo Issus y señaló un rincón oscuro donde una enorme masa se movía ondulante con una especie de indolente agitación.
Garion podía oír el suave siseo del roce de las escamas. La serpiente que se había cruzado con ellos le mostró su movediza lengua a Issus y luego se arrastró hacia el rincón oscuro.
—Algún día te picarán, Issus —le advirtió uno de los hombres—; no les gusta que les den órdenes.
Issus se encogió de hombros y siguió su camino.
—Sadi quiere hablar contigo —dijo el joven eunuco regordete cuando llegaron a una gran puerta de madera pulida—; le he contado que me habías pegado. Maas está con él.
—Bien —respondió Issus y abrió la puerta—. Sadi —llamó con tono severo—, dile a tu amigo que voy a entrar, no quiero que haga ninguna tontería.
Issus entró y cerró la puerta tras él.
—Ya puedes retirarte —le dijo al eunuco uno de los hombres que llevaban a Garion.
—Yo voy adonde Sadi me manda —afirmó el joven regordete con desdén.
—¿Y también vienes corriendo cuando Sadi silba? —Eso es asunto mío y de Sadi, ¿no crees?
—Traedlo aquí —ordenó Issus tras volver a abrir la puerta de la estancia en la que había entrado.
Los dos hombres empujaron a Garion dentro de la habitación.
—Esperaremos aquí —dijo uno de ellos con nerviosismo. Issus lanzó una feroz carcajada, cerró la puerta de una patada y llevó a Garion ante una mesa donde la minúscula llama de una lámpara de aceite apenas disipaba la oscuridad. Sentado a la mesa, había un hombre delgado y de ojos cadavéricos que se acariciaba la cabeza calva con los largos dedos de su mano.
—¿Puedes hablar, chico? —le preguntó a Garion.
Su voz tenía un extraño timbre de contralto y su túnica de seda no era de varios colores como parecía ser lo habitual, sino de un definido tono carmesí.
—¿Podría tomar un poco de agua? —preguntó Garion. —Dentro de un minuto.
—Ahora dame mi dinero, Sadi —dijo Issus.
—En cuanto compruebe que éste es el chico —respondió Sadi.
—Pregúntale su nombre —murmuró una voz sibilante entre las sombras, detrás de Garion.
—Lo haré, Maas —contestó Sadi, molesto por la sugerencia—; he hecho esto antes.
—Tardas demasiado —murmuró la voz.
—Dinos tu nombre, chico —le dijo Sadi a Garion.
—Doroon —mintió Garion con presteza—. Tengo mucha sed.
—¿Me tomas por un idiota, Issus? —preguntó Sadi—. ¿Creías que me podías arreglar con cualquier chico?
—Éste es el chico que me has pedido que trajera —respondió Issus—. No es culpa mía si tu información no era correcta.
—Si —asintió Garion—, soy el mozo de cabina del barco del capitán Greldik. ¿Dónde estamos?
—Las preguntas las hago yo, chico —afirmó Sadi.
—Miente —murmuró la voz sibilante a espaldas de Garion.
—Ya lo sé, Maas —respondió Sadi con calma—; al principio siempre lo hacen.
—No tenemos tiempo para esto —siseó la voz—. Daleoret, necesito saber la verdad de inmediato.
—Lo que tú digas, Maas —asintió Sadi. Se levantó y desapareció un momento detrás de la mesa, entre las sombras. Garion oyó un ruido de cristal y luego agua—. Recuerda que fue idea tuya, Maas. Si ella se enfada, yo no quiero tener la responsabilidad.
—Ella comprenderá, Sadi.
—Toma, chico —ofreció Sadi, que volvió hacia la luz con una taza de barro marrón.
—Eh..., no, gracias —dijo Garion—. Después de todo, no tengo tanta sed.
—Será mejor que lo bebas, chico —le dijo Sadi—. Si no lo haces, Issus te sujetará y yo te obligaré a tragarlo. No te hará daño.
—Bebe —ordenó la voz sibilante.
—Sería conveniente que lo hicieras —le aconsejó Issus.
Indefenso, Garion cogió la taza. El líquido tenía un gusto extraño y amargo y le quemó la lengua.
—Mucho mejor —dijo Sadi y se volvió a sentar detrás de la mesa—. Ahora bien, ¿dices que tu nombre es Doroon?
—Si.
—¿De dónde eres, Doroon? —De Sendaria.
—¿De que lugar exacto de Sendaria?
—Cerca de Darine, en la costa norte.
—¿Y qué haces en un barco cherek?
—El capitán Greldik es amigo de mi padre —dijo Garion. Sin saber por qué, sintió la necesidad de explayarse—, y mi padre quería que lo aprendiera todo sobre barcos, él dice que es mejor ser marino que granjero. El capitán Greldik aceptó enseñarme todo lo necesario para ser un marinero, y dice que seré bueno porque no me mareo, no tengo miedo de trepar a las sogas que sostienen las velas y ya casi tengo la fuerza suficiente para llevar un remo.
—¿Cómo has dicho que te llamabas, chico?
—Garion..., no, quiero decir... Doroon. Si, Doroon, y...
—¿Cuántos años tienes, Garion?
—Cumplí quince el día del Paso de las Eras. Tía Pol dice que la gente que nace en el Paso de las Eras tiene mucha suerte, aunque yo no he notado que tenga más suerte que...
—¿Y quién es tía Pol?
—Es mi tía. Nosotros vivíamos en la hacienda de Faldor, pero vino el señor Lobo y...
—¿La gente la llama por algún otro nombre?
—El rey Fulrach la llamaba Polgara, eso fue cuando el capitán Brendig nos llevó al palacio de Sendar. Después fuimos al palacio del rey Anheg, en Val Alorn, y...
—¿Quién es el señor Lobo?
—Mi abuelo, lo llaman Belgarath. Yo no quería creerlo pero supongo que debe de ser verdad porque una vez él...
—¿Y por que os fuisteis de la hacienda de Faldor?
—Al principio no sabía por qué, pero luego descubrí que fue porque Zedar robó el Orbe de Aldur de la empuñadura de la espada del rey rivano y tenemos que encontrarlo antes de que lo lleve ante Torak, lo despierte y...
—Este es el chico que buscamos —murmuró la voz sibilante. Garion se dio la vuelta muy despacio. Ahora la habitación le parecía más clara, como si la pequeña llama de la lámpara irradiara más luz. En un rincón había una larga serpiente, zigzagueante, con un cuello curiosamente plano y ojos resplandecientes.
—Ahora podemos llevarlo ante Salmissra —siseó la serpiente. Luego bajó al suelo y se arrastró hasta Garion. El chico sintió la nariz fría y seca contra su pierna, y a pesar de que en el fondo de su corazón sentía deseos de gritar, se quedó inmóvil mientras el cuerpo escamoso subía despacio por la pierna y trepaba ondulante hacia arriba. Por fin, la cabeza de la serpiente quedó a la altura de su cara y la lengua oscilante rozó su mejilla—. Sé bueno, chico —murmuró la serpiente en su oído—, muy, pero muy bueno.
La serpiente era pesada, y sus anillos, gruesos y fríos.
—Por aquí, chico —le dijo Sadi a Garion finalmente poniéndose en pie.
—Quiero mi dinero —exigió Issus.
—Ah —dijo Sadi casi con desdén—, eso. Está encima de la mesa, en esa bolsa —le indicó con un gesto y luego se volvió para guiar a Garion.
—«Garion —dijo la voz seca que siempre había estado en su mente—, quiero que me escuches con atención. No digas nada ni dejes que la expresión de tu cara te delate, solo escúchame.»
«¿Quién eres?», preguntó Garion en silencio mientras intentaba luchar contra la confusión de su mente.
«Ya me conoces —respondió la voz seca—, ahora escucha: te han dado algo que te hace actuar como ellos quieren. No te resistas, relájate y no luches contra ello.»
«Pero, he dicho cosas que no debía, yo...»
«Eso ahora no importa, haz lo que te digo. Si ocurre algo y la situación se vuelve peligrosa, no luches. Yo me ocuparé de todo, pero no podré hacerlo si tú te resistes. Tienes que relajarte para que yo pueda hacer lo que debo; si de repente haces o dices cosas que no entiendes, no tengas miedo ni te rebeles; no serán ellos, sino yo.»
Más tranquilo por esta silenciosa garantía, Garion caminó obediente junto a Sadi, el eunuco, mientras Maas, la pesada serpiente, se apoyaba sobre los hombros y el pecho y acurrucaba su cabeza afilada contra su mejilla.
Entraron a una habitación grande con las paredes tapizadas en tela y brillantes lámparas de aceite colgadas de cadenas. Una enorme estatua de piedra, con el tercio superior perdido entre las penumbras, alzaba su titánico cuerpo en un extremo de la habitación. Frente a la estatua se levantaba una pequeña plataforma de piedra, alfombrada y cubierta de cojines, como un pesado diván que no era ni un sillón ni un sofá, donde se sentaba una mujer.
Tenía un cabello negro azabache que le caía sobre la espalda y los hombros en una cascada de rizos. Una corona de elaborado diseño cubierta de resplandecientes piedras preciosas remataba su cabeza; su túnica era blanca y estaba hecha de la más fina gasa, así que de ningún modo alcanzaba a ocultar su cuerpo y sólo parecía usarla para lucir sobre ella las joyas y ornamentos. Bajo la gasa, su piel era de una blancura nívea; su rostro, extraordinariamente hermoso, y sus ojos, muy claros, casi descoloridos. A un costado del diván, había un gran espejo de pie con marco dorado, y la mujer, indolente y tranquila, se contemplaba con admiración.
Dos docenas de eunucos con la cabeza rapada y túnicas carmesíes estaban arrodillados a un lado de la plataforma y, apoyados sobre los cuartos traseros, contemplaban a la mujer y a la estatua con fervorosa adoración.
Entre los cojines, a un extremo del diván, se repantigaba un joven de aspecto perezoso y engreído, cuya cabeza no estaba rapada. Tenía el cabello muy rizado, las mejillas coloreadas y un fantástico maquillaje en los ojos. Todo su vestuario consistía en un pequeñísimo taparrabos y parecía aburrido y malhumorado. La mujer pasaba los dedos entre los rizos del joven con aire ausente mientras se miraba al espejo.
—La reina tiene visitas —anunció uno de los eunucos con voz cantarina.
—Ah —entonaron los demás al unísono—, visitas.
—Salud, eterna Salmissra —dijo Sadi el eunuco y se postró frente a la plataforma donde estaba la mujer de ojos claros.
—¿Qué ocurre, Sadi? —preguntó. Su voz era vibrante y tenía un timbre extraño y misterioso.
—El chico, mi reina —anunció Sadi, todavía con la cara apoyada en el suelo.
—Arrodíllate ante la reina de las serpientes —siseó Maas al oído de Garion.
Los anillos de la serpiente se ciñeron alrededor del cuerpo del joven y, doblado por el doloroso apretón, Garion cayó de rodillas.
—Ven aquí, Maas —le dijo Salmissra a la serpiente.
—La reina convoca a su amada serpiente —entonaron los eunucos.
—Ah.
El reptil se desenroscó del cuerpo de Garion y se arrastró, zigzagueante, hasta el pie del diván; allí se irguió en dirección a la mujer y se acomodó encima de Salmissra, con su grueso cuerpo curvado como para amoldarse a ella. La cabeza puntiaguda se alzó hasta la cara de la reina y ésta la besó con cariño. Maas le acarició la cara con su larga lengua bífida y le susurró algo al oído. La reina permaneció inmóvil, abrazada a la serpiente, mientras escuchaba la voz siseante del reptil y miraba a Garion con sus ojos enormes. Luego apartó un poco al animal, se incorporó, y se acercó a Garion.
—Bienvenido a la tierra de los hombres serpiente, Belgarion —dijo con voz zumbante.
Aquel nombre, que sólo había oído de labios de tía Pol, le produjo un extraño sobresalto y el chico intentó aclarar la confusión de su mente.
«¡Todavía no!», advirtió la voz seca en su interior.
Salmissra bajó de la plataforma y su cuerpo se movió sinuoso bajo el vestido transparente. Cogió el brazo de Garion, lo ayudó a incorporarse con suavidad y le acarició la cara muy despacio con su mano fría.
—Un joven muy guapo —suspiró, como si lo dijera para sí—. Tan joven, tan cálido —añadió con tono de deseo.
La mente de Garion se llenó de una extraña confusión; la bebida amarga que Sadi le había dado todavía le nublaba la conciencia como un manto. Sin embargo, no podía evitar sentir una mezcla de miedo y atracción hacia la reina. Su piel nívea y sus ojos cadavéricos resultaban repulsivos, pero su aspecto era por sí mismo una invitación sensual, la exuberante promesa de un placer inenarrable.
—No tengas miedo, Belgarion mío —siseó ella—, no te haré daño, a no ser que tú quieras que lo haga. Tus obligaciones aquí serán muy agradables y puedo enseñarte cosas que Polgara nunca llegaría a soñar.
—Apártate de él, Salmissra —ordenó con petulancia el joven que estaba en la plataforma—. Sabes que no me gusta que prestes tanta atención a otros.
En los ojos de la reina se reflejó una expresión de disgusto, se volvió y miró al joven con frialdad.
—Lo que a ti te guste o no, ha dejado de preocuparme, Essia —dijo ella.
—¿Qué? —gritó Essia incrédulo—. ¡Haz lo que te digo de inmediato!
—No, Essia —respondió ella.
—Te castigaré —la amenazó él.
—No —dijo ella—, no lo harás. Ese tipo de cosas ya no me divierte, y tus declamaciones y rabietas han empezado a aburrirme. Ahora vete.
—¿Que me vaya? —Los ojos de Essia se salían de las órbitas de incredulidad.
—Estás despedido, Essia.
—¿Despedido? Pero si no puedes vivir sin mí, tú misma lo has dicho.
—En ocasiones, todos decimos cosas que no creemos.
La arrogancia desapareció del rostro del joven como el agua de un cubo que se derrama, tragó saliva y empezó a temblar.
—¿Cuándo quieres que vuelva? —gimió él. —No quiero que vuelvas, Essia.
—¿Nunca? —jadeó él.
—Nunca —respondió ella—. Ahora vete y deja de hacer escenas.
—¿Qué va a ser de mi? —sollozó Essia, y el maquillaje que llevaba en los ojos se corrió por su cara de un modo grotesco.
—No seas pesado, Essia —dijo Salmissra—; coge tus cosas y vete ya. Ahora tengo un nuevo acompañante —agregó y volvió a subir a la plataforma.
—La reina ha elegido un acompañante —entonó el eunuco.
—¡Ah! —cantaron los otros—. ¡Salud al acompañante de la eterna Salmissra, el más afortunado de los hombres!
El joven lloroso recogió una bata rosa y un joyero tallado y descendió de la plataforma.
—Esto es obra tuya —acusó a Garion—, tú eres el culpable. —De repente sacó una pequeña daga de entre los pliegues de la bata que llevaba en el brazo—. ¡Yo me ocuparé de ti! —gritó al tiempo que levantaba la daga para clavársela.
Esta vez no hubo voluntad ni concentración, la fuerza surgió de improviso, empujó a Essia hacia atrás y lo hizo volar por los aires con el pequeño cuchillo en la mano. Después, la sensación de poder se desvaneció.
Sin embargo, Essia se abalanzó hacia delante con la daga levantada y la fuerza volvió, esta vez con mayor intensidad. El hombre salió despedido hacia atrás, se desplomó y la daga resonó contra el suelo.
Salmissra, con los ojos encendidos de cólera, señaló al caído Essia y chasqueó los dedos dos veces. Entonces, una pequeña serpiente verde salió de abajo del diván más veloz que una flecha, con la boca abierta y un zumbido similar a un gruñido. Atacó una sola vez, mordiendo a Essia en la parte superior de la pierna, luego se arrastró con rapidez hacia un lado y lo observó con una mirada inexpresiva.
Essia jadeó y se puso blanco de pavor, intentó levantarse pero sus brazos y piernas se desplomaron sobre las piedras pulidas y apenas alcanzó a proferir un gritó ahogado antes de que comenzaran las convulsiones. Daba rápidos golpecitos con los pies contra el suelo y sus brazos se sacudían de un modo brutal, sus ojos quedaron fijos y en blanco y una espuma verde comenzó a manar de su boca como si fuera una fuente. Se arqueó hacia atrás y cada uno de sus músculos se contrajo bajo la piel, mientras la cabeza golpeaba contra el suelo, hasta que su cuerpo entero se elevó y dio un violento salto espasmódico. Cuando volvió a caer, ya estaba muerto.
Salmissra lo vio morir con sus pálidos ojos inexpresivos e indiferentes, sin el más mínimo indicio de ira o de pena.
—Se ha hecho justicia —anunció el eunuco.
—La justicia de la reina de los hombres serpiente es rápida —respondieron los demás.